Fidelidad femenina

Las mujeres, por definición, somos fieles. Pero a todas nos pasan cosas extrañas, aunque en el fondo no es culpa nuestra... Son las circunstancias...

FIDELIDAD FEMENINA

Mi nombre no importa demasiado. Tampoco mi edad. Únicamente decir que soy una mujer que lo mismo podría tener 20 años, que 30, que 40. Eso sí, soy tremendamente atractiva y sexy. Qué decir de mis pechos, redondos, perfectos, firmes, apetitosos. Mi trasero despierta todos los deseos imaginables en hombres de todas las edades. Mi cara es guapa, sin arrugas ni imperfecciones. Y los labios ¡ay, los labios! Son tan bonitos y carnosos que todos desean que les haga una mamada nada más verlos. Además poseo una cintura de avispa, unas medidas de top model de pasarela y unas piernas largas y bien torneadas. Por supuesto, ni un gramo de grasa. En resumen, como el avispado lector habrá podido comprobar, soy como las chicas que aparecen en los relatos eróticos, pero seguramente mejor que todas ellas.

No creo que haga falta añadir que soy inteligente, simpática y que visto siempre perfecta. De modo sexy si tengo 20 años o de modo muy elegante, tipo ejecutiva, si paso de los 30. En todo caso soy una mujer exitosa: la más aplicada de clase en la Universidad, la que mayores éxitos cosecha en el trabajo y la mejor en todo lo que me ponga a hacer. Es normal que los relatos eróticos se basen en gente como yo, ya que por lo visto debo ser el estereotipo de mujer que anda por la calle.

Por todo lo anterior me parece totalmente lógico que todos los hombres tuerzan el cuello al verme, que en sus caras se dibujen expresiones de deseo cuando se cruzan conmigo y que sus rostros se vuelvan suplicantes y babeantes por poder lograr mis favores sexuales. Pero esto último no es tan sencillo, ya que o bien tengo novio formal o bien estoy casada. Eso sí, mi marido o novio es como todos: nunca se enteran de nada. No sé si será por alguna idiotez genética que padece el género masculino, si será por problemas de vista o si será por alguna oculta razón que se me escapa, pero lo cierto es que hago lo que quiero con quien quiero en sus mismas narices sin despertar la más mínima sospecha.

Aunque no se vayan a creen que soy un simple putón verbenero, nada de eso. Soy una mujer seria, formal, enamorada y, por supuesto, muy fiel. Claro que yo no tengo la culpa de que todos los hombres me acosen, que mis curvas les resulten irresistible. Imagino que eso es algo natural, que nos pasa a todas las mujeres al menos un par de veces a la semana. En ese aspecto los relatos no exageran para nada. Tendría para estar varios días contándoles los acosos que he sufrido, pero trataré de resumir lo más posible.

En líneas generales, sin entrar en casos concretos, tengo que decir que siempre los acosadores son varios, generalmente tres, aunque a veces pueden ser más. Normalmente chicos más jóvenes que yo y que, casualmente, están tremendamente buenos. Siempre hay un cabecilla que es el que lleva la voz cantante y el que tiene las manos más largas, mientras que los otros se dedican a seguirle en sus actos y a reírle las gracias, esperando ansiosos su turno.

El lugar, por sorprendente que parezca, suele ser un sitio público, con gran aglomeración de gente. Pero como todo el mundo va a lo suyo, nadie ve nada. Y si alguien ve algo, no pasa nada, ya que todos y cada uno de los habitantes de este país están habituados a ver como un grupo de chicos meten mano a una chica explosiva como yo sin cortarse un pelo. Me ha pasado esto en discotecas, en supermercados, en partidos de fútbol, en trenes, autobuses o metros, en playas abarrotadas de gente o en reuniones de trabajo. Eso sí, salvo contadas excepciones no me suele pasar en lugares desiertos o solitarios, vayan ustedes a saber por qué.

