Fiebre de Oro

Dos buscadores de oro al viejo estilo de las películas del oeste, y un golpe de suerte inesperada en su buena fortuna.

FIEBRE DE ORO

El tren silbaba por la verde campiña, ahora envuelta en las sombras y los sonidos de la noche.

Despiértame cuando lleguemos – pidió Willy a su compañero de viaje acomodándose el polvoso sombrero sobre los ojos mientras estiraba las largas y delgadas piernas, sin quitarse siquiera las pesadas y ruinosas botas.

Sebastian Cox no contestó. Encendió un cigarrillo, sin importarle que el humo en el vagón de carga despertara la curiosidad del vigilante. Aspiró con fuerza, exhalando delgadas bocanadas que el fresco aire en el abierto vagón pronto disipó.

Maldito seas, Willy – dijo con voz tan queda que ni el mismo Willy a su lado escuchó – y maldita la hora en que me convenciste con tus locas historias.

La fiebre del oro había contagiado a Sebastian Cox. Según Willy, bastaba solo un poco de suerte y algo de paciencia para convertirse en millonario de la noche a la mañana. Y se lanzó a la aventura, arriesgándolo todo, dejando la relativa seguridad de la granja para irse a meter a una tierra de nadie, lugar sin ley donde sólo los más fuertes lograban sobrevivir.

Siguió a Willy por toda la ribera del Yukon, bajo el ardiente sol, con el agua en las rodillas, siempre con miedo de ser asaltados por cualquiera de los maleantes y vagabundos que abundaban por doquier, y todo para nada. Apenas unas míseras pepitas de pálido oro que tuvieron que ser gastadas en el camino para obtener algo de comida y muy de vez en cuando un techo para dormir. Había una enorme cantidad de putas en esos lugares, mujeres dispuestas a todo, siempre que tuvieras lo suficiente en el bolsillo, lo cual por supuesto no era su caso, y tuvieron que contentarse sólo con mirarlas. Padecían hambre de comida y de sexo también.

Ahora viajaban de polizontes porque habían gastado hasta el último penique en la cena de la noche anterior, y Sebastian maldecía su suerte mientras sentía las tripas retorcerse en su interior.

Dos días después, las cosas dieron un giro total. Habían caminado sin descanso, vadeando el río en las zonas mas bajas, internándose en los sitios mas despoblados, tratando de alejarse lo más posible de los demás buscadores de oro, en un desesperado intento de que la fortuna les sonriera.

Sebastian segaba la arena de forma mecánica. Ya no le entusiasmaban los pequeños destellos que de pronto brillaban en el agua. Había sufrido ya demasiadas decepciones y había aprendido que existían maravillosas piedras en el río, capaces de confundir a sus cada vez mejor entrenados ojos. Sin embargo, algo captó su atención aquel día, y metió la palangana casi por instinto, tomando un buen puñado de arena del lecho del río. Al instante descubrió que la diosa fortuna le estaba por fin guiñando el ojo. Una pepita de muy buen tamaño brilló en el fondo de la palangana.

Willy! – gritó entusiasmado – ven a ver esto!

Willy miró a Sebastian con familiar fastidio. Se había acostumbrado a los continuos gritos del ingenuo y pecoso granjero. Parecía un niño que hubiera crecido demasiado, con aquellos ojos azules y la nariz respingona llena de pecas, en contraste con un físico excelentemente desarrollado, a pesar de la mala alimentación de los últimos días.

Te apuesto a que de nuevo te equivocaste – le gritó desde la otra orilla.

Para su sorpresa, Sebastian le mostró algo grande y brillantemente amarillo en una de sus manos.

Hijo de puta! – aulló Willy al ver que se trataba efectivamente de oro – lo lograste!, por fin lo lograste!

Comenzaron a brincar en medio del río, mojándose como dos chiquillos.

No pierdas la veta! – dijo Willy sensatamente – vuelve a donde lo encontraste.

Aturdido, Sebastian volvió sobre sus pasos, indicándole a su amigo el sitio exacto donde había localizado la pepita. Una hora después Willy saltaba también de alegría. Había encontrado un par de pepitas de excelente tamaño. Trabajaron toda la tarde, sin descansar, acumulando varias mas, pequeñas la mayoría pero en cantidad suficiente como para mantenerlos en un estado de franca euforia. El día siguiente fue casi igual de bueno, y el tercero ya mucho menos. De todas formas tenían en sus manos ya una pequeña fortuna.

