Fin de semana en BCN

Un viaje de trabajo a Barcelona acaba convirtiéndose en la excusa perfecta para conocer mejor a un compañero de trabajo.

Fin de semana en BCN

Llevaba más o menos seis meses trabajando en aquella empresa. Creo recordar que entré a finales de junio o comienzos de julio, por una de esas raras carambolas del destino. La verdad es que no contaba con que me contratasen, porque el proceso de selección había sido largo y competitivo, pero contra todo pronóstico, les pareció que mi perfil era el que mejor encajaba, así que entré con un contrato de prueba de tres meses, prorrogable a otros tres y que, al cabo de medio año, pasaría a ser indefinido. El sueldo no era como para comprarse una mansión en La Moraleja, pero tampoco estaba mal del todo; trabajaba en el centro, con lo cual podía ir y volver andando desde casa a la oficina, sin necesidad de coger el coche, y el ambiente de trabajo era bastante bueno. Gente joven y desenfadada con la que, algún viernes, me iba a comer o a tomar unas cañas después de la jornada intensiva. La verdad es que estaba razonablemente bien. Tampoco quería hacerme demasiadas ilusiones, porque en mi mente parpadeaba la idea de que me hicieran la trece catorce y no me ofreciesen el indefinido, sino que me despidiesen y contratasen a otro temporal, motivo por el cual tampoco intimé demasiado con mis compañeros. Aun así, tampoco me preocupaba excesivamente. Si me despedían en Navidad, aprovecharía el finiquito para pegarme un buen viaje, irme a Tailandia, a Vietnam o a Camboya, que llevaba ya bastante tiempo con ganas de hacerlo. Pasase lo que pasase, aquellas Navidades iban a ser buenas.

Unos días antes del puente de diciembre, Mónica, mi jefa, me llamó a su despacho para comentarme algo. Supuse que iba a hablarme de mi renovación o despido, ya que era lo más inmediato en aquel momento, puesto que en diciembre, entre las fiestas, las Navidades y demás, tampoco había picos de trabajo. Mis intuiciones no se confirmaron, ya que me habló de algo que nada tenía que ver con mi contrato:

  • A ver, Nico, quería pedirte una cosa. Si me dices que no, lo entenderé, porque no es tu responsabilidad, pero si aceptas, me harás un increíble favor y te estaré agradecida de por vida – dijo esto con el tono conciliador con el que siempre abordaba los temas en los que yo salía perjudicado y ella airosa.

Mónica, mi responsable, era directora de cuentas de la empresa y se encargaba un poco del trato con los clientes, de las negociaciones con los proveedores y de asuntos de marketing.  A mí me vendió la moto en la entrevista de que yo iba a encargarme de asuntos de marketing y publicidad dentro de la empresa  pero, como solía pasar en estos casos, acabé haciendo de administrativo, asistente de ella y esclavo para todo tipo de funciones, incluso las que poco o nada tenían que ver con mi formación. Sabía por los comentarios de mis compañeros que Mónica ganaba como el doble que yo, aunque era la reina del escaqueo y tenía una capacidad casi infinita para delegar o derivar trabajos que no le interesaban o para los que directamente no estaba capacitada, sobre mí. Me acostumbré a esa relación de poder y entendí que sus años en la empresa le otorgaban una posición de superioridad, así que tampoco me planteé mucho más. Aceptaba sin rechistar sus proposiciones, unas veces con mejor cara y otras veces sin más remedio. Imaginé que ese día iba a enmarronarme en uno de sus embrollos:

  • Mira, Nico, te cuento. El próximo finde tenemos la reunión con los delegados comerciales de las zonas Norte y Este. Se trata de presentarles el plan de negocio del próximo año y la cuenta de resultados de este ejercicio. El viernes habrá una reunión por la mañana y una comida informal, para hablar de estos asuntos. La historia es que la empresa está cerrando el grifo para asuntos que considera superfluos, así que este año, en lugar de venir a Madrid los comerciales, vamos a ir Roberto y yo a Barcelona, que parece que sale más barato.

Roberto era el director comercial de la empresa, un tipo al que había tratado bastante poco, porque se pasaba la vida viajando de un lado a otro. De hecho, siempre que lo había visto, había sido tirando de un pequeño trolley, entrando y saliendo de las oficinas a toda prisa. Mis compañeros hablaban bastante bien de él, decían que era un tiburón para los negocios, capaz de vender un lote de aspiradoras en el desierto, pero también comentaban que, fuera de la oficina, era un ‘viva la virgen’, al que le gustaba más una fiesta, que a un tonto un lápiz. Yo llevaba allí poco más de cinco meses, así que tampoco había tenido tiempo de hacerme una idea sobre él, aunque siempre había sido cordial y simpático en su trato hacia mí.

  • El caso, Nico, es que yo tengo programado un viaje de esquí para el puente de diciembre. Me voy a los Alpes con unos amigos y, como comprenderás, no es plan de cancelar el billete y el hotel, porque me va a suponer una pasta.

¡Qué cabrona! Me hablaba de lo que le iba a costar cancelar un billete, con la pasta que se embolsaba por fingir que trabajaba. Seguí escuchándola:

  • No te lo pediría si no fuera causa de fuerza mayor pero, ¿te importaría ir a ti a Barcelona y representarme en la reunión con los comerciales? Insisto; me salvarías la vida – me lanzó una sonrisa de encantadora de serpientes, a sabiendas de que aquello era una simple y llana pregunta retórica.

Por un instante, estuve tentado de decirle que no, que en el puente de diciembre también tenía un viaje (mentira; mi idea era quedarme en Madrid a hacer las compras propias de esa época), pero pensé en mi renovación. Si decía que no, seguramente le daría la excusa para que me despidiera y, aunque por un lado desease hacer el viaje al Sudeste Asiático, estaba cómodo en ese trabajo y habría sido un golpe para mi orgullo que me pusieran de patitas en la calle, sobre todo en ese momento, que estaba tan cerca de firmar el contrato indefinido. Al fin y al cabo, se trataba de ir un día a Barcelona, aguantar a los pesados de los comerciales,  tener una reunión, una comida y volverme a Madrid. Pensé también que hacía por lo menos cuatro años que no subía a la Ciudad Condal. Podría pillarme el sábado y el domingo y estar allí todo el fin de semana, disfrutando de la ciudad que, al ser puente, estaría llena de gente. Así que respondí, no muy entusiasmado:

  • Bueno, Mónica, puedo ir yo en tu lugar, pero tendrás que pasarme los informes con las cuentas de resultados y los objetivos del año.

Desde luego, no estaba dispuesto a que esa caradura se pensase que yo iba a encargarme de hacer su trabajo. Bastante hacía con salvarle el culo una vez más, mientras ella se lo pasaba de vicio en St. Moritz con sus amigos pijos. Sorprendentemente, ella aceptó de muy buen grado y, después de salir a fumar un cigarro a la calle, regresamos los dos de buen humor y continuamos con el trabajo. Un par de días después, el jefe de recursos humanos me pasó la copia de mi contrato indefinido, que incluía una serie de cláusulas nuevas y bastante beneficiosas para mí: una ligera subida de sueldo, el seguro médico particular, algún día extra de vacaciones y asuntos propios, y alguna cosilla más.  Por un lado, tuve una sensación de pérdida de libertad, porque ya me veía tirado al sol en las playas de Tailandia pero, por otro lado, me sentí satisfecho, porque aquel contrato era el reconocimiento a mi trabajo de los últimos cinco meses y pico.  Los días pasaron rápidamente con la rutina laboral propia de diciembre y un par de días antes del puente, Gemma, la secretaria de dirección, se acercó a mi mesa con un sobre que contenía los billetes del AVE y el bonhotel. Le había pedido que hiciera la reserva para tres días, a fin de quedarme allí todo el finde. La empresa me pagaría la primera noche y yo asumiría de mi bolsillo el resto de los días. También me comentó algo sobre los gastos que fueran aplicables a la empresa. Debía conservar tickets de taxis, restaurantes y demás, siempre y cuando tuvieran que correr por cargo de la compañía.

