Flor del Diablo

Era una flor extraña; muy extraña, y Natalia intuyó que era única. Lo que no sabía era que el haber encontrado aquella flor trastornaría de modo irremediable lo que ella conocía como su vida cotidiana.

FLOR DEL DIABLO

Por Wesker

No era una flor normal. No hacía falta ser ningún experto para saberlo. Diana no lo era, ni siquiera le interesaban las flores; de hecho, si algo la fastidiaba, era que un chico intentase conquistarla enviándole una rosa o algo parecido. Además de una cursilada, le parecía una estupidez pasada de moda. Diana no creía en el romanticismo. A sus diecinueve años ya había tenido un número considerable de novios y por ninguno sintió nada salvo diferentes niveles de atracción física, razón por la cual estaba convencida de que el amor era un simple adorno que los tontos y tontas usaban para embellecer algo tan simple como el deseo de echar un polvo. Diana era tan guapa y atractiva como fría y superficial, y no obstante, en cuanto sus grandes ojos azules se posaron sobre aquella flor, tuvo que detenerse y observarla con detenimiento. Algo se había movido en su interior cuando la vio, algo que le era imposible descifrar, principalmente porque ni siquiera lo intentaba. En aquellos instantes, lo único importante para ella era la extraña flor que tímidamente se dejaba ver entre la hierba de la cuneta.

Tenía dos hileras de pétalos no más grandes que la uña de un pulgar, con forma triangular, de tres colores diferentes cada uno: rojo, negro y verde. La hilera de arriba tenía cinco pétalos; la de abajo, en cambio, tenía exactamente trece. Una especie de bulbo carmesí sostenía todos los pétalos; el tallo, de unos seis centímetros, era liso, de color opaco, y brillante, como si estuviese barnizado.

Diana se acuclilló junto a ella, y al hacerlo su minifalda verde se subió aún más, descubriendo casi por completo unos muslos esculturales y bronceados que hubieran sido una delicia para cualquier mirón, en caso de haber alguno por allí. Pero por el momento, aquella carretera se encontraba desierta. La chica se preguntó si una flor como aquella podría existir sin que nadie la hubiera descubierto antes que ella, lo que la llevó a preguntarse si aquella flor sería real. Apoyó la carpeta con los apuntes de las clases de enfermería y rozó con el índice uno de los pétalos. Un estremecimiento le recorrió todo el brazo, emitió un débil gemido y apartó el dedo como si la flor quemase. Se le había puesto la piel de gallina sólo en ese brazo. No tenía ni idea de dónde había salido aquella flor, pero de una cosa estaba segura: no era artificial. Y de pronto, también estuvo segura de otra cosa: ella era la única persona viva que conocía la existencia de aquella flor. Ante este pensamiento..., no, esta convicción , a Diana le brillaron los ojos de codicia; el deseo de apoderarse de aquella flor la invadió por completo, como si fuese un tesoro de incalculable valor, como si el poder del mundo se redujese a la posesión de aquella flor única. Ni por un momento pensó en la posibilidad de que la flor se secaría y moriría si la arrancaba de su lugar, sencillamente partió el tallo con el pulgar y el índice, y al igual que una niña que le lleva una flor a su madre, Diana se encaminó hacia su casa.

Una sustancia invisible e inodora emanaba de la flor, envolvía a Diana como unos tentáculos, se deslizaba por su cabello, por el interior de sus fosas nasales, por su boca, por entre las separaciones de los botones de su blusa de manga corta, bajo el sujetador, bajo la minifalda, bajo las bragas, rodeaba brazos y piernas, cabeza, cuello, penetraba por los poros de su bronceada piel, atravesaba los labios vaginales hacia el interior de aquella cueva íntima, reptaba como el fantasma de una serpiente por su ano, todo ello en cuestión de segundos.

