FETICHISTAS: A punta de pistola
FETICHISTAS es una serie de relatos independientes que exploran distintos fetiches y fantasías sexuales. En «A punta de pistola», Pedro es atacado por dos hombres en un callejón.
El sol hacía horas que había caído tras el horizonte y la densa oscuridad se extendía ya como un velo por las angostas calles de la ciudad. Pedro, tras despedirse de su novia en el portal de ella, echó a caminar, paso ligero, mirada al frente, manos en los bolsillos, adentrándose en callejuelas estrechas y pobremente iluminadas.
Fue al doblar una esquina cuando se dio cuenta de que se acababa de meter en la boca del lobo.
Acababa de entrar en un callejón, normalmente uno de sus atajos preferidos para llegar cuanto antes al piso que compartía con cuatro compañeros de la universidad. Normalmente, era un callejón totalmente desierto, pues la gente lo evitaba, especialmente de noche, por dos razones: primera, era una calle larga y tan estrecha que, si uno estiraba los brazos, podía tocar las paredes de los edificios que a lado y lado se alzaban a lo largo del callejón. La segunda razón era que se trataba de una calle larga y con únicamente dos salidas.
Pedro entendió el problema en el que se había metido cuando, acercándose desde la salida opuesta, vio acercarse hacia él a un hombre alto, fuerte, rapado, de aspecto peligroso, su chupa de cuero y botas negras resplandeciendo a la luz de la única farola que alumbraba aquel callejón. Al ver aquello, Pedro pensó que lo mejor sería dar la vuelta y volver a casa siguiendo otra ruta. Sin embargo, al darle la espalda al hombre que se acercaba, vio cómo, en el otro extremo, otro hombre de similar aspecto se aproximaba a él. Estaba rodeado.
El joven intentó ignorar a los hombres y se acercó a la salida del callejón que tenía más cercana. Sin embargo, antes de lograr dejar atrás al hombre que se acercaba por ese lado, una poderosa y gigantesca mano se cerró alrededor del cuello de su camiseta y empujó a Pedro con furia contra la pared, el aire de sus pulmones huyendo.
―¿Adónde vas con tanta prisa? ―dijo el hombre que le había empujado. Era dos palmos más alto que Pedro y podría pesar, sin problema alguno, el doble que él.
―A casa ―respondió Pedro, tratando de controlar el temblor de su voz.
―¿A casa? ―repitió el hombre que se había estado acercando por el otro extremo, reuniéndose con su compañero―. ¿Por qué tanta prisa, guapo?
―Es tarde ―dijo él simplemente.
―Anda, bonito ―repuso el primer hombre―, dame la cartera, ¿eh?
―No llevo nada ―intentó decir Pedro, pero, antes de terminar la frase, algo frío estaba presionándose contra su sien. Por el rabillo del ojo se percató de que era un arma de fuego.
El estómago de Pedro pareció caer a sus pies. El joven hizo ademán de gritar, pero la manaza de uno de sus atacantes se cerró alrededor de su boca y nariz, impidiéndole respirar y emitir cualquier ruido.
―No hagas ninguna gilipollez, bonito ―susurró el segundo hombre, una sonrisa de dientes torcidos dibujándose en su rostro mal afeitado―. Hazle caso a mi amigo y danos la cartera.
Con temblorosas manos, Pedro llevó los dedos al bolsillo trasero de su pantalón, extrayendo la cartera y entregándosela a los hombres. El hombre que le apuntaba con la pistola le arrancó la cartera de las manos, la abrió y examinó sus contenidos. Como Pedro les había dicho, no había nada más que un par de monedas de cinco céntimos.
―¿Qué cojones es esta mierda, niñato? ―espetó el hombre de la pistola. Pedro, aún con la mano del primer hombre en la boca, trató de responder, pero las palabras no abandonaron sus labios.
―Venga, el móvil. Rapidito ―repuso el hombre que le tapaba la boca. Pedro les entregó su teléfono y, al ver que la pantalla estaba totalmente rajada, los atacantes, miradas cargadas de ira, espetaron:
―¿Te estás cachondeando de nosotros, o qué? ―Pedro negó enérgicamente con la cabeza, mientras observaba cómo el hombre que le tapaba la boca lanzaba con todas sus fuerzas el móvil contra el suelo, haciéndolo estallar en miles de pedazos.
―Joder con el niñato ―masculló el de la pistola―. Bueno, si no nos podemos quedar con tu móvil ni con tu dinero, algo tendrás que darnos, ¿no?
