FETICHISTAS: Mano dura
FETICHISTAS es una serie de relatos independientes que exploran distintos fetiches y fantasías sexuales. En «Mano dura», un esclavo desobediente se lleva el castigo que se merece.
La desobediencia de mi esclavo merece mano dura. Así lo decido mientras salgo de la ducha y seco mi cuerpo. Sé que no lo hace a propósito, es solo que su cerebro no es capaz de entender que, cuando le doy una orden, su deber es cumplirla, de inmediato, sin protestar, sin cuestionar. Oír, callar, obedecer. Eso es lo único que tiene que hacer. Y, aun así, estos últimos días me he visto corrigiéndole más veces de las que me gustaría contar.
Pero eso se termina ahora.
Sin vestirme, salgo del cuarto de baño. En el comedor, mi esclavo me espera, la mesa preparada, mi comida frente a mi silla. La cena puede esperar. Chasqueo los dedos y le señalo con desdén.
―Tú, saca todo lo que hay en el baúl. Voy a darte una lección antes de la cena. A ver si así aprendes de una puta vez a obedecerme como es debido.
―Sí, amo ―responde Fran de inmediato, estremeciéndose visiblemente, puesto que el baúl está repleto de herramientas de castigo que solo he usado con él en una ocasión. Está claro que el recuerdo de aquel primer castigo sigue vivo en su mente. Sin embargo, está igualmente claro que fui demasiado blando con ese castigo, de modo que, ahora, tendré que ser más severo. Mucho más severo…
Cabizbajo, Fran regresa, cargando con los contenidos del baúl: mi látigo de cuerdas, dos pinzas de metal, una fusta, una mordaza, las esposas y unos pequeños pesos. Sonrío, mi polla comenzando a endurecerse ante la expectativa de lo que le voy a hacer a mi desobediente esclavo.
―Hoy te has portado muy mal ―digo―, lo sabes, ¿verdad?
―Amo…
―Que si lo sabes ―repito, tono mordaz, agarrando con fuerza el brazo de mi esclavo, que suelta un grito ahogado, dolor y sorpresa mezclándose en su cuerpo.
―Sí, amo ―musita.
―Muy bien ―digo, soltando su brazo y acariciando su rostro suavemente un par de veces, antes de propinarle una bofetada que le gira la cara. Las cosas que sostenía en los brazos caen a nuestros pies. Le cae una segunda bofetada, esta vez en la otra mejilla―. ¡Recógelo todo!
―Sí, amo ―responde de inmediato Fran, agachándose y recogiendo, manos temblorosas, las herramientas que usaré para castigarle.
―Déjalo todo en la mesa ―digo, y observo mientras mi esclavo obedece―. Bien.
Me giro a la mesa, mi mano recorriendo mis preciados instrumentos de castigo. Me dirijo primero a las esposas, las sostengo en las manos y me coloco a la espalda de Fran. Sonrío, complacido, al ver que no necesito ordenarle que ponga las manos detrás de la espalda: ya lo ha hecho él por voluntad propia. Sin embargo, esto no me hará ser más suave con él esta noche. Aprieto las esposas alrededor de sus muñecas, le doy un azote en las nalgas, él deja escapar un gritito. Agarro la mordaza.
―Abre bien la boca ―digo, colocando la gran bola negra de la mordaza entre sus dientes. Abrocho la mordaza detrás de su nuca y le observo. Boca abierta, la bola negra forzándole a abrir la mandíbula al máximo, la saliva comenzando a caer por las comisuras de sus labios.
Una nueva bofetada. Fran grita, intentando proteger su rostro con las manos, las esposas impidiéndoselo. Dejo escapar una risa breve mientras sostengo las pinzas de metal, cada una en una mano. Le miro, sonriendo ante su rostro, pálido, ojos aterrorizados, negando lentamente con la cabeza.
Coloco las pinzas sobre sus pezones, el metal pellizcándolos con furia, sus inmediatos gritos de dolor regalándome oleadas de placer que terminan de endurecer mi rabo. Observo cómo Fran se retuerce, la mordaza ahogando un tanto sus gritos y súplicas, las pinzas apretando sus cada vez más enrojecidos pezones. Me pajeo mientras veo su cuerpo bañado en un dolor que no ha hecho más que comenzar.
―¿Crees que has tenido suficiente castigo, puta? ―digo, mi mano recorriendo mi polla, rígida y caliente. Fran asiente enérgicamente con la cabeza, su saliva resbalando por su barbilla hasta su cuello―. ¿Sí? ¿Seguro? Yo creo que no ―repongo, echando mano del látigo de cuerdas―. Separa las piernas ―le ordeno, y él, entre gimoteos, obedece. Acaricio las cuerdas del látigo con una mano, antes de pasearlo suavemente por el cuerpo de mi esclavo, que tiembla, rostro y pezones enrojecidos.
Aparto el látigo de sus hombros y, con todas mis fuerzas, lo dirijo a su muslo derecho, las cuerdas abrazándolo con un violento chasquido que arranca un fortísimo grito de la boca amordazada de Fran. Su pierna parece ceder, pero logra tenerse en pie y, mientras me masturbo ferozmente, le propino otro latigazo en el otro muslo.