Diana comenzó a sentir una excitación creciente, un calor muy agradable generado por su coñito que iba poseyendo todo su cuerpo. La vagina le palpitaba, empezaba a segregar líquidos, los pezones se le hincharon, se pusieron duros como castañas. Entreabrió los labios para emitir un débil jadeo, se humedeció los labios con la lengua muy despacio; le hubiera encantado tener una polla grande y dura en su boca, poder degustarla, tragar su esperma. No quedaban ni diez minutos para llegar a su casa, pero Dios, se sentía tan..., tan... cachonda. No recordaba haberse sentido tan excitada en toda su vida. Apresuró el paso. Tenía que llegar a su casa cuanto antes y tratar de calmar aquel horno que llevaba entre sus piernas. Sus padres no estarían ya que ese día tenían que ir a la boda de un amigo que vivía algo lejos. Sólo estaría el crío de su hermano viendo el televisor, jugando con la consola o cualquier cosa de ésas.

Por fin llegó a su casa, que era grande, de dos pisos y aspecto lujoso, como todo lo que la rodeaba: el enorme césped, la piscina, un garaje amplio, tres coches nuevos y caros (en aquellos momentos, faltaba el Mercedes), una verja alta, como recién pintada, un par de pequeñas gárgolas a cada lado del umbral que daba paso al interior de la propiedad, propagadores mudos de la clase alta que ostentaba aquella familia.

Diana entró en la casa a toda velocidad. Tal como suponía, Diego, su hermano pequeño, estaba viendo la televisión en la sala, medio tumbado en el sofá.

–Hola, herm... –comenzó a saludar él al verla.

–Voy a mi cuarto –le interrumpió ella–. No se te ocurra molestarme.

Dicho lo cual, subió como un tiro la escalera que llevaba al piso superior, donde estaban los dormitorios, dejando a su hermano patidifuso.

Diana cerró la puerta de su cuarto de golpe y echó el pestillo que había exigido tener hacía cinco años (cuando tenía la edad de su hermano). Dejó caer al suelo la carpeta, se descalzó con los pies, quedando en calcetines y se tumbó boca arriba sobre la cama, con la flor todavía en la mano. La miró atentamente. Le pareció que los colores de los pétalos eran más intensos que antes. Quizá fuese debido a la excitación. Sin apartar la mirada de la flor, se subió la minifalda hasta la cintura con la mano libre y comenzó a masajearse la vagina por encima de las suaves bragas blancas. Emitió unos débiles gemidos, entrecerrando los ojos. Sentía que tenía todo el coño mojado, cosa que pudo confirmar cuando deslizó la mano bajo las bragas y lo encontró todo empapado. Continuó masturbándose, sin apartar la mirada de la flor. No estaba pensando en nada, excepto en la flor. Se le ocurrió meterse la flor en el coño, pero sabía que en ese caso la rompería. Optó por acariciarse los labios con los tricolores pétalos, muy suavemente; los deslizó por su barbilla, por su cuello, al tiempo que la mano con la que se frotaba el coño se movía más rápido. Dejó la flor sobre la almohada a su lado y se desabotonó la blusa casi del todo; empezó a sobarse un pecho, luego el otro. Se introdujo dos dedos en la vagina, se mordió los labios, jadeando, ahogando los gemidos de placer lo mejor que podía. Se bajó el sujetador, liberando los dos senos y continuó manoseándolos con énfasis, pellizcándose los pezones de vez en cuando. Se introdujo tres dedos en el coño, los gemidos aumentaron un poco de volumen. Miró hacia la pared donde había pósters de actores guapos. Miró a Tom Cruise: lo imaginó con la polla en su chocho, penetrándola con fuerza. Miró a Brad Pitt: lo imaginó follándola por el culo. Miró a Leonardo DiCaprio: quiso su polla metida en la boca, hasta la garganta. ¡Oh, si los tuviera a los tres sólo para ella, para que la follaran y calmaran la calentura que la estaba atormentando! Para entonces ya se estaba masturbando con cuatro dedos bien metidos en su coño, movía las caderas convulsivamente, se estrujaba los pechos como si quisiera hacerlos estallar. Y por fin llegó el orgasmo, más intenso que nunca, una explosión nuclear dentro de su cabeza; su mano quedó empapada por completo.

