Fin de semana en la casa rural (1)
Nos dábamos el último beso antes de volver cuando oímos pasos escapando a lo lejos. Los dos nos giramos hacia el camino, pero no pudimos ver nada, los pasos se alejaban y pronto quedamos en el silencio de la fuente.
De nuevo con la pandemia. Sí, lo siento, pero no puedo dejar de escribir sobre mi realidad. Ya sé que muchos de vosotros buscáis en los relatos un rato de evasión y sexo, pero yo no puedo aislarme de mi realidad y escribir de lo que me sucede o de como me siento. Y esto se me está haciendo duro. Bueno, debería relativizarlo, porque por suerte no tengo problemas económicos ni en mi familia, no se ha muerto nadie cercano ni tengo enfermos a mi alrededor. Así que, por un lado, sé que no debería quejarme, no tengo derecho, pero a veces esto de la pandemia se me hace muy cuesta arriba.
En la zona alta de Barcelona ahora no tengo vecinos que observen mi balcón. A veces echo de menos el pisito que tenía en Sants, donde salía al balcón y tenía tres admiradores que me ofrecían sus encantos si me insinuaba y veía cómo enloquecían y llegaban a masturbarse si yo… bueno, si yo sacaba la vena exhibicionista que me caracteriza. La libertad de salir de noche y bailar y arrimarme y notar cómo los sexos se endurecían contra mi piel. El transporte público, donde a veces las aglomeraciones permitían esas sorpresas que me llevaban a saberme deseada, excitante, sensual…
Pero ahora todo eso ya no se da, las circunstancias han cambiado, se ha impuesto esta horrible nueva realidad y… y han pasado años también. Ahora, casada y con buena posición económica, todavía tengo mi pisito alquilado. De hecho, la pareja que vive en mi piso ha tenido problemas, él se ha quedado en paro por culpa de los cierres y tienen que salir adelante con el sueldo de ella. Les he ajustado el alquiler, ¿quién puede pagar más de mil euros de alquiler por un pisito pequeño en Sants? Prefiero mantenerlos a ellos, que me han demostrado ser serios, que volver a buscar inquilinos que siempre es una lotería. Además, por suerte no dependo de ese alquiler para vivir.
Mi cuerpo también ha cambiado, la maternidad ha hecho que mis pechos ya requieran el sujetador para apuntar al horizonte. Continúan siendo bellos y duros, pero yo ya empiezo a detectar que a los cuarenta su firmeza no es la que era. Y eso me hace sentir más insegura. Mis piernas continúan levantando admiración, mis nalguitas firmes (¡lo que me cuesta en ejercicio!), pero yo soy la más crítica conmigo misma.
A ver, no me entendías mal, no cambiaría mi niña por nada del mundo. Victoria es un amor. Pero a veces siento lo que me ha costado y… y desearía poder seguir siendo esa jovencita sin obligaciones, libre, alocada, consumiendo la vida como si no hubiera un mañana. Supongo que eso nos pasa a todas y a todos. Pero en mi caso, es esa necesidad de continuar sabiéndome admirada, deseada.
Javier y Julián, el portero, los dos hombres con los que ahora me relaciono en pandemia, no cuentan. Echo de menos cuando salía a la calle y las miradas me seguían. Cuando bastaba que me quedara en pie en el transporte público para que los hombres se me acercaran para rozarme; aunque sean tan educados en Barcelona, a algunos conseguía volverlos locos y no se podían contener.
No, debo ser realista, no soy una modelo de pasarela o una actriz porno tan despampanante como para que todos los hombres quisieran saltarle encima descontrolados por sus hormonas. No, pero lo cierto era que hombres no me faltaban. Ahora, la edad, la pandemia y todo me hacen dudar de mí. Me miro al espejo y todavía me considero atractiva, pero empiezo a ver cómo al sonreír aparecen más arruguitas, que debo estar más tiempo ejercitando para mantener la dureza de mis nalguitas, que mis antebrazos pierden firmeza, … Pese a ello, creo que continúo siendo una rusita atractiva de largas piernas, rubia, labios carnosos y pechos grandes que es muy resultona (muy, muy, muy resultona).
