Fotos de mi puta (10)
Mujer desnuda leyendo el diario
Cap1: Una orla de instituto: http://www.todorelatos.com/relato/121670/
Cap2: Adolescente dormida y desnuda: http://www.todorelatos.com/relato/121788/
Cap3: Joven junto a mujer de pueblo: http://www.todorelatos.com/relato/121925/
Cap4: Joven desnuda y con miedo: http://www.todorelatos.com/relato/122067/
Cap5: Muchacha en el autobús: http://www.todorelatos.com/relato/122243/
Cap6: Mujer con collar de perro: http://www.todorelatos.com/relato/122455/
Cap7: Mujer atada: http://www.todorelatos.com/relato/122768/
Cap8: Una nueva puta: http://www.todorelatos.com/relato/122893/
Cap9: Una sumisa y una masoquista: http://www.todorelatos.com/relato/123000/
2015
Suspiro y me froto los ojos tras mirar el “Omega” de mi muñeca. Aún queda algo para las nueve de la mañana, pero no debo tardar en marcharme. Deposito de nuevo la foto sobre la mesa junto con sus compañeras y empiezo a ordenarlas en un pequeño álbum comprado para la ocasión.
Me detengo al llegar a una foto especial, aunque hablando de las fotos de mi alumna, todas llegan a ser tan especiales que esa palabra, “Especial”, pierde por completo su significado. Repaso la imagen reflejada: Marisa, desnuda, como siempre que estaba en casa, ríe a cámara sentada sobre una silla y trata de tapar el objetivo con una mano mientras un ejemplar del “diario16” descansa sobre la mesa. No le gustaba que le tomara esas fotos por sorpresa, pero a mí me encantaban. En ninguna otra se plasmaba tan bien la frescura que supuraba la joven. Es la penúltima foto que le saqué, unos días antes de su boda, y la última en nuestra casa.
Hace poco que esa foto, casual e inocente, ha cumplido veinte años. Veinte años. Toda una vida. El doble de tiempo que viví con Marisa. El mismo tiempo que llevo sin verla. Una sonrisa triste se dibuja en mi rostro al pensar que fue la última foto que le saqué a mi Marisa. Sí, aún hay una posterior como he dicho, pero en esa ya no era “mi” Marisa. Era la Marisa de otro, de alguien más joven, más rico, más guapo. Alguien que le ofrecía una vida mejor y más plena que la que yo podía darle, con una relación mucho más sana que la vorágine de sexo en que convertíamos la escena más nimia en casa. Me excitaba tanto oír uno solo de sus gemidos que, en cuanto una caricia, por pequeña que fuera, rompía esa barrera, no podía evitar convertirme en un ser adicto a su coño, a su culo, a su boca, a sus manos. Era un adicto a Marisa y ella, en su inconcebible sumisión a todos mis intentos, solo hacía que aumentar mi adicción. No pensé que fuera una sensación tan poderosa, pero tras la boda, cuando nos juramos no volver a encamarnos por respeto a su nuevo marido, mi abstinencia de Marisa me llevó al borde del suicidio, porque sabía, aunque no se lo podía decir, que no iba a ser feliz con aquel hombre.
Sé que tenía que haber impedido aquel enlace, pero Marisa parecía contenta y me prometió que jamás me olvidaría. Más de veinte años después de aquella imagen, sé que no mentía. Pero muchas cosas pasaron desde el día en que tomé esa foto, y pocas fueron buenas. Parecía como si nuestra vida hubiera mejorado tanto en nuestro pequeño núcleo familiar de vicio y lujuria que hubiéramos llegado a la cima más alta posible. Una vez arriba, lo único que queda es caer más hondo cada vez.
Pero no sería justo remontarme a esa foto sin viajar un poco más atrás, cuando Marisa me presentó al hombre que la alejaría veinte años de mí. Pablo. Odié a ese hombre desde el momento que salió por la puerta de mi casa. Maldito Pablo. ¿Cómo pudo joderle tanto la vida a Marisa? Pero bueno... eso sería adelantar demasiado los acontecimientos y negarle a mis recuerdos la verdad de aquellos cinco años en que Marisa fue feliz junto a Pablo, alejándose poco a poco de mí.