Estaba extenuada. Jadeaba con fuerza, con los ojos cerrados. Sacó la mano de bajo bragas y se chupó los dedos, se los lamió. Luego, dejó caer el brazo, fláccido. Estaba demasiado agotada, no se sentía capaz de mover ni un músculo. Volvió la cabeza hacia donde había dejado la flor, hizo un esfuerzo y entreabrió los ojos para mirarla. Un resplandor rojizo la envolvía, el bulbo del centro parecía tener venas que bombeaban. Claro que esto no podía ser así. Diana lo sabía, y sabía que estaba tan cansada como para ver visiones. Volvió a cerrar los ojos, y antes de que pasaran sesenta segundos, se durmió.

A Diego no le extrañó demasiado la actitud de su hermana mayor. Si ella le tenía por un crío, él la tenía por una pija histérica. No sería la primera ni la última vez que se ponía borde con él. No obstante, tenía que reconocer que había visto algo raro en ella cuando la vio asomarse a la sala para decirle que no la molestase, algo en sus ojos que no acabó de gustarle, que le hizo sentir algo extraño en el pecho. Pero no le dio mayor importancia y continuó mirando el vídeo que le había prestado en el colegio: La Máscara , de Jim Carrey, con la que se estaba desternillando de risa. Además, salía Cameron Díaz, que estaba como un verdadero tren. Ya le gustaría tenerla para él, aunque fuese una noche. Pero tendría que conformarse con hacerse una paja antes de dormirse; y tal vez, si tenía suerte, tuviese un sueño húmedo muy detallado con ella.

Cuando terminó de ver la película, ya hacía una hora que había llegado su hermana, y ésta todavía continuaba en su dormitorio. Diego se quedó escuchando un momento desde la escalera, para ver si oía música, como era habitual en esos casos, pero no oyó nada de nada. Bueno, tampoco era algo tan extraño. Decidió hacerse un bocadillo de nocilla y jugar un rato a la Playstation, y más concretamente, al Dead or Alive , que tenía unas luchadoras que estaban para comérselas.

Jugó durante más de una hora. Luego puso el Bloody Roar 2 , otro juego de lucha, al cual jugó otra hora; y luego jugó un rato al Resident Evil 2 . No le preocupaba que ya fuesen casi las nueve y media, porque sabía que sus padres no llegarían de la boda a la que habían ido antes de la madrugada. Y puesto que era viernes, y por tanto, no tenía clase al día siguiente, no había problema en acostarse tarde. Lo que le estaba empezando a inquietar era que su hermana no hubiese salido todavía del cuarto. Por lo general, cuando estaban solos, no tardaba mucho en ir a la sala a incordiarle y poner en la televisión algún programa tonto de los que tanto le gustaban a ella. Tuvo que admitir que estaba preocupado por ella, aunque a regañadientes. Le hubiera gustado aliviar su conciencia yendo a tocar a la puerta de Diana y preguntarle si estaba bien, pero si lo hacía, se arriesgaba a que ella le torturase a base de burlas el resto de su existencia.

Tras un breve pero intenso debate mental, Diego decidió arriesgarse e ir a ver si su hermana estaba bien. No se dio prisa en subir la escalera, atento a escuchar algún ruido provocado por su hermana que le anunciase que ella estaba bien y así ahorrarse aquella molestia. Pero no oyó nada.

–Mierda, ¿por qué me pasan estas cosas? –murmuró, más preocupado por el bienestar de Diana de lo que nunca sería capaz de admitir.

Llegó hasta la puerta del dormitorio de su hermana, se mordió el labio inferior, dubitativo aún, y alzó la mano para tocar con los nudillos, pero antes de poder hacerlo, la puerta se abrió bruscamente y a punto estuvo de golpear la nariz de Diana, que se detuvo en seco al verle. Diego se quedó paralizado, y no sólo del susto. Los pechos de su hermana, esbeltos y no precisamente pequeños, más blancos que el resto de la piel, se encontraban ante sus ojos, asomando entre la blusa abierta y el sujetador bajado. Jamás le había visto los pechos a su hermana, ni nunca había tenido interés en hacerlo.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella, con la voz un poco pastosa, como si hubiese estado durmiendo.

Diego se obligó a dejar de mirar los pechos de su hermana, de modo que pudo ver que el cabello rubio oscuro de Diana estaba algo revuelto.

