¿Follarse a un cura es pecado capital? Parte FINAL
Parece ser que el padre Damián ya ha recibido su castigo por saltarse el mandamiento número 11, nunca follarás coños vírgenes.
El frío de las esposas recorriendo el grosor de las muñecas, era una sensación que el Padre Damián jamás olvidaría.
-Está usted detenido por la presunta violación de la paciente, tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra, si no puede costearse un abogado se le asignará uno de oficio.
Esa frase era una de las preferidas del Padre Damián, los días en los que este no tenía que cumplir con sus obligaciones eclesiásticas, gastaba su tiempo en el bar de enfrente de la capilla o viendo series policiales.
En más de una ocasión, el Padre Damián fantaseaba con la idea de ser el protagonista de aquellos capítulos. Le hubiese encantado ser el policía que arrestaba al culpable, para luego follárselo en el calabozo a cambio de su libertad, o ser él mismo el acusado y dejar que una policía subida de tono hiciese con él lo que quisiera. En cualquiera de los casos, el Padre Damián quería estar presente en la escena, tal vez eso fue lo que le impulsó a cometer aquella oleada de folladas, tanto a Susana en el confesionario de la Iglesia y en el hospital, como a la novicia Teresa el día de su ordenamiento.
Varios policías tuvieron que intervenir para impedir que el padre de Susana se abalanzase sobre aquel cura y lo matase a golpes. Nadie daba crédito a todo lo que había sucedido en aquella habitación hace apenas unos minutos. La madre de Susana se encontraba totalmente derrumbada en una de las esquinas de la sala, sentada en el suelo, abrazándose a sí misma, metiendo la cabeza entre el hueco que formaban sus brazos. ¿Cómo era posible que con todo lo que ella había rezado por su hija, esta hubiese sucumbido a las tentaciones del mismísimo demonio? Se repetía una y otra vez.
Por otro lado, Susana no quitaba atención a todos y cada uno de los detalles que su vista alcanzaba a ver; la sonrisa del padre Damián siendo esposado, cómo este mismo pasaba por delante de su padre sin apartar la mirada, desafiándolo a que se deshiciese de los policías que le estaban sujetándolo y le diese su merecido, el llanto ahogado de su madre, los latidos acelerados del feto en el monitor, la sensación del semen del padre Damián cayendo por sus piernas, todo sumaba a lo que probablemente fuese el mejor día de su vida.
Nada más salir del hospital, los policías que escoltaban al padre Damián, lo empujaron sin ningún pudor a la parte trasera del coche de policía. Durante el trayecto ninguno de los allí presentes se dignó a mediar palabra. Aquellos policías le repugnaba el simple hecho de tener que dirigirse a una figura como la que representaba el Padre Damián. De vez en cuando, estos echaban una mirada por el retrovisor para ver qué hacía, pero a diferencia de esos dos hombres de ley, el Padre Damián con la cabeza apoyada en la ventanilla, miraba glorioso el paisaje al mismo tiempo que sonreía. Parecía como si quisiera apreciar por última vez, la obra que un día creo el que fue su padre, Dios todo poderoso.
Cuando llegaron a la cárcel, el padre Damián tuvo que pasar un reconocimiento exhaustivo. Este no daba crédito al trato que estaba recibiendo; lo desvistieron por completo como si fuese un animal, le cachearon, le dieron una vestimenta que olía a sudor y por si fuese poco le asignaron una de las peores celdas del centro. Todo esto se debía a que el nuevo alcaide era muy estricto con las violaciones, por eso condenaba tajantemente a todos lo que se atrevían a cometer tal acto.
Cuando el padre Damián llegó a su celda, descubrió que esta apenas tenía un colchón tirado en el suelo y un agujero para hacer sus necesidades, así que tras contemplar aquella escena, decidió que lo mejor sería dar una vuelta por el patio y terminar de ver las instalaciones.
Como sucede en una comunidad de vecinos, no pasó más de una hora en que todos los presos supiesen por qué un cura como el padre Damián había terminado en la cárcel. Los susurros se fueron haciendo cada vez más presentes a medida que el cura se iba cruzando con sus compañeros de prisión. Harto de que todo el mundo hablase de él y lo señalase, el padre Damián decidió retirarse a la capilla, la cual construyó el alcaide hace años para los presos, encontrando así una forma de librarse de los demonios que los atormentaban y los habían llevado a cometer sus delitos.
-Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme, dijo el Padre Damián tras arrodillarse en uno de los bancos de la primera fila. Sé que no he actuado con buena fe señor, estoy dispuesto a cumplir la penitencia que tu hijo, “el hombre” me imponga, pero por favor, necesito una muestra de tu castigo y a la vez de tu perdón. ¿Qué puedo hacer para qué me perdones? ¿Fustigarme? Lo haré. ¿Arrancarme los ojos? Lo haré.
No contento con su plegaria, el padre Damián se levantó y se fue acercando lentamente al cristo crucificado que había tras el altar, hasta estar lo suficientemente cerca como para apreciar una muesca de felicidad en la cara de este. Parecía como si el cristo se estuviese riendo de algo en especial.