1990
–
¡Ya estamos aquí!
Era cierto que podía advertir el aura de Marisa antes de que entrase en casa, pero esa tarde, la sensación era diferente. En la habitual área de alcance de su nube de alegría, esa tarde había tensión. Una tensión extraña, densa y negra que decoloraba la sensación que normalmente tenía junto a mi alumna. En un primer momento lo achaqué a sus nervios. Había tardado meses, pero al fin me iba a presentar a su novio.
No supe nunca si fue por mera casualidad o porque Marisa había esperado exclusivamente hasta el momento en que la casa fuera nuevamente solo nuestra. Solo hacía unas dos semanas que Jazmín se había mudado con su novio, un cliente asiduo del bar en que trabajaba que luego nos enteramos de que iba al local solamente para ver a Violeta y acumular valor para hablar con ella. Violeta se veía exultante cuando la acompañamos a su nueva casa, cargada de maletas hasta arriba. Era increíble la cantidad de ropa que había ido acumulando en los casi tres años en que vivió con nosotros.
–
¡Buenas, Marcos! ¡Este es Pablo! Pablo, Marcos, es mi padre... o como si lo fuera.
Extendí la mano al chaval. Por supuesto que lo conocía o, al menos, sabía quién era. Lo había visto en varias clases de la Universidad, pero no era solamente por eso. Todo el mundo en aquella ciudad conocía a la familia Villaescusa, dueña de uno de los diarios de mayor tirada nacional. Un diario en cuyas páginas se podía advertir sutilmente un suave aroma a nostalgia del anterior régimen, a derecha rancia e insolidaria y a miedo al cambio, todo aquello que suelen tener los que lo tienen todo y temen perder una sola peseta. No era gente con la que me gustara codearme, pero más de una vez había asistido de ponente a simposios y charlas que había pagado la Fundación del diario y, por ende, también los padres del muchacho, que lo dirigían todo con una sonrisa suficiente. Puede que no comulgara con sus ideas políticas, pero al menos cuidaban y guardaban cierto respeto por la literatura, cosa que echaba en falta en la mayoría de periódicos de izquierdas. Sin embargo, siempre me daba la impresión que organizaban esos actos como si fuera una limosna para los pobres e ilusos escritores que piensan que pueden ganarse la vida e incluso hacerse ricos escribiendo, sin jugar en bolsa, sin comprar ni vender acciones ni aprovecharse de las deficiencias y necesidades de un mercado de otros pobres e ilusos.
El joven era alto, rubio y muy guapo. Estaba claro por qué era uno de los solteros de oro de la ciudad. Pero Marisa lo había enamorado. Sin embargo, a pesar de todos mis pesares, se le notaba que quería a mi alumna, aunque sus demostraciones de afecto jamás iban en contra de su pulcra educación.
Pablo Villaescusa vestía un impecable traje que podía valer tanto como mi coche, y cuidaba hasta el mínimo detalle de su comportamiento y palabras.
–
Encantado, Señor Solís -dijo el joven estrechándome la mano con seguridad.
Durante un instante, nos miramos fijamente a los ojos, como evaluando nuestra fuerza y poder sobre Marisa mientras ella nos observaba nerviosa. Sabía que en esos primeros segundos era donde se iba a decidir la idea que cada uno tendría sobre el otro para el resto de la noche. Yo no deseaba hacerla sufrir, y aunque en la mirada de su novio vi algo que no me gustó absolutamente nada, preferí guardarme mis sensaciones para que mi querida alumna pudiera tranquilizarse.
–
Encantado, Pablo. Marisa me ha hablado mucho de ti.