–Yo... Yo... bueno, como tardabas tanto... pues... –balbuceó.

Diana sonrió, con un poco de malicia.

–No estarías preocupado por mí, ¿verdad? –inquirió; parecía más despejada que hacía un par de segundos.

Diego se encogió de hombros y apartó la mirada. Tal como había supuesto, su hermana se burlaría de él. Y para colmo, se le había notado mucho la sorpresa que le había causado verle los pechos, expuestos tan desvergonzadamente, por cierto. Pero su hermana volvió a sorprenderle al darle un beso en la mejilla; un beso cariñoso, tierno. Diego le miró, con los ojos como platos, empezando a dudar de si aquella chica era realmente su hermana.

–Gracias –le dijo ella, sin asomo de burla en su voz.

El rubor tiñó el rostro del patidifuso hermano. Diana emitió una risita.

–No te sonrojes, bobo, que soy tu hermana –y al decirle esto, volvió a besarle la misma mejilla–. ¿Ves? –dijo–. Sólo es un beso de hermana. No tiene nada de especial. –No obstante, los ojos de Diana adquirieron un brillo curioso.

Todo aquello resultaba tan profundamente surreal, que Diego ni siquiera se sorprendió al notar que su pene estaba creciendo rápidamente. Continuaba petrificado, incapaz de mover un solo músculo o pronunciar alguna palabra. En aquellos momentos era como un maniquí, mudo y estático; un maniquí con un pene en plena erección adosado.

–¿Qué te pasa? –le preguntó ella, sonriendo–. Pareces una estatua.

Por fin, Diego despertó de su parálisis; fue consciente de que su hermana estaba ante él con los pechos al descubierto, de la erección que abultaba su pantalón vaquero y de que si ella se percataba, sacaría conclusiones nada favorables para él.

–Nada –se apresuró a responder, y le dio la espalda a su hermana para que ésta no viese su erección–. No me pasa nada.

Diana le miró, divertida, y luego se miró los pechos como si acabase de darse cuenta de que no estaban cubiertos.

–Anda –dijo, sin demasiada sorpresa y sin hacer amago de cubrirse–. Llevo las tetas al aire. ¿Por eso estás tan raro, hermanito?

–¡Qué va! –contestó él, alterado, sin darse la vuelta. La verdad es que no sabía si se había excitado por verle los pechos a su hermana, o por el beso, y tampoco quería saberlo. Sólo quería que todo volviese a la normalidad y que su hermana dejase de actuar de un modo tan raro. Por lo menos, su pene empezaba a aflojarse.

Diana rió con picardía, y dijo:

–Eres un crío, Diego. En fin, tengo que ir al servicio. Ahora cenamos, ¿vale?

–Va-vale –contestó él, sin volverse.

El baño del segundo piso estaba al fondo del pasillo, en dirección opuesta a donde estaba mirando Diego, sin embargo, oyó que los pasos de su hermana iban hacia él. Y de pronto, sintió la húmeda lengua de Diana acariciar su oreja, lo que le provocó unas cosquillas nada desagradables.

–¡Pero qué haces, tonta! –gritó, volviéndose hacia ella y por tanto, obligado a verle de nuevo los pechos.

Diana se echó a reír.

–¡Ay, qué fácil es hacerte perder el control, hermanito!

–¡Vete a la porra!

–No, sólo voy al baño. Hasta luego, pequeñajo.

Todavía riendo, Diana se dio la vuelta y se dirigió hacia el fondo del pasillo. Sin ser muy consciente de ello, Diego la siguió con la mirada, observando el contoneo de sus caderas, el balanceo de su minifalda, los hermosos muslos, carnosos pero bien torneados. Cuando Diana fue a cerrar la puerta del baño, le miró, y Diego apartó la mirada.

–No olvides que soy tu hermana –dijo ella, con lo que parecía condescendencia.

–Bah –replicó él, dándose la vuelta para dirigirse a la escalera.

–Crío.

–Pija.

–Una pija que está muy buena, no lo niegues.