  • Ah, una cosa más – puntualizó. Roberto llegará el jueves por la noche desde Ámsterdam. Le he reservado habitación junto a la tuya, para que podáis reuniros y preparar los asuntos a debatir el viernes, ¿ok? – me sonrió de forma meliflua y se fue hacia su mesa.

No conocía mucho a Roberto y la perspectiva de preparar con él la reunión del viernes no me ilusionaba demasiado pero, al fin y al cabo, yo era un mero transmisor de informes. Tenía que llevar los papelotes que había redactado Mónica y presentarlos delante de aquel grupo de personas, así que tampoco iba a ser nada del otro mundo.

El jueves salí pronto de la oficina y me dirigí a la estación, para coger el AVE de las tres. La sensación de vacaciones, de puente, de fin de semana largo me impulsaba a caminar con una amplia sonrisa, mientras tiraba de mi trolley, en el que tampoco había metido demasiadas cosas, ya que era un viaje relámpago. El trayecto fue cómodo y agradable, porque Gemma había sacado billetes en business (¡cómo vivían los jefazos!) y a media tarde llegué a Sants. Decidí ir andando hasta el hotel, que estaba en la Carrer de Tarragona, a medio camino entre la estación y la Plaza de España. Según entré en mi habitación, disfruté de su amplitud y me di una ducha rápida. Después, empecé a hojear la guía de rutas inéditas por el barri gòtic que me había comprado en Madrid, para ir preparando las excursiones que haría por la Ciudad Condal el sábado y el domingo. Por la tarde, salí a dar un paseo y caminé por las inmediaciones de la Plaza de España, el Paralelo y Colón, y regresé pronto al hotel para leer las notas de la reunión del día siguiente, aunque las tenía frescas, porque había ido todo el viaje releyendo los informes. A eso de las nueve de la noche, cuando ya estaba en pijama, a punto de tirarme en la cama a ver un rato la tele, sonó la puerta de mi habitación. Alguien estaba llamando. Supuse que se trataría de Roberto.

  • Hola, Nicolás – evidentemente, Roberto no tenía todavía confianza para decirme Nico, que es como me llamaban todos mis amigos y compañeros. Al menos, los más próximos. Perdona que te moleste, pero hay un problema con mi reserva. Gemma me dijo que tenía la 1024, pero en recepción me dicen que está ocupada y que están completos, por el puente.

Yo estaba alojado en la 1023, así que cuadraba perfectamente con el plan que la secretaria había esbozado unos días antes en Madrid; por tanto, me quedé un poco sorprendido.

  • Pasa, Roberto, no te quedes ahí. Vamos a llamar a recepción, a ver si solucionamos esto – le dije, abriendo la puerta de par en par e invitándole a entrar con la mano.

  • Gracias, tío – respondió con aire cansado y circunspecto, pero amable y cordial.

Durante los siguientes minutos, estuve hablando con la recepcionista y con dos o tres personas más del staff del hotel, tratando de entender qué es lo que había pasado. Al parecer, había habido un problema con las órdenes de reserva y la única habitación que se había reservado finalmente era la mía, con lo cual Roberto se había quedado colgado, sin alojamiento en Barcelona.

  • Hombre, lo único que se me ocurre es que durmamos los dos aquí. Al fin y al cabo, la cama es enorme  y hay espacio de sobra para ambos. Vamos, si quieres – titubeé, mientras él miraba con indiferencia la habitación. Total, la reunión es mañana en este mismo hotel (creo que Gemma reservó la Sala Roma), así que tampoco nos vamos a mover de aquí…

  • Te lo agradezco un montón, tío. Vengo de Ámsterdam cansadísimo y lo último que me apetece ahora mismo es patearme Barcelona en busca de un hotel decente. Si a ti no te importa, a mí tampoco.

Bueno; lo de que a mí no me importaba era relativo. Estaba genial yo solo en aquella enorme habitación, en la que podía hacer lo que me diese la real gana. La presencia de Roberto ya me cohibiría un poco y tendría que estar menos cómodo. Con todo, esbocé una sonrisa y pensé que sería sólo cuestión de unas horas, ya que él se iría el viernes después de comer y yo tendría todo el finde por delante para disfrutar de la suite, de la enorme bañera y de la gigantesca cama para mí solo.

  • Si quieres, podemos separar las camas – insinué, ya que la gigantesca cama, en realidad eran dos de metro veinticinco, que formaban una de dos cincuenta.

  • No; da igual, tío. Me es indiferente.

  • Pues… No sé, acomódate; pon tus cosas en el armario. Espera, que te hago hueco – dije, al tiempo que abría de par en par las puertas del enorme ropero, en el que sólo había colgado un traje en funda que me había llevado para la reunión del viernes.

  • No; no te preocupes. Nunca deshago la maleta. Economizo tiempo – Me acordé de George Clooney y de esa película en la que él viaja constantemente.

Evidentemente, aquel tipo pertenecía a ese gremio de profesionales del viaje, que se las saben todas para ahorrar tiempo en sus desplazamientos.

  • Me voy a pegar una ducha, eso sí, si no te importa, que vengo roto de Ámsterdam. Ese puñetero aeropuerto y esas estúpidas medidas de seguridad de los holandeses acaban con mi paciencia.

  • ¡Claro! He dejado desodorante y champú, por si quieres usarlos – acerté a insinuar, ya que los botes estaban fuera de mi maleta, después de la ducha que me había pegado por la tarde, nada más llegar.

  • ¡Genial, tío! Odio esos malditos botes de hotel, que no hay dios que abra…

  • Jejejeje – me reí, más por cumplir que porque me hubiera hecho gracia su comentario.

Durante los siguientes minutos, bajé el volumen de la tele y saqué de la maleta mi portátil, para fingir que trabajaba, aunque en realidad estaba mirando cosas personales: mail, redes sociales y tal… Escuché desde mi posición el grifo del baño y supuse que estaría disfrutando de una larga ducha de agua hervida, a juzgar por la cara de cansancio que traía al cruzar el umbral de la puerta.  Su ducha fue excesivamente larga. Calculo que debió durar algo así como veinte o treinta minutos; tanto, que estuve tentado de dar un golpe en la puerta y preguntar si todo estaba bien, aunque me contuve, ya que tampoco conocía sus hábitos y costumbres. Seguí en pijama, con las gafas puestas, tumbado en la cama y mirando intermitentemente el pc y la tele, donde no ponían nada interesante. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y una enorme nube de vapor  de agua precedió y salió tras Roberto, que llevaba una toalla de lavabo envuelta en su cintura. Aquella visión taladró mi retina. No me esperaba que ese tío aparentemente tan corriente, en el que apenas había reparado hasta ahora, tuviera un cuerpo tan atractivo. Supongo que los trajes ligeramente grandes que solía llevar, en lugar de potenciar sus formas, las disimulaban, porque aquel hombre tenía un físico bastante bueno, que desvelaba el ejercicio de algún tipo de deporte. Roberto no era muy alto, supongo que no pasaría del metro setenta y cinco, pero tenía una espalda anchísima y un pecho bastante desarrollado, que se estrechaba a la altura de la cintura, aunque no de forma muy exagerada. Diría que tenía una de esas constituciones semiatléticas, en las que algunas partes del cuerpo encajan a la perfección con los cánones establecidos, pero otras no. Su cintura no era estrecha y sus piernas no eran excesivamente musculosas, pero sus brazos eran tremendos, al igual que el tórax.  Roberto  era castaño claro, de ojos tirando a verdes y tenía una fina capa de vello que cubría algunas partes de su anatomía. Desde luego, la parte superior del pecho y sus piernas. En su abdomen, había una delicada fila de pelo que se hacía más ancha a la atura del ombligo y que se rompía abruptamente justo donde la toalla de lavabo dejaba de permitir la visión. Fingí prestar no demasiada atención y miré de refilón mientras él, mucho más animado que cuando llegara, empezó a hablar:

  • ¿Cenaste o qué? Porque yo estoy canino, tío – a la par que decía esto, rebuscaba de rodillas en su maleta y provocaba una apertura en el cierre de la toalla, que dejaba entrever la zona que se me había ocultado hasta entonces. Seguía sin querer mirar directamente, fingiendo estar concentrado en el ordenador.