–
A mí de usted también, y todo bueno. Sinceramente, debo felicitarle y darle las gracias. No todo el mundo habría adoptado a una adolescente huérfana y la habría criado con la firmeza y cariño que Marisa me ha contado. Ha sido un gran padre para ella, la verdad.
Estaba claro que el joven tenía, igual que Marisa, cierto don de palabra. Pero donde la muchacha resultaba espontánea y alegre, Pablo sonaba pedante y demasiado interesado en quedar bien. “No me gustan los lameculos”, pensé en ese momento, aunque lo que en verdad no me había gustado era ese “Ha sido un gran padre para ella”. Podía haber dicho “Es un gran padre”, o “Marisa tiene un gran padre”, pero ese “Ha sido” me sonó como si pensara que, de ahí en adelante, mi presencia en la vida de Marisa no estuviera justificada, que él se encargaría de todo con ella.
–
No seas tan galán, Pablo, que a la que le tienes que gustar es a Marisa, no a mí -le dije con una sonrisa, que el respondió con otra sonrisa de triunfo.
“
Demasiado egocéntrico para escuchar a los demás, sólo oye lo que le interesa... o eso o es muy tonto como para sumar dos y dos”. Pensé. En pocas palabras, le había dicho que no me gustaba, que a pesar de su fortuna, de su atractivo, de su juventud y de su familia, no lo consideraba bueno para Marisa. Pero no quería interponerme en la vida de mi alumna. Debía volar libre y yo no podía ser un lastre para ella.
–
Bueno, he preparado una cenita para los tres. ¿Seguimos hablando en la mesa?
Me esforcé en aparentar ser el mejor de los anfitriones. Pasamos al salón, donde la mesa ya estaba engalanada para tratar de apabullar al novio de Marisa. Es cierto que no contaba con que mi alumna se presentara con un miembro de la más alta sociedad de la ciudad, pero me había esforzado a conciencia en la colocación de los platos y los cubiertos para dar la mejor de las impresiones al desventurado muchacho. Sin embargo, el trabajo que había hecho para intimidar de cierta forma a quien se iba a follar a Marisa, había resultado en una discreta aprobación de Pablo, más que acostumbrado a ese nivel de preparación.
Eché una última ojeada a la presentación de la mesa para cerciorarme de no haber olvidado nada. Copa para vino, para agua, los diferentes tenedores para los distintos platos, la correcta colocación dentro del protocolo... todo en su sitio. Suspiré aliviado, lo último que deseaba era que Pablo pudiera tratar de ejercer su arrogante superioridad por una mala distribución en la mesa.
Nos sentamos en la mesa y comencé a sacar los platos.
–
Cariño... ¿Por qué no sacas tú los platos y que tu padre descanse, que habrá estado cocinando toda la tarde y estará cansado? -pidió Pablo cuando puse el primero de ellos, el suyo, sobre la mesa.
–
No te preocupes, Marisa. Yo los saco -respondí rápidamente, sintiendo un pinchazo en el pecho al ver cómo alguien que no era yo daba órdenes a mi putita particular. Por un momento, estuve tentado de ordenar a Marisa que se desnudara como siempre hacía en casa, para disfrutar de la cara que pondría su estirado novio, pero no podía hacerle eso a mi pequeña. Le había costado un mundo reunir el valor para presentármelo después de un año conociéndolo y no podía hacer que el primer novio que trajera a casa la repudiara por mi culpa.
Me dolió que Marisa me acompañara a la cocina a por los otros dos platos. Le había hecho caso a Pablo y no a mí.
–
¿Qué te parece? -me susurró mientras cogía el plato de su
filet mignon
, que aunque no aparentaba tan apetitoso como el de la foto del libro de recetas del que lo había sacado, bien podría haber salido de la cocina de cualquier restaurante. Estaba muy orgulloso de mi obra.
–
¿Te gusta? -pregunté directamente.
–
¿Eh? Sí, claro que sí.
–
¿Te quiere?
–
Sí.
–
¿Te trata bien?
–
S-sí.
