Fotos de mi puta (1)
Una orla de instituto
Cap. 1: Adolescente dormida y desnuda
2015
La luz, débil y mortecinamente amarillenta, se derrama sobre los papeles desperdigados en mi viejo escritorio. Entre facturas, cartas de antiguos amigos y compañeros, y demás papeles avejentados, destacan las fotos que le hice a Marisa. Mi antigua alumna Marisa. Sensual y dulce Marisa...
Todas las fotografías tienen ese color levemente anaranjado y añejo de las fotos de los ochenta y, en la inmensa mayoría de ellas, Marisa expone su cuerpo desnudo -adolescente en las primeras y enteramente adulto ya en las últimas- en las poses más provocativas que se le ocurren. Tan pronto da un primer plano de su culito respingón mientras vuelve la cabeza hacia atrás y se muerde perversamente el labio inferior; como aparece completamente abierta de piernas, exponiendo su coñito entre la pequeña maraña de vello púbico y mirando a cámara con esos ojos azules e inocentes que me volvían loco.
Tomo una de las fotos para examinarla más de cerca y no puedo evitar que mi verga dé una cabezada con una fuerza que no había sentido en años. En la imagen, la adolescente Marisa cierra los ojos y abre la boca mientras una polla atraviesa su coñito y ella se aferra a sus pequeños pechos, ligeras dunas de excitante carne. Cojo otra. Una Marisa joven, casi adulta, mira de frente a la cámara tumbada bocabajo en la cama, apoyada en sus codos; su mirada sigue siendo inocente y perversa a la vez, y sus pechos, ya crecidos aunque no excesivamente grandes, cuelgan hacia abajo dejando ver una línea de sombra entre ellos. Otra más. Esta es anterior, la primera que le hice. Marisa duerme bocarriba completamente desnuda sobre las sábanas, los incipientes pechos quedados en nada por la postura, las piernas ligeramente abiertas, el vello púbico corto y rizado y una pequeña mancha de semen derramándose de su coñito. Marisa duerme, pero sonríe satisfecha. No logro recordar muy bien cómo conseguí que una chica que parecía tímida e inocente acabara convirtiéndose en mi puta. Aunque viéndolo todo con perspectiva, quizás yo fui más esclavo de ella que ella de mí. Era ella la que venía a mí cuando quería, y la que elegía cuándo follar. Luego yo tomaba el mando y ella me obedecía en todo, pero no puedo dejar de pensar que Marisa hizo de mí lo que quiso. O tal vez solo fui un cabronazo que se aprovechó todo lo que pudo y más de un irracional enamoramiento adolescente hasta doblegar a una encantadora joven en una puta dispuesta a complacer mis más oscuros deseos.
Perdido en mis cavilaciones, mi mirada resbala desde la foto hacia la mano que la sostiene y no puedo reprimir una mueca de disgusto. Ya no es el poderoso apéndice capaz de sostener el peso de mi alumna para follársela contra la pared. Igual que mi polla ya no tiene la fuerza de aquella que atravesaba el coñito de Marisa y la hacía cerrar los ojos y abrir la boca en ese gemido de placer que la vieja Polaroid instantánea no fue capaz de recoger. Total, ya hacía ¿cuánto? ¿treinta años desde la primera vez con ella? No, treinta y uno. Sí, eso, treinta y un años. Marisa ya tendrá 46. Yo 63. Ahora la diferencia de edad no me parece tan grande. Cuando ella tenía quince, y yo treinta y dos, me parecía todo un mundo. Un mundo que la estudiante se encargó de poner patas arriba.
Observo su cara infantil y sonriente en la orla de su último curso de B.U.P., rodeada de otras caras de otros compañeros, todos igualmente sonrientes. Enmarcada, lleva más de cinco lustros colgada un metro por encima de la mesa de mi despacho, y en ella Marisa parece inocente e infantil, igual que cuando apareció en mi vida.
Me recuesto más en la silla y miro por la ventana. Ha empezado a llover. También llovía la primera vez que Marisa se desnudó delante de mí. Ahora odio los días de lluvia porque no puedo evitar acordarme de cómo llegó a mi casa para quedarse. Cojo la botella de “Chivas” de encima de la mesa, sirvo una buena cantidad en un vaso y, con el primer trago, mientras aferro de nuevo esa foto de mi putita durmiendo, y mi vista resbala hasta la orla que ha presidido mi despacho durante los últimos veinticinco años, me dejo caer en el Sublime Pero Cada Vez Más Difuso Mundo de Mis Recuerdos de Marisa.
