Fiesta en la montaña
Una visita al campo en la que Ella forma parte del piknic
Los faros rasgan la oscuridad de la noche, un coche recorre la carretera atravesando un monte de colinas altas, pendientes pronunciadas y apenas unos cuantos arboles esparcidos, la mayoría del a vagueación son arbustos bajos. El vehículo reduce la velocidad y abandona la carretera adentrandose en un sendero natural que discurre entre dos colinas, un pequeño pero profundo valle con su base lo bastante plana para que el coche pueda circular. Finalmente el coche se detiene tras alejarse unos quinientos metros de la carretera, y se apagan tanto el motor como las luces. El conductor espera unos minutos y desciende del coche tras adaptarse a la luz de la luna, rodea el vehículo, abre el maletero, se inclina en el interior y ayuda a salir a una mujer, primero apoyando los pies en el suelo y después irguiéndola. La mujer viste una falda larga y suelta de color oscuro y una camisa de color blanco, bajo la que resaltan sus pechos al estar la tela tensa a causa de las esposas que la obligan a mantener las manos a la espalda, una bola de plástico duro sujeta con una correa de cuero le llena la boca, otro juego de esposas une sus tobillos dificultándole andar y una cuerda atada al cuello permite al hombre controlarla.
Él cierra el maletero y se aleja del coche y de la carretera, estira de la cuerda y la mujer le sigue. Ella se mueve con gran dificultad, tanto por las esposas de los tobillos como por el delgado calzado que lleva, cómodo en la ciudad, pero demasiado blando para las piedras. El hombre elige una ruta complicada, aprovechando al máximo el terreno: la obliga a subir fuertes pendientes, y a bajar por suelos inestables que ceden al pisarlos. La mujer se cae al suelo varias veces, y él siempre actúa igual, se acerca a ella y estira de la cuerda hasta que se pone en pie.
Cuando se cansa del paseo la dirige a lo alto de una colina que domina varios kilómetros de paisaje, con un solitario árbol en lo alto, árbol de ramas retorcidas pero gruesas y pocas hojas. El hombre ata la cuerda que hace de correa a una de las ramas, dejándola casi totalmente tensa, y se separa dos pasos para contemplar a su presa a la luz de la luna mientras ella le mira aterrorizada.
Él se la vuelve a acercar, rodea su cintura con los brazos y la muerde en el hombro. Ella intenta gritar bajo la mordaza mientras le desabrocha despacio los botones de la camisa y besa poco a poco la piel que va descubriendo. Después levanta el sujetador para descubrir los senos, los besa, acaricia, lame y muerde ignorando las protestas de su víctima; se ceba con los pezones, succionandolos con los labios y pellizcandolos con los dedos. Finalmente sujeta un pecho con una mano mientras se lleva la otra mano al bolsillo, saca dos pinzas de madera, y sin que ella pueda evitarlo, se las pone primero en un pezón y luego en el otro.
Libre de la responsabilidad de atender los pechos, él se arrodilla en el suelo y se mete debajo de la falda, le baja las bragas hasta los tobillos, separa con las manos los muslos, y los lame despacio. Tras cubrir los muslos de saliva y besos acude al centro, lamiendo y succionando el clítoris, acariciando los labios con la lengua por dentro y por fuera, para finalmente volcarse en beber de ella cavando profundamente en su interior. Cuando ha saciado su sed, oculto bajo la falda, saca una tercera pinza y la pone en su clítoris. A pesar de la mordaza su grito resuena entre las colinas.
Satisfecho el hombre se pone en pie, acaricia sus caderas, y pliega la falda sobre si misma, empezando por el borde, y subiendo poco a poco, pliegue a pliegue, hasta recogerla toda en la cintura de su presa, como si fuera un grueso cinturón. Tras esto, como si verla así le hubiera dado una idea, se quita su propio cinturón y azota el aire dos veces, sonriendo. Ella se sacude, las esposas tintinean por el intento de rebelión, pero todo esfuerzo es en vano. El cinturón zumba en el aire y una marca roja aparece recorriendo una de sus caderas. Vuelve a azotarla, esta vez en la otra cadera. Después en pecho. Se pone a su espalda y la azota en el culo, en los hombros, en los muslos, y así inicia una danza alrededor de ella, azotándola allí donde le apetece en cada momento.
Los extenuantes golpes acaban con su resistencia y las piernas le fallan, por lo que él se detiene por miedo a que se asfixie. Suelta la cuerda del árbol y la deja caer al suelo, se arrodilla a su lado, agarra la tira de cuerdo de la mordaza y estira hasta sacarle la bola de la boca para después dejarla caer sobre su busto. Admira su figura sometida y dolorida mientras ella mueve sus labios.
-Por favor...
-¿Qué?
-Por favor...
-¿Por favor qué?
-Por favor... dejame correrme... te lo suplico...
-¿Ya quieres correrte?
-Si amo, por favor.
-Esta bien, pero tendras que esperar tu turno - por primera vez, él la sonríe.
El hombre levanta las piernas de la esclava formando un ángulo de noventa grados, mete su cabeza entre las piernas tensando las esposas de los tobillos, apoya las rodillas en sus hombros, y forzando aun mas el ángulo que ella forma con su cuerpo la penetra. A la segunda embestida parece acordarse de algo y ella grita cuando le arranca la pinza del clítoris de un tirón. Aumenta su ritmo, empújandola con más fuerza, hasta que finalmente él termina dentro de ella; tras la indicacion de que ya ha temrinado, ella se deja llevar y se corre tambén.
-Buena chica - se inclina sobre ella y la besa.
Diez minutos después el hombre se pone en pie, y ayuda a incorporarse a la mujer. Con un tirón de la cuerda, la pareja se encamina de vuelta, uno al asiento y la otra al maletero del coche.