–
Entonces no te debe preocupar lo que los demás puedan decirte. Ve con él.
–
Pero es que no se lo estoy preguntando a los demás -replicó-. Te lo estoy preguntando a ti y tú sí que me importa lo que pienses.
–
Parece un buen chico -mentí, cogiendo mi plato y dándole la espalda a Marisa.
Volvimos al salón y comenzamos la cena, ellos sentados a un lado de la enorme mesa y yo al otro. Con un par de copas de vino, Pablo no me parecía tan insufrible. Incluso, cuando servimos los segundos, entablamos una animada conversación sobre literatura en la que Pablo se mostró como un brillante tertuliano. Lo cierto es que era un tema sobre el que compartíamos muchos gustos y, aunque Marisa estaba muy activa al principio de la conversación, a medida que fuimos hablando en temas más especializados sobre los que no disponía de tanta información, se fue quedando callada para observarnos admirada.
De algún modo yo también me estaba sorprendiendo con Marisa. Había usado correctamente todos los cubiertos y copas, incluso había dejado tenedor y cuchillo encima del plato como marcaba el protocolo una vez hubo acabado, como si ella misma viniera de la familia Villaescusa. Estaba claro que los padres de Pablo ya la conocían y que ella también se había preparado a conciencia para agradarlos.
De pronto, la joven dio un respingo y Pablo interrumpió nuestra ponencia mientras el tema iba saltando de Neruda a Gabriel García Márquez.
–
¿Estás bien, pequeñaja? -preguntó Pablo.
–
Sí, sí... perdón... que se me había atragantado algo.
Yo la observaba con una sonrisa de oreja a oreja que borré en cuanto Pablo se volvió a girar hacia mí. No hubiera querido, por nada del mundo, que su novio se hubiera enterado por mi semblante de que estaba acariciando el chochito de Marisa con el pie por encima de las bragas.
Marisa me miraba aterrada en un principio, aunque cuando el primer suspiro salió de sus labios, aceptó el juego y volvió a observar nuestra charla fingiendo atención. Sin embargo, sus sentidos estaban puestos en ese pie desnudo que se había colado por debajo de su falda y sobaba sus braguitas.
–
Ajá... aham... -Me divertía horrores la escena. Mi alumna parecía darle la razón a Pablo cada vez que hablaba, pero el rubor de sus mejillas y su respiración ligeramente acelerada, me demostraban que el causante de esas interjecciones era yo.
Antes de los postres, Marisa se excusó y se fue al baño, y fue en ese momento, al quedarme a solas con Pablo, cuando fui consciente de algo de lo que me había percatado cuando entraron por la puerta pero que aún no había llegado a asimilar. El aura de Marisa no había cambiado. Nunca lo haría. Era la de Pablo la que interfería en ella. El benjamín de los Villaescusa portaba con él una sensación agria, una nube llena de oscuridad y preocupaciones, era parecido a ese sentimiento que uno tiene cuando de pronto le caen nuevas responsabilidades que no sabe si va a poder cumplir. Como me pasó a mí cuando me vi en mi primera clase en la Universidad o como cuando murió Amparo, Pablo llevaba sobre sus hombros un peso importante y quizá era esa sombra de responsabilidad que entraba tanto en conflicto con su juventud lo que me había repelido de él en un primer momento. Estaba claro que no era fácil ser un Villaescusa. Más cuando sabes que eres el pequeño, que tu hermano mayor heredará la dirección del diario, que tu hermana, la mediana, se hará cargo de la fundación, y que tú, tendrás que esforzarte para no quedarte atrás, por mucho que tus padres puedan ayudarte en ese momento a estudiar o a escoger un camino.
–
Ayer empecé a leerme su segundo libro -dijo de pronto Pablo.
