FETICHISTAS: La pared (II)
FETICHISTAS es una serie de relatos independientes que exploran distintos fetiches y fantasías sexuales. En «La pared (II)», un hombre explora un agujero en la pared por segunda vez.
« Vengo casi todos los viernes sobre esta hora. Por si quieres repetirlo. Desde luego, a mí me encantaría ».
Había pasado una semana de aquel encuentro en la parte trasera del sex shop y mi mente no había dejado de vagar de regreso a aquellos momentos. Cada vez que cerraba los ojos, veía el agujero en la pared, la gruesa polla asomando a través de él, la voz del hombre al otro lado.
Por eso tenía que volver. Así pues, ese viernes, exactamente una semana después de nuestro primer encuentro, crucé las puertas de «CHERRY ON TOP», el sinfín de artículos sexuales recibiéndome como un viejo amigo.
Recorrí los estantes unos momentos, volviendo al lugar en el que le vi por primera vez, pero no estaba allí. Me dirigí al fondo, hacia la extensa colección de carátulas de películas pornográficas, cerca de donde estaba la pequeña puerta que llevaba a aquella zona secreta donde todo ocurrió.
Pero tampoco estaba allí.
Pasé largos minutos deambulando de acá para allá, buscándole, ansioso por repetir lo que ocurrió la semana pasada y, sí, de ir más allá. Mucho más allá.
Sin embargo, aquel viernes no tuve suerte. Aunque él me había dicho que visitaba el lugar casi todos los viernes a la misma hora, aquel viernes, por desgracia para mí, no le encontré.
El siguiente viernes, debido a tediosos compromisos familiares, quien no pudo ir al sex shop fui yo. Maldije por lo bajo durante todo el encuentro familiar, seguro de que, mientras yo estaba allí rodeado de gente a la que solo veía una o dos veces por año, él estaba colando su rabo por el agujero de la pared, dejando que la boca de otro le satisficiera.
Otro viernes pasó y, de nuevo, no le encontré. Pasó casi un mes desde nuestro primer encuentro y yo ya perdía la esperanza de dar con aquel hombre una vez más. Hasta que, en el fondo, fingiendo echar un vistazo a un látigo de cuerdas, reconocí aquel cuerpo tostado y musculoso. Al encontrar su mirada, sonrió. Me hizo de inmediato un gesto con la cabeza, igual que la primera vez. En esta ocasión, claro, yo estaba preparado. Asentí con la cabeza y esperé a perderle de vista tras la puerta que daba al pasillo de cabinas.
Entonces fui detrás de él.
El receptáculo, aunque era distinto al de la vez anterior, lucía exactamente igual. Supuse que la «decoración» de todas las cabinas sería la misma; la misma silla, la misma caja de pañuelos, el mismo televisor colgado en una pared y, por supuesto, lo más importante, el mismo maravilloso agujero.
Me agaché frente a la abertura en la pared y le vi, sentado en la silla, sin camiseta, desabrochándose el pantalón. Mis ojos danzaron por su musculoso abdomen mientras comenzaba a sobarse los abultadísimos calzoncillos.
Durante unos minutos, me limité a observar cómo se masturbaba aquella gruesa polla que tanto deseaba perder dentro de mí. El hombre parecía ajeno al ojo que le observaba al otro lado del agujero, de modo que, con un susurró, llamé.
―Eh…
Él miró al agujero y, al ver mi ojo, sonrió. Sin dejar de pajearse, se puso en pie, totalmente desnudo, y se aproximó al agujero.
―Hola ―dijo, deslizando el rabo a través de la pared.
―Hola ―respondí yo, agarrando su ardiente rigidez entre los dedos. Lamí mis labios y, sin tiempo que perder, me llevé el rabo a la boca.
―Uf… ―jadeó de inmediato el hombre―. Te pillo con ganas, ¿no?
―Muchas ―dije, masturbando su polla, besando su glande, lamiendo su tronco, mi mano libre desabrochando mi pantalón para llegar a mi enhiesta polla.
―Pues, es toda tuya, así que come a gusto ―dijo su voz. Yo sonreí y me llevé toda su tranca, entera, al fondo de la boca. Él pareció estremecerse o perder el equilibrio puesto que me llegó un golpe del otro lado de la pared, como si hubiera plantado sobre ella las palmas de las manos.
Mientras me masturbaba, me comía con deleite aquel delicioso rabo, el magnífico sabor salado de su sudor y orina besándome la lengua. Mis ojos se pusieron en blanco, mis labios apretando aquella rigidez, mis oídos estremeciéndose con los gemidos que del otro lado brotaban.
―Qué boca tienes, cabrón ―jadeó el hombre al otro lado.
―¿Te gusta? ―pregunté, sacándome la polla de la boca el tiempo justo para formular la pregunta y volver a tragármela entera.
―¿Que si me gusta? Dios, la comes como nadie.
Satisfecho con aquella respuesta, aceleré el ritmo de la mamada. Él comenzó a mover las caderas, acompañándome, ayudándome a tragarme más de su longitud, su glande acariciándome la úvula, sus huevos asomando por el agujero y rozándome la barbilla
―¿Te puedo follar?
