Fort Laramie - Prólogo.

Esas eran mis montañas. Esa carretera mi desolado horizonte. Y esa sangre mi fuego.

Un día fui feliz. Fue el mejor día de mi vida. Después de eso todo fue cuesta abajo.

Un día vi el anuncio en televisión de esa película de vaqueros y me quedé lívido. Porque esas eran mis montañas. Y esa historia con un poco de suerte podría haber sido la mía. Y eso que contaba algo jodidamente triste y amargo.

Retengo las riendas de Yellowblack porque es lo único que puedo sujetar. El resto de mi vida se me va yendo entre los dedos como la misma arena. Aunque a todos los efectos y ante los demás las cosas sigan como estaban. Con la cotidianidad siendo la única constante de mi existencia.

Mi mujer se ha vuelto un ser humano silencioso de la que solo se puede entrever la sombra de lo que fue. Pero también finge. Sino por mi sí por los hijos que compartimos. Que deberían ser el sol de mi universo pero que solo son el símbolo de mi falsedad. Tres afiladas agujas en mi corazón.

El tiempo es frío y los guantes apenas pueden proteger mis manos del viento helado que agitada las crines de mi montura. El rostro asoma por encima del cuello subido de la cazadora y por debajo de mi viejo sombrero oscuro. Volvía de la ciudad camino del rancho-escuela en el que había vivido desde que llegué cuando tenía 17 años. Aún era la casa de mis padres pero habían construido diversas viviendas anexas y en una de ellas vivía yo con mi propia familia no demasiado lejos del control paternal. Siempre con un ojo puesto sobre mi. Vigilantes.

Los vecinos seguían siendo los mismos y seguía habiendo la misma detestable relación con ellos. Pero hacía ya mucho que me había dejado de sentir culpable de todo aquello. Simplemente me dejaba pasar por la vida sin pretender que esta me rozase.

Mi risa falsa, sincera a oídos de todos. Mi sonrisa brillante a ojos de los demás y muerta en mi alma. Mi corazón orgulloso a juicio del resto, humillado ante quien rascase un poco la superficie.

Siempre que paso por este lugar un nudo se me forma en la garganta. Y cuando se hace insoportable no me queda más remedio que escapar a la capital sin decir a nadie a dónde voy o lo que hago en donde quiera que me encuentre. Si lo sospechan no lo dicen, si lo piensan no lo muestran.

Un mundo de eternas mentiras.

Mis pasos son lentos y pesados. No tengo ganas de llegar pero se avecina tormenta y por mucho que diga que mis hijos son el recordatorio de lo que nunca debió pasar no deseo que les suceda ningún mal. Quiero asegurarme que están a resguardo cuando comience a descargar. Conociendo a mi mujer habrá perdido

de vista

a nuestra hija mayor, Grace, nada más haber roto la mañana.

Esa niña me da miedo. Porque me mira y me ve.

Mi padre está sentado en la parte delantera de la casa principal y observa mi llegada en silencio fumando en su pipa. Tras dejar al caballo a buen recaudo y sin decir esta boca mía dirijo mi camino hacia lo que se supone es mi hogar. Oigo su voz antes si quiera de haber andado dos minutos.

  • Maddie se marchó a casa de su madre. Los críos se quedarán con tu hermana. Esta noche permanecerás con nosotros. Va a haber una fuerte nevada y un par de brazos más no nos vendrán mal...

  • Bien, pá... voy a coger mis cosas.

  • Ya están en tu cuarto. Las trajo tu mujer.

  • De acuerdo. - subo los pocos escalones del porche y entro en la casa. Entro en mi cárcel con el estremecimiento de quien sabe que nunca se librará de ella.


Anthony Rodrigo había recorrido mucho mundo hasta llegar a aquel lugar. Llegó sin saber apenas el idioma huyendo de un futuro incierto en su país para recaer en uno menos seguro al conseguir llegar al que podría pasar por su futuro dorado. Pero que perdió brillantez con el discurrir de los meses.

Hacía un frío que congelaba los huesos. Y aquella enorme pradera, aquella desolada carretera que no parecía dirigir a ningún lado era su único horizonte. Estaba empezando a oscurecer. La desazón de no encontrar ningún lugar donde pasar la noche comenzaba a aposentarse en él. No era el mejor día para dormir a la intemperie.