Pero quiero recuperar la loca que, a veces, salía de caza una noche y después de conseguir una o dos buenas raciones de sexo se consideraba una diosa del amor. Ahora, con la mascarilla, los restaurantes cerrados para la cena y sin ocio nocturno… eso no es posible (aunque prefiero eso al número de muertos en Madrid). Pero lo único que puedo hacer es violar a mi marido (sí, literalmente, a veces lo asalto y lo uso para sexo), contemplar la mirada de deseo de Julián, el conserje, o ver cómo los chiquillos del área de ejercicio del parque me acarician con sus miradas. Pero esos chiquillos lo que desean es follarme, ya no les vuelvo locos ni piensan en dejarlo todo para estar conmigo, piensan en follarme, desahogarse y ya está; no en dejarlo todo para estar conmigo. Y esa es la diferencia.
¡Si hasta me he visto arreglándome y coqueteando al ir al súper a comprar! Sí, por los pasillos con el carrito sigo atrayendo miradas y los dependientes siempre están atentos a mi figura cuando me visto atractiva, pero… es algo frustrante, ¿no? Verme yo desesperada para llegar a ese punto.
Así que cuando el sábado Javier sugirió que ese fin de semana podíamos dejar a Victoria en casa de una amiguita de la escuela y tomarnos un fin de semana libre… francamente, me emocioné. Lo que yo no sabía era que él también me veía algo desilusionada y que se había tomado tantas molestias.
Llevamos a Victoria el sábado por la mañana a casa de su amiguita y, cuando volví a casa, vi que él ya había preparado un par de bolsas con ropa. Invierno todavía, pantalones abrigado (algunos leggins afelpados y de abrigo), jerséis, calcetines gruesos, zapatillas y botas, incluso algún gorrito de lana. Revisé y aprobé su elección, añadiendo algo de ropa interior y un camisón. Fuimos al coche y me explicó que había buscado un alojamiento rural sin romper el confinamiento de Barcelona. Por suerte, el confinamiento de aquí es en la comarca (una unidad administrativa que va poco más allá de ciudad, en el caso de Barcelona, pero que incluye alguna zona rural), de manera que podíamos hacerlo sin romper las normas (Javier es mucho de cumplir las normas, pese a que ambos estuviéramos vacunados, considera que debemos hacerlo).
Fue más el tiempo de salir de la ciudad que el de llegar al alojamiento rural. El paisaje catalán cambia rápidamente a sólo unos pocos minutos de Barcelona. En cuanto sales de las zonas urbanas, si no sigues las rutas habituales entre poblaciones, parece que estés en el campo. Así me sentí yo. De repente, los bloques de pisos dejaron paso a montañas que fueron perdiendo las casas hasta llegar a un paisaje de bosques, algún campo cultivado y poco más.
Por un camino de tierra, sin asfaltar, llegó ante una amplia casona, lo que aquí llaman una masía, una casa de campo de antiguos agricultores o ganaderos totalmente remodelada. Sacamos las bolsas y entramos. Dentro estaba todo muy caldeado, había una pequeña recepción vacía y tuvimos que buscar y dar alguna voz para que saliera alguien a atendernos de dentro lo que luego sabría que eran las cocinas.
La mujer, algo mayor que nosotros, identificó inmediatamente a Javier y le dio la llave de una habitación, diciéndonos que nos instaláramos y bajáramos que su hijo nos mostraría un poco la casa y las posibles actividades de los alrededores. La casa sólo tenía cuatro habitaciones, todas ocupadas, pero las otras tres parejas estaban fuera porque habían llegado antes, dos de ellas el viernes.
Se notaba la calefacción algo alta, lo que lo hacía más confortable en invierno. Una amplia cama de matrimonio, armario, con suelos de madera cálida, un baño por habitación que incluís una pequeña ducha y un gran ventanal que daba al campo.
Poco teníamos que ordenar, dejamos la ropa en el armario y Javier me sorprendió sacando mi lencería de la suya. Había vaciado mis cajones y casi ocupado la mitad de su bolsa con ella. Sólo sonrió y me la tendió para que la pusiera en un estante del armario. Él se cambió para ponerse unos pantalones de pana y se abrigó con un jersey de lana. A mi no me dejó escoger, me tendió una lencería sexy, unos leggins de abrigo, una minifalda para que no se me marcara tanto el culito y, sobre una camiseta gruesa de manga larga, un jersey también muy abrigado que me caía hasta medio muslo.
Bajamos dispuestos a descubrir el entorno y Robert, el hijo del matrimonio de la casa nos recibió con una sonrisa. Sobre un mapa de la zona nos recomendó diversas rutas de senderismo y nos mostró las instalaciones. Había una gran sala con una enorme chimenea que nos dijo que era donde se hacía vida anteriormente, ahora habilitada con sofás y cojines, toda revestida de madera y muy acogedora. La cocina era grande también, y tenía la mesa donde atender a los residentes. Ellos hacían las comidas, pero también disponíamos de embutidos o espacio para poner lo que quisiéramos.
