¡Fóllate a mi mujer!

La última copa fue solo una excusa para follársela.

Era una noche calurosa de un sábado cualquiera de finales de octubre cuando Rosa volvía hacia su casa, caminando por la calle en compañía de su marido y de unos amigos. Venían de la celebración del bautizo de un familiar cercano donde no había faltado el alcohol y la comida.

Iba la mujer muy contenta caminando con las amigas, riéndose a carcajadas con ellas ya que no en vano habían consumido en la celebración más cantidad de alcohol del que solían consumir.

Detrás de ellas, caminando a unos pocos metros por detrás, iban Dioni, su marido así como Antonio, su cuñado casado con la hermana del primero. Estos dos, bastante achispados, aunque también habían bebido bastante, no se reían, sino que, después de comentar que la mujer de Antonio no había podido asistir a la celebración por sufrir unas jaquecas muy fuertes y que tampoco el hijo de Dioni lo había hecho por estar fuera de la ciudad, contemplaban con lujuria a las mujeres que iban delante, especialmente a Rosa cuyo escultural cuerpo nunca había pasado desapercibido bajo sus elegantes ropas.

  • ¡Joder, tío, qué buena está tu mujer!

Fue lo primero que soltó a bocajarro Antonio dirigiéndose a Dioni.

Éste que ya se había percatado de cómo su cuñado miraba lascivamente a su esposa, le respondió, sonriéndole perversamente y siguiéndole el juego:

  • ¡Y no las has visto en pelotas!
  • ¡Ostias, tío, lo que daría yo por verla en pelotas!
  • ¡Y las tetas que tiene! ¡Y su culo!
  • ¡Madre mía! ¡Me las imagino y me corro aquí mismo!
  • ¡Y como folla!
  • ¡Ostias, tío, no sigas, que me corro aquí mismo!
  • ¡Cómo se mueven las tetas cuando se monta encima y cabalga con mi polla dentro!
  • ¡Ooooghhh! ¡No sigas, tío, por dios!
  • ¡Como mueve el culo cuando la cojo por detrás y se la meto hasta el fondo!
  • ¡Ooooghhh! ¡Qué cruel eres! ¡Y qué suerte tienes, cabrón, de tener una hembra tan buenorra y calentorra!
  • ¡Y cómo chilla cuando me la folló! ¡Lo hace como una perra en celo! ¡Y cuando se corre se entera todo el vecindario!

Se detuvieron las chicas frente al portal del edificio donde vivían Rosa y Dioni, esperando que llegaran los dos hombres.

  • ¿Vienes, Antonio?

La preguntó sonriente una de ellas, pero fue Dioni el que la respondió.

  • Se va tomar el último copazo conmigo.

Les miraron sorprendidas, especialmente Rosa que no se lo esperaba y se quedó, con los ojos y la boca muy abiertos, mirando a su marido durante unos instantes para preguntarle:

  • ¿Ahora?
  • Pues claro, ¡con dos cojones!

Fue la respuesta del hombre al que se le notaba que estaba muy ebrio.

  • ¡Nosotras nos vamos! ¡Nos vemos, chao!

Se despidieron las chicas, agitando muy alegres las manos.

Volviéndose hacia el portal del edificio estaba claro que iban a tomar “el último copazo” en la vivienda del matrimonio.

Así que Rosa, entre resignada y divertida, entró con ellos al interior del edificio, siendo ella la primera en entrar, fijándose ambos machos en el culo macizo y respingón de la hembra.

Subiendo al ascensor, con la mayor luz artificial del aparato, Rosa se percató al momento del verdadero estado de los dos hombres, con rostros colorados, chaquetas y corbatas descolocadas y miradas vidriosas.

Declaró mirando primero a su marido y luego divertida a su achispado cuñado:

  • Yo me voy directamente a la cama. Os dejo solitos con vuestro último copazo.
  • Tú te lo pierdas, rica.

