Follada por un vagabundo

Cómo conocí a un señor sin casa

L

a historia que hoy os relato sea probablemente la que más trabajo me haya costado hasta la fecha, ya que es algo que aún recuerdo con tristeza y dolor, y que aún he de superar. Sucedió durante un momento de mi vida inestable (No hace mucho, de hecho, poco más de un año) y supuso en mi un cambio de mentalidad, probablemente la razón por la que me he decidido a contar y compartir mis experiencias.

Es la historia de cómo, mi inocencia me llevó a entregar mi confianza a un hombre que terminó utilizándome, humillándome y sobre todo, abandonándome en el peor momento.

Habían pasado pocos meses desde que había sido madre, y a pesar de mi nula experiencia había de hacerme cargo del bebé. Yo por aquel entonces, vivía en las afueras de la ciudad, en un barrio no muy bueno, en un apartamento pequeño que había alquilado a una señora mayor, y la cual me ayudaba en todo lo que podía. Era una mujer viuda, y quizás por la pena que sentía por mi, me trataba como si fuera su hija. Nunca podré terminar de agradecerle las noches que pasó cuidando a mi hijo.

Evidentemente, me encontraba en una época en la que mis gastos se habían multiplicado, y aparte de los trabajos temporales que conseguía limpiando en algunas casas o de camarera en bares nocturnos, me vi en la necesidad de recurrir a la prostitución y tener encuentros esporádicos con clientes. A diferencia de lo que había hecho hasta antes de ser madre, no ofrecía mis servicios a distancia y concertaba citas con clientes, ya que era un proceso más lento, sino que cuando me veía en necesidad extrema, salía a la calle en busca de clientes, a modo de puta de carretera.

Para ello me vestía con ropas provocativas, me maquillaba en exceso, y salía a buscar. Cerca de mi casa, había un parque colindante a una carretera, y era ahí el lugar al cual me dirigía para ofrecerme. No era un lugar muy recomendado, y he de reconocer que siempre pasaba miedo estando allí, pero no tenía otra alternativa.

El encontrar clientes no era complicado, y era suficiente con sentarse en un banco, sacar un poco el tanga por detrás del pantalón, abrir ligeramente las piernas, y sonreír a cada hombre que se cruzaba. No pasaba mucho tiempo hasta que alguien te recogía y llevaba a un lugar privado.

Esta fue mi práctica habitual durante algunos meses, acudiendo dos o tres veces en semana, lo cual me permitía vivir de manera aceptable. Sin embargo, un día sucedió algo que cambió completamente mis planes y por lo que dejé de realizar esta práctica.

Estando una noche en el parque sentada como de costumbre, se acercó hasta mi un chico joven de unos 35 años, despeinado, con la barba algo larga y descuidada, y vistiendo ropa no muy limpia.

-Buenas noches, ¿Te importa si me siento contigo y hablamos? -Educadamente acepté su oferta de establecer una conversación.

Fue así como conocí a Fran. Fran era un joven, algo mayor de lo que yo pensaba (37 años), que tras haber tenido problemas económicos, y haber estado alcoholizado, se vio obligado, al no tener recursos, a vivir en la calle en la mendicidad, sin tener ningún lugar al cual acudir. Desde el primer momento congenié con él, y era una persona por la cual sentía una enorme lástima. Se encontraba en la misma situación que yo, a diferencia de que él no podía llevar a cabo mis prácticas.

Noche tras noche, cada vez que salía al parque ya sabéis a qué, acostumbraba a tener unos minutos de conversación con él, todos los que podía permitirme, los justos para que esto no supusiese que los hombres se me acercaban. Fran nunca me insinuó nada, y siempre me trató de una manera educada y con mucho respeto. Ambos nos habíamos sincerado mutuamente, yo le había contado a él a qué me dedicaba, y él me había contado prácticamente todo sobre su vida.

Tras varios encuentros con él, ocurrió lo que no podría imaginarme.