Otro detalle que se repite siempre es que mi marido o novio siempre está a mi lado o muy cerca. A veces me tiene castamente cogida de la mano o de la cintura, mientras varios pares de manos soban toda mi anatomía a conciencia. Otras veces se aleja unos metros a pedir una copa o a charlar con algún conocido, circunstancias éstas que los tíos suelen aprovechar para acosar y abusar de las chicas guapas. Alguna que otra vez le ha sonado el móvil en el momento preciso, por lo que incluso he llegado a pensar seriamente que todo forma parte de un complot perfectamente orquestado y que la llamada la hace alguno del grupo de acosadores adolescentes. En cualquier caso, esté a mi lado o a unos metros, nunca se entera de nada. Y si se entera de algo supongo que se apodera de él una sensación de orgullo al ver que tiene una novia o mujer que está tan buena que despierta los más bajos instintos de otros hombres. Además no es para nada egoísta y si tuviese que dejar que otros disfruten de mi cuerpo durante un ratito, lo haría encantado. Esto último suponiendo que se entere de algo, cosa de la que tengo serias dudas.

Y la verdad es que yo nunca quiero dejarme. Cuando noto que empiezan a decirme obscenidades al oído y a apoyar sus duros y enormes penes contra mis glúteos siempre me resisto. Trato de apartarme, pero nunca tengo espacio suficiente. Les lanzo una mirada asesina, que solo sirve para calentarles aún más. Les amenazo con decírselo a mi novio/marido, pero entonces ellos se ríen a carcajadas. Como soy una chica tan formal me resisto hasta límites insospechados. Pero claro, una no es de piedra. Y los acosadores parecen tener tres o cuatro manos cada uno, que recorren con pericia y sabiduría todos los recovecos de mi cuerpo. Cuando quiero darme cuenta ya tengo un par de manos sobre los pechos, otras intentando quitarme las braguitas y algunos dedos tratando de profanar mis decentes orificios.

Ya sé que a todas nos pasan esas cosas con asiduidad, pero la verdad es que no acabo de acostumbrarme. Me siento incómoda siempre en esa situación, pensando que mi pareja se va a dar cuenta, que todo el mundo me está mirando y que ese grupillo son unos mal nacidos. Sin embargo, pese a mis reticencias, en menos de un minuto me percato de que mis pezones (magníficos, por cierto) están duros como piedras y noto mi sexo empapado. A partir de ese momento sé que mi causa está perdida. Del "no quiero" voy pasando al "bueno, quiero un poquito" y de ahí al "quiero que me follen por todos los lados". El proceso es totalmente lógico, como cualquier mujer que lea esto podrá corroborar.

Es entonces cuando, con mucho disimulo, empiezo a manosear las pollas de mis asaltantes. Es algo digno de estudio, pero lo cierto es que todos ellos la tienen por lo menos el doble de grande que mi pareja. Nunca me ha acosado ninguno que la tenga pequeña, todos están dotados de unos pollones fabulosos, de al menos 20 centímetros. Respecto al tamaño hay otra norma que siempre se cumple: el chico más guapo, el más cachas, el que está más bueno, siempre es el que la tiene más grande. Suena a tópico de relatos, pero es así. Cuanto más toco esos endurecidos miembros más se me hace la boca agua, nunca mejor dicho. Por no hablar del coño, que se me empapa como si fuera una fuente.

Yo nunca quiero decirlo, pero las palabras se me acaban escapando, mediante un susurro dirigido al líder del grupillo. Suele escapárseme alguna lindeza tal como "folladme de una vez, cabrones" o algo por el estilo. Al principio me arrepentía de decir eso, pero luego me he dado cuenta de que todas las mujeres que se ven en una situación de esa guisa acaban diciéndolo. Es lo más normal del mundo ¿no? Entonces viene la maniobra evasiva. Si mi chico está a mi lado busco cualquier excusa. Con cara de no haber roto nunca un plato (porque en el fondo soy una buena chica) le digo que debo salir un momento, ir al servicio o a pedir otra copa. Él nunca pregunta nada, pese a que se lo digo entre suspiros entrecortados y algún que otro gemido, limitándose a asentir o a decir "claro cariño, te espero aquí". Tampoco parece reparar en las manos de pulpo que siguen recorriendo mi cuerpo mientras hablo con él.