1984
-¡Marisa! ¿Qué haces aquí con la que cae? -pregunté, cuando abrí la puerta de mi casa y me encontré a la adolescente bajo el dintel, con la ropa colegial completamente empapada, su larga melena negra adherida a su cara y espalda, y tiritando como un cachorrito.
- No... no sabía dónde ir, señor profesor... -Señor profesor... ella nunca me llamaba ya así. Lo hizo durante los primeros meses que le di clase, pero en ese momento, casi dos años después de haber empezado a llamarme por mi nombre de pila, aquella nomenclatura me sorprendió. Fue entonces cuando la miré a los ojos y estos me hicieron saber que algo andaba mal. Por mucho que la lluvia se hubiera llevado sus lágrimas, estaba claro que mi pequeña alumna Marisa había estado llorando. Durante unos segundos nos quedamos mirando el uno al otro sin decir nada hasta que, con un consentimiento más tácito que explícito, la hice pasar a casa.
Le llevé una toalla y cogí un paraguas para acercarme a casa de sus padres; tenía que preguntar qué había pasado. Ella me detuvo y clavó sus ojitos llorosos en los míos para que lo entendiera sin palabras. En el pueblo era normal ver a la madre de Marisa con algún ojo a la virulé de vez en cuando, que la estúpida de Dolores achacaba a “tontas caídas”. Que Adolfo, el padre de Marisa, pasara de golpear a su mujer a hacerlo con su hija era cuestión de tiempo.
Me encontró en la vieja masía con Juan -me dijo la joven-. No hacíamos nada. Nada malo. Al menos de momento...
Marisa... -supliqué. No quería que me contara nada, porque intuía que la historia me iba a llevar a mí también cerca del llanto, pero no me hizo ningún caso y continuó con su explicación mientras se abrazaba a la toalla como si esta fuera un osito de peluche.
Me llevó a casa a rastras -continuó-. Me ordenó que me desnudara, que quería ver si me había hecho algo. Le dije que no. Me gritó y repitió la orden. Dije que no. -En este momento de la confesión, Marisa ya estaba llorando abiertamente, pero no callaba-. Me agarró y me quiso desnudar. Estaba muy borracho y apestaba a cerveza. Me quitó las bragas. Intentó tocarme “ahí”. Me revolví y me escapé. No quiero volver.
La abracé. Se hundió en mi pecho y me abrazó como si nadie la hubiera abrazado en la vida. Lloró. Me mojó la ropa con la suya empapada pero no me importó. Seguro que llevaba horas caminando bajo la lluvia hasta que tocó a mi puerta.
Cuando Marisa se calmó, le di algo de mi ropa para que se cambiara antes de que cogiese una pulmonía y le indiqué el camino del baño. Me quedé pensando en el sillón, imaginándome cómo de dura había sido la vida de esa chiquilla, hasta que, un par de minutos después, Marisa me sacó de mis ensoñaciones. Me trotó el corazón. Se me secó la boca. Se me alzó la verga.
- Don Marcos... No quiero volver a mi casa. -Marisa estaba desnuda por completo y me miraba desde la puerta del pasillo-. ¿Puedo quedarme aquí, con usted? Haré lo que sea.
“
Lo que sea”. Estaba petrificado. “Lo que sea”. La mujer que se abría ante mis ojos me hizo replantearme seriamente mi ateísmo; ese cuerpo tenía que haber sido tallado a mano por una entidad sobrehumana. “Lo que sea”. Los pechos estaban creciendo, pero aún así, ya tenían un tamaño notable, al menos para una muchacha de su edad. “Lo que sea”. ¿Cómo se me podía haber pasado por alto que mi querida alumna había dejado de ser una niña? “Lo que sea”. Los pezones, reinando sobre unas areolas diminutas y marrones, me miraban, erguidos por el frío. “Lo que sea” Mi verga latía, furiosa, dentro de mis pantalones, queriendo atravesar la tela y, también, a mi alumna, inmune a los pensamientos éticos que intentaba infundirme a mí mismo. “Lo que sea”. Sus caderas ya se habían ensanchado y su pubis parecía una perversa flecha de vello que me indicase la dirección del pecado. “Lo que sea”. Me había dicho que haría lo que fuera.
