Fin de semana en Cuernavaca (6)
Una nueva provocación, otra excitante sensación, lujuriosos momentos que se suceden y a los que ambos se abandonan...
Como tú lo sugeriste, tomamos una ducha rápida y nos dispusimos a salir hacia el centro de la ciudad, pero sin Olaf, que todavía no aprende a comportarse debidamente en los lugares a los que tú y yo solemos frecuentar; ni modo, en otra vez le tocaría a él.
Cuando saliste de la casa me impresionó tu belleza: traías un vestido floreado sostenido apenas por unos tirantes tan delgados que parecían hilos, de esos vestidos vaporosos ligerísimos que no sé cómo se llaman, pero que dejaba adivinar cada una de las curvas de tu cuerpo, todas ellas perfectamente acomodadas en su lugar preciso. Te veías tan fresca y tan hermosa: la blancura de tu pecho y de tus piernas desnudas destacaban sobre todo el conjunto, con unas sandalias que permitían apreciar la perfección de tus pies. Me hacías sentir tan orgulloso de ti.
El calor arreciaba; rápidamente abrí la puerta del vehículo para que entraras a la frescura del aire acondicionado, pero Olaf te ganó trepando alegremente a la parte trasera de la minivan. Cuando lo sacamos, éste bajo del vehículo de mala gana con las orejas caídas y la cabeza baja por el regaño; tú hiciste un puchero al ver su tristeza, pero aceptabas los inconvenientes de llevarlo con nosotros.
Salimos a toda prisa y nos encaminamos hacia el mercado de flores; cuando llegamos, lanzaste una expresión de asombro al ver la cantidad de plantas que se exhibían. Sin freno alguno, comenzaste a escoger una gran cantidad de flores para adornar no sé qué partes de nuestro refugio. Las plantas te volvían loca y yo me divertía enormemente al contemplar tu cara de felicidad. Dios; ¡cómo disfrutaba de tu alegría! Dentro de mi contemplación, no acertaba a precisar qué era más hermoso: si las flores o tú. Decidí que tú eras más bonita que todas ellas.
Salimos del mercado después de tres eternas horas, con la parte trasera de la minivan totalmente llena de macetas. Estábamos felices. Después de este maratón, decidimos ir a comer a la Casa Hidalgo, que es un restaurante ubicado frente al Palacio de Cortés especializado en cocina mexicana. Después de un entremés de sopes y tacos de chorizo con aguacate, crema y salsa verde, tú pediste una sopa de arroz a la mexicana y unos mixiotes de carnero, que son trozos de carne con salsa de chile huajillo envueltos en mixiotes, que es la telita que envuelve las pencas de maguey, ambos platillos acompañados de tortillas y frijoles charros. Exquisito. Por mi parte, yo pedí un arroz a la poblana (arroz blanco con granos de elote y rajas de chile poblano) y una arrachera, que es un corte de filete de res extraordinariamente blando y jugoso, también acompañado de guacamole, tortillas de maíz y frijoles charros. Más que comer, devorabas los platillos. Me encantaba verte de ese ánimo, risueña, con una alegría desbordante y contagiosa.
Al probar los mixiotes, la blancura de tu rostro empezó a tornarse ligeramente roja por efecto de la salsa; te picaba, pero no dejabas de comerla. Entre risas halagabas lo delicioso de la comida. Verte de esa manera me hacía sentir enormemente satisfecho, contento de haber podido contribuir para tu excelente estado de ánimo.
Finalmente llegó el postre. Tú pediste unas fresas con crema y yo una natilla que saboreamos lentamente, como si no quisiéramos que se agotaran. Totalmente satisfechos dejamos correr el tiempo tomando café, con una deliciosa charla sobre temas que únicamente concernían a nosotros, a nuestro pequeño mundo. Me encantaba el dulce tono de tu voz, la música de tu acento español. Me tenías extasiado con tu rostro, con tus finos modales de perfecta dama, con los movimientos de tus manos expresivas, con la calidez de tus palabras. Me deleitaba con la frescura de tu aliento, con tus ocasionales besos, con tus risas, con tus gesticulaciones. Orgulloso me llenaba de ti, sintiendo la envidia de las personas que nos rodeaban por tener tan excelente compañía.
Casi sin darnos cuenta empezó a obscurecer; el ambiente se llenaba con la algarabía de los miles de pájaros que llegaban a dormir en los árboles. Sin embargo el calor persistía. En uno de tus arranques insólitos te levantaste y fuiste hacia el baño para una más de tus travesuras; cuando regresaste, me extendiste la mano para entregarme una prenda: era tu tanga que te habías ido a quitar para amortiguar un poco los efectos del calor. No paraba de reír ante tu nueva ocurrencia. Los guardé en el bolsillo de mi chaqueta estampando previamente un beso en ellos, te tomé de la mano y salimos del restaurante para pasear por las calles aledañas. De vez en cuando caminábamos abrazados y entre risas nuestros labios se juntaban tiernamente, delicadamente, como quien besa los pétalos de una flor. ¡Cómo disfrutaba tu compañía!