―Sí ―coincidió el otro hombre―. Así que, tú eliges: te pones de rodillas ahora mismo y nos comes el rabo a mi amigo y a mí… o a lo mejor te tenemos que esparcir los sesos contra la pared, ¿no?
―Sí ―dijo el hombre de la pistola mientras el segundo hombre apartaba la mano del rostro de Pedro, que tomó una bocanada de aire.
―¿Qué? ―preguntó, casi sin resuello―. ¿En serio?
―¡Y tan en serio! ―espetó uno de ellos, propinándole un tremendo puñetazo en el estómago. Pedro cayó doblado al suelo frente a sus atacantes.
El ruido de dos cremalleras deshaciéndose hizo que Pedro levantara los ojos. Frente a su rostro, los dos hombres se bajaban la bragueta y extraían sus penes, que comenzaban ya a crecer y endurecerse. Pedro intentó huir arrastrándose por el suelo, pero uno de ellos le agarró por el pescuezo, la pistola del otro clavándose en su frente.
―Uy, chico, te la estás jugando ―dijo el hombre de la pistola sin dejar de apuntarle, masajeándose, mientras tanto, la polla.
―Es muy fácil, campeón ―intervino el otro―: nos comes la polla y cuando terminemos te largas a tu puta casa…
―… o balazo entre ceja y ceja ―terminó el de la pistola―. Tú eliges.
Entendiendo que no tenía alternativa ni escapatoria posible, Pedro respiró hondo antes de acercar sus temblorosos labios a la polla del hombre de la pistola. Apenas su lengua la rozó, el acre sabor casi le hizo vomitar. Su lengua se impregnó del intenso sabor del sudor mezclado con la orina, su nariz llenándose también del hedor. El hombre le agarró de la nuca, empujándolo con fuerza, su polla forzándose a través de la garganta de Pedro, a quien le sobrevino una terrible arcada.
―Como me potes en el rabo te meto un tiro, hijo de puta ―espetó el hombre, tirando del pelo de Pedro para apartarle de su entrepierna y dirigiendo al joven a la erección del otro, cuyo sabor era aún más cáustico.
Conteniendo la respiración, tratando de mantener las arcadas a raya, Pedro se tragó la rígida erección de uno de los atacantes, luego la del otro. Los hombres gemían, golpeaban el rostro de Pedro, le empujaban para que se tragase sus pollas más profundamente, sus vellos púbicos haciendo cosquillas en la nariz del joven, que luchaba con todas sus fuerzas por no oponer resistencia.
―Mmmm, qué bien la mamas. ¿Qué eres, maricón? ―preguntó el hombre de la pistola, las caderas moviéndose lentamente, ayudando a Pedro a comerle la polla. El joven, los labios envueltos alrededor del grosor del hombre, su lengua recorriendo aquella longitud suya, negó con la cabeza―. Yo creo que sí, que eres un maricón de mierda.
―Pues claro que es maricón, ¿no ves con qué gusto se come nuestros rabos? ―intervino el otro, arrancando la cabeza de la erección de su compañero y llevándola a la suya―. Mira cómo chupa, el maricón. Y se la traga entera. Uf… joder, qué bien…
Pedro se dejaba follar la boca, puños apretados, ojos cerrados, tratando de controlar su respiración. Una polla entraba y salía de entre sus labios, rozando su lengua, perdiéndose en su garganta. Luego era el turno de la otra.
―A ver si te caben las dos a la vez, maricón ―dijo el de la pistola, acercando su rigidez a la de su compañero. Las sujetó ambas con las manos y las dirigió a la boca de Pedro que, con la mandíbula desencajada, intentó con todo su empeño albergar entre los labios las dos pollas que tenía delante, lográndolo a duras penas.
―Quítate la camiseta, bonito ―repuso uno de ellos, sus manazas tirando ya de la tela que cubría el cuerpo de Pedro―. ¿No querrás manchar esa ropita de marca que te gastas, no?
Pedro sintió las punzadas del fresco aire de la madrugada en su torso mientras uno de sus atacantes le quitaba la camiseta, tirándola al suelo. El joven miró hacia arriba y se encontró con los sonrientes rostros de sus atacantes, que habían comenzado a masturbarse con ferocidad, jadeando, mordiéndose los labios, escalofríos recorriendo sus cuerpos.
