Fetiches de raso y satén
Leslyna, tu relato despertó mis recuerdos.
¡Cuánta agua ha corrido bajo los puentes desde los tiempos del cubrecamas de seda roja!.
Esta fue la primera asociación que me vino a la mente, cuando leía en estas páginas, el relato sobre fetichismo de Leslyna.
Fueron unos cuantos los años que pasaron hasta que alguien me ayudó a ponerle un nombre, aunque sea aproximado, a las tendencias sexuales con las que conviví durante el largo período que va desde mi primera infancia hasta estos días.
No fue, por supuesto, una evolución absolutamente lineal, en el transcurso de la cual todo fue tan diáfano y cristalino como podría verlo ahora, tiempos estos en los que el acceso a la información de todo tipo, le permite a aquellos que como yo, nos vemos tan diferentes, comprender que no son un fenómeno que requiera el feroz ocultamiento de algo que no sólo no entendíamos, sino que llenó de culpas muchas de nuestras horas de tibios placeres.
Tal vez todo comenzó, cuando muy pequeño, mi madre, en el afán de calmar o castigar a su travieso hijo que le había destruido una muñeca a su hermana, presumió como remedio apto, vestirlo con ropa femenina. Para más datos, querida amiga fetichista, con una blusa de satén blanca, una pollera de raso azul y una faja de seda en la cintura. Fue algo más, porque aquel chico, yo mismo, debió usar medias de muselina y llevar un pañuelo de gasa atado en la nuca.
Aquello duró un día y terminó, aparentemente sin mayores consecuencias.
Pero si dejamos que pasen rápido cinco o seis años, porque de ellos nada hay para contar, encontraremos de nuevo al chico, esta vez en su cama, varias horas después de haberse dormido.
Desperté sobresaltado. Tal vez estuviera soñando, tal vez se trató de una pesadilla, no lo sé. La cama aparecía bastante deshecha, de tal manera que mis piernas y más arriba de ellas, mi torso, estaban enredados en el cubrecamas de seda. Quiero aclarar: No sé realmente si la tela era seda. Pero era similar en cuanto a su apariencia a la vista y al tacto, de manera que lo mismo da.
En el momento en que a lo mejor intenté algún movimiento para salir de la situación, sentí una repentina pero muy agradable sensación en mi bajo vientre, más que nada en "el pito" como le decíamos aquí por aquellos tiempos, que de inmediato pude asociar con esa sensación de sentirme como maniatado por el cubrecama. Me levanté, pero sin desasirme enteramente de la tela que me oprimía y ya de pie comencé a experimentar, ajustando cada vez más la seda en torno a mis piernas. Las pulsiones sexuales comenzaron a repetirse y en su búsqueda probé posiciones y movimientos, que me fueron guiando, di algunos cortísimos pasos, tanto como me lo permitía aquella especie de estrecha falda que había improvisado, moví mis muslos, las rodillas, los pies, también la cintura, en una especie de danza iniciática a cuyo ritmo estaba aprendiendo a sentir el sexo. Y de pronto, un espasmo, dos, y todo terminó, con una larga mancha en la tela.
Aún envuelto de esa manera me desplomé en la cama y creo haberme dormido con un sueño, que más que ello, fue hundirme en la calidez de las sensaciones recién descubiertas.
Esa colcha, como también solía llamársela, acompañó a partir de allí los placeres nocturnos de mi naciente sexualidad. A veces debía esforzarme por mantenerme despierto durante una hora o más, hasta tener la certeza de que todos dormían en la casa. La ansiedad por comenzar mi ritual no me daba mucho espacio para pensar, pero cada noche revivía el terror que sentía por la posibilidad de que alguien me descubriera, principalmente mi madre, que solía levantarse más de una vez durante la noche. Ese terror y también la culpa, que surgían a mi conciencia, no bien la eyaculación se había producido. Desde ese instante, cada segundo en que terminaba de desembarazarme de la colcha, hasta quedar ya acostado, totalmente desnudo, liberado, se me antojaba como un instante eterno, en que todos los horrores de vaya a saber que desconocidos infiernos, amenazaban con desplomarse sobre mi.