Sin rumbo fijo, abordamos la minivan para pasear por las calles de la ciudad; nos gustaba y admiraba la placidez y la despreocupación que mostraban los habitantes del lugar en el desarrollo de sus actividades. Al detenernos en un semáforo, comentamos divertidos la clase de películas que estarían proyectando en el cine porno que se encontraba a nuestro lado. Entonces te me quedaste mirando con la inequívoca picardía que mostraban tus ojos ante una nueva travesura. Comprendí el mensaje y sin mediar palabra, guardamos el auto en un estacionamiento para encaminarnos, divertidos, hacia el cine aquél.
Sin siquiera averiguar el título de la película, nos introdujimos en la sala en cuyo interior se encontraban siete u ocho parejas dispersas en las diferentes filas de butacas. Nos sentamos en la parte media de la sala, en una fila que ocupaba únicamente una pareja que se besaba en un beso eterno, distante unas diez butacas a nuestra izquierda. Casi inmediatamente que nos sentamos, la luz se apagó y se inició la proyección de la película. La trama de la cinta, impregnada de erotismo, trataba sobre los miembros de una familia en donde el común denominador era la lujuria y el desenfreno. La familia estaba integrada por tres hermanos: dos hombres y una mujer, todos entre 18 y 23 años, con unos padres también jóvenes. La madre, una mujer rubia con cara de tentación y con unos pechos descomunales, gustaba de pasear semidesnuda por su casa a la vista de los inquietos hermanos que no perdían detalle de la esplendidez de su cuerpo. Los padres con frecuencia hacían el amor sin preocuparse de que sus hijos pudieran verlos; de esa manera, en la película se observaban candentes escenas de diversas ocasiones en las que los padres hacían el amor en diferentes circunstancias y en diferentes posiciones: parados en la cocina, en la ducha, en la cama, en el automóvil, y en todas ellas, siendo observados por sus hijos. ¡Y vaya manera en que hacían el amor!, como unos verdaderos expertos.
Para estas alturas, la pareja que se encontraba a nuestro lado ya estaba sumida en el éxtasis sin recato alguno, acariciándose como si se encontraran aislados del resto del mundo. Yo te mantenía abrazada con mi brazo izquierdo, dando pequeños besos en tu boca y cuello que correspondías con gestos complacientes; los dedos de mi mano derecha acariciaban delicadamente la parte interna de tus muslos rozando ocasionalmente los labios de tu vagina, agradeciendo el momento en que se te había ocurrido quitarte los calzones. La humedad en tus labios vaginales se hacía cada vez más evidente conforme transcurría la película, lubricando aquel preciado botón que pedía a gritos ser acariciado y manipulado por mis dedos.
En la película, las escenas eran ahora más que candentes: mostraban a los dos hermanos que escondidos observaban a su hermana desnuda, tirada en la cama masturbándose y acariciándose furiosamente los senos. Ante tal visión, los hermanos sacaron sus miembros y se empezaron a masturbar también, hasta que en un momento dado, uno de ellos perdió el control y se dirigió a su hermana con su miembro al aire, la cual, al darse cuenta de sus intenciones, se acurrucó aterrorizada en la cama pidiendo a gritos a su hermano que no la violara. El hermano, sin hacer caso de sus súplicas, tiró de ella con fuerza y la obligó a abrir las piernas, introduciendo sin miramientos su miembro en la vagina. La muchacha, que lentamente había bajado el tono de sus súplicas hasta gemir de placer, le rogó una vez más que le introdujera el miembro por el ano, para evitar quedar embarazada.
El muchacho sacó entonces su miembro permitiendo que su hermana se diera vuelta acostándose boca abajo, y abriendo ella misma los cachetes de sus nalgas, incitó a su violador para que le introdujera lentamente su grueso miembro por el ano, lubricándolo previamente con los jugos de su vagina. Al sentirse ensartada, la muchacha gimió de gusto y de placer, iniciando un movimiento oscilatorio con sus nalgas que hacía ver estrellas a su violador. El segundo hermano, que había permanecido masturbándose en la oscuridad, salió de su escondite y aproximándose a su hermano por detrás, le ensartó su miembro en el culo para formar un trío insólito.
