FETICHISTAS: La gran pantalla

FETICHISTAS es una serie de relatos eróticos independientes que leerás con una mano. Cada relato explora un fetiche o una fantasía sexual, dese el exhibicionismo al sexo telefónico, pasando por los pies o el voyeurismo. En «La gran pantalla», Toni tiene un inesperado encuentro en el cine.

«Toni, lo siento pero me ha surgido un imprevisto, así que no podré ir al cine. Lo siento».

Con este mensaje, mi amiga Laura me dejó plantado cuando apenas faltaba media hora para el inicio de la película. Yo, que había tenido que coger el autobús, ya estaba delante del cine, por supuesto. No podía negar que me el mensaje me había mosqueado pero bien. ¿No podría haberme avisado con más tiempo? Suspirando y negando lentamente con la cabeza, tecleé una rápida respuesta mientras caminaba sin prestar atención al interior del cine. Claramente, caminar sin mirar por dónde va uno no es algo recomendable en lo más mínimo. Casi perdí el móvil de las manos y lo estrellé contra el suelo cuando, distraído como estaba, topé de bruces con lo que en un principio pensé que era una pared que alguien había levantado en mitad de la entrada. Sin embargo, cuando la pared se dio la vuelta y me agarró del cuello de la camiseta para evitar que cayera de espaldas en el suelo, tomé consciencia de que no era una pared sino una persona.

Un hombre joven, tal vez dos o tres años mayor que yo. Muy, muy alto y de espalda ancha. Brazos fuertes. Frondosa barba y cabello rizado, ambos negros. Piel dorada. Ojos verdes. Mi corazón dio un vuelco, la temperatura de mi rostro se disparó y mis piernas parecieron fallar momentáneamente. Asegurándose de que no me caería, el desconocido soltó mi camiseta y yo, con las mejillas incandescentes y las manos sudorosas, le dediqué una trémula sonrisa mientras sus labios pronunciaban con una voz grave y cálida:

―Cuidado, no te caigas.

―Eh… no. Perdona, no te había visto. Estaba despistado ―digo, señalando el móvil en mi mano. Él sonrió y se dio la vuelta, dejándome plantado delante de la puerta con el corazón latiendo tan intensamente que no me parecería extraño que la gente a mi alrededor reparase en el extraño «bum bum bum bum» que resonaba en el aire.

Tratando de recobrar la compostura, tomé aire profundamente y, enviando el mensaje a Laura en el que le decía que no se preocupara, que ya vería la película yo solo, me uní a la cola de personas que esperaban para adquirir su entrada, el hombre con el que me había estrellado algo más adelantado en la hilera. Esperé a mi turno y, cuando la amable taquillera me preguntó con voz cantarina qué deseaba, le dije, mis ojos bailando a la derecha (pues habían captado un último atisbo del moreno que me había salvado de mi caída):

―Una para la sala ocho, por favor.

―Perfecto, aquí tienes. ―La chica me entregó la entrada, reclamó el dinero que le debía, pagué y, sin recoger el cambio, eché un vistazo a la puerta por la que había entrado el moreno. Era la sala ocho. Parecía que íbamos a compartir sala de cine.

Mis pies se sentían extrañamente ligeros mientras abandonaba la taquilla y cruzaba el pasillo hasta la gran puerta con el inmenso número ocho ocupando toda su superficie. La empujé y me adentré en la mullida oscuridad de la sala, un suave pero persistente aroma a sal, mantequilla, azúcar y polvo acompañándome mientras subía en penumbra, rodeado de butacas. Reparé en que todas estaban vacías, a excepción de cuatro en la tercera fila y una en la última. Allí, al fondo, sus ojos parecían seguir mis torpes movimientos mientras ascendía hasta aquella, la última fila. Por un instante contemplé sentarme junto a él, pero pensé que le haría sentir extremadamente incómodo, más aún cuando la sala estaba prácticamente vacía y él se había puesto en una esquina. Estaba claro que, por el motivo que fuera, buscaba una relativa intimidad. Así que, sin dejar pasar la oportunidad de comérmelo con los ojos, crucé la última fila de butacas hasta el extremo opuesto a donde estaba él. Desde aquí, la visibilidad de la gran pantalla no era precisamente óptima, pero, si miraba de reojo, sí que podía captar vistazos fugaces de aquellos abultados brazos y piernas y de aquella nariz, y cuello y… entrepierna. Mis ojos casi se salieron de sus órbitas al reparar en el nada desdeñable bulto que reposaba entre sus muslos. Me encontré lamiéndome los labios lentamente, ensimismado en aquella deliciosa visión, hasta que el desconocido giró la cabeza rápidamente, pillándome con las manos en la masa. Yo di un salto y clavé los ojos en la pantalla, mis mejillas sonrojándose nuevamente. Tal vez me equivocase, pero juraría haber visto que las comisuras de sus labios se encorvaron hacia arriba al descubrirme mirándole el paquete…