―Estoy muy decepcionado contigo, ¿sabes? ―digo, centrando mi atención en los pequeños pesos que esperan su turno de castigar a Fran. Los sostengo entre las manos. Son más pesados de lo que parecería por su tamaño. De un extremo, sale una cadena, al final de la cual hay un anillo de metal. Le enseño a Fran los pesos. Sabe perfectamente para qué sirven.
Me agacho frente a él, su patética flacidez encogida a causa del miedo y dolor. Esto no hace más que llevar deliciosos espasmos a la punta de mi rabo y a mis huevos. Le pego un suave manotazo en los cojones y él chilla. No grita, chilla. Con voz aguda, estridente, presa del pánico y borracha en el dolor. Yo río. Le sujeto los huevos entre el índice y el pulgar y los hago pasar, primero uno, luego otro, a través del anillo de metal, de modo que sus cojones quedan atrapados, los pesos colgando dolorosamente de ellos. Observo como el peso hace que sus huevos cuelguen más bajos de lo habitual. Los hago balancearse mientras sus grititos me acercan inexorablemente al orgasmo.
Le quito las esposas y, de un puñetazo en el estómago, le hago caer al suelo, a cuatro patas. Echo mano a la fusta y, sin aviso previo, arremeto contra sus nalgas. Su grito, el más intenso y lastimero hasta el momento, me lame el cuerpo, mis huevos removiéndose, deseosos por descargar sobre el cuerpo de mi esclavo, que tiembla violentamente en el suelo, sus nalgas enrojeciéndose de inmediato ante los impactos de la fusta.
―¿Crees que has tenido suficiente? ―pregunto―. ¿Eh? ―La cabeza de mi esclavo se mueve arriba y abajo desesperadamente, sollozos, jadeos y gritos huyendo sin descanso de su garganta. Dejo la fusta en el suelo, me escupo en la mano y humedezco con mi saliva su agujero. Acerco mi polla a su culo y, con una agresiva embestida de mis caderas, veo cómo mi longitud se entierra en sus entrañas. Él grita e intenta apartar su culo de mi rabo, pero mis manos sujetan firmemente sus caderas mientras empiezo a follarle a toda velocidad, sintiendo cómo mi rabo destruye su cuerpo desde dentro, sus desgarradores gritos tan solo animándome a ir más y más lejos.
Un espasmo acompaña a otro, y éste a otro más. Mis huevos palpitan, mi polla parece gemir y, con cegadora fuerza, siento mi lefa ametrallar las entrañas de mi esclavo, que, sin dejar de gritar y lloriquear, la recibe, densa, caliente, abundante. Tras la gran corrida, mi polla pierde rigidez y abandona el cuerpo de Fran.
Me pongo en pie y, tirándole del cabello, le hago quedar de rodillas, la cabeza a la altura de mi entrepierna. Le quito la mordaza y llevo su rostro a mi rabo, embadurnado de restos de mi orgasmo.
―Límpiame el rabo, vamos ―digo y su lengua recorre de inmediato mi flacidez, el sabor de mi orgasmo y el de sus entrañas combinándose en su boca―. Muy bien.
Le levanto, estirándole del pelo. Golpeo las pinzas que aún lleva en los pezones, lo cual hace que Fran se retuerza y grite. Ahora que su boca está libre, le oigo balbucear:
―Por favor, por favor, amo, no más, no más…
―¿No más? ―digo, golpeando nuevamente las pinzas―. ¿NO MÁS? Soy yo el que decide cuándo hay suficiente, ¿me oyes?
―Sí… sí, amo… ―solloza Fran. Observo su rostro, enrojecido, húmedo por la mezcla de lágrimas, saliva y el orgasmo que me ha limpiado con la lengua. Suspiro. Creo que mi esclavo ha tenido suficiente. Por hoy.
Retiro las pinzas de sus pezones, rojos e hinchados. Libero sus huevos de los pesos que los torturaban y veo cómo se remueven, agradecidos, aliviados. Con mis manos, limpio el rostro de mi esclavo, acariciando sus mejillas, descendiendo a su cuello, sus hombros. Mis labios se acercan a su frente. La beso y pruebo la sal de su sudor.
―Creo que con esto ya has aprendido la lección, ¿no? ―digo en un susurro, mi frente presionada contra la suya, mis manos acariciando su espalda.
―Sí, amo ―responde él, voz queda.
Le rodeo con fuerza con los brazos, acariciando su cabello, sus manos perdiéndose en mi pecho. Vuelvo a besar su frente al deshacer el abrazo y me siento a cenar. Mientras saboreo la deliciosa comida, ordeno a Fran que recoja las cosas y las devuelva al baúl. Le observo caminar lentamente, las marcas rojas del látigo en sus muslos, sus nalgas hinchadas por los golpes de fusta y parece que mi polla vuelve a cobrar vida.
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Eso es todo, nos leemos pronto.