Era ésta una escena impregnada de lujuria viva que hizo que tú bajaras la cremallera de mis pantalones para sacar mi miembro al aire, erecto como una barra de acero, acariciándolo alternativamente hacia arriba y hacia abajo a un ritmo desesperante. Entretanto, mi mano había subido tu vestido por arriba de la cintura, introduciendo los dedos en tu vagina y en tu ano, arrancándote gemidos de un placer intensísimo. Al sentir la proximidad de tu orgasmo, me hinqué en el suelo y con mi lengua empecé a lamer furiosamente tu clítoris, provocándote un orgasmo tan intenso que inundó mis labios con tus jugos. Tus manos presionaban mi cabeza contra tu vagina, en un intento de que los estertores de placer se prolongaran indefinidamente. Poco a poco tus temblores cesaron y tus ojos exploraban inquietos los alrededores para verificar si alguien se había dado cuenta de nuestros arrebatos. Sonreíste al cerciorarte de que no solo nadie se había dado cuenta, sino que la pareja sentada a nuestro lado, también estaba en lo suyo: el hombre se había bajado los pantalones y había abierto las piernas permitiendo que su pareja, con el vestido hasta la cintura y con los pechos al aire, se sentara entre ellas dando la espalda a su acompañante, quien tenía clavado el miembro en su vagina en tanto que masajeaba con deleite sus enormes pechos colgantes. Ambos se movían frenéticamente lanzando grititos de placer.
Al ver aquello, te apoderaste nuevamente de mi miembro empapado ya de líquido preseminal y lo introdujiste completamente en tu boca, dando exquisitos masajes circulares en su roja cabeza con tu lengua. Ahora era yo quien presionaba tu cabeza contra mi sexo, tratando de introducir en tu boca la totalidad de mi miembro. Con una velocidad pasmosa y sin poder advertirte sobre la proximidad de mi orgasmo, mi miembro explotó con abundancia inusual en el interior de tu boca haciendo que el néctar escurriera por las comisuras de tus labios; en un acto de amor, tragaste mis jugos y continuaste sobando mi miembro con tus labios hasta que mis temblores cesaron por completo, dejándome totalmente exhausto, pero feliz.
A toda prisa, nos arreglamos la ropa y salimos del cine sin que hubiera terminado la película, destornillándonos de la risa por la experiencia vivida, felices de haber realizado una más de nuestras travesuras inverosímiles. Y es que contigo mi amor, todo es bello y delicioso. Nunca con nadie gocé tanto la vida como contigo.
Cuando subimos al vehículo ya estaba entrada la noche, pero aún no desaparecía la sonrisa pícara de tus labios, lo cual quería decir que todavía nuevas experiencias nos aguardaban. Y estaba en lo cierto; nuestra vivencia en el cine te había inquietado tanto que querías más sexo, pero me dabas la impresión de que no sabías como hacérmelo saber, posiblemente porque me habías dejado en un estado lamentable. Sin embargo, no tardaste en descubrir un nuevo artificio entre los miles que posees para hacerme adentrar en ese mundo exquisito de tu erotismo. Apenas arranqué la camioneta, te situaste en el asiento medio de la minivan que todavía se encontraba libre de macetas de flores. Con el pretexto del calor, alzaste tu vestido hasta la mitad de tus piernas, dejando al descubierto la blancura de tu piel que tanto me excitaba. Semirecostada en el asiento, con toda la malicia y perversidad del mundo comenzaste a frotar una contra otra la parte interna de tus muslos, cerrando los ojos por el placer que esto te causaba. A sabiendas que yo te observaba por el espejo retrovisor, poco a poco dejaste al descubierto los labios de tu vagina e iniciaste una suave masturbación en tu clítoris, dejándome con la boca abierta. Contra toda naturaleza y casi con dolor, mi maltrecho miembro volvió a endurecerse una vez más inquieto por la lascivia que de ti emanaba. Cuando salimos de la ciudad, ya te habías entregado sin freno alguno a la lujuria de tu cuerpo, retorciéndote voluptuosamente ante un mar de sensaciones.
En la oscuridad del fraccionamiento, alcancé a descubrir un pequeño espacio solitario oculto por las sombras. Estacioné atropelladamente la camioneta y aprovechando los cristales obscuros de la parte trasera de la minivan, me situé a tu lado y después de despojarme de mis ropas y de casi arrancarte el vestido, apoyé tus piernas sobre mis hombros y te introduje nuevamente mi adolorido miembro en tu vagina. Tú me dejabas hacer sonriente, y con la malicia dibujada en tu hermoso rostro, me hiciste la petición más hermosa de cuantas me han hecho en la vida : Métemela por detrás, me dijiste, métemela por el culo y vente dentro de mí; quiero sentir tu semen dentro de mis entrañas; quiero sentirte dentro de mí.