Me molestó la interrupción. En ese momento quería esforzarme en escuchar y no precisamente al novio de mi Marisa, sino a ella. Estaba seguro de que se estaría masturbando en el baño. Tal vez solamente con las braguitas apartadas a un lado para que no interfirieran con sus dedos. Tal vez se las había bajado hasta los tobillos y se abría de piernas sobre el inodoro mientras se frotaba compulsivamente el clítoris. Lo más seguro, por lo mucho que la conocía, es que no llevara puestas ni bragas ni falda y estuviera apoyada sobre el borde de la bañera, de rodillas en el suelo, penetrándose con sus dedos tanto por el coño como por el culo.
Sin poder evitarlo, la polla se me endureció en los pantalones mientras Pablo comentaba obviedades sobre mi segunda novela.
–
No te la termines. Es una mierda. Mi editor me presionó demasiado para tenerla a tiempo -le confesé. Era cierto. Si bien no consideraba mi primera novela un clásico de la literatura, siempre me había causado orgullo. Este segundo libro trataba de ser una continuación de aquella primera novela negra, metiendo de nuevo al protagonista en otra complicada trama de crímenes, pero el argumento era bastante más que endeble en algunos momentos. A pesar de que seguí las indicaciones y consejos del editor, o quizás precisamente por ello, las posteriores lecturas de mi propio libro solamente me trasladaban una descoordinada serie de escenas de sexo y de asesinatos que se acababa resolviendo por pura chiripa.
–
Ja, ja, ja -rió Pablo-. Menos mal que lo ha dicho usted, porque no sabía cómo decirle que me parecía muy inferior a la primera.
Primera regla cuando hables con un autor. Da igual lo que él te diga de sus textos. Tú no puedes decirle a la cara que son una mierda. Escribir no es fácil, y si tú no puedes hacerlo mejor, o por lo menos explicarle cómo hacerlo mejor, te callas.
Fulminé a Pablo con la mirada de tal manera que hasta dio cierto respingo hacia atrás. Hasta un egocéntrico como él sabía admitir cuándo se había pasado veinte pueblos.
–
Voy a por los postres -escupí, masticando las palabras. No es que la frase de Pablo me hubiera molestado tanto. Es que me había molestado lo suficiente como para abandonar mis pensamientos de Marisa masturbándose y eso sí que me molestaba.
Marisa volvía por el pasillo cuando yo salía del comedor.
–
¿Te has corrido? -le susurré al oído, con una sonrisa perversa, antes de que volviera a entrar.
–
Eres un cabrón... mañana cuando no esté Pablo te vas a enterar.
–
Te guardaré las esposas para entonces.
Ella volvió al salón tras sufrir un leve escalofrío y yo pasé a la cocina.
Seguimos hablando durante los postres, incluso los invité a quedarse viendo alguna película en el salón, pero ambos alegaban estar cansados y yo le había dado permiso a Marisa para que pernoctaran ambos en casa.
Mientras avanzaban por el pasillo, Pablo agarraba a Marisa del brazo, en un gesto más propio de un policía llevando a un detenido que el de un enamorado con su chica.
Yo no podía estar tranquilo en el sofá, teniendo a mi alumna a escasos metros y lo más seguro a punto de follar con su novio. Miraba el televisor sin ver, perdidos mis pensamientos en las escenas de Marisa follando. Esos ojos que tanto había mirado mientras me la follaba ahora mirarían a otro hombre. Otro macho había ocupado mi lugar entre las piernas de mi puta. Apagué la tele y subí sigilosamente al piso de arriba. Amagué con acostarme pero, en lugar de meterme en mi habitación, me quedé en la puerta de la de Marisa, escuchando los susurros que surgían, casi inaudibles.
–
Pablo... nos puede escuchar.
–
Ha cerrado su habitación... si no gimes muy alto, no nos oirá.
–
Yo no puedo elegir el volumen de mis gemidos, tonto.
–
Bueno... pero puedes mantener la boca ocupada.
–
¡Serás guarro! Métete eso en los calzoncillos otra vez. No sé por qué te la hice la primera vez. Eres muy pesado.