Respondió Antonio con una voz que denotaba su estado.

  • Ya he bebido mucho por hoy.

Informó la mujer y su cuñado volvió a responder:

  • Nosotros somos como esponjas, lo absorbemos todo y sin pestañear, ¿verdad, Dioni?
  • Pues claro, ¡con dos cojones!

Fue la respuesta del no menos ebrio Dioni.

Entrando en la vivienda, se quitaron el abrigo que llevaban y lo colgaron en el armario ropero de la entrada.

Sin más, Rosa se despidió de los dos hombres en la puerta del dormitorio conyugal, agitando la mano, y diciéndoles brevemente con una sonrisa en los labios:

  • Buenas noches, queridos, y no seáis malos.
  • Seremos tan malos como tú nos dejes.

Fue la respuesta de Antonio, que cuando estaba sobrio casi ni hablaba, pero que, cuando bebía en exceso, no paraba de hablar.

  • ¡Chao!

Fue lo último que dijo Rosa, lanzando grácilmente un beso a cada uno con sus manos desde la distancia, para a continuación entrar al dormitorio, cerrando la puerta tras ella.

Agarrándole por una manga del traje e indicando con gestos que estuviera callado, Dioni condujo a su cuñado hacia la puerta de la terraza y, apuntando con su mano hacia una ventana semiabierta de la que salía luz, con una inclinación de cabeza y un guiño de ojos le indicó que mirara.

Otra inclinación de cabeza, ahora de Antonio, dio a entender que había comprendido, así que, acercándose, se agachó y miró por el pequeño hueco que dejaba la persiana bajada de la ventana.

Allí estaba Rosa de espaldas a la ventana, frente a un armarito encima del que dejó los pendientes, el collar y alguna de las sortijas que llevaba.

Tranquilamente se encaminó al cuarto de baño del dormitorio, desapareciendo de la vista de su cuñado. Se escuchó el agua de la pila correr y Antonio miró a Dioni que estaba mirándole desde la puerta de la terraza. Ambos guiñaron un ojo y levantaron el pulgar de una mano indicando que todo iba bien.

Mientras esperaba que la mujer saliera del baño se puso Antonio de rodillas en la terraza pero enseguida vino Dioni con una banqueta baja para que se sentara y observara más cómodo a su esposa. También le llevó un vaso lleno de whisky con hielo para que bebiera.

Tardó muy poco Rosa en aparecer, ya que solamente se había lavado y quitado la pintura de la cara.

Acercándose al armario empotrado de la habitación, procedió a desabrocharse el vestido, quitándose por la cabeza, quedándose solo con bragas y sujetador de encaje, medias altas de seda y rejilla, y zapatos de tacón, todo de color negro.

Casi cayó Antonio por la impresión de la silla donde estaba sentado. A punto de un infarto, sus ojos estaban a punto de salirse de las órbitas al observar lo buena que estaba su cuñada en ropa interior.

Las grandes, redondas y erguidas tetas de Rosa desafiaban orgullosas la fuerza de la gravedad y a punto estaban de reventar el sujetador negro de encaje que apenas las contenía. Unas bragas casi transparentes de encaje negro se pegaban como una segunda piel a sus glúteos macizos, redondos, levantados y sin una pizca de grasa o de celulitis. Las fuertes piernas largas y torneadas lucían espectaculares enfundadas en unas medias negras de seda que la cubrían tres cuartas partes de sus muslos. Su vientre liso hacía juego con una fina cintura y unas amplias caderas que invitaban al disfrute de los sentidos.

Colgando el vestido en una percha del armario la mujer se quitó el sujetador, mostrando a un exultante y empalmado cuñado unas enormes tetas, erguidas y redondas, con unas areolas de color negro del tamaño de monedas de euro de las que emergían unos pezones sonrosados.

