Festejo infiel de mi aniversario
Una joven esposa, en crisis con su matrimonio, festeja de tal forma ese evento que despierta sin recordar, ni siquiera, donde ha dejado sus ropas.-
Festejo infiel de mi aniversario de bodas
La mañana que cumplía el quinto aniversario de mi primer matrimonio, que por estos días deberían haberse cumplido 16 si este hubiera sobrevivido, me desperté cuando el sol todavía no se asomaba pero ya comenzaba a teñir el horizonte. Estaba acostada en posición fetal, desnuda por completo, el cabello revuelto y sucio, en un asiento todo destartalado de un viejo vagón ferroviario de pasajeros con años sin ir a ninguna parte. Me levanté a medias, mirando por encima de los esqueletos de los otros asientos si había alguien más en el vagón, pero no, pronto pude comprobar que estaba sola. Y no sólo eso, sino que no estaba mi ropa por ningún lado, lo único que tenía era una media deportiva blanca mal puesta en uno de mis pies, aunque en realidad había sido blanca y nunca más lo sería porque la suciedad se había percudido de tal manera que jamás lograría sacársela. Quise mirar la hora pero tampoco tenía mi reloj, ¿dónde lo había metido? Muy asustada me levanté del todo, di unos pasos por el mugriento pasillo mirando si entre los recovecos de los otros asientos había dejado mi vestido, mis bragas, mis zapatillas, mi bolso donde estaba mi ropa de trabajo y en él había guardado mi reloj, pero no, nada. Intenté recordar antes de derrumbarme de desesperación, ¿qué hacía ahí? Me había quedado dormida, podía sentir el aliento de Daniel, acurrucados uno con el otro en el mismo asiento. Pero eso había sido un par de horas atrás.
Antes de dormirnos recuerdo sentir su flacidez goteando entre mis piernas, por debajo de mis nalgas, manchando con los restos de sus espermas mis muslos. Eran restos, vestigios, porque todos los demás los había echado dentro de mí sin desperdiciar ni una gota, y para eso yo lo había cabalgado, antes de que nos acomodáramos para dormirnos su sexo había explotado por tercera vez dentro de mí mientras. Para eso moví mi cintura como una odalisca, levantándome, dejando que su erección saliera un poco para después enterrármela de nuevo y así, de manera sucesiva, una y otra vez mientras sus manos acariciaban mis nalgas, mi espina dorsal, y su boca no dejaba de chupar mis pechos, alternando con uno y otro. En tanto yo no dejaba de soltar bufidos, de pedir más y más casi a los gritos, de masturbarme buscando mi orgasmo con la misma intensidad que el anterior, apenas un poco después de su segunda explosión dentro de mí. Recuerdo bien que eso fue antes, porque antes de cabalgarlo volví a chupársela.
Pero antes de subirme encima suyo se la había mamado, sí, no estaba dura, y yo me había subido en él cuando estuvo dura y lista para un nuevo ejercicio sexual, pero para endurecérsela tuve que estimularlo con la boca, meterme su glande con restos de su leche y mis flujos, aquella insignificante flacidez me la había metido en la boca con la ayuda de una de mis manos mientras que con la otra le acariciaba el pecho en tanto él me decía cosas soeces y feroces sin dejar de acariciarme. Tardó en ponerse dura pero no me importó, sentirla flácida en mi boca fue alucinante, me cabía toda, no había un solo lugar donde mi lengua, mis labios, mi paladar no pudiera probar. Su olor, mezclado con el mío, me había hecho enloquecer, sus pelos rizados manchado con sus restos de leche y mi secreciones vaginales; algunos de esos pelos eran lo suficientemente osados para colarse en mi boca que yo pescaba con mis dedos cada tanto. Al fin se puso dura, durísima, entonces lo cabalgué tal como dije.
Pero eso había sido después de dejarlo que se repusiera, nos habíamos fumado un cigarrillo esperando ese momento, él acostado a lo largo del asiento, yo sentada. El segundo de sus polvos llegó estando yo en cuatro, arqueando mi espalda para hacer que mi culo saliera más, levantando así mi sexo de tal forma que podía sentir su total penetración en una sucesión vertiginosa donde las sensaciones se mezclaban. Era difícil distinguir cuando entraba o salía porque me tenía aferrada de mis caderas, como si quisiera evitar que huyera, cosa que ni por asomo se me había ocurrido, sólo lo sentía a él detrás de mí darme duras embestidas, cada tanto tirando mis cabellos, diciéndome una y otra vez "puta". A duras penas no me caí del asiento cuando alcancé mi orgasmo, fue después del suyo, un par de minutos después.
