FETICHISTAS: Diez Padrenuestros
FETICHISTAS es una serie de relatos independientes que exploran distintos fetiches y fantasías sexuales. En «Diez Padrenuestros», un sacerdote ayuda a un feligrés a expiar sus pecados.
―Ave María purísima ―susurró una grave voz al otro lado del confesionario.
―Sin pecado concebida ―respondió con otro susurro el Padre Eduardo―. Cuéntame, hijo ―alentó el Padre tras un prolongado silencio. El Padre pudo oír al pecador al otro lado removerse, incómodo.
―Padre… ―dijo el pecador―. Padre, he pecado.
―Dime, ¿cuál es tu pecado, hijo?
―Padre, he tenido pensamientos impuros ―admitió el pecador. El Padre Eduardo pestañeó lentamente.
―¿Con… con tu mujer, hijo? ―Tras un profundo suspiro, el pecador, con voz amortiguada (posiblemente se había cubierto el rostro con las manos), respondió:
―No, Padre. Con otra persona.
―¿Ha sido con otra feligresa? ―inquirió el Padre Eduardo, acercando más el oído a la rejilla del confesionario, a través de la cual, distinguía a duras penas al pecador, cuyo rostro había visto cada domingo desde hacía más de dos años en misa, junto con su mujer y sus dos hijos adolescentes.
―No ―respondió el pecador con voz trémula―. No, Padre, no he tenido pensamientos impuros con otra feligresa.
―Entonces, ¿con quién, hijo? ¿Con una compañera de trabajo? No me digas que ha sido con alguien de tu propia familia.
―No, por supuesto que no, Padre. No ha sido con ningún miembro de mi familia. Ni tampoco con una compañera de trabajo.
―Hijo, dime con quién has tenido pensamientos impuros ―susurró con urgencia el Padre Eduardo, sus labios casi rozando la rejilla a través de la cual los ojos preocupados del pecador parpadeaban, húmedos, huidizos.
―Padre… ―suspiró el pecador.
―¿Sí?
―Padre… mis pensamientos impuros… son… Son con usted, Padre.
El Padre Eduardo sintió que le daba un vuelco el estómago… y la entrepierna. Cerrando las piernas para evitar que el calor que amenazaba con erguir su pene se saliera con la suya, el Padre Eduardo balbuceó:
―¿Qu… Qué has di… Qué has dicho, hijo mío?
―Por favor, no me haga repetirlo, Padre, la vergüenza me está matando.
―Tranquilo ―dijo rápidamente el Padre Eduardo, sintiendo el calor palpitante en sus muslos presionados entre sí―. No estoy aquí para juzgarte, hijo. Pero, dime ―añadió, cruzando una pierna sobre la otra de modo que su amenazadora erección se ahogase entre sus muslos―, ¿qué tipo de pensamientos impuros son esos, hijo?
―Pues… pensamientos impuros, Padre ―respondió el pecador, titubeante.
―Descríbemelos ―repuso el Padre, empezando a entender que su erección no estaba dispuesta a morir por más que se esforzase en sofocarla entre las piernas.
―¿Que los describa? No entiendo, Padre…
―Es importante que me los describas, hijo ―susurró el Padre, separando al fin sus piernas, su erección perturbando la tela de la sotana―, para que pueda imponerte una penitencia apropiada. Es por eso que necesito saber exactamente qué tipo de pensamientos impuros has tenido, hijo.
El Padre Eduardo oyó cómo el pecador suspiraba profundamente y se rascaba la barba. A través de la fina rejilla, podía distinguir apenas sus facciones, angulosas, definidas, varoniles. El Padre Eduardo se removió en el asiento, la sotana rozando insistentemente su polla erecta, esperando a que, al fin, el pecador vertiera todos los detalles de sus pecados en el confesionario. El pecador carraspeó.