Con el sostén en la mano se acercó a un pequeño sillón que había en el dormitorio, dejándolo allí, pero, al volverse, vio reflejado en el espejo de la pared la cabeza de una persona que estaba entre el marco de la ventana y la persiana.

Se quedó paralizada un momento, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar.

  • ¡Era su cuñado el que la observaba! ¡No tenía ninguna duda!

Pensó alarmada sin cubrirse las tetas desnudas ni girarse hacia la ventana.

  • ¡Seguro que su marido estaba detrás de todo esto! ¡No solo lo consentía sino que además lo alentaba y provocaba!

Continuó pensando y, ante la duda, continuó moviéndose por la habitación como si no se hubiera dado cuenta de nada, aunque en el fondo estaba de repente cachonda perdida.

  • ¡Sí quiere jugar, jugaremos todos!

Decidió perversa pensando en su marido, y, dando la espalda a la ventana, cogió los laterales de las bragas y se las bajó hasta los pies, inclinándose hacia delante, con las piernas rectas, y exhibiendo el culo desnudo en todo su esplendor a su cuñado.

Se mantuvo así unos segundos para que se lo viera bien y, cuando se incorporó, llevaba sus bragas en la mano.

Se giró despacio como si buscara algo, enseñando la parte frontal de su cuerpo a Antonio, con su entrepierna apenas cubierta por una fina franja de vello púbico de color castaño, para encaminarse a continuación sin prisa al pequeño sillón donde había depositado su sostén e hizo lo propio con sus bragas.

Flexionando una rodilla y luego la otra se quitó los zapatos de tacón y, caminando de puntillas, se acercó al armario, donde nuevamente se inclinó hacia delante, dejando su calzado en el suelo del mueble y apuntando sus nalgas desnudas hacia la ventana.

Incorporándose se encaminó de puntillas hacia el sillón donde había colocado previamente sus prendas íntimas y se sentó de forma que la pudieran ver bien sus tetas y su entrepierna desde la ventana.

Se soltó la banda de silicona de las dos medias y, levantando una pierna hacia arriba, procedió a quitársela lentamente, enrollándolas con cuidado para el disfrute de su cada vez más empalmado cuñado.

Observándola el coño mientras se quitaba las medias, si Antonio no se corrió en ese momento fue porque la cantidad de alcohol que había consumido si no se lo impedía, al menos se lo demoraba.

Procedió luego Rosa de la misma forma con la otra media y, cuando se quitó las dos, se levantó del sillón con ellas en la mano. Si las había enrollado, ahora cambió de idea y las desplegó, colocándolas también sobre el silloncito para que se enfriaran, inclinándose nuevamente para que su cuñado le echara un nuevo vistazo a su culo erguido y respingón.

Caminando completamente desnuda por la habitación, con ademanes perezosos, encendió la luz de la mesilla de noche, apagando luego la del techo y, apartando la sábana de la cama, se tumbó bocarriba en ella, abriéndose bien de piernas para que su cuñado tuviera una excelente visión de su coño, cogiendo a continuación un antifaz de la mesilla de noche. Apagó finalmente la luz de la mesilla de noche y se puso el antifaz, sin meterse entre las sábanas.

Aunque la luz que entraba por la ventana era tan escasa que prácticamente no se veía lo que sucedía dentro del dormitorio, Antonio no se perdió ni un solo detalle, intentando vislumbrar el cuerpo desnudo de su deseada cuñada que no se había tapado.

Una media hora pasó con Antonio intentando ver en la oscuridad y Rosa expectante sin dormirse, hasta que Dioni se acercó en silencio a su cuñado y, mediante un gesto, le preguntó qué estaba pasando dentro. Antonio le respondió con más gestos que la maciza dormía con un antifaz cubriéndola los ojos, así que Dioni, mediante gestos le hizo levantarse y que le acompañara.

Apagando la luz del salón, dejaron la vivienda a oscuras, y se acercaron a la puerta del dormitorio que, abriéndola, entraron dentro, cerrándola a sus espaldas.