Diego no podía negarlo, aunque esa misma mañana lo hubiera negado con todas sus fuerzas. Claro que esa mañana las cosas eran normales, y ahora parecía que estaba metido dentro de un sueño demasiado extraño como para pararse a analizarlo.

Diana cerró la puerta del baño.

Tras unos segundos de duda, Diego se dirigió al dormitorio de su hermana. No era tan inocente como para no deducir que su hermana había estado masturbándose, o algo parecido. Se imaginó a Diana tumbada en la cama, frotándose la vagina con la mano y retorciéndose de placer; esperó sentir asco al ver esta imagen metal, pero le preocupó que no fuese así. De hecho, su pene volvía a estar como una roca. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso le atraía su propia hermana? No, ni de coña. Prefería morirse antes de ser de ésos . Pero no podía ser, él no era un pervertido. Y mientras pensaba en eso, avanzaba hacia la cama, sin saber qué esperaba encontrar en ella. ¿Un consolador? ¿Una revista porno de gays? Lo supo en cuanto lo vio. Mejor dicho, en cuanto la vio.

Cogió la flor, que estaba sobre la almohada, esperándole, reclamándole. Un estremecimiento recorrió su cuerpo y tensó aún más su polla. Su mente se quedó un blanco, excepto por una imagen: su hermana, con los pechos al descubierto; su hermana, con aquella minifalda que permitía admirar su esculturales piernas; su hermana, que, tal como ella misma había dicho, estaba muy buena. Lo estaba, ¿de qué valía negarlo? Era preciosa, todo su cuerpo era una obra de arte: su pelo, su cara, sus labios (que le habían besado hacía tres minutos), su bronceada piel, sus senos, redondos, carnosos, esbeltos, su cintura delgada, sus voluptuosas caderas, sus muslos, su maravilloso culo. Por primera vez, a Diego no le resultaba imposible aceptar las palabras "hermana" y "follar" en la misma frase; a decir verdad, le estaba encantando unirlas.

–¿Qué haces?

Diego dio un respingo y emitió un gritito. Su hermana, que estaba junto a él, sonrió. Todavía llevaba la blusa desabrochada, pero se había colocado el sujetador sobre los pechos, lo cual no disminuyó su atractivo.

–¿Te gusta la flor? –preguntó ella.

–Eh... sí, sí. Es..., muy extraña –contestó él, muy nervioso, temiendo que su hermana adivinase lo que había estado pensando. Pero, ¿por qué ahora le parecía tan excitante? Hacía unos minutos era capaz de resistir la tentación de mirar, pero ahora sus ojos devoraban la voluptuosa carne de su hermana, y no podía evitarlo. Sin querer, sus dedos se aferraron al tallo de la flor, como si fuese un modo de aferrarse a la realidad..., o al sueño.

–¿No te hace sentir cosas agradables? –preguntó Diana, acercándose a su hermano. Sus pechos estaban a menos de un centímetro de distancia.

–A... ¿A qué te refieres? –preguntó él, con el corazón a punto de estallar. Su polla estaba más tiesa que nunca, parecía querer rasgar el pantalón y alcanzar la preciada cueva oculta de su preciosa hermana.

Diana cerró la mano en torno a la mano donde Diego tenía la flor y su cuerpo se estremeció, entrecerró los ojos y emitió un jadeo tan sensual que abrasó el cerebro de su hermano.

–Me refiero... a que las cosas parecen más... intensas de lo normal –dijo ella–. Por ejemplo, si yo te doy un simple beso de hermana –y le besó la mejilla de nuevo– tú seguro que lo sientes como algo más que un beso de hermana, ¿verdad?

Diego no contestó nada, su cuerpo temblaba, sus ojos sólo ansiaban ven el cuerpo de su hermana desnudo, su polla sólo quería follarla hasta la extenuación.

–No hace falta que contestes –dijo Diana y posó la mano sobre la entrepierna de su hermano, acariciando el erecto pene–. Aquí está la prueba de lo que digo. ¿Sabes? Esta flor, incluso es capaz de que mi coño chorree y palpite ante la idea de follarme a mi hermanito de catorce años, ¿qué te parece?