-Mira, tengo que decirte algo porque ya no me lo puedo callar más. Entiendo que no lo aceptes y respeto tu decisión, pero desde que comenzamos a hablar me gustas mucho y no dejo de pensar en ti -Me dijo Fran mirando al suelo por la vergüenza que sentía.

Al principio un puse cómo reaccionar, pero aquellas palabras me hicieron sentir algo especial. Creía que era la primera vez en mi vida que conocía a alguien que no se acercaba a mí a sólo por tener sexo, y sobre todo, aceptaba a lo que me dedicaba. Entonces, sin pensármelo decidí cogerle la mano y sin pedirle permiso besarle. Sólo ocurrió eso, un simple beso (Aunque pude percibir que tuvo una erección por el bulto en su pantalón).

Desde aquel día, no tuve el valor de acudir al parque. Por un lado, estaba confundida, y sentí que me había en parte enamorado de aquel chico. Por otro lado, estos sentimientos hacían difícil para mí poder mantener relaciones con otros hombres, y menos delante de él.

Pasaron un par de semana en las que pude vivir con el dinero que había ahorrado con mis prácticas, además de los pequeños trabajitos que encontraba. Sin embargo, aquel chico no se me iba de la cabeza. Una de las noches, tomando una decisión errónea, pero que en aquel momento era lo que me dictaba el corazón, cometí uno de los mayores errores de mi vida.

Una mañana, tras vestirme me dirigí al parque en busca de Fran, y tras encontrarle, recostado sobre los cartones donde normalmente se echaba, y junto a una botella de cerveza que le ayudaba a calentarse en la noche, me agaché y mirándole a los ojos le dije las siguientes palabras.

-Levántate que te vienes a vivir conmigo.

Sí, cometí esa locura, invité a vivir a mi casa a una persona con la que solo había mantenido unas pocas conversaciones, por el simple hecho de pensar que estaba enamorada. Fue así como comenzamos a convivir juntos. No le dije nada a la casera, la cual por su edad no se enteraba de las cosas, y el comenzó a vivir junto a mí y mi hijo. Por supuesto no trabajaba, y era yo la encargada de mantener a “la familia”.

Desde el primer momento él comenzó a sentir el deseo típico de los hombres de dominación sobre “su mujer”, por lo cual acordamos que dejaría para siempre mi trabajo como “señora de compañía”. La vida era la típica de una pareja joven que sin muchos recursos se muda a un piso de alquiler, con la diferencia de que estaba también mi hijo, lo cual siempre fue mi prioridad.

El apartamento tenía un salón principal pequeño, un dormitorio, y un pequeño cuarto de baño. Yo siempre acostumbraba a dormir en la habitación en la cual se encontraba la cuna del bebé, pero aquello pronto cambió por motivos obvios. A los pocos días de convivencia, el comenzó a reclamarme sexo, a lo cual no me negué al estar enamorada en parte de él. Aunque lo hacíamos a distintas horas del día, esperábamos siempre a que el bebé estuviera durmiendo, y era entonces cuando practicábamos sexo. A diferencia de los clientes a los cuales estaba acostumbraba, él no era una persona especialmente imaginativa ni fetichista, y el sexo siempre se desarrollaba de la siguiente manera. Primeramente, solía practicarle una felación. Tras eso, simplemente me pedía que me tumbase en la cama, me habría de piernas, y él me follaba, durante unos diez minutos que es lo que aguantaba, hasta que terminaba por eyacular. Por supuesto, para no correr el riesgo de quedarme embarazada, siempre le obligaba a utilizar preservativo. Al principio le permitía unos segundos de penetración sin protección, pero transcurrido un leve tiempo le pedía que lo utilizase.

Era así como transcurría nuestro día a día. Él buscaba trabajo pero no encontraba, por lo que era yo la que salía en busca de trabajo (como camarera) mientras él se quedaba en casa cuidando del bebé.