Y me voy de allí, con paso firme y decidido, con un calentón en el cuerpo que me provoca sudores, seguida por mi cohorte de acosadores, del mismo modo que una fila de ratones seguían al Flautista de Hamelin. El lugar es lo de menos, ya que no soy nada remilgada para eso. Pueden ser los servicios de la discoteca o del bar musical, el destartalado coche de segunda mano de aquella pandilla, algún callejón oscuro o una habitación del hotel barato. El caso es que ya estoy inflamada por dentro y aquellos sementales me van a calmar los calores, vaya si van a hacerlo. Una vez en el lugar elegido ellos, sin pedir permiso, me quitan la ropa sin mucho cuidado. Por lo general arrancan botones y rompen alguna que otra costura, pero claro esas cosas forman parte de los riesgos a los que cualquier mujer se enfrenta en el día a día. Cuando me tienen desnuda del todo puedo oír alguna que otra alabanza referida a mi magnífico cuerpazo, pero eso dura poco, ya que se lanzan a mí como lobos hambrientos.

Me comen por todos los lados, me chupetean, me muerden y me pellizcan. Entonces aparecen sus estupendos penes, totalmente empalmados, bonitos, apetecibles... No hace falta que me digan nada: todas sabemos que en ese caso hay que empezar a chupar la polla más gorda, metiéndola entera en la boca hasta que roce la campanilla. Debe ser la excitación, pero nunca me dan arcadas por eso. Mientras el resto de la pandilla se entretienen jugando con mis tetas y con mis agujeritos. Algo que siempre me ha maravillado es que, pese a parecer jovencitos inexpertos, se manejan mejor que actores porno, sabiendo perfectamente que hacer con cada parte de mi cuerpo. Al cabo de unos minutos me estoy clavando sobre la polla más grande de todas, la cual cabe perfectamente en mi coño, por estrecho que éste sea. Por cierto, nada de incómodos condones. Las mujeres cuando nos calentamos con un grupo de jóvenes desconocidos no perdemos el tiempo con esas minucias.

Entonces todos empiezan a jalear a mi follador, llamándome puta, zorra y no sé que más groserías. Y yo me pregunto ¿a qué mujer no le llaman puta de vez en cuando un grupo de jóvenes con acné? A ninguna, por supuesto, así que mi caso no es tan raro como pueda pensarse. Lo mejor de todo es cuando empiezan a tantear mi culito, mientras yo sigo empalándome sin parar. Los dedos van entrando por mi orificio posterior, sin tregua, sin pausa, mientras yo voy encadenando los orgasmos. Nunca hago sexo anal con mi pareja, porque me duele mucho. En cambio con esos jovenzuelos, pese al tamaño de sus pollones, nunca tengo miedo de que me hagan daño. Al primer empujón el culito se me abre del todo y esa polla enorme entra con la misma facilidad que un cuchillo en la mantequilla, hasta los huevos. No me produce dolor, solo placer, mucho placer. La otra u otras pollas restantes se entretienen en mi boca, muchas veces entrando varias a la vez. Y ya sé que le he dicho muchas veces a mi pareja que el sexo oral no me va mucho, pero en esos casos tampoco me voy a poner a protestar.

Se ponen a bombearme por todos los lados, provocándome un orgasmo detrás de otro, cada vez más fuertes, más intensos, más explosivos. Casi ni me entero cuando ellos se van rotando, porque es indispensable que todos los chicos disfruten de todos mis agujeros, faltaría más. Estas posturas no son nada complicadas. En las pelis porno y en los relatos se repiten una y otra vez, y cualquier mujer sabe adaptarse a tres o cuatro pollas, una por cada sitio. Y menos mal que no tenemos más agujeros... Cuando creo que me voy a morir de placer ellos empiezan a correrse. Hay que ver lo bien alimentada que está la juventud actual, porque tienen semen para dar y tomar. Me llenan el coño, el culito, la boca, las tetas, la cara y aún les sobra. ¡Y qué leche más rica! La de mi marido o novio no me gusta, porque sabe amarga, pero la de estos chicos es deliciosa, hasta dulce. Naturalmente me trago todo lo que puedo, ya que soy golosa, para que vamos a negarlo.