Antonio agazapado en una esquina percibió como su cuñado se quitaba la ropa, quedándose solo con su calzón.

Dejando la ropa sobre el mismo sillón donde su mujer había dejado sus prendas íntimas, se acercó a la cama donde estaba tumbada Rosa, ahora sobre un costado, dando la espalda a la puerta.

Se tumbó sobre la cama y, acercándose a su esposa, que continuaba completamente desnuda, y puso una de sus manos sobre la cadera, y, como ella no reaccionaba, empezó a acariciarla la cadera, los muslos y las nalgas.

Rosa, que en ningún momento se había dormido, preguntó simulando que estaba adormilada:

  • ¿Se ha marchado ya?
  • ¡Sí, claro, hace tiempo!

Mintió su marido y, subiendo su mano, la acarició una teta desnuda para luego llegar a su rostro y verificar que efectivamente llevaba puesto un antifaz cubriéndola los ojos.

  • Voy a encender la luz.

Informó más que preguntó el hombre a Rosa.

  • Haz lo que quieras. Llevo el antifaz y no veo nada.

Respondió la mujer con voz adormilada y Dioni, estirándose, tocó el interruptor de la luz y el dormitorio se inundó de ella.

Sobre la cama Antonio, recuperándose del contraste de la luz, observó dos cuerpos desnudos a pocos metros de él. Evidentemente fue en el voluptuoso cuerpo de la mujer en él que se fijó. Estaba de lado, dándole la espalda, y se fijó en sus nalgas desnudas, redondas y sabrosas.

  • ¿Te molesta?

Preguntó Dioni a su esposa que respondió como si estuviera más dormida que despierta.

  • No. Ya te he dicho que no veo nada, que llevo el antifaz.
  • No te lo quites.
  • No … no pienso hacerlo.

Colocando sus manos sobre los hombros de su mujer, la volteó suavemente, colocándola bocarriba sobre la cama de forma que sus enormes y redondas tetas, así como su coño apenas cubierto por una fina franja de vello púbico, quedaron expuestas ante los lúbricos ojos de los dos salidos.

Estirando un brazo la tocó una teta, sobándosela sin dejar de contemplarla morboso el rostro por si se movía o quitaba el antifaz, pero ella, aunque totalmente despierta, simulaba que no lo estaba y, sin poder evitarlo, simplemente se mojaba los sonrosados labios con su carnosa lengua mientras su excitación crecía.

A un gesto de Dioni, se acercó un ansioso y empalmado Antonio por el lado de cama donde estaba su cuñada.

A otro gesto de Dioni, éste quito su mano del pecho de Rosa y la mano de Antonio ocupó su lugar, sobándola el seno.

Bajó entonces Dioni su rostro y, dando un lametón al pezón del otro pecho de su esposa, empezó a besárselo y a chupárselo, mientras su cuñado jugueteaba ahora con el otro pezón.

Excitándose cada vez más, suspiró la mujer fuertemente y llevó sus brazos hacia la cabecera de la cama, resaltando sus ya de por si enormes y redondos pechos.

Tan excitado estaba Antonio que, con la otra mano empezó a meterla mano directamente en el coño de Rosa, y ésta, que no se lo esperaba, emitió un agudo chillido de sorpresa y placer.

Era evidente que no era posible que el marido de Rosa tuviera tres manos, pero ésta, simulando que no se había dado cuenta para ver hasta dónde iba su esposo a llegar, no dio muestras de haberse enterado.

Mientras la sobaban y chupaban las tetas y la manoseaban el clítoris, estaba Rosa cada vez más entregada, gimiendo y suspirando de placer, sin desear ya oponerse ni ofrecer resistencia.

Su pecho subía y bajaba mientras su sexo se iba lubricando cada vez más.