―Bueno… pues… La primera vez que ocurrió fue en misa. Hará dos o tres semanas. No entiendo por qué, pero me imaginé quedándome solo después del sermón, con usted, Padre. Y… allí mismo, en el altar, ante Nuestro Señor en la Cruz…
―Continúa ―repuso el Padre Eduardo, remangando silenciosamente su sotana, su erección cabeceando suavemente de un lado al otro, libre de la oscura tela que la había mantenido oculta hasta ese momento.
―En el altar, yo me arrodillaba frente a usted ―dijo el pecador, la mano del Padre Eduardo cerniéndose ya alrededor de su erección―. Y… y… entonces…
―¿Sí? ―le alentó el Padre, mano ascendiendo y descendiendo lentamente a lo largo de su rigidez.
―Usted se acercaba y me… me ofrecía… me ofrecía su hombría.
―¿Y qué hacías tú, hijo?
―Yo la sostenía con la mano y la tomaba en la boca.
―Mmm… ―Masturbándose en silencio, los labios del Padre dejaron escapar un leve jadeo en señal de placer, que, con suerte, el pecador habría interpretado como un mero gesto de concentración y atención―. Ya veo. ¿Es eso todo, hijo mío?
―Bueno…
―Ya te he dicho que necesito que me lo cuentes todo, o no podré elegir una penitencia apropiada para ti, hijo.
―Ya. Está bien ―suspiró el pecador―. No, eso no es todo. Mientras yo le tomaba en la boca, usted me sujetaba el rostro, abriendo bien mi mandíbula para ayudarme a albergarle entero en mí, Padre.
Cerrando los ojos, el sacerdote entrelazó los dedos de ambas manos alrededor de su polla, haciéndolos subir y bajar, presionando con fuerza, los espasmos de placer saltando como chispas que caían sobre su piel, incendiándola. En su mente, visualizó lo que el pecador le confesaba. Se vio a sí mismo, de espaldas al Señor, de pie frente a aquel hombre que, de rodillas, se llenaba la garganta con el grosor del Padre Eduardo.
―Vaya, hijo… ―jadeó el Padre―. Ciertamente son pensamientos impuros. Muy impuros, desde luego.
―Hay más.
―¿Hay más? ―repitió el sacerdote, estrujando su erección, expectante―. Bueno, cuéntame, pues. No debes olvidarte de nada, hijo.
―Tras varios minutos, finalmente usted vertió su… vertió su…
―¿Mi esencia? ―le ayudó el Padre Eduardo.
―Su esencia, sí. En mi lengua. Y yo tuve que tragármela, Padre.
―¿Cómo te hizo sentir aquello, hijo? ―preguntó el sacerdote, su polla cercana al éxtasis.
―Mentiría si dijera que no disfruté de aquella visión, Padre ―admitió el pecador―. Ese mediodía, al volver a casa tras el sermón, me vi obligado a encerrarme en el lavabo y… y aliviarme, Padre.
―¿Te aliviaste recordando esos pensamientos impuros que tuviste conmigo, hijo? ―dijo el sacerdote, fingiendo reprobación, sintiendo, en realidad, un placer que se había obligado a reprimir durante mucho tiempo.
―Sí, Padre ―sollozó el pecador―. Soy un ser despreciable.
―Hijo, no hables así de ti mismo ―dijo el sacerdote sin soltarse la polla―. ¿Estás arrepentido?
―Mucho, Padre. Mucho. Pero… no sé cómo controlar estos pensamientos. No dejan de venir a mí.
―¿Has tenido más?
―Sí, Padre.
―¿Y siempre son conmigo?
―Sí, Padre.
―Ya veo… Bien, cuéntame qué otros pensamientos impuros has tenido.
―Pues… más recientemente, soñé con usted. Estábamos aquí, en el confesionario, tal y como estamos ahora.
―¿Sí? ―dijo el Padre, sus huevos temblando de placer, escalofríos recorriéndole la espalda.
―Yo comenzaba a confesar, pero, llegado un punto, me levantaba y entraba en la cabina con usted.
―¿Y qué ocurría en la cabina?
