FETICHISTAS: ¡Taxi!

FETICHISTAS es una serie de relatos independientes que exploran distintos fetiches y fantasías sexuales, como el exhibicionismo, los pies, el voyerismo y muchos otros. En «¡Taxi!», David no puede esperar a llegar a casa para aliviar su dolor de huevos.

La jornada se había extendido mucho más allá de lo que David había previsto. Un vistazo a su reloj de muñeca le confirmó lo que ya sospechaba: hacía más de una hora que el último tren a casa había partido. Frotándose los ojos, que lagrimeaban y le escocían tras las interminables horas frente a la pantalla, David supuso que solo tenía tres opciones: la primera, descartada de inmediato, era hacer noche en la oficina. Aunque contaba con una sala de descanso donde el mullido sofá había servido en incontables ocasiones de lugar de reunión, David dudaba mucho que lograse dormir algo allí tumbado. La segunda opción, en absoluto mejor que la primera, era dirigirse a la estación y dormitar hasta las cinco y media de la mañana, la hora del primer tren. Ni qué decir tiene que aquella opción tampoco le arrancaba ningún salto de alegría. Así pues, solo le quedaba una alternativa.

Suspirando sonoramente, David abandonó su escritorio, los dedos de la mano izquierda luchando por deshacer el asfixiante nudo de la corbata que le había estado arrebatando el aire durante las anteriores trece horas y media. Mientras luchaba por librarse de la dichosa soga de seda, llevó la mano derecha al bolsillo del pantalón, extrayendo de él su teléfono móvil y abriendo la aplicación a la que se dirigía siempre como último recurso. Tras varias pulsaciones en la pantalla, David leyó en la ventana que se manifestó que su taxi llegaría en cinco minutos. Chasqueó la lengua. Cinco minutos no suponían el tiempo suficiente para proporcionarse el alivio que sus huevos llevaban pidiendo desde hacía ya unas buenas cinco horas. Tendría que aguantar hasta llegar a casa, lo cual suponía una hora más aguantando el incipiente dolor que nacía en sus pelotas y se extendía por su abdomen. David dudaba si podría aguantar.

Peinándose el cabello hacia atrás con los dedos, David abandonó la oficina, pulsó el botón del ascensor y descendió las doce plantas que le separaban del mundo exterior, observando las prominentes bolsas que adornaban sus enrojecidos ojos en el gran espejo de la cabina que descendía en silencio. La puerta se abrió, se despidió del conserje, que arrastraba la mopa de un lado para otro con los auriculares puestos ―David no creía que el conserje hubiera oído su «buenas noches», sumido como estaba en su atronadora música― y abandonó el edificio.

Había entrado allí aquella mañana antes de que el sol terminase de despuntar. Y salía horas después de que se hubiera puesto. En la fresca oscuridad, bañada irregularmente por los haces ambarinos de las farolas, David esperó, manos en los bolsillos, el dolor de huevos in crescendo , a la llegada de su taxi, que no se retrasó más de un minuto.

David dio dos pasos hasta el coche negro que se había detenido frente a él, conducido por un hombre de unos treinta años, barba de tres días, prominente nariz, carnosos labios y fuerte mandíbula, todo ello adornado en la morena piel de alguien con clara ascendencia magrebí. Con la sensación de que sus huevos podrían matarle de dolor de un momento a otro, David abrió la puerta trasera del vehículo y entró.

―Buenas noches, señor ―dijo el taxista.

―Buenas noches ―respondió David.

―¿Adónde le llevo?

David le dijo la dirección mientras el taxista la introducía en su teléfono móvil, que estaba sujeto a la luna del coche con un soporte para poder utilizarlo a modo de GPS. Al percatarse de que David vivía a más de noventa kilómetros, el taxista pareció relamerse anticipando la tajada que podría sacarse por aquella carrera.

―Está un poco lejos ―repuso el taxista, comenzando a conducir.

―No tengo prisa ―mintió David, piernas separadas, tratando de evitar que sus huevos rozasen de más con su ropa interior.

Durante el trayecto, David se dedicó a mirar furtivamente al asiento del conductor. Su piel tostada tenía un matiz casi dorado en la penumbra de la noche. Sus ojos oscuros parecían relucir como piedras preciosas. Sus manos, grandes, con dedos gruesos, sujetaban el volante con firmeza. La mente de David no pudo evitar volar, imaginándose aquellas manos sujetando con aquella misma fuerza otras cosas.

