Fort Laramie I

Con solo una caricia

Cuando quise reanudar mi camino al día siguiente me encontré con que delante de la puerta había por lo menos metro y medio de nieve bloqueando el paso... fuera había una actividad frenética. Un hombre de unos 40 años me recibió desde el otro lado del umbral con una pala y una sonrisa.

  • Edward Laramie, mi padre me dijo que teníamos un huesped. Desbloquee usted mismo el paso para que pueda salir y sino le importa le agradecería que nos echara una mano. A menos que tenga algo que hacer o le esperen en algún lugar.

  • Claro... es lo mínimo. - el asintió con la cabeza.

  • Cuando abra el paso vaya a la cocina de la casa grande y mi madre le dará algo de desayunar. No es bueno que se ponga a trabajar sin nada en el estómago.

Asentí, me ceñí más los guantes, agarré el mango de la herramienta y me dispuse a limpiar de aquel algodón frío y blanco el acceso a la que había sido mi habitación. Unos veinte minutos más tarde me encontraba entrando en la mencionada habitación donde se respiraba un cálido ambiente. La mujer que me recibió la noche anterior me recibió con una amable sonrisa.

  • ¿Cómo le gusta el café, Sr...?

  • Rodrigo, Anthony Rodrigo, Sra. Laramie. - la sonreí. - Sin azúcar y negro, por favor.

  • Enma, hijo, llámame, Enma. - la mujer de rubios y rizados cabellos me tendió la taza. - Gracias por ayudarnos, la nevada fue más fuerte de lo que cabía esperar.

  • Es lo menos que puedo hacer después de que anoche acogieran a un completo desconocido.

  • No fue nada... - ella sonrió suavemente. - Espero que mi Sam le ayudase a acomodarse. - Sam..., claro que me ayudó pensé sarcásticamente. Ya lo creo que lo hizo. Unos pasos raudos y sonoros nos interrumpieron, los propietarios de los mismos irrumpieron en el lugar como una manada de caballos salvajes. - ¡Grace, Frannie! Tenemos invitados, niños así que comportaos... - las dos niñas me miraron con ojos curiosos. - Anthony ellas son las dos hijas mayores de Sam... ¿dónde está vuestro padre?

  • Terminando de vestir a Greg, yaya... - respondió la más mayor.

Observé la conversación entre las crías y su abuela con un nudo en la garganta. Sus hijas. Me mordí los labios pensando que en cuanto terminase mi tarea aquí abandonaría el lugar. Detestaba este tipo de situaciones. Dormir bajo techo no merecía la posibilidad de ser pillado en medio de un mal polvo y destrozar de paso la idílica existencia de un vaquero maricón aún en el armario.

El suso dicho entró en la habitación llevando en sus brazos al que debía ser el tercero de sus retoños. Un crío de no más de tres años moreno y de impresionantes ojos verdes como los de su padre. Cuando puso los pies en la cocina y me vio allí noté como se le crispaban las manos en un casi imperceptible síntoma de incomodidad.

Con una inconexa excusa salgo del lugar rumbo al exterior a que me encomienden alguna tarea que encadenar con otra hasta que acabe el día y pueda largarme de allí. Evitando todo contacto con él y con ese cuerpo que sentí sobre el mío la noche anterior. Y que deseo sentir sobre el mío en estos mismos instantes.

El que es sin duda su hermano mayor me pide limpiar los caminos que van hacia las caballerizas. Es necesario dejarlos libres de nieve para poder acceder a los caballos y así darles alimento aunque según lo que me dijo Edward al preveer algo como esto habían dejado comida suficiente pero mejor ponerse manos a la obra antes de que volviera a caer más nieve. Lo cual no era nada descartable. El cielo venía cargado de ella.

Funcionó. Había el suficiente trabajo como para no pensar en nada más que en el dolor de riñones, en las manos congeladas, en los labios cortados por el frío. En volver a esa habitación y a esa cama para cubrirme con las mantas y volver a sumergirme en el calor de la inconsciencia. Si era justo había dormido como muy pocas veces en los últimos meses.

Ed, como había insistido que le llamara, me había traído unos bocadillos y un termo con café a la hora de comer. Nadie en esa casa, a excepción de los que no levantaban dos palmos del suelo, pararía para sentarse ante una mesa y comer como Dios manda, o eso me dijo el hombre. La frase como Dios manda resonó en mi cabeza... cuántas veces tendría que oírla a lo largo de mi vida. Suspiré, cogí las viandas y me dispuse a apoyarme sobre la pared de madera de uno de los cobertizos. Edward me sonrió acercándose a mi y situándose a mi lado.