Casi sudábamos del calor de la casa cuando salimos. El cambio de temperatura fue revitalizador, abrigados como estábamos. Pero era más por el airecillo que por la temperatura, el sol era cálido y agradable. Todavía tenían algunos animales, un par de vacas, cerdos, conejos, algunos patos y gallinas. Pero estaban en un cobertizo y no molestaban por la noche, nos indicó. Un gran huerto al lado donde cultivaban ecológicamente las verduras que consumiríamos y que ellos llevaban al mercado local, además de algunos árboles fruteros que entonces estaban sin fruto por la estación.
Robert nos lo explicaba con la rutina de quien lo hace muchas veces a lo largo de la semana, pero mirándome atentamente. Más de una vez le pillé mirándome muy atentamente. Ese fin de semana me estaba gustando mucho. Y el hecho de que un veinteañero me recorriera con su mirada… le añadía placer al asunto. Yo me colgué de su brazo durante el recorrido y Javier sólo sonrió. El frío justifica muchas cosas.
—Y dime, ¿quién más hay este fin de semana?
—Tres parejas de Barcelona —lo dijo como si ser de Barcelona fuera una categoría que ya los definía—. Parecen buena gente, nos han dado problemas, comen de todo y no se han quejado demasiado. Por cierto, hay cobertura WiFi en la casa, pero no fura de ella, aunque en las rutas de senderismo sí se puede acceder al 112 de emergencias —dijo como recordando las quejas a las que se refería.
—¿Y quién quiere WiFi en el bosque?
—Los de Barcelona —dijo en tono seco—. Bueno, hoy parece que si no puedes subir la foto al Intsagram inmediatamente estás fuera de la civilización —se disculpó—. Pero aquí no nos hace falta para cuidar los animales.
Lo cierto era que el chavalín tenía buenos músculos en su brazo, mis pechos aplastados contra él lo habían notado, y creo que él también. Pero el recorrido fue corto y, de vuelta en la casa, nos entregó un botellín de agua y decidimos hacer un recorrido por una de las rutas hasta una fuente cercana antes de la comida.
No estaba lejos, pero rápidamente los árboles te hacían sentir aislado del mundo. En realidad, no se trataba de un bosque, pero era lo suficiente para acallar ruidos y hacerte sentir rodeado de naturaleza. Poco a poco nos adentramos por el camino que era más un sendero de tierra y piedras que un camino o una pista rural. Fuimos tomados de la mano, callados, dejándonos llenar por el olor a pino y el ruido del airecillo que mecía las hojas de los árboles, algunos trinos de pájaros. En ese camino el aire ya no era molesto, hasta hacía más calor, resguardados por la vegetación que nos rodeaba.
Llegamos a la fuente, que manaba entre las rocas por un canalón. Había un espacio diáfano por el que el reguero del agua se perdía hacia los árboles, pero la zona cercana estaba libre de matojos y con algunas rocas que podían servir de asiento. Bebimos del agua helada, pero al ir a sentarme la noté muy fría y Javier me acogió en su falda.
—Es precioso, ¿no crees? Nunca hubiera imaginado que tan cerca de casa podía haber un espacio así.
—Mmm… sí, precioso. —Dijo mientras su mano recorría mi muslo y ascendía por él hasta su parte interior.
—¡Hey! Tú, no te pases.
—Aquí no podemos dar mal ejemplo a los conejitos o las mariposas, ¿no crees?
Le besé y su mano llegó a mi entrepierna. Lo cierto es que el hecho de que fuera él, esta vez, quien lo iniciara, me gustó. Últimamente era yo quien lo asaltaba para tener sexo o lo seducía con poca ropa para animarle; pero esta vez era él quien me buscaba y eso me excitó más que el contacto con los músculos de Robert.
—Además, ¿has visto las miraditas que te echaba Robert? Creo que hoy te tendrá en su mente cuando se alivie.
—Pervertido, si era un chiquillo… —le respondí mientras le comía la oreja y él me besaba el cuello apartando el jersey. Su otra mano ascendió hacia mis pechos, que se estaban empezando a endurecer. —¿Tu crees que de verdad me miraba?