Un gesto de Dioni bastó para que un cada vez más excitado Antonio, dejara de amasar una teta a su cuñada y con la mano libre, se bajara los pantalones y el calzón, descubriendo su congestionado y erecto cipote.

Separándola las piernas, se colocó Antonio entre ellas, y, cogiendo con la mano su cipote erecto y congestionado, lo dirigió a la vulva de Rosa, restregándolo arriba y abajo entre los labios vaginales, hasta que encontró la entrada a la vagina, y se lo metió.

La mujer, al sentir, cómo se frotaban entre sus labios vaginales, pensó acertadamente qué era una verga y que quería penetrarla, asustándose y por un momento dudó si desbaratar todo el juego de su marido, pero, temiendo provocar un monumental escándalo familiar, se contuvo y aun así deseo ver si llegarían hasta el final, hasta permitir que su cuñado se la follara en presencia de su esposo. Como no veía quien era el dueño del miembro, supuso que era el de su marido, aunque dudaba. No creía que su esposo llegará a tanto, a permitir que su cuñado se la follara.

Sin prisas pero sin pausas el cipote erecto de Antonio fue avanzando, restregándose por el interior de la vagina de Rosa, provocando que ésta contuviera la respiración, exhalando fuertemente al llegar el miembro al fondo.

Apoyándose con sus brazos sobre el colchón, Antonio observó cómo su cipote desaparecía dentro del coño de su cuñada, y, cuando al fin se detuvo, la miró al rostro, observando cómo los voluptuosos y gruesos labios de Rosa estaban separados y una carnosa y sonrosada lengua asomaba mojada entre sus blancos dientes. ¡Gozaba! ¡Era evidente que su cuñada disfrutaba con una buena polla dentro!

La miró luego las tetas, grandes y separadas, con sus areolas negras de las que brotaban gruesos pezones que, semejando maduras cerezas, apuntaban al techo.

A su lado, tumbado bocarriba sobre la cama, Dioni observaba morboso y excitado cómo su cuñado había penetrado con su miembro el coño de su esposa y, como ésta, sin oponerse, daba muestras evidentes de que gozaba. Supuso el marido que se mujer no sabía que era su cuñado el que la había metido la polla por lo que su honor quedaba impune.

¡Su esposa no le ponía los cuernos, era él el que lo provocaba!

Mediante los músculos de sus glúteos y de sus piernas, Antonio fue sacando poco a poco la verga del coño de Rosa, y, cuando estaba ya casi fuera, se lo volvió a meter, en este ocasión un poco más rápido. Y, al llegar al fondo, se la volvió a sacar y, así una y otra vez, cada vez más rápido, observando en todo momento cómo las tetas de la mujer se bamboleaban desordenadas en cada embestida, escuchando también cómo los suspiros, gemidos y chillidos de Rosa aumentaban en volumen y frecuencia, así como el rítmico golpeteo de su escroto chocando una y otra vez con el perineo de ella.

Incorporándose, Dioni se colocó de pie al lado de la cama observando morboso y excitado cómo su cuñado se follaba a su mujer. Excitado se sacó la polla que emergía erecta por la parte superior de su calzón y empezó a manosearla, a jalársela, sin perderse detalle del polvo que estaban echando a su esposa.

No escuchó Rosa solamente al que se la follaba sino también al que se masturbaba a poca distancia. Supuso que era su marido el que la tiraba y su cuñado el que se la meneaba observando.

  • ¡Qué vergüenza!

Pensó por un instante pero el morbo y el placer se lo hicieron olvidar al momento.

Mientras las manos de la mujer agarraban con fuerza los hierros del cabecero de la cama, sus torneadas piernas abrazaban la cintura de su cuñado, facilitando la penetración.

El orgasmo de Antonio se demoraba a causa del alcohol, pero no el de Rosa, que, al sentir cómo un potente placer la brotaba de las entrañas, chilló al llegar al climax, no una sino dos veces.