  • Entonces, ¿de dónde eres, Anthony?

  • Toni... todos me llaman Toni. - le respondí.

  • Bien, Toni... ¿de dónde eres?

  • Del sur...

  • ¿De muy del sur?

  • Sí, de muy del sur.

  • Nunca he salido de Laramie... bueno, no. He ido un par de veces a la capital del Estado, a Cheyenne pero más allá de eso, no. Para llegar aquí has tenido que recorrer mucho camino...

  • No te puedes llegar a imaginar cuanto... - murmuré.

  • ¿Si? - guardó silencio un momento mientras tragaba un trozo de su propio bocadillo, cuando lo hizo volvió a hablar. Hablador este hermano mayor suyo. - ¿Cuál es lugar más bonito en el que has estado? - miré a mi alrededor, vi unos metros más allá a Samuel y no pude evitar responder.

  • Este no está nada mal...

  • ¿No? - Ed ni siquiera se había percatado de la doble intención de mis palabras. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo podría él suponer que la noche anterior su hermano me había follado sin el más mínimo miramiento? - Pero sin duda habrás visto otros lugares hermosos...

  • Lo he hecho pero, Ed discúlpame si te digo que creo que no sois conscientes de la belleza de lo que tenéis delante de los ojos.

  • Quizá sea porque estamos tan acostumbrado a verlo que no lo apreciamos.

  • Posiblemente, sí... - aquella conversación cargada de simbolismo comenzaba a divertirme. Y tan bien a ser peligrosa porque mientras hablaba con él, no dejaba de desnudar a Sam con la mirada y lo mucho que me gustaba lo que me imaginaba iba a ser imposible seguir ocultándolo debajo de la ceñida tela de mis desgastados pantalones vaqueros.

  • ¿Te importa que te pregunte algo?

  • ¿No lo acabas de hacer? - Le guiñé el ojo divertido y él me devolvió el gesto con una pequeña carcajada. - Dale...

  • ¿De dónde eres? Tu apellido...

  • Nací en una ciudad fronteriza entre los Estados Unidos y México aunque me crié en este último país en casa de mis abuelos paternos. Mi madre es americana y mi padre es mexicano, tengo la doble nacionalidad de ahí que pueda andar errante por este país sin impedimiento. - Ed me volvió a sonreír.

  • ¿Y no los echas de menos? - suspiré, no es que me importase hablar de esas cosas con la gente pero cuanto menos supieran mejor. No necesitaba ni quería que nadie fuera más allá de mi presencia presente. El pasado quedaba en el pasado y el futuro estaba por llegar y me traía sin cuidado. - Lo siento... - murmuró dándose cuenta de mi incomodidad.

  • No, dicúlpame tu a mi. Paso tanto tiempo a solas conmigo mismo que mi dotes sociales dejan mucho que desear. - Miré al frente para encontrarme con que Sam nos miraba sorprendido. - Pero quizá es momento de volver a trabajar... - Edward asintió.

  • Tienes razón. ¿Te importaría unirte a nosotros a la hora de cenar? Creo que te lo estás ganando, hasta ahora has hecho un gran trabajo.

  • Gracias, estoy acostumbrado a tareas similares.

  • ¿Creciste en un rancho, verdad? - asentí. De nuevo esa sonrisa. - Lo suponía. Como digo cuando anochezca pásate a cenar con la familia. Eres más que bienvenido.

  • Gracias de nuevo, sino estoy muy cansado lo haré.

  • Te esperaremos, así que no faltes... - volví a decir mientras se alejaba. Miré de nuevo en dirección a su hermano pequeño, seguía mirándonos con los ojos huidizos pero cuando Edward rebasó su altura no me rehuyó. Los fijó en los míos como buscando respuestas que ni de lejos sabía cómo dar.


¿De qué estarán hablando? Ed ha sido siempre el más afable de todos pero en estos momentos que hable con él me pone algo más que nervioso. No dejo de mirarles y preguntarme de qué, demonios, se ríen.

Me ha temblado todo el cuerpo al verle junto a mi madre, junto a mis hijas. En nuestra cocina. Me ha temblado todo el cuerpo porque verle ha sido desearle, porque verle a plena luz del día me ha hecho ser consciente de ese magnetismo que me atrajo de manera irresistible.

Ese cabello castaño oscuro. Su atractivo rostro y ligeramente tostado, esos ojos grises. Sus labios carnoso y que anoche no besé pero que hoy me muero por probar. Y ese cuerpo delgado pero firme, que toqué anoche y percibí tan masculino. Que olí y en el que me sumergí. Pero que no paladee como se merece. Porque aún en estos momentos a punto estoy de olvidarme dónde me encuentro, con quien estoy para derribar todo lo que hay sobre la mesa y volver a hacerle mío.