Creo que hemos agotado el filón – comentó Willy, mucho más experimentado que el otro.

Si, tienes razón – aceptó Sebastian – pero déjame hacer un último intento.

Como quieras, amigo – concedió Willy tirándose en la ribera bajo los cálidos rayos solares.

Sebastian continuó revisando el lecho del río, a pesar de que habían ya peinado el lugar cientos de veces. Después de un par de horas, se convenció de que ya no había oro en aquel sitio. Un reflejo de plata en movimiento captó su mirada, un pez buscando donde desovar, lo que le recordó que no probaban bocado desde hacia día y medio. Con la idea de desayunar pescado frito, Sebastian trató de capturarlo a mano limpia, pero el pez fue mucho más rápido y escapó, dejando al muchacho con un puño de arena en las manos, y con una increíble pepita de oro, tan grande que estuvo a punto de regresarla al río, confundiéndola con una piedra.

Mira esto, Willy – dijo Sebastian con tono de incredulidad mostrándole su hallazgo.

No – dijo el otro abriendo los ojos como platos – no puede ser.

Tomó el trozo de metal en la mano. Medía fácilmente unos 16 o 17 centímetros de largo, por unos 6 de ancho, y remataba en un bulbo extremadamente parecido a algo que ninguno quería mencionar.

Puta madre! – dijo Willy – pero si es exactamente igual a una verga! – exclamó sorprendido.

Y una de muy buen tamaño – coreó Sebastian, sopesándola en la mano.

Y de oro! – dijo Willy brincando de alegría – ahora sí somos verdaderamente ricos!, esto debe valer una fortuna!.

Aquel momento fue de total regocijo para ambos. Se abrazaron riendo como dos chiquillos. Sea brazaron emocionados, sintiendo la adrenalina correr por sus jóvenes cuerpos. Incluso se hubieran besado sino hubieran sido tan puritanos y pueblerinos, y se contentaron con danzar como dos jóvenes apaches alrededor del pene de oro, pasándoselo de unas manos a otras.

Finalmente hicieron sus bártulos y comenzaron a hacer el camino de regreso. Tuvieron que dormir una noche mas en la intemperie, aunque esta vez cobijados con la esperanza de un futuro mejor. Despertaron a media noche, apuntados por los rifles de tres hombres con intenciones nada buenas.

Empiecen por mostrarnos lo que encontraron – dijo uno de ellos señalando las bolsas de cuero que contenían las pepitas.

Sebastian sintió que se moría de impotencia y coraje, pero sabía que no podía hacer nada. Willy, mucho más rápido y temerario aventó un puño de tierra al tipo que les apuntaba, mientras propinaba un puntapié al segundo y amartillaba el arma para disparar al tercero. En cuestión de segundos, y antes de que los tipos reaccionaran estaban ya huyendo al amparo de las sombras y con la fortuna intacta.

Al parecer había mas hombres, además de los dos sobrevivientes y la cacería comenzó. Sebastian seguía a Willy, perdido como un cordero que sabe que el matadero es su destino, pero el delgado y fibroso vaquero no tenía intenciones de morir ni de entregar su nueva fortuna recién ganada. Por fin encontraron cobijo en una cueva disimulada al costado de una ladera.

Aquí estaremos a salvo – dijo Willy tomándose un respiro – al menos por un tiempo.

Nos encontrarán tarde o temprano – dijo Sebastian apesadumbrado.

Tal vez – aceptó Willy – o tal vez no, si nos movemos con prisa.

Si no son ellos, serán otros, pero nos quitarán el oro – dijo Sebastian desanimado y dándose ya por derrotado.

Tenemos que ocultarlo – razonó Willy.

Sí – aceptó Sebastian – pero dónde? – preguntó mostrando sus manos vacías – escapamos sólo con lo que llevamos puesto.

Eso es – dijo Willy – esa es la respuesta.

Willy explicó entonces el plan.

Estás loco? – dijo Sebastian al escucharlo – cómo vamos a hacer eso?

O lo hacemos o perdemos el oro – dijo Willy tajante – tú decides.

En silencio analizaron sus pocas opciones.

De acuerdo – aceptó finalmente Sebastian.

Willy salió con absoluto sigilo y regresó con un odre lleno de agua. Se sentaron frente a frente, con la bolsa de pepitas frente a ellos y el odre de agua a un lado. Comenzaron a ingerirlas, tragándolas como pastillas, una Willy y otra Sebastian, como si se tratara de la cena tanto tiempo deseada, hasta terminar con todas ellas, excepto una.