En todo caso, decidí que lo más prudente sería no volver a lanzarle descaradas miradas. Al menos, no mientras las luces siguieran encendidas. Cuando se apagaran, tal vez, podría, de soslayo, con disimulo, volver a deleitarme en ese prominente bulto que tenía en el pantalón.

Se hizo la oscuridad absoluta en la sala durante un par de segundos, hasta que el proyector iluminó la gran pantalla con los tradicionales anuncios previos al pase de la película. Recorrí la sala con la mirada y pude corroborar que yo había sido el último en entrar, de modo que, en total, éramos seis en toda la sala. En mitad de un anuncio que no parecía tener fin, mis ojos danzaron lentamente de regreso a la esquina opuesta a donde yo estaba, mirando fugazmente al moreno. Me quedé con la boca abierta al ver que su bulto había parecido doblar el volumen. Sus piernas se habían separado entre sí. Su mano reposaba a escasos milímetros de su entrepierna, su pulgar acercándose, tentador, a la bragueta. Arqueé las cejas.

Terminaron los anuncios. Comenzó la película y decidí centrar mi atención en la pantalla. Sin embargo, me resultó imposible, pues, por el rabillo del ojo, mis pupilas captaban extraños movimientos en aquella esquina. Movimientos que se me antojaban, cuando menos, sospechosos, de modo que mi cerebro obligó a mi cuello a girarse por enésima vez, solo para ver al desconocido con la mano dentro del pantalón, claramente masajeando su entrepierna. Ver aquello provocó que, de inmediato, mi polla cobrase vida. Como un resorte, se elevó, cayendo presa de la tensa tela del pantalón. Mis ojos perdieron todo interés por la película; por supuesto, observar cómo aquel pedazo de hombre se tocaba como si tal cosa era infinitamente más interesante.

Le observé durante largos minutos, durante los cuales su mano parecía subir y bajar lentamente bajo la ropa, sin duda acariciando la erección que allí escondía, su rostro, impasible, clavado en la película, ajeno, con certeza, a mi incrédula mirada. Sentía la intensa palpitación de mi erección, que pedía a gritos salir de ese horriblemente ceñido pantalón que había decidido ponerme aquella tarde, pero, por supuesto, mi cerebro me impedía llevar a cabo aquella liberación.

El hombre seguía masajeándose el rabo, cada vez con mayor fruición, hasta que, antes mi atónita mirada, desabrochó su pantalón, y se lo bajó, junto con los calzoncillos, hasta los tobillos. Yo no era, ni por asomo, experto en pollas, pero aquella tenía que ser la más grande del planeta. No solo era larga, sino que su grosor parecía imposible. Su longitud estaba adornada por gruesas venas que surcaban la superficie, tensa y oscura. Se curvaba ligeramente hacia arriba y, en el extremo, asomaba un enorme y sonrosado glande, húmedo y reluciente. Sus huevos eran gordos, velludos, y colgaban considerablemente.

Una vez hubo perdido los pantalones, la mano del hombre se cerró firmemente alrededor de su grosor y se deslizó lentamente hacia arriba y hacia abajo, en largos y deliberados movimientos que abarcaban toda su longitud, sus huevos saltando y balanceándose con el movimiento. Su rostro seguía impasible, fingiendo con total convicción estar sumergido en la trama de una película de la cual yo ya ni recordaba el título. Me sorprendí al descubrir que mi mano, por encima del pantalón, sobaba mi polla al ritmo que marcaba la mano de aquel hombre mientras se masturbaba.

Y entonces ocurrió.