El cerebro de Diego se convirtió en un caos. Dejó caer la flor al suelo, agarró a su hermana por los hombros con fuerza y la tumbó en la cama, poniéndose sobre ella.

–¡Sí! –exclamó Diana, riendo con lascivia–. ¡Fóllame, hermanito! ¡Viólame!

Diego ya estaba dispuesto a poseer el cuerpo de su hermana, quisiese ésta o no. Ya no podía parar. Se besaron en la boca con agresividad, entrelazando sus lenguas, chupándose los labios. Diego descendió hasta el cuello y lo besó y lamió; siguió descendiendo hasta los preciados senos, los manoseó a conciencia, metió el índice entre las dos copas del sujetador y la pequeña tira elástica que las unía. Por fin, aquellos pechos, aquellas tetas estaban a su merced. Las apretujó entre sus dedos, las amasó, mientras lamía los pezones endurecidos con ansiedad salvaje, los chupaba, los succionaba. Diana gemía de placer, se retorcía bajo su cuerpo, sus manos revolvían el cabello rubio de su hermano. Cuando Diego consideró que había saboreado bastante los pechos de su hermana, de momento, siguió bajando, acariciando el plano vientre de Diana con la lengua. Levantó la minifalda y pudo ver el coño de su hermana por primera vez en su vida (Diana se había quitado las bragas en el baño, ya que estaban empapadas); lo tenía depilado, excepto por un pequeño triángulo de pelo rubio oscuro, los labios vaginales estaban hinchados y mojados. Diana separó los muslos.

–¿A qué esperas? ¡Devóralo!

Diego no se hizo de rogar. Comenzó a lamer aquel precioso coño, introdujo la lengua en él y luego, instintivamente (en realidad, el instinto llevaba rato dominándolo), fue a por el clítoris, que estaba muy dilatado, y se puso a chuparlo y a lamerlo sin compasión, provocando agudos gemidos de gozo por parte de su hermana, que se sobaba los pechos y se apretujaba los pezones al tiempo que movía las caderas, restregando su húmedo coño por la cara de Diego, que no quería soltar aquel botón carnoso, suave, mojado. Y así estuvo hasta que Diana llegó a un violento orgasmo que sacudió todo su cuerpo.

Diego se puso en pie y se desnudó rápidamente, jadeando de deseo.

Diana le miraba, con los ojos húmedos y sonrisa de viciosa.

–Cuánto tiempo perdido –dijo–. Ojalá hubiéramos hecho esto antes.

Diego acercó su polla a la cara de ella.

–Chúpamela –fue lo único que dijo.

Diana sonrió, relamiéndose los labios. Se sentó en el borde de la cama, y empezó a lamer los testículos de su hermano y a succionarlos hasta que estuvieron empapados de saliva, tras lo cual se puso a pasar la lengua por su endurecida polla, que ya segregaba líquido preseminal desde hacía un rato; chupeteó el glande como si tratase de un chupachups y luego se introdujo todo el pene en la boca, hasta sentirlo rozando la campanilla de su garganta. Diego gemía; jamás había imaginado un placer como el que estaba sintiendo en ese momento. Sentir por toda su polla la lengua y los labios de su hermana, tan calientes y húmedos, era como un éxtasis, un placer infinito, sin parangón. Merecía ir al infierno por aquello. Por fin se corrió, llenando de esperma la boca de Diana, la cual tragó todo lo que pudo.

–Es la mejor leche que he probado nunca –declaró, con el semen cayéndole por la barbilla; se lo recogió con los labios y se lo metió con la boca.

A pesar del orgasmo, Diego seguía excitado, su pene, que brillaba bajo la luz de la bombilla del cuarto, no había bajado ni un milímetro.