¿Cómo ha dicho que se llama? Anthony... y encima ese acento mezcla de los muchos caminos que ha debido recorrer y que me eriza la piel.

Lo juro, hacía tanto que no experimentaba un estremecimiento así.

Por eso debe irse. Cuanto antes. Sino lo hace sucumbiré. Me siento débil. Si lo prohibido viene a mi caeré. Estoy convencido. Porque ese es mi mayor sueño. Encontrar a alguien con el que pueda ser yo mismo.

Y no la mentira que soy desde hace 16 años. Desde que renuncié a quien me amó por primera vez. Desde que me rendí antes siquiera de luchar.

Mi padre me dice algo al pasar por mi lado y me fuerzo a salir de las cavilaciones en las que me he visto inmerso. Cojo la cantimplora, desenrrosco el tapón para echar un trago de agua. Mis ojos le buscan y le encuentran mirándome igual que yo le miro.

Sé lo que va suceder. Y no puedo decir que no quiero que pase.


Pensaba irme esta misma noche pero estoy agotado. La cena con la familia ha sido agradable pese a que Sam ha estado particularmente silencioso. Rumiando algo. Su hermana me ha susurrado por lo bajo que tiene problemas con su mujer. No entiendo porqué hablan de este tipo de cosas con un completo desconocido. Por mucho que les haya caído bien no es que muestren mucho respeto para con él.

Sea cual sea el motivo no debe ser agradable que las cosas con la madre de tus hijos estén atravesando malos momentos. Para mi no lo fue. Es extraño pero a veces incluso echo de menos a Carmen. Mi pequeña Carmencita, mi niña de largas trenzas, mi niña delgada como un junco. De ojos negros y vivos. El que se suponía sería el amor de mi vida pero que jamás lo fue.

Salgo de la ducha enrrollando una toalla a mi cintura con el ceño fruncido. No me gustan los sentimientos y recuerdos que este lugar está trayendo a la superficie. Me fui para huir de ellos, y me están alcanzando.

Un golpe en la puerta hace que me distraiga de esos mustios pensamientos. Me acerco a abrir.

Minutos más tarde sus labios devoran los míos. Y le oigo murmurar.

  • A la mierda el tiempo... dame esta noche... por una noche... - y le como los labios con los mios que vuelven a sangrar al reabrirse los pequeños cortes que ha producido el frío del día. Y al hacerlo, al beberme, se me mete en la sangre.

Sé que ya estoy condenado. Y que no me lo podré sacar a menos que por la mañana ya no esté aquí.

  • Regálame esta noche...

  • Tuya es... tuyo soy.


Anoche fue demasiado precipitado. Le hice daño y me arrepentí en el mismo instante pero no podía parar. Era un imán... necesitaba tenerle de manera urgente. Hoy sigue siéndolo pero todos en la casa duermen agotados. Nadie se enterará de mi huída hacia lo prohibido. Desde la ventana de mi antiguo cuarto veo la suave luz saliendo de la habitación de invitados. Me atrae como puede atraerle a una polilla la misma brillantez dorada. Sí, no iba a dejar pasar la oportunidad.

Nadie tenía porqué saberlo. Y nadie lo sabría.

Y cuando abrió la puerta con aquella escueta prenda sujeta precariamente a sus caderas que mi entrepierna se pusiera dura de forma inmediata fue todo uno. Esas gotas de agua resbalando por su piel, haciendo el recorrido que deseaba trazar yo con mi lengua.

¡Qué bonito eres!, me sorprendo pensando. Sonrió suavemente. Mis ocasionales polvos suelen ser eso, ocasionales y vacíos. No busco un tipo de hombre en concreto, tan solo busco saciar una necesidad que de no ser satisfecha me volvería loco. Esta noche no... esta noche él es mi edén...

Necesito esta noche. Y así se la pido.

  • Regálame esta noche...

  • Tuya es... tuyo soy. - me responde separando los labios suavemente de mi. Le sonrió pegándole a mi cuerpo.

Avanzamos torpemente hacia la cama, por el camino apaga la luz de la lámpara de techo dejando tan solo la de la mesilla que está situada al lado del lecho. Nuestros cuerpos se ven envueltos en la penumbra.