Y ésta? – preguntó Sebastián, sosteniendo en la mano el grueso y brillante trozo de oro con forma de verga – quién se va a poder tragar esto?

De pronto comenzaron a reír de forma casi histérica. La situación era casi tan cómica como desesperada y les costó trabajo parar de reír. Se agarraban el vientre, ahora tan valioso con su cargamento de oro, y se retorcían en el pequeño espacio de la cueva, tratando de sofocar las risotadas que parecían no detenerse.

De acuerdo – convino Willy – esta es intragable.

Otro ataque de risa y finalmente con los ojos llorosos tuvieron que ponerse serios para decidir cómo ocultar la mejor y mas valiosa parte del botín.

No nos hagamos idiotas – dijo Willy finalmente – ambos sabemos que sólo hay un sitio donde podemos ocultar algo asi.

Sebastian se le quedó mirando con los claros ojos azules, hasta que la luz del entendimiento le iluminó el cerebro.

No – dijo alarmado – eso jamás.

Pues entonces resignémonos a perderlo – dijo Willy.

No – dijo aun más alarmado Sebastian con el grueso trozo en la mano – eso menos que nada.

Pues entonces decidamos quien de los dos lo hace – razonó Willy.

Se miraron el uno al otro, calibrándose mutuamente y sin que ninguno se animara a intentarlo.

Dejémoslo a la suerte – dijo Willy, y Sebastian no tuvo mas remedio que estar de acuerdo.

Tomaron dos palitos de distinto tamaño. El que sacara el mas corto perdería. El ingenuo de Sebastian confió en su socio, olvidándose que el chapucero vaquero tenía mas de un truco bajo la manga, y por supuesto le tocó el palito más corto.

Lo siento, amigo – dijo sonriente Willy – pero te va a tocar el honor de ocultar a Mr. Gold.

Volvieron a soltar la carcajada, aunque esta vez, la risa de Sebastian era mas de nervios que de otra cosa.

Bueno – dijo Willy finalmente – manos a la obra, no tenemos mucho tiempo.

Sebastian se puso de pie, de pronto nervioso.

Qué quieres que haga? – preguntó tímidamente.

Pues bájate los pantalones y date la vuelta – dijo Willy de forma clara y directa.

No necesito ayuda – dijo Sebastian de pronto apenado – puedo hacerlo yo solo.

Como quieras – aceptó el otro.

No había mucho sitio donde ocultarse, así que Sebastian se fue al rincón y se bajó los pantalones. Willy debería haberse volteado, pero no lo hizo, lo miraba con suma atención, y a Sebastian le dio pena pedirle que no lo hiciera. Con los pantalones a la rodilla, se inclinó un poco y se acomodó el grueso pene de oro entre sus nalgas. Estaba frió y duro. Empujó y empujó, pero la cosa sólo le lastimaba y no lograba entrar.

No puedo – dijo finalmente dándose por vencido.

Será mejor que te ayude – dijo Willy de pronto muy solícito.

Sebastian se resignó a aceptar su ayuda. El vaquero se puso detrás, frente al trasero de su joven amigo.

Pero que culo más bonito tienes – dijo inesperadamente.

Cállate, maldita sea! – dijo Sebastian molesto.

En serio, amigo – dijo Willy riendo – tienes unas nalgas regordetas y muy bien proporcionadas.

Podrías hacerlo ya y callarte de una buena vez? – preguntó irritado el muchacho.

Esta bien, esta bien – dijo Willy tomando el pene de oro en sus manos – tampoco te encabrones.

Lo acomodó justo en el rosado y apretado agujero de Sebastian, empujando después con la mayor delicadeza posible. El chico pujaba y aguantaba, pero su culo estaba demasiado cerrado y tenso, y tampoco se trataba de lastimarlo.

Será mejor que pongamos algo para que resbale – aconsejó Willy – ojalá tuviéramos algo de sebo.

Sí, y de dónde vamos a sacarlo en este momento? – comentó Sebastian molesto.

Pues no, no hay de dónde – aceptó el otro arrodillándose frente al trasero.

Willy tomó las nalgas fuertes y redondas con las manos, y las abrió.

Qué haces? – preguntó Sebastian sintiendo el contacto de aquellas manos.

Willy no contestó. Se mojó un par de dedos con saliva y comenzó a pasarlos por el apretado ano de su amigo.

No hagas eso – dijo el otro alejándose de los húmedos dedos.