  • Me tomé un sándwich en el centro, que estuve dando una vuelta por la tarde, así que no tengo mucha hambre pero, si quieres algo, pídelo al servicio de habitaciones, que creo que la cocina permanece abierta hasta las doce de la noche. – respondí, aparentando distracción.

  • ¡Genial, tío! Porque me comería una vaca, si me la plantasen aquí delante. Jajaja…

Pude ver de reojo que Roberto sacaba unos calzoncillos de su maleta, que estaba inusualmente vacía. Yo tenía costumbre de viajar con bastantes cosas, así que me sorprendió la parquedad de su equipaje.

  • Me pongo algo y veo qué es lo que hay en la carta –diciendo esto, cerró el trolley y se dirigió al baño, dejando la puerta abierta.

El vapor se había disipado, así que pude ver con claridad cómo se retiraba la toalla y se calzaba unos slips blancos de Calvin Klein. Entonces, empezó a peinarse con el minúsculo peine del hotel, con raya a un lado. Cuando salió del cuarto de baño, parecía un niño bueno, todo repeinado y sonriente. Si no fuera por esa turbadora anatomía y por el paquete que marcaba debajo de aquellos slips, no creo que mi rabo hubiese empezado a agitarse tan convulsamente.  Lo siguiente que deduje es que Roberto no se iba a poner nada más. Se iba a quedar en calzoncillos, porque se tiró en su parte de la cama, a un metro escaso de mí, cogió el teléfono y empezó a preguntar por los platos que estaban disponibles.

  • ¿Entrecot a la plancha? Vale; si le pueden poner ensalada y patatas, mejor. Y, de postre, una cheesecake. Suban también una botella de vino. ¿Tú quieres algo, tío? –dijo, mirándome fijamente a los ojos, con aquella mirada fija y penetrante.

  • Ehhhhhhhhhh… No gracias, estoy bien. A estas horas, ya no suelo tomar nada.

Como yo no estaba haciendo mucho caso a la tele, sino que fingía hacer cosas importantes con el portátil, él se hizo con el mando y empezó a hacer zapping por los cincuenta y tantos canales que se pillaban en aquel hotel. La verdad es que estaba empezando a ponerme nervioso, porque daba la impresión de ser uno de esos niños caprichosos a los que no les gusta nada.  En cierto modo, era normal, porque su trabajo era muy dinámico, siempre de un lado a otro, e imaginé que sería igual de inquieto en el resto de las actividades de su vida cotidiana. Finalmente, pareció encontrar algo que le distrajo, un programa de humor que yo no habría visto ni en la peor de mis pesadillas. Pero ahí estaba, medio incorporado en la cama, con las manos apoyadas sobre el cabecero y riendo con las chorradas de aquel programa de televisión. Según se reía, su abdomen se convulsionaba levemente y lo mismo le sucedía a aquel paquete, que podía observar de reojo,  ya que ambos estábamos en la misma posición. El paquete de Roberto era bastante fotogénico, bien proporcionado, con el tronco del rabo ligeramente ladeado y un par de huevos que se intuían bien puestos. Estaba absorto en estos pensamientos, cuando el camarero del servicio de habitaciones llamó a la puerta y Roberto salió disparado a abrirle.

  • Muchas gracias, tío – le dijo al camarero, aunque era posible que fuera mayor que él.

  • A usted, señor – respondió respetuoso aquel camarero.

Me sorprendió que Roberto fuera tan llano en el trato con todo el mundo. Me había llamado ‘tío’ a mí, también al camarero… Me lo imaginé tomando copas con los clientes y llamando ‘tío’ a todo el mundo. Me pareció divertido.  Roberto se sentó junto al escritorio con su bandeja y empezó a comer con buen apetito, mientras seguía mirando entretenido aquel programa de televisión.  Comía ávidamente y bebía el vino con buenos y sonoros tragos. La verdad es que todas esas visiones, lejos de relajarme, me estaban perturbando cada vez más. En menos de cinco minutos, devoró su filete, las patatas y la ensalada, y se trincó media botella de vino. Mientras cenaba, se volvió y me dijo:

  • Sírvete una copa, hombre, que no me gusta beber solo.

Aunque no me apetecía demasiado, cogí uno de los vasos de cristal del baño y lo acerqué, para que me sirviera un poco de vino y lo asomé a mis labios, degustando su sabor intenso y afrutado. Aquel hombre siguió disfrutando de su tarta de queso, mientras reía sonoramente con cada chiste del programa que estaba viendo. Lo que no me esperaba era que, cuando terminó de cenar, soltase un sonoro eructo, que resonó en toda la habitación.

  • Perdona, macho. Como no haga esto, no me quedo a gusto.

  • En algunas culturas, es norma de cortesía –acerté a puntualizar, aunque adivino que la cortesía no era lo que más le importaba a aquel hombre, sino su propia comodidad.

Roberto dejó la bandeja sobre el escritorio y, de un salto, volvió a tumbarse en la cama, apoyado en el cabecero. Yo seguí en mi posición con el vaso de vino en una mano y, cansado de aparentar que trabajaba, cerré el portátil y me puse a mirar la tele con él. Era un poco ridículo estar en pijama, mientras aquel machote estaba en calzoncillos, así que fingí tener calor y me quité la parte de arriba del pijama, con lo cual me quedé desnudo de cintura para arriba. No me planteaba ni de coña quitarme el pantalón, temeroso de no poder ocultar la erección que me estaba martirizando desde hacía algunos minutos, así que nos quedamos así, él en slips y yo en pantalón de pijama, los dos mirando la televisión. Al cabo de un rato, Roberto emitió un sonoro bostezo y empezó a entrecerrar los ojos. Aproveché esa coyuntura para admirar detenidamente su cuerpo, ya que lo tenía a menos de un metro de distancia. No es que fuese un tío excesivamente guapo, pero tenía un morbo increíble. Lo más llamativo era su mirada fija, penetrante, que parecía descubrir hasta el más profundo de tus pensamientos. La postura en la que se quedó frito me permitió admirar también sus sobacos, no excesivamente poblados, pero con un vello abundante y fino, de un color castaño que entonaba perfectamente con su color de piel. En menos de cinco minutos, Roberto empezó a roncar sonoramente. No podía creer que aquel tío cumpliera tan a rajatabla todos los estereotipos del macho ibérico, porque su aspecto físico no revelaba para nada ese rol, pero parecía ser que la apariencia poco tenía que ver con el fondo. Era ya relativamente tarde y el día había sido largo e intenso, así que decidí apagar la luz, bajar el volumen de la tele e ir al cuarto de baño a lavarme los dientes. El vino me había atontado un poco y quería echar un sorbo de agua antes de dormir, que lo último que deseaba era amanecer al día siguiente con dolor de cabeza.