Mis manos se deshacen de la húmeda prenda de baño y las suyas desabrochan el cinturón de mi pantalón para seguir con la cremallera y el botón. Los deslizo por mis piernas cayendo hasta los tobillos, se sienta medio recostado sobre el colchón y me indica con un gesto que termine de quitármelos. Obedezco sin demora.

Un destello de lujuria brilla en sus ojos. Mis mejillas se sonrojan. Otros hombres me han deseado pero hasta ahora pocos me han hecho sentir semejante calor.

Me arrodillo ante él para sumergirme en ese inhiesto falo que se levanta retador entre la mata de pelo rizado y negro. Huele tan bien, sabe tan endemoniadamente bien. Le notó suspirar, luego gemir, veo sus manos aferrarse a la colcha mientras mi lengua le va recorriendo. Juega con la piel de su prepucio, esa que hace tiempo descubrí que era especialmente sensible. Mis manos se deslizan por su abdomen, firme, ligeramente musculado, siguen subiendo hacia sus pezones que pellizco primero suavemente y luego con más fuerza al escucharle pedir que necesita más.

Le oigo jadear mi nombre y me suena a miel. ¡Cómo había deseado vivir un momento así! Nunca pensé que volvería a sentir lo que es hacer el amor. 16 años de polvos furtivos, cautivos, rápidos, esquivos. Vacíos... algunos cercanos a esto, la gran parte a cien años luz. Quiero aferrarme a estas sensaciones y trepo por su cuerpo tumbandonos los dos en la cama.

Nuestras piernas enlazadas. Las suyas poco después entorno a mis caderas.

  • No te haré daño... - murmuro.

  • Lo sé... - es toda su respuesta. Y cuando me adentro en él con mi pene mojado de mi propia saliva y su ano lo suficientemente dilatado por su propia excitación se arquea buscando el contacto con mi piel. Me inclino sobre él para atraparle entre mis brazos y hacerle el amor. Escondo mi rostro entre su cuello mientras sigo penetrándole y notando como cuando me retiro él mismo va a mi encuentro como si con tan solo unos segundos alejándome ya me echara en falta dentro suyo.

Le miro a los ojos y veo mi reflejo en ellos. Y me gusta. Mi rostro arrebolado. Mi pelo revuelto por sus manos, mi boca entreabierta buscando aire.

Su frente comienza a perlarse de sudor. Mis labios la recorren saboreando su sabor. Qué tonto soy por pensar que sabe a canela. A canela como su piel, a suave terciopelo. Qué tonto y qué cursi... pero qué cierto.

Envuelvo su cuerpo entre mis brazos, abrazándolo contra el mío. Sentándolo sobre mis muslos. Ahora él mismo guía el ritmo de las penetraciones mientras nos comemos los labios en besos húmedos, llenos de lengua y saliva.

Jadeo, jadeo, jadeo. Y él me corresponde de igual modo. Susurro su nombre al oído y el murmura el mío.

Se lo suplico. Córrete junto a mi.

Ciñe sus brazos entorno a mi cuello y grita. Su esencia impregna mi abdomen mientras la mía riega su interior.

Tratando de recuperar el aliento nos dejamos caer el uno al lado del otro. Se acurruca contra mi. Me las arreglo para cubrirnos con la ropa revuelta de la cama y nos dejamos vencer por el sueño.

Aún a riesgo de ser descubierto lo cierto es que no quiero encontrarme en ningún otro lugar que no sea este.

Y con ese pensamiento cierro los ojos, sonrío y me dejo mecer por el sueño.


Me despierto sobresaltado a las 6 de la mañana. He oído un ruido. Cuando me quiero dar cuenta noto el frío del otro lado de la cama. Me incorporo. Le llamo pero no hay respuesta. Me levanto y entre las cortinas de la ventana miro hacia el exterior intentando averiguarle entre las luces del amanecer. No lo consigo.

Me siento resignado en la cama. Al hacerlo veo una nota reposando encima de mis revueltos pantalones vaqueros tirados en una silla cercana. La cojo y leo...

“Es una estúpida letra de una estúpida canción pero antes de irme, antes de desaparecer y que pienses que tan solo has sido uno más quiero decírtelo... Mira el cajón de la mesilla.”

Lo hago y saco un pequeño reproductor mp3. Para un vagabundo debe ser una de sus más preciadas posesiones. Conecto el aparato y colocando los auriculares en mis oídos me dejo acunar por la voz de una lengua extraña. Miro el papel y la letra traducida al inglés...

“Regálame tu risa,

enseñame a sonar

con solo una caricia

me pierdo en este mar...

¿Como se supone que voy a renunciar de nuevo a esto?

Solamente tú - Pablo Alborán