Aquello fue un error.

Con una dolorosa punzada, las pelotas de David se removieron en sus muslos al tiempo que su polla comenzaba a palpitar. Procurando no dejar que el taxista reparara en él, David se llevó la mano a la entrepierna, presionándose los huevos suavemente, con la vana intención de calmar el dolor que sentía. Sin embargo, el calor de sus dedos no hizo más que avivar la chispa que ya había comenzado a incendiar su interior. Sintió la polla, ya dura, unirse a las insoportables riadas de dolor.

Un gruñido escapó de sus labios y, a través del retrovisor, el taxista buscó sus ojos.

―¿Todo bien, señor?

―Sí ―respondió David de inmediato―. Sí, no pasa nada. ―La mano de David seguía sosteniendo, sobre el pantalón, sus doloridos cojones. Al taxista, por lo visto, este detalle no se le pasó por alto puesto que, sus carnosos labios encorvándose ligeramente, añadió:

―Póngase cómo si lo desea, señor. Pasar todo el día trajeado puede acabar siendo muy incómodo, ¿no?

―Eh… sí. Sí, es muy incómodo, la verdad. Creo que… creo que me quitaré la chaqueta ―repuso David, doblando la chaqueta y dejándola a su lado. El taxista asintió lentamente.

―Sí, antes de dedicarme a esto, trabajaba en una oficina. Recuerdo lo mucho que me molestaba el cinturón al final del día.

―Ahora que lo mencionas, sí ―coincidió David, que sentía cómo el cinturón le mordía las caderas. Claro que, comparado con el dolor de huevos, aquello no era nada. Aun así, con movimientos deliberados, David se desprendió del cinturón y, además, desabrochó el botón del pantalón, la presión liberándose de inmediato. Para su sorpresa, el dolor de pelotas pareció amainar un poco.

Pasaron varios minutos, David sin chaqueta ni cinturón, la mano colocada entre su piel y el pantalón, las yemas de los dedos rozando apenas su vello púbico. Recostándose en el asiento, separó más las piernas, su mano deslizándose más profundamente en su entrepierna, encontrando la cabeza de su erección. Mirando al asiento del conductor, David permitió que su dedo jugueteara con su glande unos instantes, antes de retirar la mano, el gran bulto que se dibujaba en su entrepierna dejando poco lugar a la imaginación. Cada tanto, la mano de David volvía a adentrarse en su entrepierna, rozando su polla, sus huevos, y retirándose antes de que el taxista pudiera descubrirle.

Sin embargo, la presión de sus huevos parecía dispuesta a acabar con él y David, procurando ocultarse lo mejor posible del campo de visión del retrovisor, permitió que su mano, al fin, envolviera su ardiente polla bajo los calzoncillos. Comenzó a masajear su erección, con movimientos sutiles y lentos con tal de no llamar la atención del taxista que, centrado en la carretera, no parecía percatarse de nada de lo que estaba comenzando a tener lugar en el asiento trasero del vehículo. Poco a poco, la mano de David se atrevió a acelerar el ritmo, masturbándose más cómodamente, pero el susurro de la tela podría alertar al taxista, de modo que, en su obnubilada mente, a David le pareció que sería más discreto si se bajaba los pantalones lo suficiente como para evitar el sonoro roce de la ropa contra su mano al sobarse la polla.

La vista fija en el retrovisor, David comenzó a masturbarse en absoluto silencio, su polla al fin libre, sus huevos, doloridos, respirando el aire fresco tras tantas horas atrapados. Pequeños escalofríos comenzaban a nacer en la entrepierna de David que, mordiéndose los labios, dejaba que su mano explorara enloquecida toda la longitud y grosor de su duro rabo, que había comenzado a latir, el dolor de sus huevos peleando contra el placer de su polla, sus muslos temblando, los dedos de los pies retorciéndose dentro de los apretados zapatos, de los que, sin pensarlo dos veces, se deshizo de un plumazo, sus pies sintiendo de inmediato el maravilloso alivio de la libertad.