Tardé unos pocos segundos en salir de mi parálisis. Mi conciencia logró dominar al resto de mi ser tras una encarnizad lucha interna. Ordené a Marisa que se vistiera y que no dijera estupideces, a pesar de que lo que me moría por decir era muy distinto. Marisa bajó la cabeza, decepcionada pero obediente, se dio la vuelta, y entonces lo vi. Vi los cardenales en su culo mitad de niña, mitad de mujer. Manchurrones negruzcos en su piel perfecta. Otros más rojizos. Otros violáceos. Conocía a Marisa y no era una chica tan traviesa como para merecer tales reprimendas. Así que Adolfo llevaba tiempo maltratándola a ella también y yo, estúpido de mí que la veía a diario en clase, no me había dado cuenta. La adolescente volvió a entrar al baño y yo salí a la calle a la carrera.
Llegué a casa de Marisa y golpeé con mis nudillos en la madera de la puerta con insistencia. Dolores me abrió de par en par, algo raro en ella, que normalmente no dejaba más que un resquicio por el que inspeccionar a la visita antes de abrir del todo. Quizás pensó que yo era su hija. La interrumpí mientras intentaba preguntarme si había visto a Marisa.
¿Dónde está Adolfo, Dolores?
¿Eh?
¡¿DÓNDE CARAJO ESTÁ TU MARIDO?!
Mis gritos alertaron al maltratador, porque enseguida salió, altanero, con una sonrisa bajo su desaliñado bigote y una cerveza en la mano.
¿Qué quieres tú? -me espetó, con el aliento apestando a alcohol, y le devolví la cortesía con un puñetazo en la cara. Oí algo romperse y en ese momento no supe si fueron mis dedos o su nariz. Adolfo cayó redondo al suelo.
No vas a volver a ponerle un dedo encima a tu hija -le grité-. Se quedará en mi casa hasta que cumpla la mayoría de edad. Si te niegas, te arrastro de los cojones hasta la policía y les cuento lo que haces a tu mujer y, ya de paso, con la mujer de Servando. -El escarceo amoroso de Adolfo con la mujer del policía local era vox populi en la villa. Quizás solamente Servando y Dolores estaban al margen del rumor, aunque en el caso de esta última, no estaba muy seguro hasta ese momento. Cuando la miré, y en su rostro no se mostraba signo alguno de sorpresa, supe que estaba en lo cierto. Dolores sabía y permitía el adulterio de su esposo-. Y si vuelves a pegar a tu mujer, te arrepentirás. ¿Entendido?
Me giré hacia Dolores y ella asintió mientras Adolfo trataba de incorporarse. La madre de Marisa podría ser una idiota sumisa que le permitía cualquier cosa a su marido, pero estaba seguro que, si quería a su hija, la dejaría alejarse de su padre y permanecer en un entorno más agradable.
Volví a casa, haciendo que cada uno de mis pasos sobre los adoquines de las callejuelas sonara como si un elefante fuera el que caminase por en medio del pueblo, aunque la lluvia los amortiguara en un ridículo chapoteo. Los moratones en el cuerpo de Marisa no dejaban de acudir a mi mente y la furia crecía en mí. Quería volver a casa de Adolfo y darle una buena tunda. Matarlo quizás. Tal vez, sin el factor sorpresa a mi favor, fuera Adolfo quien acabara dándome de hostias. Era un hombre grande. Yo, como mucho, me merecería el adjetivo de “desgarbado”.
Cuando entré de nuevo en mi hogar, Marisa me esperaba sentada en el sofá, vestida con una de mis camisolas para dormir. Se le iluminó el rostro al verme aparecer solo. Quizás esperaba que viniera con su padre, que le daría un guantazo y la mandaría para casa. Me interrogó con un cierto temor en la mirada, pero cuando me senté a su lado y le dije: “Vas a quedarte unos días conmigo”, ella me abrazó con la alegría desbordándole la cara.
Se lanzó a mis brazos y volví a notar su cuerpo joven y firme pegado al mío. Volvió a mi mente su imagen desnuda en la puerta del baño. La estreché y, al rodearla con mis brazos pude, sin querer, notar su culo desnudo contra la piel de mis manos. Solo vestía mi camisola. Sin nada debajo. “Lo que sea”, repitió su voz en mi cerebro. La verga nuevamente se me levantó al momento y tuve miedo de que, cuando lo notase, Marisa me alejara de ella, pero mi alumna no se apartó de mí. Al contrario, se me pegó aún más, abrazándome más fuerte y colocándose a horcajadas sobre mi regazo, por lo que su sexo desnudo descansaba sobre la dura tela de mis vaqueros, justo en el punto donde mi polla los abombaba ligeramente.