Quieres dejarte de tonterías? – reclamó Willy con tono molesto – estoy tratando de ayudarte!

Sebastian volvió a ponerse en posición de mala gana. De nuevo sus nalgas fueron separadas y su culo masajeado por los diligentes dedos de Willy. Por extraño que pareciera, después de un rato Sebastian comenzó a sentir que aquello era bastante agradable, aunque jamás lo admitiría ni aunque lo apalearan. La situación se demoró varios minutos más. Willy hacía su trabajo con absoluta dedicación, tanta que cambió los dedos por la lengua sin pensarlo mucho.

Pero qué haces? – preguntó de nuevo Sebastian, aunque esta vez permaneció en su sitio sin moverse.

Willy no contestó. Sus mejillas rasposas por la falta de un buen afeitado arañaban las blancas y carnosas nalgas de Sebastian, mientras la lengua pasaba una y otra vez por el ajustado esfínter, que poco a poco comenzó a relajarse. El sonido chapoteante de sus lamidas resonaba en la pequeña cueva. El pito de Sebastian estaba ya erecto, y trató de que Willy no lo notara. La lengua fue cambiada por los dedos nuevamente, pero esta vez no se limitaron a acariciar su ano, y los sintió entrar en su cuerpo.

No hagas eso – pidió Sebastian suavemente.

Solo es para dilatarte – dijo Willy con la voz ronca – y que la pepita entre sin dañarte.

Ante semejante lógica, Sebastian cedió. Primero un dedo, luego dos y por ultimo tres. Con seguridad la cosa iba funcionando, y angustiado, Sebastian comprobó que entre mas dedos entraban en su cuerpo, mas duro se ponía su pene y ya no había forma de poder ocultarlo. Y no era el único. El pantalón de Willy mostraba también un bulto muy comprometedor.

Esto es sólo para prepararte – dijo Willy de pronto abriéndose la bragueta.

Lo que tu digas, amigo – aceptó Sebastian viéndolo desenfundar un largo y delgado miembro, que parecía una verga muy adecuada para la estatura y complexión de su amigo.

Willy lo acomodó entre las nalgas de Sebastian, y éste cerró los ojos y no los abrió hasta sentir que la roja cabeza del miembro estaba ya dentro de su cuerpo.

Sólo para ayudarme, verdad Willy? – preguntó con voz contenida al sentir como resbalaba el largo pene dentro de su cuerpo.

Sí – aceptó el otro terminando de encasquetarle la verga hasta el tope.

Sus pelos estaban ya junto a la base de sus nalgas. Su escroto, suave y muy colgado, golpeaba contra los testículos, más gordos y pesados de Sebastian. La enjuta y dura cadera de Willy chocando rítmicamente contra la grupa fuerte del granjero, con embestidas suaves pero potentes. Pronto, los gemidos de ambos llenaron la cueva, y la pasión los dominó sin que pudieran ni hicieran nada por evitarlo. Las ansias contenidas por tantos días dieron rienda suelta en aquel momento, y se olvidaron hasta de la fortuna en oro que descansaba en sus vientres.

Minutos después, el pito de Willy explotó dentro del caliente culo de su amigo y lo desmontó agradecido.

No te muevas – le aconsejó.

Willy tomó entonces el grueso trozo de oro y lo acomodó entre las nalgas de Sebastian. Un hilillo de semen comenzaba ya a escapar de su orificio. Aprovechando la viscosidad del semen hizo resbalar la pieza de oro entre las suculentas nalgas. Sebastian se quejó un poco. No era lo mismo la afilada y suave verga de Willy que aquel trozo frío y duro de metal, pero aun estaba caliente y excitado, y tan lubricado que el trozo entró en su cuerpo finalmente y comenzó a deslizarse suavemente hasta el fondo.

De rodillas, Willy lo empujaba sin perder de vista el hermoso y aniñado rostro pecoso de Sebastian, pendiente del menor gesto, para acelerar o retardar el proceso. La verga del granjero estaba dura y a escasos centímetros de su rostro. No lo dudó y la tomó en su boca, con el agradecido suspiro de placer de su amigo, comenzó a chuparla al mismo tiempo que continuaba deslizándole la pepita dentro de su culo.

Termina de una vez – pidió Sebastian con los dientes apretados.