Me dirigí al cuarto de baño y estuve diez minutos lavándome los dientes y haciéndome un enjuague. Me sorprendió lo desordenado que Roberto había dejado el baño. Allí estaba, colgado en una percha, el traje que se había quitado, pero la camisa, los calzoncillos y los calcetines que llevaba puestos estaban desperdigados por el suelo sin ningún orden. Escuchaba sus sonoros ronquidos y deduje que no habría problema en estar cinco minutos más en el baño, revisando aquellos tesoros que se cruzaban azarosamente en mi camino. Entorné la puerta, vi a aquel macho, tumbado y durmiendo plácidamente, y empecé a requisar las prendas que se había quitado dos o tres horas antes, en busca de algún olor que hiciera volar mi imaginación.

Empecé por los zapatos que, en honor a la verdad, olían a betún y a piel lucida, más que a otra cosa. Se ve que Roberto era de esos tipos que todavía usaban limpiabotas para lucir sus zapatos. Su camisa olía a un perfume penetrante, que me resultaba familiar, pero que no logré identificar. La sorpresa fue encontrar la ropa interior, los calcetines, la camiseta y los calzoncillos sucios, tirados junto al inodoro. Tomé las prendas una a una y las fui pasando por mi nariz. Los calcetines tenían una ligera fragancia a pie sudado, sobre todo en la zona de los dedos, que me resultó increíblemente morbosa. La camiseta tenía en la zona de las axilas unas manchas amarillentas, que hacían prever la combinación de restos de sudor con notas de desodorante. Esa combinación también me resultó muy interesante, pero lo mejor fueron los calzoncillos, blancos, exactos a los que se había puesto tras la ducha, pero con unas sombras ligeramente amarillentas a la altura de la huevera, señal de que acumulaban algún que otro resto de orina. Estaba disfrutando con estos pensamientos, cuando un detalle en el que no había reparado hasta ese momento captó mi atención de forma poderosa. Justo debajo de la taza del inodoro, había una mancha viscosa y grande. Me agaché un poco y vi que era blanquecina, así que deduje inmediatamente lo que había sucedido: Roberto se había hecho una paja justo antes de ducharse. Por eso había tardado tanto.  Me agaché y acerqué mi nariz a aquella mancha casi seca, que desprendía un olor bastante intenso, almizclado y picante. Mi rabo se disparó y estuve durante unos minutos en esa posición, como un perro oliendo la esencia de otro. Encontraba un morbo indescriptible en esa situación, oler la ropa usada y los restos de fluidos de un tío que roncaba al otro lado de la puerta. Bueno; lo de que roncaba fue una percepción mía, porque cuando quise darme cuenta, vi que la puerta del cuarto de baño se entreabría y aparecía Roberto, en calzoncillos, mirándome fijamente desde la altura:

  • ¿Qué haces, tío? – preguntó, con su mirada penetrante e inquisitoria, sin darme tiempo apenas a reaccionar.

  • Bueno… Estaba (Me cago en la puta; si no llevase puestas las gafas, podría haberle dicho que buscaba una lentilla, pero tenía puestas las puñeteras gafas)… Estaba recogiendo tu ropa, que la vi tirada por aquí y supuse que querrías llevarla a la lavandería. Iba a meterla en la bolsa, para que la recogieran mañana por la mañana.

  • Ah, ok, de puta madre, tío – dijo sonriendo. Perdona, soy un poco desastre y siempre dejo todo tirado por en medio. La verdad es que no se me dan muy bien estas cosas. Menos mal que siempre hay alguien que me lo recoge porque, si no, me dejaría todo olvidado por ahí.

Empecé a recoger cosas, dando coherencia a mi coartada, cuando él entró en el baño y, sin ningún preámbulo, levantó la tapa de la taza, se bajó los slips hasta la altura de los muslos y empezó a soltar una sonora meada que repicó intensamente contra el agua y las paredes del inodoro.

  • Joder, tío, es que como no eche una meada antes de dormir, no concilio el sueño. Y con todo el vino que he bebido…

Yo seguía recogiendo calcetines, zapatos y el resto de su ropa, pero miraba de reojo esa polla gorda que soltaba una meada potente y amarilla. Deseé estar más cerca, para poder olerla y disfrutarla en primera línea, pero entendí que habría sido demasiado exagerado, así que mantuve una distancia prudencial. Después de un minuto de micciones interrumpidas y de sacudir su polla dos o tres veces dejando caer las últimas gotas sobre el asiento de la taza, Roberto se fue bostezando, sin siquiera tirar de la cadena o limpiarse el rabo. Las últimas gotas acabarían en el calzoncillo limpio que se había puesto hacía un rato, ¡qué desperdicio!

En menos de un minuto, ese tío volvió a roncar como una locomotora (joder, debía ser narcoléptico) y yo no pude evitar aproximarme al inodoro y oler los restos de meo que habían salpicado el asiento.  ¡Dios! ¡Qué olor concentrado…! Mi polla se disparó por enésima vez aquella tarde y, fruto de un vicio que empezaba a apoderarse de mi voluntad, pasé mi lengua por encima del asiento, degustando aquel líquido amarillo y disfrutando de sus notas ácidas en mi paladar. Temeroso de que Roberto volviera a despertarse y de no poder conciliar el sueño si seguía con esas perversiones, recogí la bolsa con la ropa sucia, la dejé junto a la puerta, apagué la luz y me fui a dormir, cosa que me costó conseguir, ya que aquel macho roncaba como si fuera un rinoceronte.

Tardé bastante rato en dormirme. Yo creo que serían las dos de la madrugada más o menos cuando, agotado por el viaje y por el desenfrenado ritmo del día, conseguí conciliar el sueño, coincidiendo también con un momento en el que Roberto dejó de roncar con tanta intensidad. Aquella noche tuve sueños inconexos, en los que se entremezclaba Mónica, el camarero del hotel y, sobre todo, Roberto. Creo que era la primera vez que soñaba con él, pero no era para menos, porque lo vivido durante la tarde noche iba a variar mi percepción de aquel tipo de por vida. A eso de las ocho de la mañana, la alarma de su móvil empezó a pitar con un tono que imitaba la campana de los teléfonos antiguos. Yo, que me había dormido bastante tarde, entreabrí los ojos y tardé al menos un minuto en entender que estaba en una habitación de hotel, durmiendo con un tío de espaldas a mí. Tuve conciencia de que era viernes, estaba en Barcelona y tenía una reunión importante a partir de las diez de la mañana, lo cual me daba una hora de margen para remolonear en la cama y recuperar, al menos, una de las horas de sueño que había perdido en la madrugada. Roberto no parecía tener el mismo problema, porque se levantó al segundo tono, paró su móvil y se dirigió al cuarto de baño donde, con la puerta abierta de par en par, volvió a echar una sonora meada. Aquel sonido que despertaba mis instintos más primarios, pasó por una vez desapercibido para mi cerebro. Tal era el cansancio que acumulaba después de haber dormido tan poco y mal. Afortunadamente, el móvil ya no pitaba y yo podía dormir relajado unos minutos más. Sentí que Roberto abría su maleta y sacaba algo y, entre sueños, escuché que me decía que bajaba a correr un poco. Seguí durmiendo durante cuarenta y cinco minutos, más o menos, que me supieron mucho mejor que las cinco horas de sueño precedente y, cuando iban a dar las nueve, me desperté y decidí empezar el día para llegar puntual a mi reunión. Pasé al baño, me di una ducha de agua hervida y me vestí con el traje que había dejado colgado la tarde anterior en el ropero, de tal forma que antes de las nueve y media de la mañana, ya estaba perfectamente arreglado para empezar el día. Justo cuando estaba encendiendo el portátil para revisar los power point que me había pasado Mónica el día anterior, Roberto entró por la puerta, sudando tras los noventa minutos de carrera que se acababa de pegar.