Levantó la mirada del polvoriento arcén. Sus ojos se encontraron con unas tenues luces no muy lejos de allí. Cuando estaba llegando un rancho se apareció ante él. Y comenzaba a nevar.

Aventurándose a ser rechazado golpeó con los nudillos la puerta principal de madera. Pocos segundos después una mujer que rondaría los sesenta y tantos se recortó en el umbral.

Anthony temblaba aterido y con la voz tiritando consiguió hablar:

  • ¿Conoce algún sitio en el que pueda pasar la noche, madam? - murmuró quitándose el sombrero vaquero que llevaba a modo de respeto.

  • ¿Cómo has llegado hasta aquí, hijo? - inquirió la mujer mirando de arriba a abajo sus polvorientas y desgastadas ropas.

  • Andando.

  • ¿Desde dónde?

  • No estoy muy seguro...

  • ¿Enma? - una voz fuerte y grave le llegó del interior. Un hombre, lo más seguro que el marido de la mujer, se acercó a ella por detrás. - ¿Sucede algo?

  • Jake, este joven pide alojamiento por esta noche. - él le miró fijamente.

  • ¿Sólo una noche?

  • Sí, señor.

  • Tenemos una habitación de invitados en aquel edificio... Vaya hacia allí, le pediré a mi hijo Sam que se acerqué en unos minutos. - Anthony hizo un gesto de asentimiento agradeciendo el gesto. Se alejó rumbo a la construcción que le habían indicado. Casi congelado esperó a que ese tal Sam llegase.

Cuando lo hizo y le vio el frío desapareció de golpe. Y los pantalones comenzaron a convertirse en una prisión insufrible.

Por la azul mirada que él le dirigió no debió ser ajeno a su reacción. Por su gesto asustado no debió serle extraño. Y por el fuego que ardió en la chimenea iluminándole el rostro no debió de serle del todo desagradable que le asaltase sin más ademán que atrapar su cuerpo entre el suyo propio y la pared.

Su pelvis pegándose contra la suya fue la única respuesta que necesitó.


No hubo delicadeza. No hubo caricias. Tan solo dos cuerpos hambrientos. Unos pantalones bajados, una cadera aferrada y una penetración seca y sin preparación que le hizo morderse los labios hasta hacerlos sangrar.

Pero esa mano aferrándose a su erección, evitando que se diluyera en el dolor de semejante intromisión. Esos labios recorriendo su cuello, esa lengua lamiendo la zona posterior de su oreja derecha. Su cálido aliento. Sus quedos gemidos y los propios jadeos que a duras penas conseguía evitar le hicieron temblar como si estuviera siendo afectado por un terremoto.

Las penetraciones eran profundas, llegando a zonas que pocas veces habían sido exploradas.

  • No hay tiempo... - le oyó murmurar. - no hay tiempo... - le hubiera gustado estar frente a él para verle el rostro pero desde el principio esquivó sus ojos quizá temeroso de ver en ellos el mismo deseo atávico y prohibido que intuyó en aquella primera mirada. Le hubiera gustado besarle y probar el sabor de sus labios. Y no seguir oyendo que no había tiempo.

Le hubiera gustado que tras tantos meses de soledad aquel polvo intempestivo e imprevisto fuera algo más que una mera forma de vaciarse. Pero también sabía que alguien como él no podía esperar más.

La explosiva eyaculación, el semen derramándose por sus muslos cuando salió de él. La sensación de vacío le llegó hasta lo más hondo. Ya no tenía tan claro que no hubiera sido mejor pasar la noche en el suelo congelado de cualquier cueva. Porque el frío del alma era algo mucho más complicado de erradicar.

De hecho llevaba con él desde hacía ya 3 años y medio. Y no tenía visos de remitir. Es más, cosas como esas hacía que el hielo fuera adueñándose de más partes que antes estuvieran cubiertas de verde. De esperanza.

  • Hay una ducha tras esa puerta. - fue lo último que le oyó decir después de haberle visto subirse los pantalones, abrocharse el cinturón y salir de esa habitación que, de repente, se había convertido en una metáfora de la más extraña cámara congeladora que se hubiera encontrado. Y él atrapado en ella.

El agua caliente no consiguió eliminar la desazón de creer que podía haber sido mucho más. La desazón de que no había tiempo. No había tiempo ni espacio. No lo había para personas como Sam y como él.

Y menos en un páramo desolado como el que les rodeaba.