Sintiendo que su orgasmo podría llegar de un momento a otro, David consideró oportuno desabrochar su camisa, pues presentía que la lefada abandonaría su polla con tanta fuerza que, sin duda, impactaría, como mínimo, su abdomen, sino incluso su pecho. Así, camisa abierta, velludo y musculoso pecho al aire, pantalones por los tobillos y descalzo, David pegaba un zarandeo tras otro a su rabo con la mano derecha, mientras con la izquierda pellizcaba su pezón, el intenso placer extendiéndose por todo su pecho como un torrente.

―Bueno, en veinte minutos estaremos allí ―dijo el taxista, sacando a David de su ensoñación y devolviéndolo al presente, cobrando consciencia de que estaba semidesnudo en un taxi conducido por un absoluto desconocido. David intentó taparse lo más rápido que pudo antes de que el taxista tuviera la ocurrencia de mirar por el retrovisor y encontrarle en aquella tesitura. Pero era tarde. Con una aterrada mirada al retrovisor, los ojos de David impactaron con los del taxista.

―Lo siento ―repuso David de inmediato―. Lo siento mucho, no sé qué me ha pasado…

―Tranquilo ―dijo el taxista, que, para sorpresa de David, sonreía ampliamente―. No se preocupe, señor. No es la primera vez que pasa algo así. Usted siéntase como en su casa, yo me limito a conducir. Puede seguir dándose placer hasta que lleguemos a su casa, señor.

David no dijo nada. Por un instante consideró volver a vestirse y aguantar el dolor hasta llegar a casa. Sin embargo, su iracunda erección parecía amenazarle con torturarlo hasta el fin de los días si se atrevía a detenerse. De modo que, lanzando una última mirada al retrovisor (el taxista volvía a estar centrado en la carretera), agarró su rabo con una mano, sus cojones con la otra y, ya sin preocuparse por mantener la discreción, empezó a pajearse a tal velocidad que los espasmos se seguían unos a otros, lamiéndole el cuerpo entero, su piel erizándose, un delicioso calor naciendo en sus huevos, disolviendo el dolor que le había estado atormentando y extendiéndose por sus muslos, su abdomen, su pecho, sus piernas, sus brazos, sus pies, embriagándole, su polla estremeciéndose incontenible, lamiéndose los labios, jadeando, gimiendo, el sudor empapando el vello de su pecho, brazos, entrepierna, axilas

Cerró los ojos, echó la cabeza atrás. Con ambas manos recorriendo su rigidez sin dejar olvidado el más mínimo trozo de piel, David se masturbó con tal pasión y fiereza que, aunque quisiera evitarlo, el taxista no podía sino lanzar furtivas miradas al asiento trasero de su taxi, admirando los enormes cojones de aquel hombre, saltando arriba y abajo entre los poderosos muslos mientras se jalaba el rabo con violenta furia, el sudor corriendo a chorros por todo su cuerpo, los gemidos de su garganta inundando el vehículo y el fuego de su piel irradiando por todas partes, empañando de inmediato los cristales. El taxista vio, desde el retrovisor, cómo la boca del hombre se desencajaba en un sordo gemido, sus ojos se ponían en blanco, su cuerpo se retorcía en el huracán de placer que le estaba sobreviniendo, sus huevos prácticamente vibrando mientras descargaban con tremenda ferocidad las espesas ráfagas de lefa por todas partes, embadurnando el cuerpo desnudo de aquel hombre, que temblaba y gemía y sudaba y se estremecía mientras su polla seguía escupiendo su interminable orgasmo.

Cuando al fin terminó, el taxista entregó un paquete de pañuelos a David que, limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo, intentó decir «gracias», aunque la palabra no tuvo la fuerza suficiente para abandonar su garganta. En silencio, rostro enrojecido, cuerpo ardiente, David limpió su abundante corrida con los pañuelos. Sin mirar adelante, cubrió su desnudez, se calzó, abotonó su camisa y volvió a colocarse la chaqueta. Cinco minutos más tarde, el taxi se detuvo frente a la puerta de su casa.

―Muchas gracias ―dijo David, su voz sonando algo temblorosa, recuperándose aún del intenso orgasmo.

―A usted ―repuso el taxista―. ¿Querrá conservar el vídeo?


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