  • Joder, tío. ¡Me encanta Barcelona para correr! ¡Esta ciudad es la caña! ¡ Las cuestas esas de Montjuic son impresionantes! No hay mejor forma de empezar el día…

Deduje que Roberto había madrugado para pegarse una carrera, aunque creía recordar que me había dicho algo entre sueños. Su aspecto volvió a perturbarme, a pesar de lo temprano que era. Aquel tío se había puesto unos pantalones de lycra, como de ciclista, que daban a sus piernas una fortaleza que realmente no tenían. Al menos, era la impresión que me había dado la noche anterior. También es cierto que, después de correr, los músculos de sus piernas se veían bastante tensos, con lo cual podía ser un efecto provocado por el deporte reciente. Encima de los pantalones de lycra, Roberto lucía una camiseta de esas transpirables y una sudadera con capucha. Supongo que a esas horas de la mañana, en pleno mes de diciembre, era más que necesaria, a pesar de que Barcelona amaneció con un sol radiante aquel día. Las zapatillas de deporte, unas NIKE de color azul marino, y los calcetines blancos tobilleros fueron lo que más llamó mi atención. La verdad es que contrastábamos un poco, yo impecablemente vestido de traje y él en atuendo deportivo, sudado al máximo y con unas zapas que, a buen seguro, apestaban a macho. Por un instante, una idea  cruzó mi mente como un relámpago: parecíamos los protagonistas de la típica película porno gay. Decidí librarme de aquellos pensamientos obscenos y centrarme en la jornada que empezaba en unos minutos y le indiqué que bajaba  a desayunar, que le esperaría directamente en la Sala Roma, donde los comerciales estarían ya esperando.

  • Ok, tío. Voy a pegarme una ducha, me cambio y bajo. Si me retraso, empezad sin mí, que me sé de memoria las presentaciones de Mónica, llenas de paja…

Sonreí maliciosamente y él pareció captarlo. Sin duda, aquel tiburón de los negocios era perfectamente consciente de la incompetencia de mi jefa. Debía haber padecido más de una mañana como esa, pero con ella, en lugar de conmigo. Roberto estaba empezando a caerme genial: era un tío llano, nada estirado, un poco ‘gañán’ incluso, pero al mismo tiempo, su mirada transmitía una seguridad y una inteligencia que incluso me atemorizaban un poco. Cogí mi portátil y salí de la habitación, al tiempo que él se quitaba la sudadera y la camiseta, y se dirigía a la ducha.

  • Deja la ropa sucia en la bolsa, que todavía no subieron los de la lavandería a recogerla – le dije antes de salir de la habitación.

Aquel comentario quizá era innecesario, pero me vino a la mente la situación que habíamos vivido la noche anterior y me pareció acertado. Bajé en ascensor al lobby del hotel y allí me encontré con los delegados de Cataluña, Valencia y Baleares, y la zona Norte, dos tías y un tío a los que conocía de haber hablado por teléfono un sinfín de veces, y que me tenían literalmente frito con sus perentorias peticiones y exigencias. La verdad es que en persona me resultaron más simpáticos que por teléfono. También es cierto que aquella reunión, a pesar de su halo de oficialidad, era una excusa para hacer la comida de Navidad y hablar un poco de la empresa pero, sobre tod,o comer y beber, confraternizando y conociéndonos mejor. Observé que ellos tenían la misma impresión, porque por primera vez desde que empezara a trabajar en aquella compañía, no me hablaron de lo importantes que eran sus cuentas, ni de lo olvidados que teníamos a sus clientes. Hablamos de temas livianos, Barcelona, el hotel, lo que habían tardado sus trenes o aviones (la delegada de Cataluña vivía allí, pero los otros dos habían venido desde Valencia y Santander, respectivamente, y tendrían que tomar medios de transporte para volver a sus casas, finalizada la comida)… Fue agradable. Nos servimos café y bollos en el hall del hotel, donde estaba servido el desayuno, y nos dirigimos a la sala que Gemma había reservado, donde había un proyector y un pantallón preparados. Conecté mi portátil y les dije que Roberto bajaría en unos minutos. Comenté vagamente lo de su problema con la habitación y, sin más dilación, empecé con mi presentación. En menos de una hora, ya había terminado de  exponer las diapositivas y los informes de Mónica. Justo cuando estaba a punto de terminar, entró Roberto por la puerta, perfectamente vestido, con el pelo engominado (su perenne raya a un lado) y con una cautivadora sonrisa. Conquistó a los delegados comerciales con su indudable charme personal e inició su presentación, más agresiva y mucho menos vacía de contenido que la mía. Una hora después, ya habíamos terminado, así que volvimos al lobby del hotel, donde pedimos unos vinos, pensando ya en la comida. Fue en ese punto donde nos olvidamos de las formalidades y dejamos de ser empleados, para ser compañeros de curro celebrando una comida de trabajo. Roberto empezó a contar chistes y anécdotas divertidas que le habían sucedido en sus múltiples viajes. En los aeropuertos le había pasado de todo, desde que le tomasen por un terrorista, hasta que le dejasen entrar in extremis en un vuelo cerrado, a punto de despegar. Por un instante, puedo decir que incluso envidié esa capacidad para atraer la atención de la gente, ese magnetismo natural que emanaba de aquel hombre, a priori, tan normal y corriente. Estuvimos así una hora o una hora y media, hasta que llegó la hora de comer y nos dirigimos al restaurante del hotel, donde Gemma había reservado para que el almuerzo fuera lo más cómodo y rápido posible, sin desplazamientos por la Ciudad Condal. Roberto volvió a comer con buen apetito y las botellas de vino empezaron a volar por arte de magia. Es cierto que éramos cinco personas, pero no exagero si digo que pude contabilizar, al menos, cinco,seis o siete botellas. Finalizada la comida, volvimos al lobby para tomar unas copas. A esas alturas, Roberto estaba ya con el nudo descompuesto, con el cuello de la camisa desabotonado y con la sonrisa permanente dibujada en su boca. Yo mantenía más mi compostura y las chicas no paraban de reír, al igual que el chaval de Santander. Pedimos unas copas y estuvimos allí hasta las cinco o la seis de la tarde. La delegada de Valencia se fue, porque su tren salía de Sants a las siete, y el delegado de la Zona Norte pidió un taxi para el aeropuerto, porque su avión también salía a las ocho. Finalmente, nos quedamos Roberto, la delegada de Cataluña y yo. La chica también se excusó. Quería irse a ver a su familia a un pueblo de Girona y temía encontrarse las salidas de Barcelona colapsadas por el tráfico, así que nos quedamos Rober (a esas alturas, ya había confianza) y yo.

  • Hey, Nico, ¿te hace una copa más en este sitio tan estirado o subimos a la habitación y asaltamos el minibar?

  • No sé, cómo veas –respondí, divertido, pensando que lo de asaltar el minibar sonaba a fiestecilla de adolescentes.

  • Pues venga, tío, vamos p’arriba.

Nos levantamos y tomamos el ascensor hasta la habitación, que estaba recogida e impoluta, pero con la bolsa de la ropa sucia apoyada junto a la puerta del baño, con un post-it del hotel que decía que, por motivos ajenos a la dirección, aquel día la sección de lavandería no estaba operativa.

  • Joder, tío… Me voy a  tener que volver a Madrid con la ropa sucia, jajajaja.

Las botellas de vino y las copas empezaban a hacer estragos en Rober, que estaba más que contentillo.

  • ¿Sabes qué te digo? Que me la sudaaaaaaaaaa… Jajaja…

Yo también estaba achispado, tras el vino y las copas, aunque había bebido muchísimo menos que él. El caso es que me puse cómodo, me descalcé, me quité la corbata y la chaqueta, y me senté encima de la cama.

  • ¿A ver qué hay por aquí? Dijo Rober abriendo la puerta de la neverita. Las mierdas de siempre, las botellitas estas para críos –según decía esto, sacó del minibar un montón de botellas con whisky, ron, ginebra  y unas latas de refresco, con la intención de mezclarlos.  Sé buen chico y busca un par de vasos, Nico, tío…

Cogí el vaso que había sobre el escritorio y el que había en el baño, y se los acerqué. Rompió con los dientes la bolsa de hielo que había en el congelador del minibar y echó unos cuantos hielos en cada vaso. Asimismo, abrió las botellas y escanció un chorro de alcohol en cada copa, con un toque de refresco.