Los ojos del moreno se despegaron de la pantalla y me dedicaron una intensa mirada que hizo que mi corazón se detuviera. Sin dejar de pajearse con deleite, me sonrió y, con la mano libre, gesticuló. Era una clara señal que me invitaba a acercarme. Por supuesto, mis piernas parecieron clavarse de inmediato en el suelo, impidiéndome moverme aunque quisiera hacerlo. Tal vez pensando que no había entendido su invitación, el hombre movió la cabeza, diciendo, sin palabras, «anda, ven aquí». Seguía mirándome con aquella sonrisa suya, su polla aún firmemente sujeta en la mano, que no había dejado en todo ese tiempo de deslizarse por toda su erección. Me mordí el labio, cerré los ojos, suspiré con fuerza. Mis piernas reaccionaron y, con sumo sigilo, para no alertar a los de la tercera fila, me levanté y recorrí las butacas hasta la esquina opuesta. Me senté en la butaca adyacente a la del hombre y, desde ahí, su polla se me antojó más descomunal todavía.

El hombre me miró, arqueando lentamente las cejas, su mano sobándose la polla animadamente. Yo me limité a observar hasta que el moreno se inclinó hacia mí. Mi nariz se impregnó del cítrico aroma de su piel y el vello de mi nuca se erizó como nunca cuando su grave voz susurró en mi oído:

―¿Te apetece comérmela?

―¿Qué? ―susurré, incapaz de decidir si le había entendido correctamente o no.

―Ya me has oído ―dijo él, su mano libre deslizándose hasta mi nuca y, con gentil fuerza, empujándome hacia su rabo.

Yo dejé que guiase mi cabeza a su erección y mis labios conocieron su húmedo glande, un delicioso sabor salado extendiéndose en mi lengua, que comenzó a explorar su colosal rigidez de inmediato. El hombre, su mano aún en mi nuca, empujaba mi cabeza para ayudarme a tragarme su polla milímetro a milímetro, lentamente pero sin detenerme por un instante, mi mandíbula desencajándose para poder albergar semejante monstruosidad en mi boca, que succionaba, lamía y chupaba todo cuando podía abarcar, mi corazón bombeando sangre con furia a mis oídos, que parecían palpitar al ritmo de la mamada que le estaba regalando al moreno, cuya mano me empujaba a su entrepierna con fuerza cada vez mayor, forzándome a llevarme su rabo a la garganta, el aire incapaz de llegar a mis pulmones, su vello púbico haciéndome cosquillas en la nariz.

Me aparté de su rabo y tragué una bocanada de aire, lágrimas en los ojos, la exquisita sal de su polla saturando mi paladar. Él me miró sonriente. Su pulgar acarició mis labios, lo introdujo en mi boca, y mirándole fijamente, mi lengua se entretuvo a jugar con su dedo mientras él se masturbaba con gran fervor. Cuando notó que mi respiración se había normalizado, me susurró:

―Venga, cómemela un poco más, quiero llenarte la boca.

Esta vez no necesitó empujar mi cabeza. Abrí la boca tanto como pude y sentí mi garganta ensancharse mientras sus caderas se movían, buscando perderse más profundamente en mi boca, que era incapaz de acoger un solo milímetro más de su desmesurada rigidez. Mi cuello se movía arriba, abajo, arriba, abajo, en perfecta sincronía con sus caderas, un ritmo cada vez más raudo, mi respiración entrecortándose, su polla estremeciéndose en mi lengua, sus manos sujetando firmemente mi cabeza hasta que, sin previo aviso, un torrente acre inundó mi boca mientras los muslos del hombre eran invadidos por poderosos espasmos. Descargó su lefa, caliente, espesa, tan abundante que no logré retenerla toda en la boca, un solitario hilillo escapando de las comisuras de mis labios. Su polla aún dura, no permitió que mi boca se alejara de ella hasta que me hube tragado su orgasmo.

―Joder… ―suspiró, liberándome la cabeza al fin, mi boca soltando su rabo, que ya comenzaba a perder rigidez―. Eres bueno. Eres muy bueno.

Tras eso, se subió los pantalones y, sin dedicarme un triste «adiós», se levantó de la butaca y abandonó la sala, dejándome solo en la última fila, un cerco húmedo en los pantalones fruto de la terrible excitación que se había acumulado en mi cuerpo durante esos minutos, polla palpitando. Dejando atrás toda discreción, dejé que mi rabo saliera por la bragueta del pantalón y, furiosamente, me pajeé, espasmos de placer nublándome la vista. Diez segundos exactamente tardé en explotar con tal fuerza que mi primer trallazo alcanzó la butaca que tenía delante, el resto perdiéndose en el suelo.

Mi respiración normalizándose al fin, guardé mi pene en el pantalón y fingí que seguía viendo la película, mi mente regresando irremediablemente a lo sucedido minutos atrás en la última fila de la sala ocho.