Fin de semana de sexo extremo. el sábado.

Despues de lo que me habían hecho el viernes,no imginaba que aun me quedaba algo peor.

Prólogo

Creí que ya todo había pasado. pero  algo peor me acechaba.

Fin de semana extremo (2ª.parte)

El sábado

Desperté muy tarde, no quería verle la cara a nadie.  Le insinué a mi marido que deseaba irme, pues  ya no me gustaba estar allí; me respondió que tuviera paciencia, que era por nuestro bien y que fuera a la playa a relajarme, mientras ellos finiquitaban sus negocios  que eran muy buenos para él. -¡Ahora soy socio! -dijo con alegría mientras me abrazaba. No quise cortar su inspiración, explicándole que, también desde ayer, yo era uno de los bienes de la sociedad.

Eran más de las tres de la tarde cuando salí a la playa, el hambre me corroía, pero no había querido entrar en la cocina a buscar comida para no rememorar la escenita de la noche anterior. Comería algo en la playa. Pasaron unos vendedores de ostras frescas y me comí con ansias de naufrago varios vasitos de a docena. Aceptaron pasar más tarde a cobrar pues yo no tenía dinero y no quería entrar en casa a buscarlo.

Pase mi tarde tranquila, y empezaba a oscurecer cuando decidí volver a la casa. La mayoría de la gente que había estado disfrutando de la playa se había retirado ya, pues de noche, decían, era una zona peligrosa. Los ostreros volvieron a aparecer;  entré a buscar dinero  para cancelar la deuda. Inmediatamente note que, al igual que el día anterior, la casa permanecía oscura y silenciosa, todos dormían su borrachera. Reaparecí con el dinero y como seguía hambrienta, decidí despachar varias docenas más de ostras; mientras, conversé animadamente con los vendedores de cosas de la playa y de sus anécdotas.

En tanto note un calorcito sabrosito que me iba invadiendo poco a poco, como por oleadas.  La sensación que me envolvía, se iba convirtiendo lentamente, en una especie de euforia, una borrachera alegre; pensé que era fruto de los excesos de sol, ostras y ayuno. Trate de levantarme para retirarme pero no pude, riendo, les pedí que me ayudaran. Como entre sueños oí cuando uno de los ostreros  le comento al otro: ya está haciéndole efecto. Llego un momento en el que para mí, todo era color de rosa, reía y cantaba feliz porque todas mis sensaciones se traducían en la exaltación de la belleza y el color, que veía por todas partes.  Termino de anochecer.

Me cargaron como pudieron. Me sentí  levantada  como un maniquí, uno me tomo por una pierna y el otro por un brazo sin ningún tipo de miramiento, mis miembros libres deslizaban laxos sobre la arena. No sentía miedo, más bien me abandonaba en una especie de estado de negligencia, indolencia y desinterés. La situación me causaba hilaridad y les reclamaba en broma la seriedad que ellos exteriorizaban. Así, me trasladaron hasta un palmeral cercano. Este lugar, poblado tupidamente de cocoteros, estaba situado como a cincuenta metros de la casa. Me depositaron sin muchos reparos, como a un fardo, sobre la arena de playa.

Mientras me despojaban del traje de baño, los oía comentando cosas de mí como: “Esta vieja está bien buena, se lo dije compadre”, “Es lo mejor que hemos tenido en días”, “Compadre, que culote se gasta”,  “¿Y las piernonas?”, “Uyy, pero mire ese cucón tan sabroso, este es un banquete que nos vamos a dar”….  Yo mientras tanto, reía y los dejaba hacer, sabía que aquellos machos querían poseerme, me deseaban. Mi piel se erizaba de placer presentido, toda mi cueva latía a la expectativa y a mi clítoris lo sentía a punto de reventar. Era una excitación anormalmente fuerte. Esas ostras me habían hecho feliz, como nunca antes.

Vi a los tipos desvistiéndose. Me abrieron las piernas bruscamente y luego, empecé a  sentí  labios, lenguas y dedos  lengüeteándome,  relamiéndome, succionándome y palpándome por allá abajo. Unos dedos penetraban mi ano, sentía mi cuerpo enervarse ante tanta sensación deliciosa. No me importaba nada, que disfrutaran de mi cuerpo pero que me lo devolvieran.

Caí en un sopor del que despertaba cuando me cambiaban de posición, me daban instrucciones o me hacían comentarios: “-ábrete mas, mamita- y yo preguntaba -¿así?-, “-sube mas las piernitas-”, “-la tienes cerradita, mami linda-”, “-¿quieres más? –y yo respondía…más, máás, máás”.  Sentía  la sensación de tenerlos a los dos dentro de mí...a los dos dentro de mí. Llego el momento del colapso final, en el que mi subconsciente se negó a seguir sufriendo la vejación, y no sentí  mas nada. Todo se apago.

No sé qué horas serian cuando desperté. La luna estaba allí aun, más baja pero allí. Me sentí atontada y perdida. Empezaba a recuperar mi facultad de pensar. Me quede un rato inmóvil, sin cambiar de posición. Los tipos al parecer se habían esfumado. Parecía una pesadilla. Sabía que había sido drogada y violada, pero no me importaba. Quizás, mi cerebro había activado algún dispositivo de protección  mental, porque, el recuerdo no era tan malo, aun era vívido y no quería perderlo. –Se me fundió  el coco- pensé despreocupadamente. Aun me sentía bajo el efecto de la droga.

Trate de incorporarme y sentí una molestia en mi parte baja, me toque y mi mano se lleno de una mezcla de líquido seminal reseco y de mis propios fluidos.  -¡Bah!, es solo  el exceso de roce que me causo irritación, con una cremita se calmara- me dije encogiéndome  de hombros ante la sensación de ardor. Trate de ver con la poca luz de la luna si tenía sangre, arañazos o mordiscos en alguna parte, pero no, estaba bien; se ve que había prestado mi colaboración sincera, puesto que no me habían hecho mucho daño y con su actividad me habían hecho producir mucho flujo. Me dije con aprensión: ya van dos veces que colaboro con mis violadores. Me moví con dificultad tratando de incorporarme. Mis dos agujeros muy abiertos, destilaban.

Desnuda como estaba, pues no conseguí mi traje de baño, camine sin mucha dificultad hasta la casa que seguía a oscuras y en silencio. Encontré mi habitación y casi a punto de desmayarme por la debilidad que sentía, llena de arena y semen, me acosté al lado de mi esposo. Desnuda como había llegado sin ni siquiera arroparme, me dormí.

En la mañana el frio me despertó, me arrope con la cobija y seguí durmiendo. Me sentía mejor: descansada y liviana, pero, pegajosa.  Mi marido ya no estaba en la cama.

El sábado había terminado. Era domingo.

Viene el domingo y el desenlace.