  • Jodeeeeeer… Eres un tío de puta madre, macho. La estirada de Mónica nunca quiere hacer nada de esto cuando vamos de viaje juntos. Estoy hasta los huevos de ella. Es una rancia de cojones. Se piensa que es la única que curra aquí, como si no supiéramos todos que está todo el día tocándose el coño. Yo creo que se piensa que me la quiero cepillar o algo. Con lo estrecha que es, seguro que no le entra ni un dedo mequique…

  • Yo diría que no es tan estrecha, porque tiene un palo metido de escoba por el culo –dije, sin calibrar el alcance de mis palabras. Al fin y al cabo, aquel tipo estaba más próximo a  mi jefa que a mí en la jerarquía de la empresa. En todo caso, era él el que había empezado aquella conversación.

  • Jajajajajajajaja… ¡Qué cabrón! ¡Ahí has estado ingenioso! ¡Sí, señor! Brindemos, ¡¡¡por Mónica y su culo!!!

  • ¡¡¡Jajajajajaja!!! – Sabía que me estaba pasando de listillo, pero el alcohol me desinhibió totalmente y empecé a tratar a Rober como si fuera un amiguete de toda la vida.

  • Me voy a quitar esta puta mierda que me está asfixiando – dijo él, al tiempo que se retiraba la corbata del cuello y se empezaba a desabotonar la camisa. Y esto también – cogió la americana y la lanzó contra la pared. ¡Y esto! Ahora fueron los zapatos los que volaron. ¡Qué coño! En pelotas, que es como mejor se está.  En cuestión de segundos, se quedó en camiseta de tirantes y en slips, sentado en el suelo, junto a la neverita, y pegando sorbos de forma intermitente a su copa. Creo que tú también deberías quitarte ese puto uniforme –dijo señalando mi ropa.

  • Vale –respondí, sin más. ¡Fuera uniforme de trabajo!

Y acto seguido, empecé a desprenderme de mi ropa, la camisa, el pantalón, el cinturón, quedándome sólo en calzoncillos, ya que yo no tenía por costumbre usar camiseta interior.

  • De puta madre, tío. ¡¡¡Eres un tío de puta madre, macho!!!

Según decía estas palabras, empezó a rascarse el paquete sin ningún tipo de pudor y comenzó a mirarme con esa mirada directa y penetrante que parecía ser su seña de identidad.

  • ¡Dime una cosa! Pero quiero que seas sincero…

  • ¿De qué se trata? – pregunté desconcertado.

  • Anoche, cuando entré en el baño, no estabas recogiendo mi ropa, ¿verdad?

  • ¿Por qué dices eso? – creo que enrojecí al instante. Supupe abochornado que me había pillado.

  • Venga, tronco, estabas agachado pegando una lamida al lefote que dejé allí estampado por la tarde.

  • Que no, tío, en serio… ¿Qué lefote? No sé de qué hablas…

  • Venga, ya. ¿Tú te crees que soy gilipollas o qué, chaval? Estabas chupando mi leche, que me di cuenta perfectamente.

  • En realidad - Me había pillado, así que lo mejor era decir la verdad… En verdad, no estaba chupando nada… Estaba… Estaba… Más bien…  ¡Oliéndolo!

  • ¿Qué?

  • Sí; estaba oliendo tu ropa.

  • Mi ropa y mi corrida, supongo, porque en esa postura que estabas…

  • Bueno… Sí, las dos cosas.

  • ¡Qué cabrón! ¿Así que te van los olores? Míralo, con la pinta de no haber roto un plato que tiene…

  • Buenoooooo…  Es un morbo. Tampoco es que vaya por ahí oliendo la ropa de la gente. Es que vi tus cosas ahí tiradas y… No sé… Me apeteció.

  • ¡Qué hijo de puta! Eres un viciosillo, ¿no? Pues mira por donde, creo que vamos a pasarlo bien –acto seguido, se levantó y, renqueando, se aproximó a la bolsa de plástico transparente que contenía la ropa sucia. Sacó el pantalón de lycra y la camiseta sudada, así como los calcetos y me los tiró a la cara. ¡Ponte esto, anda!

Obedecí y empecé a deshacer el ovillo en que se había convertido aquella camiseta y me la planté encima. Me enfundé también  los calcetos y, cuando me disponía a ponerme el pantalón de lycra sobre los gayumbos, Rober me increpó:

  • ¿Qué coño haces? ¡Quítate los gayumbakos, macho! Eso se pone a pelo, directamente sobre el rabo.

Me saqué el pantalón de lycra y bajé mis calzoncillos. Él miró divertido mi polla morcillona que, dada la excitación del momento, comenzaba a cobrar vida. Me volví a subir los pantacas de deporte y noté una extraña sensación de placer al sentir aquellos pantalones ajustados que me oprimían la entrepierna como una segunda piel.

  • Ahora, huele los sobacos…

Levanté un brazo y olí mi propia axila. Rezumaba un olor agrio, el del sudor de la mañana de Rober que, en contacto con el tejido sintético y, preservado en la bolsa de plástico, se había multiplicado por diez.

  • ¿A qué huele?

  • A ti.

  • ¿Y a qué huelo yo?

  • A macho

  • ¡Qué cabrón! ¿Así que huelo a macho?

Acto seguido, empezó a sobarse violentamente el paquete. Noté que su polla estaba medio empalmada y que estaba disfrutando tanto como yo o más aquella situación tan morbosa.

  • A ver cómo hueles…

Se incorporó, dejó su copa apoyada en el suelo y se acercó a mí de rodillas. Yo permanecí de pie y él  se entretuvo oliendo su propia ropa sobre mi cuerpo. Empezó por la entrepierna, pero luego bajó hasta los pies, se detuvo después en el trasero y, finalmente, se levantó, me subió un brazo y metió la nariz en mi sobaco.

  • Sí que es verdad que huelo a macho. ¡Va a ser necesario que me pegue una buena ducha!

Inmediatamente, se dio la vuelta, me cogió de la mano y tiró de mí hacia el baño. Cuando llegamos allí, abrió el grifo de la ducha y me metió dentro. El agua caliente empezó a caer con fuerza sobre mi nuca, esfumando un poco la sensación de aturdimiento que me había provocado tanto alcohol aquella tarde.  Cuando yo estuve completamente empapado, Rober se metió conmigo en la ducha, con la camiseta y los slips puestos,  y se dio una vuelta bajo el agua, empapando todo su cuerpo. La fuerza del agua caliente pegó la ropa de algodón a su anatomía, con lo cual su enorme tórax pareció cobrar vida, al igual que el bulto que escondía bajo el calzoncillo, que había crecido desproporcionadamente y, con la ayuda del agua, se transparentaba, exhibiendo voluptuosamente su generoso miembro. Por mi parte, la camiseta transpirable y el pantalón de lycra se adaptaban como un guante a mi cuerpo (que tampoco estaba mal del todo) y la sensación de humedad, unida al olor de aquella ropa sudada, terminaron por provocar en mí una intensa erección.

  • Mola, ¿eh? – me preguntó con cara de vicio.