–
Joder, nena, es que lo haces muy bien. Nunca me han chupado la polla tan bien como tú.
–
¿Y cómo tengo que sentirme con eso?
–
Perdona, cielo... ya sabes que me vuelves loco, que te quiero, que te amo con locura... y es que te tengo tan cerquita que no voy a poder aguantar toda la noche con tu cuerpo aquí pegado al mío...
Estaba claro que iban a acabar follando. En ningún momento Marisa había dicho que no y en cualquier segundo cedería a sus insinuaciones. Estaba seguro de que no sería la primera vez que lo hacían, pero sí la primera en mi casa, en mi hogar, en mi territorio de macho alfa destronado. Me sentía mal por espiarlos, pero no podía alejarme de mi alumna, no podía irme de esa puerta sin saber si acababan follando o no. No podría dormir imaginándomela retozando con Pablo y quién sabe qué miles de cosas más que mi cerebro inventara para perturbarme.
–
Te la chupo si antes me lo comes tú a mí -dijo Marisa. A su voz le siguió un susurro inconfundible de tela sobre piel. Marisa acababa de quitarse las braguitas y presentaba su coñito sin vellos a una boca que no era mía.
–
Joder... bueno, va, porque eres tú – respondió Pablo con cierto fastidio en la voz. Me dieron ganas de entrar y molerle a palos. No solo porque fuera a comerse ese coño que yo me había comido tantas veces, sino porque era incapaz de aceptarlo y disfrutarlo como Marisa se merecía. Hacerle un cunnilingus a mi alumna era un placer y no solo para ella. Yo hubiera dado un brazo por poder chupar su clítoris, lamer sus labios y beber sus flujos por todas las noches durante el resto de mi vida. Sin embargo, ese pipiolo tenía reticencias en hacer gozar a mi puta.
El primer murmuro de placer de Marisa me despertó, y no solo a mí. Mi polla crecía al mismo tiempo que mis remordimientos. No me hizo falta mucho para imaginarme la escena que se sucedía en el interior de la habitación como si estuviera al otro lado de la puerta, en lugar de aguzando el oído tras ella.
Marisa abría sus piernas y Pablo se colocaba entre ellas. Aspiraba el excitante aroma de su sexo antes de abrir la boca y lamer la entrada de su vagina.
–
Mmmm... ¡Qué bueno! -susurró mi alumna antes de soltar un gemidito ahogado.
–
Tápate la boca, no quiero que tu padre nos escuche.
El siguiente gemido fue más apagado aún. Marisa cubría su boca con la mano mientras Pablo volvía a comerle el coño. Seguramente en ese momento comenzaba a atacar su clítoris, haciendo que mi joven puttta se retorciese de placer. Sus piernas estarían abrazando su cabeza, impidiendo que aquella lengua se alejara de su sexo, y el lúbrico sonido que empezaba a oírse demostraba que Pablo ya había metido al menos uno de sus dedos en el coño al que estaba dando placer.
Marisa gemía. Aún a través de su mano y de la puerta, su voz llegaba a mis oídos y me encendía la sangre. Sangre que se iba acumulando en mi polla, manteniéndola erecta y clamando por las atenciones de esa mujer que estaba siendo follada por los dedos y la lengua de su novio, la mujer que normalmente habría acogido con ternura mi polla entre sus manos o entre sus piernas y me habría llevado dulcemente al orgasmo pero que esa noche no iba a hacerlo. Si mi polla quería atenciones, otra persona habría de dárselas. Estuve tentado de coger el teléfono y llamar a Jazmín para que viniera y folláramos como dos locos, para hacer que sus gemidos desde mi habitación compitieran con los de Marisa, pero era ya muy tarde y no podía pedirle que viniera a mi casa. De vez en cuando aún se pasaba por mi despacho para que le hiciera el amor después de azotarla sin piedad, pero nunca había vuelto a mi casa. Había terminado esa época igual que pronto la acabaría Marisa. Pablo me la acabaría quitando, pero con lo que yo no contaba es que me la quitara por más de veinte años.