Diana se desnudó por completo y se tumbó en la cama, con las piernas bien abiertas, ofreciendo su coño mojado. No hacían falta palabras. Diego se abalanzó sobre ella y la penetró con fuerza, arrancándole un grito agudo a su hermana, que clavó sus uñas en la espalda de su hermano y rodeó su cintura con las piernas. Las embestidas de Diego, bruscas y contundentes, movían toda la cama, hacían crujir el somier; los gemidos de Diana y el chap-chap de la penetración, además de los jadeos animales de Diego resonaban por toda la habitación. Diana, que tenía el coño hipersensible después del anterior orgasmo, llegó a dos orgasmos casi seguidos; Diego también se corrió, rellenó de semen la vagina de su hermana, se detuvo unos segundos, y continuó penetrándola. Parecía increíble que su erección no cediese a esas alturas, pero así era.

En el suelo, la extraña flor, cuya falta de raíz y de agua que absorber no parecía suponer ningún problema, estaba envuelta por un intenso fulgor rojizo; el bulbo del centro palpitaba como un corazón, los pétalos se movían lánguidamente, como banderas vistas a cámara lenta.

Los dos hermanos cambiaron de postura. Ahora Diana cabalgaba sobre la polla de Diego, con la misma ansiedad hambrienta que había poseído a su hermano cuando estaba sobre ella; sus pechos se movían arriba y abajo hasta que Diego puso sus manos en ellos y comenzó a sobarlos como si quisiera fundir los dedos en ellos. Llegaron a un orgasmo simultáneo. Diana se quitó de encima de su hermano y se apresuró en limpiar de semen la polla y los testículos de su hermano con la lengua, de su barbilla colgaban hilos de saliva mezclada con esperma. Sorprendentemente, la polla de Diego continuaba erecta, lo cual ya entraba dentro de lo imposible, pero ninguno de los dos dijo nada al respecto. Sus cuerpos estaban poseídos por una excitación continua que, lejos de aliviarse tras cada orgasmo, aumentaba sin cesar, inexorablemente.

Diana cogió la flor del suelo, que seguía brillando con aquel extraño fulgor rojo, y arrancó un pétalo. Dejó la flor donde estaba, mordió el pétalo y arrancó la mitad, lo masticó y lo tragó. No sabía por qué hacía aquello, simplemente, sentía que tenía que hacerlo. La otra mitad del pétalo la puso entre sus labios y se la entregó a su hermano con un beso. Diego masticó y tragó. Se sonrieron; sus ojos brillaban con intensidad. Ya no necesitaban hablar, ni siquiera podrían aunque quisieran, porque sus mentes únicamente procesaban el deseo de follar, follar, follar, follar.

Diana se puso a cuatro patas sobre la cama, alzando su hermoso culo. Diego palmeó sus nalgas, las separó con las manos y se puso a lamer el ano, llenándolo de saliva; luego utilizó el semen que aún chorreaba del coño de su hermana para lubricar el ano, y después lo penetró sin miramientos. Diana gemía, se mordía los labios, mordía la almohada. Diego se inclinó para alcanzar sus pechos y continuar sobándolos. Cada vez la penetraba con más fuerza. Su mente sólo pedía más, más, ¡MÁS! Llegó a un orgasmo, eyaculó y, sin detenerse, continuó follándose el culo de su hermana, cuyos gritos de placer sonaban algo desgarrados. Su coño goteaba líquido vaginal. La excitación que dominaba sus mentes y sus cuerpos superaba cualquier límite a esas alturas, era insaciable. Lo único que podían hacer era seguir follando. Llegaron a otro orgasmo. Cambiaron de postura. Diego puso la polla entre los pechos de su hermana, ésta la aprisionó entre ellos y él movió las caderas; se corrió, rociando de semen, cada vez más escaso, la cara de su hermana, que no se molestó en limpiarse. Sin pérdida de tiempo, Diego volvió a penetrarla por el coño, con mayor fuerza, sintiendo placer y frustración porque no lograba saciar su deseo.

La flor comenzó a elevarse, el fulgor rojizo era más intenso que nunca. Llegó hasta el techo y se desplazó hasta situarse sobre los sudorosos cuerpos de los dos hermanos.