  • Ya ves, tío, si mola…

Diciendo esto, metió la mano bajo mi pantalón empapado y empezó a manosear mi polla, que estaba ardiendo, no tanto por el agua caliente que caía sobre nosotros, como por culpa de la excitación del momento. Cerré los ojos y disfruté del momento. Ni por asomo se me habría ocurrido que aquella tarde iba a acabar así, conmigo y mi jefe metidos en una ducha y pajeándonos como adolescentes. Al cabo de unos segundos, entreabrí los ojos y noté que aquel maromo tenía su mirada clavada en mí. No pude soportar la tensión de esa mirada tan penetrante, a menos de treinta centímetros de mi cara, así que desvié mis ojos hacia su rabo, que se había salido un poco por el lateral del slip. Lancé mi mano hacia su entrepierna y la metí bajo aquel slip empapado, que marcaba hasta las venas de aquella poderosa polla; la agarré con fuerza y decisión, imitando los movimientos que él estaba haciendo con la mía.

  • Mírame – me dijo repentinamente. Mírame a los ojos.

Devolví mi mirada a su estado inicial y me encontré de nuevo con esos ojos verdosos que parecían taladrarme. Sólo que entonces adiviné una nota de sadismo que hasta ese momento no había percibido. Su cara era puro vicio. Pensé que me habría bastado ese gesto para correrme de placer, sin necesidad de darle al manubrio. Tal era el morbo que despertaba en mí aquel macho. De forma inesperada, acercó su cara a la mía hasta el punto que pude notar a la perfección el olor a alcohol de su aliento.  Ambos seguíamos pajeándonos mutuamente y el agua continuaba martilleando nuestras cabezas y, en ese momento, Rober empezó a susurrarme cosas, a cinco centímetros escasos de mi cara:

  • Te mola mi ropa, ¿eh? Te mola mi olor. Y mi polla también te mola. Tú y yo lo vamos a pasar muy bien…

Acto seguido, desprendió su mano de mi polla y me invitó a que hiciera lo mismo. Puso su mano sobre mi cabeza y me invitó a agacharme, cosa que hice inmediatamente, de tal forma que mi cara quedó a la altura de su entrepierna y pude disfrutar de la visión de su rabo embutido en aquel slip empapado en agua, a cinco o diez centímetros escasos de mi cara.

  • Huele mi rabo – ordenó, mirando hacia abajo.

Acerqué mi nariz a su entrepierna y no olí nada, más allá del olor a cloro del agua de Barcelona, que tenía un sabor y un olor bastante característicos. Me sentí un poco decepcionado y desconcertado; en verdad, esperaba que aquella orden fuera el anticipo de una nueva sorpresa para mis sentidos, pero no fue así.

  • He dicho que huelas mi rabo, cabrón – dijo al tiempo que me pegaba un bofetón no muy intenso en la cara.

Volví a acercar mi nariz al slip mojado y repetí la acción de antes, pero con los mismos escasos resultados.

  • ¡Me cago en la puta!  Voy a tener que enseñarte cómo se huele un rabo – Me pegó un par de hostias más en la cara con un poco más de intensidad que la primera vez.

Supongo que por los efluvios del alcohol, no noté mucho la sensación de picor que dejó en mis mejillas. Por otra parte, el agua servía un poco de anestésico porque, a pesar de que seguía saliendo bastante caliente, rebajaba la temperatura de mis mejillas ardientes tras ese par de sopapos. Aquel cabrón se alejó un poco de mí, se bajó los calzoncillos y los tiró fuera de la ducha, al tiempo que descapullaba su rabo que, aunque estaba completamente erecto, tenía un buen pellejo cubriendo la zona del glande. Sólo cuando el rabo estuvo totalmente descapullado, gracias a la acción de sus dedos,  entendí el porqué de sus exigencias.  Debajo de aquel prepucio desmesuradamente grande, Rober escondía unos restos de semen gelatinosos y medio solidificados que hicieron que mis pupilas aumentasen de tamaño en un 1000%.

  • ¡Huélelo ahora! –dijo con voz atronadora, para hacerse oír por encima del ruido del agua.

Acerqué mi nariz y la explosión de sensaciones fue brutal. Aquel hijo de puta había dejado restos de corridote en su capullo para que alguien lo disfrutara.  Al final, iba a resultar que era más guarro que yo.  Estuve dos minutos pasando mi nariz por la cabeza de aquella polla, hasta que él me alejó con su mano y recogió con su dedo índice aquellos restos. Inmediatamente, los acercó a su nariz y luego a la mía. Por desgracia, el agua hizo que se diluyeran rápidamente, así que no pude disfrutar mucho tiempo de aquella morbosa sensación.

  • Esta mañana me volví a hacer un pajote después de correr y guardé los restos, porque sabía que lo disfrutarías.

Arrodillado a sus pies, lo miraba con cara de admiración y con gesto suplicante, esperando que siguiera satisfaciendo mis instintos más bajos. Supongo que lo percibió, porque inmediatamente, llevó su dedo índice a mi boca y lo introdujo para que degustase el sabor de su rabo, antes de que el agua acabase con aquella esencia. Mis sentidos se volvieron a turbar al tener ese dedo dentro de mi boca y mi rabo experimentó una brusca sacudida de excitación, al tiempo que soltaba un abundante chorro de precum que debió manchar el pantalón de lycra, aunque con el agua cayendo sobre mí, tampoco importaba demasiado. Me llevé la mano al rabo, para desenfundarlo y liberar también mi prepucio, pero Rober me soltó otra hostia en la cara:

  • Eso sólo te lo quitarás cuando yo te diga – dijo con voz autoritaria.

Acto seguido, cerró el grifo, que había producido una ligera nube de vapor, aunque la puerta abierta de par en par hizo que se evaporase con la misma rapidez con que se había formado.

  • Vamos a hacer otra cosa que te va a gustar – dijo aquel cabrón con esa cara de vicio que me estaba poniendo tan cachondo.

Lo siguiente que hizo fue quitarse la camiseta de tirantes, empapada por el agua, estirarla, retorcerla y convertirla en una especie de cuerda improvisada. Me pegó un par de latigazos con ella en la cara que, ni de coña, revestían  la violencia de los sopapos anteriores (imagino que era consciente de que aquello podía hacer bastante daño) y, cuando vio mi expresión de relax, alteró su gesto en cuestión de décimas de segundo y volvió a golpear mi cara pero con una violencia cien veces mayor.  Esa acción me pilló de improviso, al igual que lo que vino después. En un acto rapidísimo, metió la camiseta en mi boca, me amordazó y la ató fuertemente detrás de mi nuca. Habría podido aflojarla con mis manos, pero la curiosidad podía más que la molesta sensación de ese trapo mojado bloqueando mi garganta, así que me dejé hacer. A Rober se le había aflojado la calentura un poco e intuí lo que se avecinaba. Cogió su polla, empapada tras la ducha, con un par de dedos, la orientó hacia mi cara y empezó a soltar una meada que pudo durar no menos de dos minutos. Empapó todo: mi cara, mi ropa (mejor dicho, su ropa), mi cabeza, la camiseta que tenía en la boca… Entendí que, dado lo calculador que estaba resultando ser, había bebido más de la cuenta a propósito, pensando en ese momento, en satisfacer mi sed y saciar mis morbos. Aquel cabrón tenía un plan prefijado desde la noche anterior y yo, como un pardillo, había estado pensando que era yo el que estaba controlando la situación. Al cabo de los dos minutos, sacudió las últimas gotas de su rabo, aflojó la camiseta que me amordazaba y la tiró fuera de la ducha, junto al calzoncillo mojado.

  • Quítate todo ahora –dijo desde su posición de superioridad, ya que yo seguía de rodillas, mientras él permanecía de pie.

Me incorporé y me quité la camiseta, que él se dio prisa en recoger. Hice lo propio con los pantacas de lycra y con los calcetos, que estaban ya de todos los colores, entre el sudor del running de la mañana y los meos de hacía unos segundos. Observé que Rober olía detenidamente cada prenda, con la profesionalidad de un perfumista o un catador de vinos. Imagino que estaba buscando algún olor especial. Vi que descartaba la camiseta y los pantacas, que lanzó a la montonera de la ropa empapada, pero se entretuvo con los calcetines, que parecieron convencerle.