Estas palabras, que eran las que más anhelaba en la vida, me hicieron olvidar todo dolor en mi maltrecho miembro. Por fin iba a realizar un sueño largamente acariciado. Casi sin creer lo que había escuchado y sin pronunciar palabra, saqué mi miembro de su preciosa funda y procedí a voltearte boca abajo sobre el asiento. Amorosamente, con tus manos abriste tus nalgas como una invitación para apoderarme de tu precioso tesoro; tomé mi miembro entre mis manos y delicadamente lo froté contra los líquidos que impregnaban tu vagina. Tomé de mi boca un poco de saliva y la deposité en la entrada misma de tu orificio; después, colocando mi lubricado miembro en tu culo, inicié con toda la delicadeza que me era posible su introducción en tu ano. A medida que éste se abría paso, tu esfínter lo aprisionaba furiosamente tratando de impedir su entrada; tú clavabas las uñas en el asiento sin emitir queja alguna. Después de algunos instantes en los que se me escapaba el alma, logré introducir la cabeza de mi miembro en tu culo, esperando unos instantes a que tu esfínter se dilatara e hiciera menos dolorosa la introducción. Poco a poco, iniciaste un suave contoneo con tus nalgas para facilitar la entrada, hasta que por fin, lo metí hasta el tope.
Con todo cuidado, iniciamos los dos un movimiento de mete y saca, provocando esto en mí las sensaciones más extraordinarias que haya experimentado en mi vida. Ahora estabas más relajada y empezaste a compartir conmigo las delicias de nuestra entrega. Mis manos se apoderaron de tus pechos y tus dedos se posesionaron de tu clítoris. Al poco rato, la angustia de un placer inimaginable se apoderaba de nosotros; ¡voy a correrme, ya no puedo aguantar más!, me gritabas. Dame tu verga, la necesito; no me la saques. Por favor, dame tu leche...
De pronto, tu cuerpo hizo explosión: Diosssssssss, dame másssssss. Métemela hasta el fondo y no la saquesssss, aahhhhhhhhhhh.
Casi simultáneamente, mi verga explotaba también en el interior de tu culo. Tenlo, mi amor, ten mi semen vida mía. sssssí., era lo único que acertaba a decir.
Te juro que nunca, en ningún momento, he dado tantas gracias a la vida por estar vivo en un momento como éste, por tenerte a ti, por haber sentido lo que tú me has hecho sentir. Sin duda alguna, eres lo que más quiero en la vida.
Mareado y con las fuerzas al límite, me arrastré reptando entre los asientos del vehículo hasta sentarme desnudo como estaba al volante y enfilé la camioneta hacia nuestro refugio, que se encontraba a dos o tres minutos de aquél lugar. Cuando llegamos, oprimí el control remoto para abrir la puerta del garaje y nos adentramos a nuestra casa. Olaf nos esperaba feliz, moviendo la cola y ladrando de gusto. Tú permanecías acostada en el asiento totalmente desnuda, agotada también por nuestros forcejeos, en la misma posición que tenías cuando te encontrabas ensartada por mi miembro. Con suavidad y con muchos besos, logré levantarte del asiento para encaminarnos, desnudos y abrazados, hacia el interior de la casa.
Olaf nos contemplaba azorado, como si no comprendiera el porqué de nuestro estado lamentable. Tú tomaste entre tus manos su cabeza y plantaste un suave beso en su frente. El perro te miraba agradecido, como dándote a entender que eras la persona a la que más quería en el mundo.
Abrazados, en silencio nos encaminamos hacia el interior de la casa; soltaste una sonora carcajada cuando te comenté que a consecuencia de nuestros recientes forcejeos, en adelante, cuando te sentaras, lo ibas a hacer como San Horacio: con una nalga adentro y la otra en el espacio. Ya en la ducha; con ternura enjaboné tu cuerpo exquisito besando delicadamente cada uno tus pezones que aún mostraban la dureza de una tremenda excitación. Tú enjabonabas también mi cuerpo acariciando y besando ocasionalmente la cabeza de mi pene. Felices y satisfechos, siempre con una sonrisa imborrable, salimos de la ducha y secamos nuestros cuerpos; nos acostamos en la cama, desnudos, abrazados, con el alma desbordante de deseo.
Como siempre, te volteaste y colocaste tus nalgas contra mi vientre, con mi miembro entre ellas. Mi mano se adueño de uno de tus pechos y nos quedamos en silencio, gozándonos el uno al otro.
Las flores se van a cocer dentro de la camioneta, me susurraste entre sueños... y te quedaste profundamente dormida.