―Ven, cómemela un rato más, que te gusta, maricón ―dijo uno, llevando su rabo de nuevo a lo más profundo de la garganta de Pedro, que, pillado de improvisto, no pudo contener una arcada. El atacante se folló la boca del joven que, lágrimas en los ojos a causa del esfuerzo, se dejó hacer, mientras el otro hombre se pajeaba violentamente a pocos milímetros de su mejilla.
―Uf… Ah… Ven, guarra, que te voy a dar lo tuyo ―jadeó el otro, la polla del primero saliendo de la garganta de Pedro que, antes de tener un respiro, recibió las embestidas de rigidez del segundo―. Joder, mira esa boquita, cómo le gusta mi polla, ¿eh?
―Sí que le gusta, sí ―coincidió el primer atacante, riendo, masturbándose, su polla húmeda de la saliva de Pedro―. ¿Crees que a este maricón le gustará que le rompan el culo?
―Uy, claro que sí, seguro que le encanta. ¿Verdad, maricón?
―No. No, no, por favor. Eso no ―suplicó Pedro, pero su protesta no sirvió para nada más que para llevarse una bofetada que le giró la cara.
―¡Levántate y bájate los pantalones, maricón! ―gritó uno de ellos mientras el otro levantaba a Pedro, tirando de él por los brazos. El joven, incapaz de luchar, se bajó los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos, cubriendo su flacidez con las manos.
―Date la vuelta ―dijo el hombre que le había apuntado con la pistola.
―Por favor… ―intentó decir Pedro, pero una segunda bofetada le cruzó el rostro nuevamente.
―Que te des la vuelta ―repitió su atacante.
Sollozando, Pedro obedeció, cuatro manazas sobándole el culo de inmediato. El joven, apoyado contra la pared, se estremeció al sentir algo grueso y durísimo acercarse a su entrada y presionar contra ella con furia. Un agudo dolor partió el cuerpo de Pedro en dos, mientras una de las enormes pollas de sus atacantes le perforaba las entrañas y, sin el menor miramiento, le embestía a toda velocidad.
Pedro comenzó a gritar, hasta que una manaza le cubrió la boca. Durante largos minutos, el joven recibió las imparables arremetidas de la erección de uno de sus atacantes. Un momento de paz cuando la polla abandonó su cuerpo. Pedro respiró y, de inmediato, los atacantes intercambiaron posiciones, la polla del otro, más gruesa que la del primero, destruyéndole el agujero con insoportable violencia, las embestidas empujando a Pedro contra la pared.
Pasado quién sabe cuánto tiempo, la polla de su atacante abandonó sus destrozadas entrañas y dos manazas le dieron la vuelta y le lanzaron al suelo. Sin entender qué estaba ocurriendo, Pedro, de rodillas otra vez, observó cómo los dos hombres se masturbaban frente a él y, en cuestión de segundos…
―¡Ah! ¡Sí! ―gritó uno.
―¡Joder! ―gimió el otro.
Al unísono, los rabos de sus atacantes dispararon poderosos chorros de lefa sobre el rostro y pecho de Pedro, que recibió los impactos, impasible. Cuando le hubieron bañado bien en sus orgasmos, los hombres guardaron sus pollas bajo los pantalones y, sonriéndose mutuamente, recogieron del suelo el móvil destrozado, la cartera y la camiseta de Pedro. Le devolvieron sus pertenencias y le ayudaron a ponerse en pie.
―¿Qué tal? ―dijo uno de ellos.
―Me habéis reventado bien, ¿eh, cabrones? ―rio Pedro―. Joder, pero no os esperaba hoy, ¿no habíamos quedado para mañana?
―¿Mañana? ―dijo el otro―. Hostia, pues sí, ¿no?
―Ahora que lo dices ―coincidió el primero―, sí, era mañana.
―Al verte al final del callejón casi me cago encima ―admitió Pedro, vistiéndose―. No te reconocía y, como no os esperaba hoy …
―Ya ―dijo el hombre que le había apuntado con la pistola de juguete, pasando un brazo sobre los hombros de Pedro mientras los tres cruzaban el callejón―. Ya decía yo que estabas muy pálido.
Los tres rieron, abandonaron el estrecho callejón y, al llegar a un parque, los dos «atacantes» se dispusieron a continuar calle abajo, mientras que Pedro ya tenía un pie en el parque. Solo tenía que cruzarlo para llegar a casa.
―Entonces, lo de mañana, lo dejamos para otro día, ¿no? ―dijo uno de los hombres.
―Sí, sí, que me habéis dejado el culo en carne viva, capullos ―dijo Pedro.
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