–
¡Oh, Dios, sigue! -gimoteó Marisa.
Cuando me quise dar cuenta, ya me había desabrochado el pantalón y me estaba masturbando lentamente, tratando de imitar las suaves caricias con las que Marisa lo hacía. Caminé silenciosamente hasta el baño y cogí algo de papel. Los remordimientos por espiar a mi alumna y a su novio teniendo sexo no habían desaparecido, pero sí que habían sido sepultados por completo por una necesidad mayor, la de calmar a mi polla hinchada de cachondez.
Cuando regresé, los gemidos y jadeos de Marisa se habían hecho más ostentosos. Seguramente, si dejaba la puerta abierta, los podría haber escuchado desde mi habitación. Pero no quería. Me quedaría allí, tratando de enterarme de hasta el más mínimo susurro para que las imágenes de mi cabeza no perdieran la nitidez que en ese momento tenían.
Marisa apretaba con ambas manos la cabeza de Pablo hacia su coño, sus piernas apresaban su cara y la lengua del muchacho se enredaba en el delicado capuchón de mi alumna mientras no dejaba de follársela con los dedos.
Yo continuaba masturbándome, arriba y abajo, sin pausa pero sin prisa.
–
¡No! -se quejó Marisa amargamente-. Sigue, vuelve abajo...
–
No aguanto más, pequeñaja. Voy a follarte ahora mismo.
Casi pude escuchar el sonido de una polla erecta abriéndose paso por el coño inundado de la joven. Los gemidos de Marisa se trocaron en una serie de besos lascivos y desesperados, mientras los muelles de la cama empezaban a chirriar quedamente.
En todos los años que llevábamos en esa casa, nunca me había follado a Marisa en su cama. Solamente una vez había escuchado sonar esos muelles y fue una noche en la que me desperté a solas en mi cama para luego descubrir a Marisa y Jazmín dando rienda suelta a sus pasiones en esa habitación. La fiesta la acabamos los tres en la cama grande, pero antes me había quedado un par de minutos observándolas y excitándome, en una sesión de espionaje mucho menos execrable que esa que yo estaba llevando a cabo. No fue hasta que Jazmín, mientras se retorcía de placer con los dedos de Marisa en su coño, me vio, que yo me uní a la lésbica pareja y nos fuimos a mi habitación.
Los jadeos de Pablo ocultaron por un momento los de Marisa. Hice un esfuerzo por desechar los de él y centrarme en los de ella y seguí pajeándome.
–
Sigue... sigue... sigue.. -rogaba Marisa mientras sus caderas chocaban con las de Pablo.
–
Oh, pequeñaja... qué buena eres... qué bien lo haces... me voy a... me voy a...
–
No, no... aguanta un poquito, aguanta, por favor...
Marisa, como siempre hacía cada vez que necesitaba acelerar su orgasmo mientras follábamos, introdujo su mano entre los dos cuerpos y comenzó a frotarse enloquecidamente el clítoris. Yo aceleré mi sibilina paja, recostado en la pared, mientras escuchaba los gemidos de Marisa y los jadeos y resoplidos de Pablo mientras follaban.
–
Los pechos, chúpale los pezones... -dije para mis adentros, igual de ansioso que Pablo de que Marisa se corriera.
–
Ya... ya... -gimió el chaval.
–
Sigue, que ya estoy, sigue, sigue, siguesiguesiguesigueeeee... ¡Yaaahhh!
Pablo se corrió primero y Marisa le siguió. Yo también lo hice. En mi ensoñación sexual, reaccioné justo a tiempo de colocar el papel ante mi glande y recoger con él los múltiples trallazos de semen que surgieron de mi polla.
Me sentí agotado. La sensación de culpa, una vez calmada mi polla, regresó con más fuerza. Mientras la pareja recuperaba la respiración, me marché de nuevo a mi habitación, esmerándome en no hacer ruido al cerrar la puerta tras de mí.