  • ¡Agáchate! – volvió a decir con voz autoritaria.

Volví a agacharme y me encontré de nuevo a sus pies, a expensas de la nueva perversión que ideaba su mente, que no tenía ni idea de cuál iba a ser.

  • Abre la boca y cierra los ojos –obedecí inmediatamente, esperando que me sorprendiera con alguna hostia, dado que era lo que parecía gustarle más.

Cuando me quise dar cuenta, un líquido templado repicaba sobre mi lengua. De entrada, no supe de qué se trataba, hasta que abrí los ojos y vi a ese pedazo de cabrón estrujando uno de los calcetines, para exprimir los restos de meo que acababa de soltar. Una vez que hubo dejado el calcetín bien retorcido, lo acercó a mi nariz y pude percibir la mezcla de olor a sudor y orina, una mezcla cuyo sabor estaba percibiendo en ese preciso instante.

La excitación produjo una nueva oleada de precum sobre mi glande, que esta vez no pasó desapercibido, con el grifo cerrado y sin el pantalón de deporte. Rober se dio cuenta y me volvió a poner de pie, pasó sus dedos por mi capullo, los acercó a nuestras narices y estuvimos los dos olfateando el olor de mis propios jugos, hasta que ese cabronazo metió aquellos dedos viscosos en mi boca, con lo cual acabé oliendo y saboreando mi propia esencia.

Mi rabo seguía a mil y el suyo se había vuelto a animar (se ve que aquellas cerdadas le iban tanto como a mí). Salió un momento de la ducha y se dirigió a la habitación, donde escuché que abría la puerta del ropero. Regresó con una de las NIKE azules que se había calzado por la mañana para correr y ordenó con claridad:

  • ¡Quiero que te corras dentro!

Me quedé con la zapatilla en la mano y vi cómo levantaba la tapa del wáter y se sentaba sobre el asiento del inodoro, el mismo que la noche anterior yo había estado lamiendo, como si fuera un cachorrillo. Empezó a pajearse y yo hice lo propio.  Con la mano izquierda sostenía mi rabo y con la derecha la zapa. Sentí la tentación de llevármela a la nariz, pero no me atreví, porque las normas de aquel juego perverso  las dictaba él y no quería romper las reglas. Seguí pajeándome, hasta que empecé a notar los espasmos que precedían la llegada del orgasmo. Él se mantuvo impertérrito, sentado sobre el inodoro, y observó con mirada de hielo como me corría dentro de sus zapas. Cuando solté la abundante lefa que había acumulado en el par de días que llevaba sin tocarme, me dijo que le acercase la zapatilla y la cogió con una de sus manos, aproximándola a su nariz y disfrutando (eso pude percibirlo clarísimamente) del olor a sexo que desprendía aquel calzado. No tardó más de medio minuto en correrse, algo que hizo con los ojos cerrados y también dentro de la zapatilla, sin emitir ningún gemido, cosa que me sorprendió bastante. Un tío que para dormir era más ruidoso que el Acorazado Potemkin, resulta que se corría en silencio, como si fuera un cartujo. Transcurrido un minuto o dos tras su eyaculación, cuya potencia e intensidad no pude siquiera calibrar, ya que se produjo dentro de su zapatilla, se levantó, se acercó a la ducha donde yo estaba y aproximó la zapatilla a mi nariz. Yo ya había soltado la corrida, pero era tal el calentón que llevaba encima, que habría sido capaz de empezar a morbosear en aquel preciso instante, así que no dudé en acercar la zapatilla a mi nariz y sentir las notas de aquellos dos chorros de semen entremezclados. Él también acercó su nariz y permanecimos así un minuto o dos hasta que él, nuevamente, volvió a ordenarme que me agachase, que cerrase los ojos y que abriera la boca. Obedecí y el fin de fiesta fue, como pude intuir, un escanciado de lefa directamente  desde la zapatilla hasta mi lengua. Abrí los ojos y vi la cara de vicio de aquel cabrón, que estaba de pie junto a mí, con la polla semierecta, pringosa, manchada se semen… El morbo del momento pudo conmigo. Deje que vertiera todo el contenido sobre mi boca. Estaba tan cachondo que me lo habría tragado, pero en un acto reflejo lo escupí, algo que no pareció importarle demasiado, porque después de correrse, parecía haber vuelto a recuperar la compostura, su personalidad convencional, de hombre de empresa simpático, mundano y cordial. El sádico guarro se había volatilizado en cuestión de segundos.

  • Te dije que lo pasaríamos bien juntos, tío. Ahora, si no te importa, tengo que darme prisa, que mi AVE sale a las diez y quiero estar a medianoche en Madrid, que mañana tengo cosas que hacer.

Se duchó en diez minutos escasos, dejó la ropa empapada tirada en el baño y, al salir, se puso una muda limpia que guardaba en su maleta, una camisa sin estrenar y el traje que había lucido la tarde anterior y por la mañana. Se calzó los zapatos de cordones bien lucidos y se repeinó, con raya a un lado, exactamente igual que hiciera  la noche y la mañana anteriores.  Para despedirse, simplemente me dijo:

  • Tira toda esa ropa y las NIKE, tío. Venga, un placer trabajar contigo… ¡Pásalo bien en Barcelona!

Cogió su trolley y salió de la habitación de la misma forma que había entrado la tarde anterior, con una sonrisa cordial. Yo me quedé totalmente descolocado ante las cosas que acababan de suceder. Según lo pensaba más y más detenidamente, caía en la cuenta de lo irresponsable de mi conducta. No sólo había tenido sexo con uno de los jefes de mi empresa, sino que encima había sido sexo bastante guarro. Tendría que ver a ese tipo en la oficina durante todo el tiempo que permaneciese en esa compañía y, ¿quién sabe? Quizá satisfacer sus pervertidos instintos sexuales, de vez en cuando, si así se le antojaba. Una cosa era morbosear puntualmente con alguien más o menos desconocido y otra bien distinta, hacerlo con uno de tus jefes.  Aquella noche, apenas pegué ojo, pensando en todas estas cosas, pero al día siguiente, decidí tirarme a la calle y hacer mis rutas por el barrio gótico, sin pensar en estos asuntos. Así transcurrió el sábado y el domingo.  Regresé a Madrid el domingo por la noche, pero no volví a la oficina hasta el miércoles siguiente, porque había puente, y tardé unos cuantos días más en volver a ver a Rober en la oficina, ya que éste seguía con sus viajes por España y por el resto del mundo. Eso sí,  el primer día que se acercó a mi mesa para pedirme algo, lo hizo con el mismo trato distante y frío, a la par que cordial, que usase aquel jueves, cuando entró en mi habitación. El trabajo era el trabajo y el placer, el placer. Sólo observé que había dejado de llamarme Nicolás y me decía Nico, con un brillo especial en su mirada verdosa. Fue la única confianza que se permitió. No duré demasiado tiempo en aquella empresa, porque surgió un trabajo mejor remunerado en otro sitio y unos meses después, acabé dejándolo pero, desde entonces,  siempre que en una entrevista me preguntan qué es lo que me aportó aquel trabajo, mi primer pensamiento es para Rober, independientemente de todo lo demás. Si soltase eso cada vez que alguien me evalúa para contratarme, no sé si lo harían ¿o no?

[CONCLUSIÓN]

Ni que decir tiene que no me deshice de los dos pares de camisas, camisetas, calcetines y calzoncillos CK de Rober, ni de sus zapas y ropa de deporte. Devolví todo a la bolsa de la lavandería del hotel y me lo traje a Madrid de vuelta, tal cual, con los olores y las esencias intactos.  De hecho, conservo todo como una reliquia de la que, sin duda, ha sido una de las experiencias sexuales más excitantes que he tenido en toda mi vida.

[FIN]