―Le encontraba a usted, Padre, su sotana en el suelo, su hombría apuntándome y yo me lo volvía a llevar a la boca mientras usted me empujaba más hacia sí. Después, Padre, me pedía que me pusiera a cuatro patas y… y…
―Dime, hijo, ¿qué ocurría después?
―Después, Padre, usted se abría paso en mi cuerpo. Entraba en mí, se enterraba en mis entrañas. Me tomaba, me hacía suyo.
―¿Cómo te sentías tú?
―Yo lo disfrutaba, Padre ―admitió el pecador, la mano del sacerdote un mero borrón en su polla, tal era la velocidad que había adquirido.
―¿Lo disfrutabas… dices… hijo? ―preguntó el sacerdote, voz entrecortada, respiración acelerada.
―Sí, Padre. Lo disfrutaba como nunca había disfrutado de nada antes. Y, finalmente, volvió a derramar su esencia en mí. Esta vez, en mis entrañas, y yo sentía su calor inundándome el cuerpo y mi propia esencia cayó de mi hombría y salpicó el suelo del confesionario, Padre.
De seguir así, el Padre Eduardo terminaría explotando de placer en cuestión de segundos y, dado que sus planes eran otros, forzó a su mano a alejarse de su hinchada erección, que pareció protestar, ofendida. El Padre suspiró profundamente y, eligiendo cuidadosamente sus palabras, habló con voz queda:
―Hijo mío, son poderosos pensamientos estos que tienes conmigo. No veo fácil solución.
―Padre, por favor ―suplicó el pecador―. No quiero seguir teniendo estos pensamientos, no quiero alejarme de la luz de Dios, haré lo que sea.
―¿Harás lo que sea, hijo mío?
―Sí ―confirmó el pecador. Entre dientes, el Padre sonrió.
―Existe algo que, tal vez, te ayude a extirpar el problema de raíz. Es una solución algo radical, pero tengo entendido que funciona. Conozco casos que, tras someterse a lo que voy a proponerte, jamás recayeron en los pensamientos impuros que les atormentaban…
―¿Qué es, Padre? Ya le he dicho que haré lo que haga falta.
―Me alegro de que estés dispuesto a alejarte del camino del pecado y la tentación a toda costa, hijo ―repuso el sacerdote, deshaciéndose, en silencio, de la sotana, dejándola en el suelo a sus pies. Desnudo, erección apuntando al cielo, añadió―: Levántate, abre la puerta de la cabina y entra.
―¿Cómo dice, Padre?
―Me has oído perfectamente, hijo. Haz lo que te pido.
―Está bien…
La madera crujió al levantarse de ella el pecador. El Padre Eduardo oyó los tres pasos que dio el hombre antes de detenerse frente a la puerta de la pequeña cabina. La puerta se abrió y, al otro lado, el sacerdote vio el musculoso cuerpo del pecador, frondosa barba cana, ojos azules surcados en incipientes arrugas y una expresión de la más absoluta incredulidad al encontrarse, en el interior del confesionario, con su sacerdote desnudo y erecto, sonriéndole abiertamente.
―¡Padre! ―exclamó el pecador, cerrando los ojos.
―No apartes la vista, hijo ―dijo el Padre―. Entra. Cierra la puerta detrás de ti.
―Padre, no entiendo…
―Para expiar tus pecados ―explicó el sacerdote― no nos queda otra opción que esta. La única forma de alejar esos pensamientos impuros que te atormentan es si los llevas a cabo. Así, tu consciencia cristiana entenderá realmente la vileza de estos actos, de estos pensamientos, y no deseará volver a acercarse a ellos nunca más. Así que, hijo, arrodíllate y arrepiéntete.
Dubitativo, el pecador se regaló los ojos con la gloriosa visión de la gruesa erección expectante del Padre Eduardo. Santiguándose, se arrodilló frente a él, el sacerdote separando las piernas, acogiéndolo, invitándolo a acercarse a su ardiente entrepierna, animándolo a aspirar su intenso aroma, a sentir su calor, sopesar su pesadez entre las manos. Los temblorosos dedos del pecador rodearon el rabo del sacerdote que, sin perder detalle, observó los labios del hombre separarse y, con absoluta lentitud, temblando de pies a cabeza, se acercó a su erección.