"No soy puta" le había dicho mientras se reponía de su primer orgasmo y yo me recuperaba del mío, me justifiqué diciéndole que mi marido no me atendía bien en ningún aspecto en tanto me acariciaba con mis dedos entre los pliegues de mis labios vaginales para darle el gusto de mirarme mientras lo hacía; confesó que le encantaría que me hiciera una paja delante suyo. Fue cuando me ordenó que me pusiera en cuatro en tanto él mismo se estimulaba su erección haciéndose una paragüita con las yemas de sus dedos, entonces cuando la tuvo dura me la metió. Pero antes le aclaraba que no era puta, que me gustaba el sexo, que tenía 25 años (por entonces, once años atrás) y podía sentir una rabiosa angustia cuando me faltaban mis sesiones de buen sexo. Se lo había comenzado a explicar mientras me bombeaba entre mis piernas, su sexo entraba y salía en tanto yo acomodaba mis pantorrillas sobre sus hombros a la vez que sus manos acariciaban mis muslos, mis nalgas, mis pechos o mi vientre que subía y bajaba. Fue cuando buscaba su primer polvo, que no duró demasiado, venía muy excitado conmigo desde hacía rato, pero igual, se movía con ganas, con fuerza, tanto que me costaba mantener mis piernas sobre sus hombros. Era un divino cogiendo ese chico, sólo movía su cintura, como si serpenteara, su pecho se matenía quieto, subiendo y bajando según la respiración pero no como consecuencia de su cópula, sacudía la pelvis como un bailarín de rock, como el gran Elvis, o Sandro de América en sus primeros tiempos. No me esperó, explotó antes que pudiera darme cuenta, fue su primer orgasmo y con él me inundó mi sexo, no sin antes soltarme que esa era su primera contribución para ese embarazo que mi marido andaba buscando.
Arrojarme en aquel asiento y penetrarme fue uno sólo, de la puerta hasta el lugar donde nos dejamos caer él se desnudó, yo ya lo estaba, sólo tenía mi media blanca en uno de mis pies. Fui a mamársela un poco pero no quiso, hizo que me levantara y una vez que hizo eso me dio un suave empujón contra el asiento donde caí de espaldas, separando mis piernas, dejando ante su hambrienta mirada mi sexo brillando de excitación salvaje, tanto que sentía la dureza de mi clítoris a pesar de lo que había tenido. Si, antes de entrar en el vagón, aún desnuda, hizo que subiera primero por la escalera, doblara mi cuerpo hacia delante, apoyándome con mis manos en el sucio piso de aquel abandonado vagón. La lengua de Daniel pugnaba por entrar en mi vagina, sentía el esfuerzo, la firme determinación. Por encima de mis hombros pude ver una de mis zapatillas caída a unos pasos de donde estábamos, y la otra abandonada en el primer escalón donde él apoyaba su mano para no perder el equilibrio mientras me hacía gozar urgiendo mi sexo más y más esa anhelante penetración antes de quitarme mis zapatillas.
Mientras me sacaba las zapatillas, a punto de subirnos al vagón, nos besamos con todas las ganas del mundo. Nuestras lenguas se fundieron entre sí, se estamparon con tal fuerza que me extrañó que no me quedara pegada a él por su boca mientras nuestras manos se acariciaban, yo recorría su espalda debajo de su chomba de piquet o le desprendía los pantalones. En cambio Daniel me levantaba por mis nalgas haciendo que nuestros cuerpos se pegaran más, que el sudor se mezclara, que cada uno de los poros buscara el par opuesto en el otro. Si hay una posición que me encanta es hacerlo de pie, de parados, separar mis piernas, sentir como poco a poco una erección va entrando en mí, abriéndose paso lentamente y sobre todo porque hace que él hombre tenga que ser cuidadoso, hábil antes que una bestia salvaje que me somete en una cama, que tampoco veo mal, por cierto. Recuerdo haberme apoyado en el borde de un vagón de carga, sentir como se acomodaba entre mis piernas con los pantalones apenas bajado, metiéndome su sexo. A esa altura mi entrega era total mientras su pene entraba y salía provocando un aumento de excitación y el deseo de poseer uno al otro hasta la entrega total. No podíamos caminar, no podíamos dejar de besarnos, para entonces sólo tenía puesta mis zapatillas y mis medias, de a poco me había ido quitando el resto por el camino. Pero no me importaba, el alcohol era la perfecta excusa para que aflorara de mí la parte más obscena de mi existencia, necesitaba sus besos, su risa, sus caricias, sus dedos en mis cabellos. De pronto tomó el ruedo de mi vestido para quitármelo por encima de mi cabeza y hacer que tuviera mi segundo orgasmo mientras estimulaba, arrodillando ante mí, mi clítoris con su lengua. Y ahí estaba yo, casi desnuda casi por completo, sintiendo los ruidos de la noche, el viento en mi piel, el riesgo que alguien pudiera sorprendernos así, y a mí sobre todo, vestida sólo con zapatillas y medias. ¿Dónde había tirado mi vestido unos minutos antes?
