Fotografías (1)
Algunas fotografías de J.
Fotografías (1)
La primera fotografía es la menos interesante para los espíritus toscos, pero junto con la última, son mis favoritas. Una simple foto de J parada en el malecón, con su holgado vestidito verde de verano, haciendo apenas evidentes sus formas, con sandalias de tiras entrelazadas hasta las rodillas, sonriente, relajada, rostro de adolescente en pos de su siguiente aventura. La fotografía no dice mucho y no tiene la excelencia de las otras (con humildad y vergüenza confieso que yo la tomé), pero su belleza consiste en que es la primera que se hizo de J aquel fin de semana. Faltaban quince minutos para que conociera al fotógrafo y no sabía qué iba a ocurrir. Sólo le pedí dos cosas: que se avisara ausente de su casa hasta el lunes y que no llevara ropa bajo el vestido. J aceptó jubilosa, imaginando un candente par de días de ataduras y coitos. La realidad sería muy diferente, pero eso no lo sabe en la foto. Por eso se le ve relajada y alegre. Nunca hay que olvidar este rostro relajado si se le quiere encontrar mayor encanto a las imágenes que siguen.
Segunda foto. De mejor calidad, más cercana a lo que nos interesa. Se nota que el fotógrafo ya está con nosotros. J sentada en un taburete oscuro, el vestido se recorre y exhibe casi en totalidad sus muslos perfectos. Las manos debidamente puestas en el límite de la falda y las piernas. El pelo suelto, cayendo rotundo por los hombros. La sonrisa ha cambiado, se torna seductora. Se finge modelo deseosa de cautivar. Pequeños detalles en segundo plano nos adentran en el tema: algunas sogas debidamente enrolladas tras sus pies. Muñequeras y tobilleras haciendo fila. En el fondo, una mesa larga con una sábana oscura y algunos cinturones. Sobre la mesa, una pequeña caja forrada. Que le provocó inquietud desde que la vio. Preguntó qué era y le pedí paciencia. De ahí que si la foto tuviera movimiento, podría apreciarse en J cierta respiración ansiosa. La intuición de que algo será diferente. Cierto, para los duros sigue siendo una foto ingenua. Por eso me cuido de extenderme en más descripciones y paso a la
Tercera foto. Que seguramente ya será del interés de ustedes. Porque en ella está J desnuda, solamente con sus sandalias, la raja bien depilada, como lo hace desde que empecé a moldearla. Esta orden, y la de haber renunciado a los pantalones, son las únicas en las que no he permitido la menor discusión. Puedo negociar el largo de la falda, que use o no ropa interior, que se rebele ante el voto de silencio cuando la conversación está buena, pero siempre, irremediablemente, debe estar de vestido o falda, y con el pubis liso, depilado a la perfección. Esto en realidad no tiene importancia para el momento de la foto, en que ya se ha despojado de sus prendas y solamente es ella. Aunque miento. Además de las sandalias, se añade otro elemento extraño. Se trata de la argolla de platino en el ombligo, que se le puso hace tres meses, cuando aceptó trascender los jueguitos eróticos hacia un dominio más formal. La perforación de su ombligo le pareció una inocencia para lo imponente que sonaba este "dominio más formal", pero ante la orden de no preguntar aceptó la perforación y después la presumió con playeritas cortas. Es verdad que desnuda, la argolla luce mucho más. Va haciendo de ella una joya humana. Esta sensación también se percibe en su mirada, en la seriedad de sus labios. Sabe que desde este momento se ha dejado de jugar. Sabe que es obligatoria su concentración absoluta. No se desvirtúa la foto si revelo que a partir de aquí se le dejó de llamar por su nombre. También se le ordenó absoluto silencio. Y las voces del fotógrafo y la mía se hicieron impersonales. En ese momento debía estar metiéndose el sol. Entre esta foto y la que sigue transcurren dos horas. Tiempo en el que se le recostó en la mesa, se polveó su cuerpo para conjurar brillos, se acomodaron luces, se prepararon las cosas para lo que sigue.
La cuarta foto, por ejemplo: donde ella está recostada, las manos extendidas hacia el borde de la mesa, el cabello recogido en una cola de caballo. Las manos que sostienen sus muñecas son las mías. Nunca me ha gustado salir en las fotos que exhiben a J. Creo que la presencia del sujeto que somete a la hembra le quita elegancia a la imagen. El encanto de estas fotos, el interés central, la verdadera luz, está en el cuerpo brillante de J, ofrendado para su manipulación. Por eso mi injerencia es mínima. Apenas mis manos como algo hereje, profanador. Es extraña esta idolatría. El cuerpo venerado es el mismo cuerpo mancillado. Idea cristiana en la que no me interesa profundizar. Mi interés es estético; si algo tiene de espiritual, sería la contemplación de este cuerpo divinizado al abandonarse. Ya sé, demasiado misticismo. Aunque algo de eso debe de haber en la mirada perdida de J. Posada hacia ningún lado, porque el fotógrafo le indicó que de ninguna manera mirara directamente a la cámara. Tampoco ha visto lo que se sacó de la caja. Que es:
Foto cinco: alcohol, yodo, algodón, guantes de látex.