-Por favor Señor, mándeme una señal insistió el padre Damián.
Fue en ese momento cuando en una de las esquinas de la sala pareció escucharse algo.
-¿Hola? Dijo el Padre Damián, ¿Quién anda ahí?
La figura de una persona comenzó a dibujarse a lo lejos. El padre Damián se tranquilizó más al pensar que solo sería uno de los presos que querría gastarle una broma o que mejor aún, vendría a la capilla a rezar como él. Pero para su sorpresa todo empeoró cuando la poca luz que había en aquel lugar, le permitió ver que aquel hombre no estaba solo, sino que venía acompañado por un grupo de más presos, los cuales ocultaban su rostro tras una careta con la cara del mismísimo demonio.
El padre Damián fue retrocediendo hasta toparse de espaldas con el altar, pero cuando intentó mirar hacia los lados buscando una posible escapatoria, se dio cuenta de que ya era tarde, estaba rodeado.
-¡No! Alejadse de mí vociferaba este.
-Pero qué sucede padre, cómo puede tenerle miedo al demonio, si él es quien nos hace ser como somos. ¿Quién sino hizo que usted cometiese aquella atrocidad en el hospital?
-Yo no violé a nadie, éramos amantes y el hijo que esperaba es mío. Yo no he hecho nada.
-Claro, claro, yo tampoco violé a mi mujer y luego la maté, aquí somos todos inocentes dijo el mismo preso.
Aquellos hombres con cabeza de demonio se fueron aproximando al padre Damián, y cuando menos se lo esperó, estos se abalanzaron sobre aquel cura, empezando a desvestirlo y maniatarlo.
-No, por favor, parad, yo solo quería rezar y pedirle perdón a Dios.
-¿Perdón Padre? ¿Por qué debería usted disculparse? Si nos acaba de decir que era inocente. Además, creemos que la gente de su calaña se merece ser juzgada por alguien como nosotros.
-Solo Dios puede juzgarme gritó el Padre Damián entre sollozos.
-Con que solo puede juzgarle Dios eh, eso ya lo veremos.
El padre Damián se encontraba atado de pies a cabeza. Aquellos lunáticos habían hecho una auténtica obra maestra, hasta tal punto que ni el más experto en Shibari podría haber conseguido. Por un momento, cualquier persona habría supuesto que el padre Damián estaba rezando, si no fuese por dos razones; la primera que este estaba desnudo, y la segunda, porque una cuerda rodeaba su cuello atando al mismo tiempo sus muñecas y sus pies, imposibilitando cualquier plan de fuga que se pasase por su cabeza en esos momentos.
Los presos se fueron turnando el cuerpo del padre Damián como el que cambia sus cromos repetidos a la salida de clase con sus amigos. Algunos de ellos se comportaban como verdaderas bestias, introducían sus miembros sin ningún pudor, ya fuese por la boca o el ano, o incluso los dos a la vez, hasta tal punto de hacerle vomitar o incluso, defecarse encima. Las penetraciones eran constantes, no existía lapso de tiempo alguno que le permitiese al padre Damián respirar antes de la siguiente follada.
Fue en ese momento cuando el Padre Damián se dio cuenta que el castigo que le había puesto su padre todo poderoso, era morir de placer, solo así podría abandonar su cuerpo manchado por el pecado y ascender con su alma pura al reino de los cielos.
-Más por favor, quiero más empezó a suplicar el padre Damián.
Fue entonces cuando uno de los presos cogió el cáliz que reposaba sobre el mármol del altar y acercándoselo a su sexo comenzó a eyacular hasta echarlo todo dentro.
- Pasároslo y correros dentro.
Como si del jefe del grupo se tratase, todos siguieron la orden al pie de la letra, y cuando el cáliz estaba lo suficientemente lleno como para empezar a desbordarse, se lo acercaron a la cara del padre Damián.
-Bebe exclamó el jefe de los presos, al mismo tiempo que iba acercando el cáliz a la boca del padre Damián. Así me gusta, que te lo tragues todo.
Cuando no quedó ninguna gota de semen en el cáliz, los presos desataron al padre Damián.
-Recuerda que todavía te queda comulgar, exclamó el jefe de los presos. Tras aquella frase, todos comenzaron a golpearlo hasta dejarlo semiinconsciente. Pero cuando parecía que toda aquella pesadilla había terminado, estos cogieron de nuevo las cuerdas y arrastrando el cuerpo del Padre Damián lo colgaron en la cruz que había sobre el altar, justamente encima del cristo.
-Padre, por qué me has abandonado dijo este.
Fue en ese preciso instante cuando uno de los presos escaló la cruz y situándose a la espalda del padre, le susurró al oído;
-Nos ha mandado nuestro jefe, ya es hora de que te reúnas con él dijo el preso jefe al mismo tiempo que se quitaba la máscara.
¡Era el alcaide! El padre Damián no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Así que tras aquella terrorífica frase y la expresión demoniaca en la cara del alcaide, este sacó un cuchillo y sin pensárselo dos veces, pasó su filo por el cuello del padre Damián, haciendo que muriese desangrado ante la mirada de aquellos demonios disfrazados de hombres.
Fin.