—¡Joder! Si cuando te colgaste del brazo creo que hasta se empalmó. —Y su mano bajó para colarse por dentro del jersey y empezar a pellizcarme los pezones. Nuestras bocas se buscaban ansiosas. Javier sabía que me estaba excitando y le gustaba. Mis caderas empezaron a balancearse y noté que su sexo también se iba inflamando. Me alzó ya perdiendo la cordura y me empujó contra la roca, lo que teníamos más a mano. —Si delante de mí te estabas restregando contra él, putita… Seguro que estás chorreando, ¿no?
Y no tardó en comprobarlo. Su mano me bajó de un tirón leggins y tanguita. Una de sus uñas dejó marca en mi nalga. Usó las dos manos para forzarlo más allá de las caderas y tuve que apoyarme sobre la roca con mis palmas para no caer. Él me tomó por las caderas y con la otra mano acarició mi sexo desde la entrepierna hasta el ano. Estaba húmeda, por supuesto, así que no tardó en embestirme hasta el fondo de una estocada. Tiró de mí casi haciéndome saltar, me puse de puntillas notando cómo me desgarraba hasta llegar bien adentro.
Se quedó así un instante, y entonces, la sacó de un tirón y volvió a penetrarme. Jadeé al notarme así usada. Pese a la lubricación, noté cómo mis carnes eran estiradas por dentro por él, y me encantó, casi tengo un orgasmo por su brutalidad. Rápidamente se hizo más suave, no por que él dejara de ser brusco, sino porque mi cuerpo reaccionó abriéndose a él y dándole calidez y humedad. Me taladró repetidamente palmeando mis nalgas con sus embestidas. La calma del bosquecillo fue interrumpida por nuestras aceleradas respiraciones, algún jadeo y el rítmico chocar de nuestros vientres. Cayó alguna palmada en mis posaderas, pero eso sólo me excitaba más y me llevaba a embestir yo también contra él.
No nos sincronizábamos del todo, tampoco era la postura perfecta, pero nos buscábamos el uno al otro rudamente, con fuerza, queriéndonos sentir. Mis jadeos fueron aumentando y también el ritmo de su respiración. Estaba disfrutando de dejarnos llevar, del sexo espontáneo y fuerte, queríamos ser salvajes y sentirnos salvajes, sacar de dentro el animal sexual. Me corrí con un gran jadeo empapando su sexo y cayendo entre mis muslos mi esencia, pero él no se detuvo. Siguió bombeando, notando mis contracciones y dándome con fuerza. Mi reacción fue pasar de la muerte súbita a ese calorcillo creciente y pedir más.
—¡Jódeme! ¡Fóllame! ¡Dame duro! —Ya no me estaba de nada y ni sabía donde estaba, sólo me dejaba llevar deseando macho. Y Javier cumplió. Aceleró lo que pudo, llegando más profundamente si cabe y retirándose hasta casi salir de mí, poniendo todo el peso de su cuerpo en cada penetración y volví a correrme, esta vez todavía más abundante si cabe. Me vine derrumbándome sobre la roca, abrazándola y sintiendo su rugosidad en mi mejilla mientras él me balanceaba como a una muñeca. Pero mi interior le apretaba y le hacía sentir como si le exprimiera desde mi interior y tampoco resistió mucho más. Yo empezaba a calentarme de nuevo cuando sentí su simiente llenándome. Se derramó dentro de mí y me estuvo abrazando hasta que le saqué la última gota, tratando de recuperar la respiración mientras yo todavía culebreaba contra él presa de mis propios espasmos.
Fuimos recuperando nuestras respiraciones poco a poco en esa posición disfrutando de sentirnos saciados. Entonces me giré, despegándome de él y sintiéndome vacía. En cuclillas le limpié su sexo de sus restos y de los míos, notando nuestros conocidos sabores mezclados y tragándolos hasta dejarlo brillante pero ya no pegajosos mientras gotas de su simiente y la mía caían entre mis muslos.
Mientras él se recomponía yo traté de hacer lo mismo, pero mis flujos o los restos del sexo habían empapado mi ropa interior y los leggins. Nos dábamos el último beso antes de volver cuando oímos pasos escapando a lo lejos. Los dos nos giramos hacia el camino, pero no pudimos ver nada, los pasos se alejaban y pronto quedamos en el silencio de la fuente. Reímos y nos tomamos de la mano de camino de vuelta a la masía, con dos sonrisas bobaliconas y satisfechas en nuestros rostros.