Quizá lo más exquisito del deseo es su condición de ser jamás satisfecho. Esa especie de deliciosa condena es lo que nos lleva, pienso, a la búsqueda constante, a mantener nuestra mente al acecho de nuevas oportunidades, a nuestra imaginación a indagar en los más ocultos meandros que nos procuren una nueva sensación.
Esa experimentación continua me fue llevando, a medida que nuevas ocurrencias con la colcha iban quedando atrás, al aprendizaje de las caricias, las manos deslizándose sobre los muslos envueltos en la seda, apoyándose en la zona del pene, frotando, aferrando, hasta concluir por fin con el conocimiento del poder y las variantes de la masturbación.
Pero la búsqueda también se orientó en otros sentidos. Quiso mi buena fortuna que por esos días mi madre comprara un nuevo ropero, con lo cual el antiguo pasó, con parte de su contenido, a mi habitación, en la cual había espacio suficiente. Ya lo estarán adivinando. ¡Cuántos nuevos tesoros esa mudanza ponía a mi alcance!. ¡Temía que mi ansiedad brotara por todos los poros de la piel, haciéndose evidente a toda mi familia!
Por fin una noche, luego de la consabida espera hasta que el sueño de los demás me dejara solo en mi mundo, comencé a explorar con mano temblorosa y los nervios de mi piel a toda sensibilidad, el mundo cargado de intuidos presagios sobre nuevos, desconocidos y desmesurados placeres. En los cajones había lencería de mi madre, corpiños, enaguas que aún eran de uso obligado, fajas y medias. De las perchas, pendían tentadores a mi vista, vestidos, polleras, blusas, algún deshabillé. No sabía ni por donde comenzar. Me quité el calzoncillo y me deleité desnudo hurgando entre las prendas interiores. Elegí una bombacha rosada que me puse, con mi pija ya erguida aguardándola. ¡Mi primer corpiño! ¡El infinito placer de pasar mis brazos por los breteles e intentar, insistir, hasta aprender a abrocharlo en mi espalda!. Todo eso, con las pulsaciones de la pija, producto de la excitación que hundir mis manos entre las prendas de mi madre me causaba y también del miedo por la posible intromisión de alguien, producto tal vez de mis ruidos con el mueble, con los cajones, mis pasos sobre la madera del piso, que tal vez ni siquiera se escucharan, pero que yo sentía atronadores.
Luego de elegir una enagua, pasarla por mi cabeza, sentir como las suaves puntillas del ruedo y del busto resbalaban por mi cuerpo, rodeaban mis piernas, rozaban sensualmente mis muslos al caminar o moverme. Tratando de disfrutar del corpiño, -¡me encantaba sentirme aprisionado por los ajustados breteles!-, lo tocaba con las yemas de mis dedos, que de pronto encontraron mis insignificantes pezoncitos, elevando la aguja del eventual instrumento que midiera mi excitación en un brusco pico y provocando sin otro anuncio, el derrame de mi leche que corrió por las piernas y dibujó la mancha en el piso, testimonio de la conclusión de esa noche de locura.
Y fue pasando el tiempo. No todas las noches disponía de mis juguetes, porque algunas actividades de miembros de mi familia, los hacían desocupar tarde, y la condición básica para poder gozar enteramente de las horas de encantamiento con la ropa femenina, era que todos debían estar durmiendo, o yo tener la seguridad del horario del rezagado.
Pero cada oportunidad se convertía en una noche diferente, en un placer nuevo. No era solamente encontrar prendas que no hubiera utilizado, sino su combinación. Es decir, que el mismo conjunto de ropa interior, con una prenda exterior distinta, sugería nuevos motivos de excitación y goce. Otras veces, no era la prenda o el conjunto de ellas la que me permitía alcanzar el clímax, sino la secuencia.