- Gracias -me dijo al oído, mientras me rodeaba con sus bracitos-. Gracias. Graciasgraciasgracias -repetía una y otra vez mientras comenzaba a frotar su cuerpo con el mío.
La separé de mí aprovechando el último instante de cordura que me quedaba, alejando la tentación, y esperando que mi polla se calmara mientras tanto.
Preparé la cena mientras ella vestía la mesa. Hacía mucho tiempo que en mi casa no se ponía mesa para dos. Cenamos y dispuse la habitación de invitados para ella, a pesar de sus indirectas para que compartiéramos mi cama. En esos momentos, aún tenía algo de ética que me impedía poseerla tal y como todas las fibras de mi cuerpo y el suyo pedían a gritos.
Marcos... -susurró Marisa, después de reptar bajo la colcha hasta llegar a su sitio en la cama.
¿Sí?
Muchas gracias. Eres un ángel.
Se incorporó para darme un beso y yo acerqué mi mejilla. Sin embargo, con una suavidad tan devastadora que hacía imposible negarse, Marisa me agarró la cara y la giró hasta que sus labios tomaron contacto con los míos.
Fue un beso casto, puro, de niño casi, y me dejó sin palabras, completamente petrificado como cuando me mostró su cuerpo desnudo.
- Muchas gracias -repitió, y se tumbó en la cama, sonriendo con inocencia.
Sin decir una palabra, la arropé y me dirigí, tambaleándome, hacia mi cuarto. Mi cerebro parecía incapaz de asimilar todas las sensaciones del día. Me había levantado siendo un joven viudo sin hijos y ahora era el ¿padre? de alquiler de una adolescente que buscaba de mí algo más.
Había sido un día largo.
Me tumbé en la cama, sin siquiera ponerme el pijama, y casi al instante caí dormido. Me despertó un sonido leve, casi inaudible, que sin embargo me sobresaltó y me encogió el corazón.
Unas semanas antes de morir por culpa del mal llamado “caso del aceite de colza”, Amparo, mi mujer, había empezado a sufrir extrañas pesadillas en las que murmuraba cosas incomprensibles y de las que se despertaba envuelta en sudor y, casi al final de sus días, tosiendo. En ese momento me había parecido escuchar uno de esos murmullos ininteligibles.
Agucé el oído en mitad de la oscuridad de la noche, esperando que el sonido se repitiera, y este volvió. Débil, agudo, nasal... pero aquello no era causado por una pesadilla. Quise asegurarme y esperé. Otro más. Este había sido un poco más alto.
Eran gemidos. Marisa, a una pared de distancia, se estaba masturbando y yo me quedé helado. Mi mente rápidamente trabajó enfebrecida para inventarse una imagen de lo que seguramente pasaba en el cuarto contiguo.
Marisa, joven y sensual Marisa, Marisa de piel tersa y mirada inocente, masturbándose sobre la cama mirando al techo. Sus piernas dobladas, abiertas lo suficiente como para que sus dedos entraran y salieran de su coñito adolescente y prohibido. Si me esforzaba, casi podía escuchar el chapoteo febril de los dedos en el chochito rosado de mi alumna.
Por enésima vez, la verga se me endureció dentro de mis pantalones. Los gemidos continuaban y, no sé si fue verdad o mis oídos se encargaron de inventárselo, pero escuché un “Sí… Marcos” que me encendió la piel.
Mi mirada resbaló hacia la mesita de noche de la derecha de la cama, desde donde hacía dos años, desde que llegué al pueblo, la foto de una sonriente Amparo custodiaba mi sueño cada día. No pude evitar sentirme culpable. No hacía tanto que la neumonía se la había llevado, pero yo ya me estaba empalmando con otra mujer. “Niña” me replicó una voz en mi cabeza, una voz que se parecía a la de Amparo. “No, mujer” le repliqué. La había visto desnuda y Marisa era toda una mujer. “Tu alumna” respondió la voz, y ante eso no pude replicar nada. Pero los gemidos se empezaron a hacer más sonoros, más cortos, más excitantes, y tuve que quitarme los pantalones. La voz de mi conciencia perdió fuerza a medida que iba subiendo el volumen de esos gemidos, hasta que enmudeció por completo en un jadeo de Marisa.
Antes de comenzar a masturbarme, volqué boca abajo la foto de Amparo y me centré completamente en aquellos excitantes soniditos.
Cuando me corrí, Marisa hacía tiempo que se había callado, pero no me importaba. Sus gemidos rebotaban una y otra vez en mi cabeza.