Como no se corría el hombre, al escucharla, aumentó la potencia de las embestidas para también correrse, provocando que, tras un instante de rechazo, la mujer alcanzara otro orgasmo:

  • ¡Ay, aaaasaaaaayyyyyyyyyyyyyy, diosssssssssssssssss!

Chilló corriéndose por segunda vez y esta vez sí Antonio se corrió con ella y dentro de ella, deteniendo sus arremetidas y conteniendo en lo posible el gutural sonido que sus cuerdas vocales siempre acompañaban a sus orgasmos, alertando ahora sí a Rosa que se dio cuenta que era su cuñado el que la había echado el polvo.

Aun así la mujer no se atrevió a decir ni a hacer nada, temiendo el escándalo, por lo que actuó como si hubiera sido su esposo.

Cuando Antonio la desmontó y se levantó a duras penas de la cama, ella se tumbó sobre un costado, dando la espalda a su marido, pero éste excitado por haber visto cómo otro hombre se follaba a su esposa, se acercó a ella, y, cogiéndola por las nalgas, la volteó y la puso bocabajo sobre la cama.

Todavía conmocionada por lo sucedido, porque su marido había permitido e incluso provocado que otro hombre, su cuñado, se la follara en su presencia y le pusiera los cuernos, se opuso inicialmente, exclamando:

  • ¡No, por favor, no!

Pero Dioni, impertérrito, sin dejar de soltarla, la obligó a ponerse a cuatro patas sobre la cama y, colocándose entre sus piernas, dirigió su verga al coño de su mujer y la penetró.

Con una pierna sobre el suelo y la otra sobre el colchón, se impulsaba Dioni adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez, follándose a Rosa, sin dejar de sujetarla por las caderas.

Doblando sus brazos sobre el colchón, colocó su cabeza entre ellos, aguantando las embestidas ahora de su marido que, excitado, la propinaba fuertes y sonoros azotes en las nalgas sin dejar de follársela, al tiempo que la gritaba encendido:

  • ¡Puta, zorra, calientapollas, calientabraguetas, comepollas!

Al recibir cada azote chillaba la mujer más que de dolor, de morbo y vergüenza, sabiendo además que su cuñado continuaba en la habitación después de follársela, contemplando cómo ahora su marido la montaba por detrás, como si fuera una perra en celo.

Dioni follándosela, la insultaba ferozmente y la azotaba inmisericorde las nalgas, castigándola por haberse dejado follar, por estar tan buena y ser tan puta que provocaba a los hombres a copular con ella.

Espesos lagrimones escapaban resbalando por las mejillas de Rosa, mojando las sábanas, y, cuando por fin, su marido se corrió, dejó de azotarla y, deteniéndose, disfrutó de su orgasmo durante varios segundos con su polla dentro.

Al desmontarle, Rosa se dejó caer bocabajo sobre la cama, sin atrever ni a moverse ni a rechistar, temiendo destapar la farsa.

Una vez satisfecho, Dioni se dio cuenta de lo que había hecho, había dejado que se follaran a su mujer, y se arrepintió amargamente. Levantó la cabeza y miró muy serio a su cuñado y éste entendió que ya había acabado el espectáculo, así que, se encaminó en silencio a la puerta de la vivienda, saliendo por ella haciendo el menor ruido posible.

Tumbándose bocarriba en la cama al lado de su mujer, la abrazó, quedándose Dioni profundamente dormido al momento, y no se enteró cómo su mujer, levantándose, se dio una ducha, limpiándose todos los restos de semen que tenía pegados al cuerpo.

Pensó Rosa que lo mejor era guardar silencio, como si los polvos se los hubiera echado su marido, y seguramente tanto él como su cuñado, a la mañana siguiente, después de que pasaran los efectos del alcohol ingerido, no recordarían nada de lo sucedido y, si recordaban algo, seguramente pensaran que todo era fruto de su imaginación.