Los problemas llegaron cuando el dinero que tenía ahorrado se acabó. El poco que ganaba en bares y limpiando era gastado en pagarle a la casera el alquiler del apartamento, y en darle de comer al bebé, el cual desde hace ya un tiempo había dejado de tomar mi leche, por lo que nos vimos en serios apuros económicos.

Así las peleas y discusiones comenzaron a ser más frecuentes, y el clima en la casa era insoportable. Cualquier tontería provocaba su enfado, en parte por el hambre que pasábamos y en parte por la falta de su dosis diaria de alcohol, al cual ya no tenía acceso, viéndose obligado a mendigar a mis espaldas, lo cual me confesó más adelante, para poder pagar sus vicios.

Las peleas siempre terminaban de la misma manera, que era teniendo sexo sin preguntarme nada, simplemente me bajaba los pantalones y bragas, me tiraba contra el sofá y me penetraba hasta eyacular, por supuesto sin preservativo, algo que enormemente me preocupaba (Afortunadamente no me quedé embarazada).

El cariño mutuo se fue terminando, hasta un extremo en el cual no quedó alternativa. Una de las noches, mientras el lloraba, se abrazó a mí, y con voz triste me dijo:

-Por favor vuelve a hacerlo, te lo ruego.

No daba crédito a mis palabras. A pesar de su fuerte dominación sobre mí, me estaba pidiendo que volviese a las calles a ejercer la prostitución. Al principio no quería aceptar, pero finalmente no me quedó más remedio.

La primera noche que volví al parque, no tardé mucho en encontrar a un cliente, y simplemente me pagó una cantidad aceptable por hacerle una felación.

Al llegar a casa, todo eran caras serías. Yo no me atrevía a hablar, y él me miraba con una mezcla de enfado, y signos de haber llorado. Tras la cena, y acostar al bebé, se hizo el silencia, hasta que el me preguntó.

-¿Has conseguido dinero?

-Sí -Le repliqué, tras lo cual dejé sobre la mesa el dinero que aquel hombre me había dado. Él lo cogió y lo guardo en su bolsillo.

Pasó un tiempo en silencio hasta que volvió a preguntarme:

-¿Y qué le has hecho?

-No voy a decírtelo -Tras esto me levanté, pero él me siguió y abrazó por detrás, y agarrando fuertemente mis pechos me gritó:

-Que me lo digas!

Tras tragar saliva le contesté:

-Se la he chupado.

Volvió a hacerse el silencio, tras lo cual el me llevó al salón y volvió a penetrarme.

Pasaron los días, y a menudo salía a realizar mis trabajos, ya que aún no había reunido suficiente dinero para mantenerme un tiempo. La comunicación entre ambos se había roto, y dejamos de mantener relaciones sexuales. Hasta que llegó el día en el que nuestra relación se rompería de manera final.

Una noche, al llegar a casa, él había bebido algo, no demasiado, pero nada más entrar me agarró por detrás y me puso contra la pared.

-¿Qué has hecho puta? -Me gritó a la vez que me bajaba la falda que llevaba y tiró de mi tanga hasta romperlo.

-Te ha follado el culo? -Gritó de nuevo separándome los glúteos y metiendo su dedo pulgar en mi ano.

-No -Contesté yo a pesar de saber que sí lo había hecho.

Tras esto, bajó sus pantalones y bruscamente me penetró analmente, comenzando a embestirme.

-Eres una puta, una zorra -Decía a la vez que seguía embistiendo. Yo comencé a llorar y el bebé, que escuchaba los gritos, comenzó a llorar también, lo cual hizo que yo llorase más. Finalmente terminó eyaculando dentro de mí, tras lo cual se fue de la casa dando un fuerte portazo.

No volví a saber nada más de él.

Espero que ahora sepáis y entendáis porque me costaba escribir este relato. Como siempre, vuestros comentarios son bienvenidos, y cualquier duda que tengáis o simplemente por hablar, podéis escribirme a la dirección feticherelatos@gmail.com.