―Eso es, hijo ―susurró el Padre, guiando al pecador, poniéndole una mano en la nuca y empujando con suavidad mientras su polla se adentraba entre los temblorosos labios de aquel hombre―. Así, toda en la boca. Y ahora, déjala salir, despacio ―el hombre apartó la cabeza lentamente, el rabo del sacerdote, bañado en saliva, saliendo de su rostro.
La mano del Padre acompañaba al hombre mientras éste se tragaba la longitud del sacerdote que, entre jadeos, observaba cómo el pecador expiaba sus pecados, que se transformaban en oleadas de placer que envolvían el cuerpo del Padre Eduardo. Pasados unos minutos, el sacerdote apartó la cabeza del pecador y le hizo un gesto para que se levantara.
―Bájate los pantalones, hijo, y dame la espalda ―le pidió, poniéndose en pie mientras, con lágrimas en los ojos, el pecador obedecía al sacerdote―. No temas, hijo mío. Después de esto, serás libre de pecado. El Señor te volverá a acoger en su seno.
―Sí, Padre ―repuso el hombre, enjugando sus lágrimas, dándose la vuelta y dejando que sus pantalones resbalasen piernas abajo, revelándole al Padre Eduardo un musculoso y velludo culo. El sacerdote recorrió las manos por aquellas nalgas, separándolas, descubriendo el rosado orificio envuelto en negro pelo. Se escupió copiosamente en la mano y embadurnó su polla con la saliva, caliente y espesa, antes de acercarse a la entrada del pecador, que, por lo bajo, rezaba un Avemaría.
El sacerdote agarró las caderas del pecador y le ensartó con toda su gruesa longitud, sus huevos rebotando contra los del hombre, que profirió un alarido que resonó en todo el templo. El Padre Eduardo cubrió los labios del pecador con una mano al tiempo que empezaba a embestirle sin misericordia alguna, el agujero del hombre agonizando en su intento por alojar la polla del sacerdote en su interior. El hombre dejó de gritar, de modo que la mano del sacerdote pudo volver a sujetarle la cadera.
―… y bendito… es… es el fruto de tu vientre…, Jesús ―gimoteaba el pecador mientras el Padre Eduardo le follaba el culo, los chasquidos de la carne contra la carne reverberando en sus oídos.
―Muy bien, hijo mío ―jadeaba el sacerdote, sudor bañándole el cuerpo―. Ahora, recibe mi semilla en tus carnes y arrepiéntete de tus pecados.
―… ruega por nosotros… ruega por nosotros, pecadores, ahora… ―rezaba el hombre, las embestidas del sacerdote nublándole la vista. El Padre Eduardo soltó un potente jadeo en el oído del pecador, su orgasmo aproximándose―. Ahora y en la hora de nuestra muerte…
―¡AHHH! ―gimió el sacerdote, explotando profundamente enterrado en las entrañas del pecador, que recibieron hasta la última gota del orgasmo del Padre Eduardo.
―… Amén ―terminó la oración el pecador, las piernas amenazando con fallarle al tiempo que el grosor del sacerdote abandonaba su cuerpo, su orgasmo escapando de su dilatada entrada y resbalando por su muslo.
Ojos enrojecidos, piel de gallina, el pecador cubrió su desnudez, todavía sintiendo el desagradable vacío que el Padre Eduardo había dejado tras abandonar su cuerpo.
―Has sido muy valiente, hijo mío ―jadeó el sacerdote, volviendo a cubrirse con la sotana―. Después de esto, tus pensamientos no volverán a vagar al valle del pecado. Ten fe en ello.
―Sí, Padre ―sollozó el hombre―. Gracias…
―Y, como penitencia ―añadió el sacerdote, antes de que el pecador abandonase el confesionario―, rezarás diez Padrenuestros.
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Eso es todo, nos leemos pronto.