Fin de semana en Cuernavaca (4)

De nuevo el placer, la pasión, el deseo... en cualquier momento, en cualquier sitio...

Tu contacto me despertó. Al abrir los ojos me encontré de frente con tu rostro, hermoso, sereno; tus ojos aún cerrados sugerían la ternura de una recién nacida;.... ¡qué hermosa te veías! ....... La piel de tus hombros cubiertos únicamente con la sábana, se encontraba todavía húmeda por el calor del ambiente y el olor que tu cuerpo emanaba era una mezcla de perfumes que las más hermosas flores envidiarían. ¡Cuánto te amaba!, pensaba yo, ¡cuánta dicha de tenerte a mi lado, de saberte únicamente mía!

Al fin tus enormes ojos se abrieron, lentamente, plácidamente, como una flor que despliega sus pétalos. Al verme, tus labios se abrieron también con una sonrisa, mostrando las hileras de unos dientes blanquísimos. Sólo acerté decirte....... hola, mi amor, ¿cómo amaneciste? Por respuesta, plantaste únicamente un breve y húmedo beso en mi boca, permitiéndome saborear por un instante la frescura de tu lengua, de tu aliento impecable.

Con la gracia de una gatita mimada que despierta de un placentero sueño, estiraste tu cuerpo haciendo que tus blancos pechos se irguieran plenos, orgullosos; la blancura de tu piel emergía de las sábanas como la espuma en las olas. Desnudo, tu cuerpo blanquísimo salió de la cama. Jalándome de una mano me condujiste tras de ti hasta la ducha. Al abrir la llave, el contacto con el agua fría terminó de despertarnos y entre carcajadas, tú me besabas en los labios y yo te abrazaba fuertemente para evitar que resbalaras. Al abrazarte, la calidez de tu cuerpo amortiguó un poco el impacto del agua fría, y poco a poco, a medida que se entibiaba, nos hacía sentir más cómodos. Mis manos empezaron a enjabonar tu cuerpo, delicadamente, deleitándose en cada lugar que recorrían. Al enjabonar tus pechos, la ciruela que los corona se endureció con el contacto; yo los besaba con infinita ternura, saboreando tus pezones como un niño saborea un dulce de frambuesa.

Mis manos también enjabonaban tu espalda, recorriéndola alternativamente desde tu cuello hasta tus nalgas respingadas, arrancándote gemiditos de placer cuando se introducían entre ellas. Entretanto, tus manos inquietas envolvían mi miembro ya duro por la excitación; lo enjabonaban, lo sobaban descubriendo su roja cabeza brillante; ¡Cómo gozamos esos momentos! ..... Pero después, malvada, entre risas saliste corriendo dejándome con los brazos abiertos, ardiendo de pasión. Yo traté de alcanzarte pero tú ya habías salido del baño con tu cuerpo envuelto en una toalla; al alcanzarte, caímos los dos nuevamente en la cama y arrancándote de un tirón la toalla, empecé a besar tu cuerpo, tus pechos, tus muslos. Tú me dejabas hacerlo entre risas, tomabas mi cara entre tus manos y de vez en cuando estampabas cálidos besos en mi boca, introduciendo tu lengua y acariciando con ella mi paladar con increíble sensualidad.

Ya más calmados, recosté mi cabeza en tus pechos, que olían a limpio. Los sobaba, me extasiaba con ellos por su tamaño. Eran enormes, turgentes, duros, apenas podía abarcarlos con las palmas de mi mano. Su blancura, fascinante, se adivinaba desde aquella vez que los vi por primera vez… Desde aquel instante supe que ellos serían mi perdición,.......mi tesoro más preciado.

Para complacerme, te levantaste de la cama y te enfundaste, sin tanga, aquella minifalda tableada que compraste hace tiempo. Sabías que con ella podías lograr de mí lo que quisieras. Tus pechos al aire se bamboleaban invitadores con cada movimiento de tu cuerpo y tu trasero, increíblemente hermoso, dejaba entreverse fugazmente cuando levantabas el vuelo de tu falda....

Con esa vestimenta bajaste a la cocina a preparar el desayuno, en tanto que yo, con los ojos aún desorbitados por la visión, me ponía de mala gana un traje de baño. Al bajar, te encontré preparando al compás de la música de Joäo Gilberto, el disco que habías puesto la noche anterior, dos platos de frutas y un café negro que olía exquisito; amorosamente acaricié una vez más tus pechos abrazándote por detrás, dando unos leves besos en tu cuello. Olaf te observaba silencioso, preguntándose porque habías tardado tanto en darle su comida. Pero meneaba la cola, contento con tu presencia que seguramente disfrutaba tanto como yo.

Entre comidas, comentamos algunos arreglos que debíamos hacer en nuestro jardín, para hacer lugar a las violetas imperiales que compramos en el mercado de flores de Cuernavaca. Conforme el tiempo pasaba, la piel de tus pechos se iba humedeciendo nuevamente por el calor, lo que les daba una apariencia aún más delicada. Estiré la mano por sobre la barra de la cocina para tocártelos, y tú, al verlo, te acercaste hacia mí para facilitar mi caricia.