Tiré el papel al inodoro de mi baño y me dejé caer en la cama.
A pesar de mi cansancio, no conseguía conciliar el sueño. Sentía sobre mí el peso de saber que Marisa no tardaría en abandonarme. No podía dejar pasar el tren de vida que le ofrecía Pablo. A su lado, tendría lo que quisiera. Al mío, ya solo le podía ofrecer amor y sexo.
Mi trabajo en la Universidad pendía de un hilo después de que mis duras críticas durante años al Partido Socialista se volvieran en mi contra tras su victoria en las elecciones generales del año anterior. El rector de la Universidad había cambiado hacía poco tiempo, y su pertenencia al Partido era un gran factor en contra a la hora de renovarme el contrato. Además, no confiaba mucho en las ventas de mi segunda novela, por lo que podían venirse unos años algo complicados para mí y Marisa si finalmente se quedaba conmigo.
Sin embargo, Pablo le postraba el mundo a sus pies. El pequeño de los Villaescusa, aunque solo fuera por lo que había visto esa noche, lo tenía todo. Todo lo que yo tenía y lo que no. Era culto, educado, protector, cariñoso e inteligente, pero también era joven, asquerosamente rico y extremadamente guapo. Y lo sabía. Quizás le sobraba engreimiento, pero... ¿cómo no ser engreído si lo tienes todo?
En esas estaba maquinando mi mente cuando escuché abrirse la puerta. Bajo el dintel apareció Marisa, directamente desnuda.
–
¿Marisa? -No estaba completamente seguro de que no fuera una creación de mi mente para combatir mi soledad.
–
Pablo ya se ha dormido... quería verte -musitó mientras se acercaba a la cama-. ¿Nos has estado escuchando?
Intenté hacerme el ofendido ante la nada velada acusación pero no pude. Simplemente la seguí mirando en silencio mientras le hacia hueco a mi lado en la cama.
–
¿Me quieres? -pregunté mientras se tumbaba junto a mí, y la calidez de su cuerpo me iba inflamando el alma.
–
Sí -Me besó-. Pero a él también. Y si no puedo pasar el resto de mi vida a tu lado...
–
Entonces no dudes más, Marisa. Es tu hombre.
Marisa se volcó sobre mí y pude notar su sexo ardiente sobre el mío, que reaccionó en pocos segundos.
Tras unos breves besos y caricias, mi polla estaba lo suficientemente erecta para entrar por su sexo mojado sin ninguna dificultad.
–
¿Ha usado condón? -pregunté.
–
Siempre lo usamos. Dice que es mucho mejor que la píldora.
Marisa suspiraba con mi polla en su interior, me cabalgaba lenta y suavemente, mientras yo acariciaba sus pechos con ternura. Esos mismos pechos que, estaba seguro, no recibían de Pablo el tratamiento adecuado.
Parecía que el morbo de poder ser descubiertos nos daba alas. A pesar de que su novio seguía dormido como un tronco, podía despertarse y no ver a Marisa a su lado. Claro que siempre le podía decir que estaba en el baño de mi habitación. O confesarlo todo.
–
Fóllame. Como siempre -pidió ella, sin dejar de botar sobre mí.
–
Fóllame. Como si fuera la última vez -pedí yo.
Sonriendo condescendientemente, Marisa se inclinó sobre mí y me besó. Mientras nuestros labios y lenguas se unían, sin dejar de follar, la agarré de las muñecas y acerqué sus manos al cabecero de la cama.
Dos “clics” sonaron y ella abandonó sorprendida el beso y miró a sus manos, encadenadas ahora a la cama.
–
Te dije que te guardaría las esposas.
–
Nunca te olvidaré, Marcos. Nunca.
Me besó con pasión mientras seguíamos follando. A pocos metros de nosotros, su futuro marido dormía sin enterarse de nada. O, quién sabe, tal vez estaba detrás de la puerta espiando como los había espiado yo.