―Sí ―dije y, en un abrir y cerrar de ojos, mi culo ya se presionaba contra el agujero de la pared, mis dedos separando las nalgas, exponiendo mi entrada al hombre de la cabina contigua. Le oí resoplar y chasquear los labios. Noté un movimiento, su cuerpo agachándose, y un delicioso calor. Su aliento frente a mi entrada.
Su lengua me acarició el agujero, la humedad haciendo que me estremeciera de placer, masturbándome, feroz, mientras su lengua me lamía con dedicación.
―Dios… qué culito más estrecho ―le oí susurrarle a mi entrada y sentí su dedo deslizarse a mi interior. El dedo entraba y salía, acariciando mis entrañas, mis gemidos animándole a ir más allá, a llevar un segundo dedo a mi orificio, a follarme con los dedos mientras mi mano pajeaba mi polla, mi cuerpo perdido en una nube de puro placer.
―Fóllame ―dije entre jadeos―. Quiero que me folles.
―Prepárate ―respondió él. Le oí ponerse en pie y la punta de su durísima polla se presentó ante mi extasiado agujero, que pareció abrirse de inmediato, invitando a aquel rabo a alojarse en mi interior. Sentí cómo, en un delicioso movimiento, esa gruesa y dura polla me abría el culo, adentrándose entre placenteros espasmos que me nublaban la vista―. ¿Te duele?
―No, fóllame ―insistí y sus caderas comenzaron a moverse, con cada embestida un gemido naciendo de mi garganta, con cada gemido, una oleada de placer en mi cuerpo, con cada oleada de placer, un jadeo desde el otro lado de la pared y, con cada jadeo, otra embestida. Sentía su rabo taladrar mi agujero con profundos y deliberados movimientos que me hacían gritar, no de dolor, puesto que mi cuerpo llevaba tanto tiempo deseando que aquel hombre me reventara que mi culo estaba más que preparado para aquello. No, los gritos eran del puro placer que su erección me regalaba cada vez que rozaba mi próstata, mi polla estremeciéndose con cada arremetida, mis caderas acompañando a las suyas, el ritmo acelerando, la pared entre nosotros amenazando con ceder de un momento a otro.
―¿Te gusta?
―Sí.
―¿Quieres más?
―Sí.
―Pues toma ―dijo y, de inmediato, pareció que sus caderas enloquecieron, adquiriendo un ritmo tan raudo y poderoso que se me cortó la respiración, mi cuerpo invadido por un insoportable placer tan intenso que olvidé dónde estaba, mi vista se apagó y solo existía yo en medio de ese bravo mar de gozo que golpeaba mi cuerpo con sus furiosas olas.
―¡Joder! ―me descubrí chillando―. ¡Sí! ¡Sí!
―¿Te gusta que te rompa el culo? ¿Eh?
―¡Sí!
―¿Te gusta que te reviente?
―¡Sí! Joder, joder… sí… ah…
―Grita, sí ―me pedía, sin dejar de follarme a aquella imposiblemente violenta velocidad que me hacía perder la consciencia. Yo gritaba. Él me embestía. Su polla me destruía el culo, que lloraba en lágrimas de placer que nadaban por mi cuerpo y llegaban hasta el suyo. Los dos perdidos en el placer del otro, separados por la pared entre ambos, seguimos gritando, gimiendo, jadeando, sudando, embistiendo, recibiendo.
―Joder… ―seguía yo gimiendo mientras su cuerpo, tal vez comenzando a agotarse o tal vez sintiendo que su orgasmo se acercaba, ralentizaba el ritmo de las acometidas contra mi roto culo.
―¿Dónde quieres que me corra? ―preguntó su jadeante voz.
―En la boca, quiero tragarme tu leche ―dije, enloquecido por el placer.
―Pues pon esa boquita, que te la voy a llenar ya mismo ―jadeó él.
Dejé que su rabo saliera de mi malherido culo y, masturbándome como un loco, me tragué de nuevo su polla, mamándola como nunca había mamado un rabo, arrancándole fortísimos gemidos de placer al hombre al otro lado del agujero, que golpeaba con los puños la pared, el placer tomando todo el control de su cuerpo.
―Me corro ―gimió. Su rabo dio una violenta sacudida dentro de mi boca y comenzó a descargar con inmensa furia lo que bien podrían haber sido litros de su espesa lefa, que resbaló dentro de mi boca, hacia la garganta, dejando un maravilloso rastro cálido tras de sí mientras me la tragaba, saboreándola, mi orgasmo impactando de lleno contra la pared.
―Ah… ―gemí débilmente, mi semen saliendo de mi cuerpo, la polla de aquel hombre aún en mi boca. La sentí encogerse, perder su dureza, hasta que, ya flácida, el hombre la sacó de mis labios.
―Joder… ―jadeó él, agachándose para verme a través del agujero―. Eres la hostia, ¿lo sabes?
―Tú tampoco te quedas atrás ―respondí, secándome el sudor de la frente, mi respiración acompasándose lentamente.
―¿Repetimos el viernes que viene? ―preguntó, sonriendo.
―Cuenta con ello.
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