Al terminar de comer, entre los dos levantamos los utensilios para lavarlos; Joäo Gilberto cantaba ahora La Chica de Ipanema. Después, nos dirigimos al baño para asearnos; tú en el del piso de arriba y yo en el de abajo, contentos, felices.

Cuando salí del baño, te encontré frente a mí, esperándome totalmente desnuda, sonriendo maliciosamente. Al tratar de alcanzarte, rápidamente te diste la vuelta y corriendo te dirigiste a la alberca; sin pararte siquiera, únicamente oprimiste con tus dedos las fosas de tu nariz y te zambulliste en el agua. Sin pensarlo, hice lo mismo después de quitarme el traje de baño. Jugueteamos como dos chiquillos por un largo rato, zambulléndonos, tocándonos; me gustaba sostener tu cuerpo sobre la superficie del agua, apoyando en mis manos tu cuello y tus nalgas. Yo no dejaba de observarte, de admirar la blancura y la perfección de tu cuerpo. Me fascinaba tener contacto con él, me extasiaba su cercanía, su aroma..............

Una vez más escapaste de mis manos; coqueta y provocativamente saliste de la alberca contoneando exageradamente tus hermosas y tersas nalgas, volteando hacia mí repetidas veces como haciéndome una invitación para ingresar al paraíso.

Con la cara llena de malicia, te tendiste sobre una toalla boca abajo en el césped, pidiéndome con un tono provocador que te diera masaje en la espalda. Entusiasmado, coloqué un poco de aceite aromatizado sobre las palmas de mis manos y empecé a acariciar tu espalda, apenas tocándote. Tu cara sonreía con un gesto de placer profundo; tus ojos, expresivos, me miraban entreabiertos, sensuales.

Pronto, un deseo irrefrenable volvió a apoderarse de mí. Casi inconscientemente, mi lengua se posó sobre tu espalda lamiendo tu espina dorsal, desde el cóccix hasta el cuello; mis manos recorrían tus omóplatos y el inicio de tus abultados pechos. Tú empezaste a agitarte, a temblar de deseo. Mis manos acariciaban tu espalda ahora con más fuerza. Cambiando mi posición y casi sentándome a horcajadas sobre tus muslos, mis manos empezaron a sobar tus glúteos, dejando ocasionalmente al descubierto con mis movimientos, el anillo rosado de tu ano.

Consciente del placer que me causabas, abriste tus muslos al máximo, hasta dejar al descubierto la exquisitez de tu orificio. A mí se me salían los ojos de sus cuencas con lo que estaba viendo. Con un deseo irrefrenable, mi boca abría el surco maravilloso de entre tus nalgas, lamiendo incesantemente con mi lengua el orificio de tu ano. Cuando logré introducir parte de mi lengua en él, tu cuerpo se retorció intensamente, gimiendo constantemente en una agonía de placer. Más,....... me decías,.......... métemelo ya, por favor,.........

Pero ahora era a mí a quien le tocaba hacerte sufrir. Con el aceite para masajes impregné levemente aquellas bolitas de látex que compraste en una Sex Shop, y con toda la paciencia del mundo, comencé a introducirlas, una por una, en el estrecho orificio de tu ano. Tus gemidos eran ahora más fuertes. Cuando terminé de introducirlas, rápidamente te levantaste y te apoyaste sobre tus rodillas y manos, levantando tus nalgas hacia mí como invitándome a introducir mi miembro entre ellas.

Tomando una decisión que todavía me asombra, en lugar de introducir mi miembro en ti opté por colocar mi cara bajo tu vientre, para atrapar con mis labios el dulce botón de tu clítoris. Ahí, a la vista tenía, hinchados por la excitación, los enormes globos de tus pechos colgantes, que con tus movimientos hacías bambolear de un lado hacia otro; ¡cómo me excitaba ver aquello!

Fue entonces que cuando sentí tu cuerpo arquearse por la proximidad de un orgasmo intensísimo, ataqué furiosamente tu clítoris y comencé a sacar, una por una, con extraordinaria lentitud, las bolitas de látex de tu ano. Tus gemidos entonces se transformaron en gritos; tus uñas se clavaron con desesperación en el césped y tu cuerpo empezó a convulsionarse, a temblar violentamente mientras mi boca se impregnaba con tus jugos. No acertaba, en esos momentos, a decidir qué parte de tu cuerpo acariciar. Lo mismo apretaba tus pechos, o introducía mi lengua en tu vagina, o aprisionaba entre mis labios tu clítoris. Cuando terminé de sacar las bolitas, todo era confusión; por unos instantes que parecieron eternos perdiste el control sobre tu cuerpo, hasta desplomarte, exhausta, sobre el césped, aprisionando mi cara con la parte interna de tus muslos. Te quedaste quieta, inmóvil. Tus ojos cerrados indicaban haber experimentado un placer intensísimo. Tu cuerpo estaba cubierto de sudor, completamente laxo. Entretanto yo, a duras penas, intentaba calmar mi endurecido miembro.