Diego y Diana llegaron a otro orgasmo, pero no se detuvieron, ni siquiera lo sintieron. Siguieron follando, follando, follando. Follar era lo único importante. Ya lo habían olvidado todo: su familia, sus amigos, incluso que eran hermanos y cómo se llamaban. Sólo querían, no, necesitaban follar sin parar, follar. Sólo que follar ya no estaba siendo tan satisfactorio como al principio y Diego necesitaba hacer algo más, de modo que clavó los dientes en un pecho de su hermana y arrancó un trozo de carne, y al hacerlo ambos llegaron a un orgasmo. Diana siguió el ejemplo y mordió la mejilla de su hermano, arrancó carne, masticó, tragó. Llegaron a otro orgasmo. Aquello parecía aliviar su excitación, sí, era lo que necesitaban, de modo que continuaron devorándose sin dejar de follar.

Los padres de Diego llegaron a su casa a las tres y media de la madrugada. Venían un poco embriagados, pero todavía estaban bastante serenos. Lo bastante como para darse cuenta de que sus hijos no habían cenado nada. No había platos en el fregadero, ni sucios ni limpios.

Se extrañaron y subieron al piso superior. Vieron la luz del cuarto de Diana encendida y se acercaron. Miraron dentro.

–Pero... –fue lo único que pudo decir el padre.

La madre no dijo nada. Gritó con todas sus fuerzas, incapaz de asimilar el horror que veían sus ojos.

Los dos cuerpos de sus hijos continuaban sobre la cama, Diego encima y Diana debajo, pero ahora ninguno de los dos se movía. Para sus padres resultaba imposible saber quién estaba encima y quién debajo, ya que los rostros de sus hijos habían sido totalmente despellejados a dentelladas, y no sólo los rostros habían sido mordidos, sino los hombros, los pechos, los vientres, los muslos, las caderas, las nalgas... La sangre bañaba sus cuerpos, empapaba la cama, encharcaba el suelo.

La flor, verdadera culpable de aquel horror, no estaba por ninguna parte.

En un municipio, situado a varios kilómetros de donde vivían Diego y Diana, Natalia, una chica muy bonita, de quince años, de cabello negro y largo, y ojos azules que cautivaban a todo chico que se cruzaba en su camino, por no hablar de su bello cuerpo, cuyas curvas eran resaltadas por un pantalón y un top ceñidos, se dirigía a la casa de sus primos, Abel, de doce años, y Carolina, de catorce, para hacerles la visita habitual de los domingos. Solía jugar con ellos a las cartas o al tenis, y luego veían alguna película. En realidad, a Natalia sólo le interesaba ir por Carolina, con la cual se había besado la semana pasada y ambas, muy nerviosas, habían descubierto que eso las había excitado mucho, pero no se atrevieron a ir más allá, por varias razones, entre ellas que su primo no andaba lejos, y también por miedo a que se enteraran sus padres. Pero tras una semana de masturbaciones fantaseando con su primita, Natalia iba decidida a hacer algo más que besar sus labios. Esta vez quería hacerla gemir de placer y también sentir su dulce boquita recorriendo todo su cuerpo. Ya se les ocurriría algo para que el pequeño Abel no las molestase.

Mientras pensaba en esto, y cuando sólo le faltaban diez metros para llegar a la casa de sus primos, Natalia vio algo en la cuneta de la carretera que atrajo su atención. Se detuvo y miró de nuevo. Era una flor, pero una flor muy rara, con dos hileras de pétalos que tenían tres colores cada uno: rojo, negro y verde. Por alguna razón, al mirarla, Natalia pensó en el coño de su prima; no en sus labios ni en su suave piel, sino en su coño y en las ganas que tenía de comérselo. Pensar en esto la excitó muchísimo; podía sentir cómo su vagina palpitaba y se humedecía poco a poco. Y mientras lo sentía, se imaginaba la boca de Carolina recibiendo sus líquidos.

Como en sueños, sin ser realmente consciente de ello, Natalia cerró el índice y el pulgar en torno al tallo de la extraña flor y lo partió. Con la flor en su mano, continuó su camino hacia la casa de sus primos, mientras pensaba en que quizá no sería justo dejar al pobre Abel al margen. Él también tenía derecho a divertirse.

La flor brilló con un tenue fulgor rojizo, pero ella no se percató de ello, y de todos modos, no le habría importado. Lo único que Natalia deseaba era saciar su excitación.

WESKER

05-04-2004