Cuando acaban todos de eyacular se suben los pantalones y se van, algunos en silencio, otros llamándome zorrón o alguna palabra sinónima, que por algo los jóvenes de hoy tienen un vocabulario bastante completo. Entonces trato de vestirme como puedo, lo cual no siempre resulta fácil. Más que nada porque parte de los botones de mi blusa o vestido han sido arrancados, alguna costura desgarrada y mis bragas, por regla general, han desaparecido misteriosamente. Pero las mujeres somos muy apañadas y estamos acostumbradas a cosas así, por lo que no hay mayores problemas. Más o menos logro recomponer mi vestimenta y vuelvo a buscar a mi novio o marido. Lo normal es que él ya no esté allí, lo cual puede resultar lógico si consideramos que ha pasado una hora y media desde que me fui.

Pero tampoco esto es grave, por la sencilla razón de que todos los hombres están acostumbrados a que sus parejas desaparezcan largos periodos de tiempo y regresen en un estado más que dudoso. El camino de regreso a casa o al hotel lo empleo en inventar alguna excusa que resultará increíble, claro. Pero nuestras parejas nos quieren mucho, por lo que o bien no preguntan o bien se creen lo primero que les contamos. Por ejemplo mi chico no suele prestar atención a pequeños detalles tales como el lamentable estado que presenta mi ropa, el fuerte olor a semen que desprendo, las marcas de mordiscos y chupetones que cubren mi cuerpo, la irritación de mis pezones o el liquidillo blanco y viscoso que escurre por mis agujeros. Con poner carita de buena, hecho éste en el que todas las mujeres con pareja somos unas expertas, asunto resuelto.

Incluso en alguna ocasión mi chico, mientras veía la tele tirado en el sofá, me comentó algo así como: "vaya, menuda cola debía haber en el servicio de chicas, perdóname por no haberte esperado". Yo le perdonaba y todos contentos, que para eso somos pareja y hay que ser comprensivos, ¿no creen? Y pese a tener un par de estos pequeños incidentes a la semana sigo considerándome una mujer fiel y feliz, que se desvive por su pareja. Es más, él tendría que agradecerme lo discreta que soy cuando me acosan, ya que ni monto follones públicos, ni dejo que la cosa pase a mayores hasta que estoy en un lugar discreto. Yo sería incapaz de hacerle daño, así que aplico la regla "ojos que no ven, corazón que no siente".

En el fondo no soy más que una víctima del sistema. Lo mismo que todas las mujeres yo desearía que no me pasasen estas cosas, pero por lo visto es algo inevitable. Eso sí, pocas somos las que nos atrevemos a contarlas. La mayoría callan, pero no por eso son más inocentes, para nada. Si lo normal es que esto ocurra hay que aceptarlo y ya está. A ver si alguien se cree que las chicas de los relatos a las que les pasa esto son especímenes raros o mujeres venidas de otro planeta. Pues no: son mujeres normales y corrientes, de las que trabajan, se ocupan de la casa, van a la peluquería, etc.

Yo, por ejemplo, ya estoy sospechando cual va a ser la próxima de estas encerronas que me esperan. Todos los días a las nueve menos cuarto de la mañana mi compañero y yo salimos de casa para ir a nuestras ocupaciones diarias. Muchas veces coincidimos en el ascensor con tres chicos, vecinos de diferentes pisos del rellano, que cargados con sus mochilas se dirigen al instituto. Andarán todos por los 17 o 18 años. Por el modo en que me miran me temo que cualquier día se las arreglarán para que mi marido o novio no entre en ese ascensor. Una vez dentro los cuatro, alguno de ellos pulsará con disimulo el botón de stop entre dos pisos o incluso puede ser que el ascensor se averíe de verdad, que de casualidades está la vida llena. Una vez en esa situación ya sé que derrotero tomarán los acontecimientos, y mientras mi pareja estará preocupado por mi tardanza, pensando que me va a dar un ataque de claustrofobia o que me voy a asfixiar en tan reducido habitáculo, yo gozaré como una burra en celo. Cuando al fin aparezca, después de más de una hora, me pedirá mil perdones por haberme dejado sola en el ascensor.

En fin que no será más que una anécdota más de la rutina diaria. De esa rutina que tenemos todas las mujeres. Y que ninguna me mire con cara de santa y expresión de no comprender nada, ya que está demostrado que todas asiduamente somos encerradas, acosadas, atrapadas, manoseadas, humilladas y folladas por grupos de adolescentes. La que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y si no, a los relatos me remito.