Willy no supo si se refería a la mamada o a la pepita de oro entrando en su culo. Hizo ambas cosas. Chupó con ganas y empujó con fuerza. El orgasmo de Sebastian llegó fulminante, llenando de semen la boca de Willy, que tragó tan rápido como pudo, mientras el trozo finalmente quedaba empotrado entre sus nalgas, asomando fuera únicamente una curva de la pepita, lo que le daba el aspecto de un par de testículos colgando fuera de su culo.

Creo que deberíamos irnos ahora – decidió Willy poco después, una vez que su amigo parecía haberse recuperado.

Sí – acepto éste – será lo mejor.

Salieron de la cueva. Ya casi amanecía. Con cautela, hicieron el camino tan rápido como le era posible a Sebastian, dada su situación. Mas de una vez tuvieron que detenerse, y Willy le daba ánimos, diciéndole que resistiera, que ya casi llegaban. Algunos tipos trataron de asaltarlos un par de veces, pero después de registrarlos y ver que no llevaban nada de oro encima, los dejaron ir.

Finalmente llegaron al pueblo. Estaban sucios y cansados. Hicieron un alto en el río para que Sebastian pudiera sacarse la pepita del culo y pudieran asearse un poco.

Déjame ayudarte – dijo Willy a su amigo.

No, yo puedo solo – dijo Sebastian.

Yo sé que puedes – dijo el otro con cierto tipo de ternura – pero quiero ayudarte.

Entraron ya desnudos en el agua, quitándose el polvo y el cansancio del camino. Willy abrazó a Sebastian, dirigiendo las manos a sus nalgas. Las acarició por unos momentos, mientras Sebastian recargaba la frente en sus flacos hombros. Tomó entonces el extremo de la pepita y comenzó a retirarla con suma lentitud. Los ojos cerrados, el aliento contenido, Sebastian aguantó hasta que estuvo fuera.

Todavía tuvieron que esperar algunos días en las afueras del pueblo a que la naturaleza siguiera su curso para recuperar el resto de las pepitas. Por fin, con su nueva riqueza llegaron al mejor hotel del pueblo y pagaron por la mejor habitación y una suculenta cena acompañada por varias rondas de whisky. Ya bastante bebidos se retiraron a dormir en una cama blanda por primera vez un mucho tiempo.

Lo logramos, socio! – dijo Willy tirándose sobre el suave colchón.

Sebastian comenzó a desvestirse, achispado también por la bebida mientras Willy encendía un cigarrillo y lo miraba desnudarse, esta vez sin el menor reparo por ninguno de los dos.

Te digo algo? – preguntó Willy con la sonrisa y el cigarrillo en la boca.

Dime – dijo Sebastian quitándose ya la ropa interior.

Jamás voy a olvidar lo que sucedió en la cueva – confesó acariciándose la entrepierna distraídamente.

Yo tampoco – aceptó Sebastian, ya con la verga enderezándose impúdicamente frente a los ojos de su amigo.

Meterte el oro en el culo fue una de las experiencias más increíbles que puedo recordar – dijo con absoluta sinceridad.

Me imagino, socio – dijo Sebastian buscando algo entre sus ropas.

En su mano, el grueso y fálico trozo de oro brilló bajo la luz de la lámpara de queroseno.

Quieres repetirlo? – dijo Willy excitado por el alcohol, comenzando a quitarse la ropa.

Su cuerpo, delgado y fibroso era masculinamente hermoso. Las piernas delgadas y velludas, al igual que el torso y las recias mandíbulas mal afeitadas.

No precisamente – dijo Sebastian acercándose a la cama con el oro en la mano.

Acarició el vello del pecho de Willy. Acercó su rostro pecoso y besó los labios finos, mientras posaba las manos en el vientre plano y duro.

Date la vuelta, socio – le dijo despacio.

Para qué, socio? – preguntó Willy con la pastosa voz de alguien que ha bebido mas de la cuenta.

Para que aprendas que soy granjero, pero no soy estúpido – dijo Sebastian con la sonrisa en la boca.

De qué hablas, amigo? – dijo Willy ya boca abajo, gracias a la generosa ayuda de Sebastian.

De que me di cuenta de tu pequeña trampa con los palitos – explicó Sebastian acariciando ya las pequeñas y enjutas nalgas de Willy.

Y entonces porque no dijiste nada? – preguntó Willy con los ojos cerrados, sintiendo como Sebastian deslizaba entre el surco de sus velludas nalgas el trozo de oro.

No hubo ninguna respuesta. La lengua de Sebastian humedecía ya el agujero de Willy, poniéndolo tan suave y tan caliente como para recibir la parte del botín que le correspondía.