Podía ponerme la bombacha, el corpiño, un camisón de aquellos tan estilo romántico que se usaban en la época, y acostarme así vestido. Naturalmente no dormía. No podría haberlo hecho aunque lo hubiera deseado. Pero acostado con mi excitación creciente, la falda enredada en las piernas, el roce de la tela del camisón sobre la del corpiño en algún darme vuelta, me hicieron descubrir bien pronto el calor que surgía de mis movimientos. Inevitablemente, aprendí a frotarme boca abajo sobre la sábana y experimenté las contracciones de mi pene aceleradas hasta la locura.
Me desesperaba por prolongar el rato; deseaba no acabar; en mi fantasía, seguiría toda la noche así vestido, el sueño acabaría por vencerme y bien entrada la mañana, al no verme salir de mi habitación, sería tal vez mi madre quien entraría a despertarme. Me descubriría con su camisón, tal vez al principio se enojaría por no comprender, pero luego se desinteresaría del asunto y hasta quizá me diría que si me gustaba tanto su ropa, a ella no le importaría que la usara dentro de la casa en todo momento. "Después de todo", diría, "Te queda bastante mejor que esos horribles pantalones de grafa".
Pero sólo era el inmenso espacio de la fantasía sin freno. En la realidad, finalmente ya no podía contenerme más y en un último intento de prolongación del éxtasis, me levantaba, tomaba la bata de seda, me la ponía y el roce de las mangas en mis brazos desnudos se convertía entonces en la llave liberadora del torrente, y ahí estaba, inmóvil, quizá frente al espejo, a lo mejor al lado de la cama, con mis ojos cerrados, mi mente perdida en infinitos espacios estrellados, mientras el líquido seminal corría por mis piernas o empapaba la bombacha. Que por la mañana, oculta en una toalla o en el bolsillo de mi pantalón, llevaba al baño y me apuraba a lavar, escondiéndola debajo del colchón, hasta la noche en que volvía a su lugar en el cajón.
El tiempo se aceleró, dejé la infancia, la adolescencia, salí con chicas, con alguna tuve sexo, hubo una novia, luego el matrimonio, pero aunque sentía el placer de vivir el amor junto a sus cuerpos, ningún goce fue el de mis "vestidos". Y aparecieron entonces las nuevas ocasiones, ahora con alguna de la ropa de mi mujer, sobretodo su lencería. Ella, que tenía un gusto especial y una atracción muy marcada por la belleza de su ropa interior, la compraba en las mejores lencerías y por ella pude disfrutar de exquisitos camisones de satén, raso, seda, de sus deshabillés, cargados de cintas, puntillas y volados, de sus finísimos corpiños y aunque mi cuerpo era algo más grande que el de ella, gocé hasta de alguna ajustadísima falda.
Y mi lujuria alcanzó el mayor pico que hubiera vivido, una noche que debí pasar solo en la casa de mi suegra, porque mi mujer había debido acompañarla a la Capital, y en mis andanzas por la casa, descubrí en un baúl, el antiguo vestido de novia de la madre de mi mujer. Con bastante esfuerzo y mucho, muchísimo cuidado pude al fin vestirlo y ¡Cómo no identificarme con Leslyna!, si no me cansé de dar vueltas, contemplando fascinado la larguísima cola del vestido que en cada giro de mi cuerpo, me envolvía, preludiando la más hermosa eyaculación de aquellos primeros años.
Ya muy atrás aquellos días, llevo la vida común de un hombre divorciado, pero tengo en mi casa mi propia ropa, de mi talla, hecha especialmente para mi, con las telas, las formas, los colores, que yo mismo he podido elegir, duermo acariciado no sólo por uno de mis numerosos camisones, sino por cualquiera de los varios conjuntos de sábanas de raso o satén de que dispongo. Y mis noches de infinita voluptuosidad se suceden maravillosamente excitantes y siempre tentadoras, igual que mis días, cuando no debo cumplir con mis obligaciones fuera de mi palacio encantado.
Gracias Leslyna.