Foto seis: la aguja para perforar.
Foto siete: las argollas de platino.
Foto ocho: el detalle de sus muñecas atadas.
Foto nueve: los tobillos sujetos con correas (las uñas de los pies pintadas de nácar).
Foto diez: otro cinturón que la sujeta a la altura de la cadera.
Foto once: la correa que sujeta su torso, apenas debajo de sus pechos.
Explico: como J no sabe que su cuerpo será anillado, es posible que la sorpresa la violente y entonces tengamos un accidente. Por eso es necesario sujetarla de modo que los riesgos sean mínimos. Pero tantas sujeciones, que ya no solamente tienen una finalidad erótica, sino que también parecen anunciarle lo que viene, provocan el rictus de sobresalto de la fotografía doce. Si tiempo antes no hubiera aceptado su dominio absoluto, seguramente aquí habría querido que terminara la historia. Y la mirada desorbitada quizá se deba a que hasta este momento ella ha entendido lo que significaba abandonarse. Es cuando sabe que no hay punto de retorno. Proponía un fabulista checo: el punto al que hay que llegar.
Foto trece: mis manos, con un trozo de algodón, limpian los pezones de J. En el fondo se alcanza a ver su cabeza, de lado, en aparente resignación, aunque la realidad es que todo su cuerpo estaba tembloroso. La foto tampoco revela la cuarta presencia en ese espacio (o la tercera, si consideramos que J existe de otra manera). Se trata de Laura, la chica que pone las anillas, quien en el momento de la foto ha de estar enfundando sus manos en guantes de cirujano. De tal modo que en la
Foto catorce, las manos que están junto a los pezones de J son de la chica. Sostienen la aguja con la que se le perforará.
Foto quince: J, angustiada. Ya sabe qué se le hará.
Foto dieciséis: el detalle de la aguja atravesando el pezón. Una gota de sangre. Que arrancó el llanto de J. Ella nunca hubiera imaginado que el fin de semana sería así. Que saltaría sangre de sus pechos. Eso debió espantarla mucho, aun cuando sabe que procuro controlar todo para no provocarle daños irreparables. Sabe que es mi objeto adorado, que la cuido como un diamante, y que los procesos dolorosos no tienen más objetivo que acercarla a la imagen de ella que imagino. Por eso su rictus de la foto diecisiete no es de dolor físico, sino de una angustia más honda que le proviene de saber que algo está cambiando en ella de forma irremediable. ¿Sería eso lo que quería cuando meses antes compartí conmigo sus deseos de ser moldeada como alhaja sexual? ¿De ir renunciando a la persona que había sido hasta ese momento, para transformarse en esta joya que yo he deseado?
Acepto que la pregunta me atormentó mientras veía cómo se perforaba su otro pezón (foto dieciocho) y se le trataban con yodo y agua oxigenada para conjurar infecciones. Que me hizo pensar que ya se escapaban de mi control los planes, cuando le pusieron las brillantes anillas de las fotos diecinueva y veinte. Que de hecho contemplé la posibilidad de cancelar los planes, despedir al fotógrafo y a Laura y consolar a J. Pero bastó acercarme a su rostro para darme cuenta que era mucho más interesante lo que se estaba logrando. Es una lástima que no exista una foto de eso, de sus labios trémulos, del rostro bañado en lágrimas, y sin embargo, la expresión de infinita dulzura, de plena aceptación a lo que ocurría, de tortuoso placer, probablemente al saber que estaba en el proceso de convertirse en eso que ella siempre había presentido en sí misma, desde que siendo niña contemplaba ilustraciones moriscas y le fascinaba la languidez de las concubinas atrapadas entre sedas y almohadones, entre alhajas y sortijas, que trascendían su carácter de ser humanos hacia un objeto maravilloso, insoportable. "Por ser una mujer así, soportaría cualquier cosa", dijo la tarde que veíamos ilustraciones y compartíamos la fascinación de aquellos adornos. Supongo que algo así pensaba mientras volteaba hacia sus pezones y, a pesar de lo inflamados, ya ostentaban su carácter de piezas de lujo.
No dijo nada, pero alcanzó a esbozar media sonrisa de aquiescencia. Entendí que estaba sufriendo, pero que estaba complacida del proceso por el que transitaba. Que una parte de ella no estaba muy segura de querer seguir, pero la otra se habría arrepentido si interrumpíamos la experiencia. Que en todo caso, lo único que necesitaba era un poco de misericordia. De ahí la fotografía diecinueve, no prevista en el proyecto: J envuelta en cobijas, exhausta, dolorida, recostada entre mis brazos. Así fue el final de esa jornada. Tras sujetar a mi dulce pertenencia en una cama mullida y sosegada, apagué la luz, cerré con candado el cuarto donde la guardaba, y conversé con Laura y el fotógrafo media hora, antes de irnos todos a dormir un rato.