El maldito vestido había sido un problema, un par de vagones atrás, él deseaba probar mi dulce intimidad, y yo de complacerlo, tanto que con mis manos tiraba hacia arriba la base de mi vientre con lo cual levantaba mis labios vaginales que ofrendaba como un rito divino, por eso me dejé quitar el vestido, para dejarlo a sus anchas, para cruzar una de mis piernas por encima de uno de sus hombros y así facilitarle las cosas mientras su lengua hacía su maravillosa tarea. Grité durante ese orgasmo, con tantas ganas, con tantas fuerza, con tal necesidad, con una obscenidad desvergonzada como hacía mucho que no sentía porque mi marido, con la obsesión de buscar el embarazo, me había convertido en el depósito de sus espermas y nada más; me sacudía con todo mi cuerpo y no dejaba de estregarle mi sexo, en su boca sin dejar que su boca pudiera abandonarme ya que apretaba con ambas manos su nuca para que aquella cabeza despeinada no se escapara ni su lengua se detuviera. Aquello fue una verdadera maravilla, tanto que cuando miré hacia el cielo buscando aire me pareció indiferente la magnificencia del cielo estrellado de aquella noche. Pero eso fue después de la felacio de mi parte.
Me había agachado sin que me lo pidiera, él desnudó su erección bajándose el cierre y nada más, yo me mandé toda esa carne a la boca sin dudarlo ni un instante, ni un maldito segundo, sólo deseaba devorarme aquel hombre que me hacía sentir viva y deseable después de mucho tiempo. Daniel iba a disfrutar, a gozar de aquella mamada a las que mi marido resultaba indiferente, le sastifacian porque era de su mujer con la que podía hacer con ella lo que viniera en ganas sólo por ser el marido. Pero en aquel momento no, aquel hombre sólo deseaba, mientras acariciaba mis cabellos, mi nuca, que probara un poco de su endurecida masculinidad, que me la tragara hasta los pelos, que le paladeara el glande, que la punta de mi lengua no dejara de darle suave golpecitos en el glande para su deleite, para su hombría. Mis manos, crispadas, estaban aferrada a su cintura mientras sacudía mi cabeza haciendo que su sexo, duro y firme, entrara y saliera mientras engullía toda esa virilidad; fue cuando dejé mi bolso a un costado y él le dio una patada para meterlo debajo del vagón donde estábamos, bastante lejos todavía del pasajero donde nos meteríamos.
Nos besábamos con ganas, con fuerza, y mientras nos besábamos sus hábiles dedos me habían masturbado, se perdieron en mi desnudo sexo buscando mi botoncito maravilloso de gozar, mi desnudez era la que él había buscado al arrancarme, antes de eso, mis bragas.
Fingí enojarme cuando la intrépida mano de Daniel se hundió bajo mi vestido, a pocos pasos de la avenida, cuando ya nos habíamos desviado buscando un lugar más solitario e íntimo. Su mano fue rápida, brutal, se aferró a mis bragas y tiró. Los elásticos de la tanga no resistieron la presión, a mí me gustaba mucho esa tanga, era azul, con una florcita roja en el centro, a la altura de mi ombligo, sólo que no me llegaba al ombligo porque era una tanga muy pequeña, tanto, que mis pelos se asomaban por encima del elástico. Nunca fui de tener pelos, por lo general me los depilaba casi al ras, en mi segundo matrimonio los hice desaparecer por completo hasta el día de la fecha, pero por entonces no, seguían ahí. Me sorprendío Daniel haciendo alarde de su fuerza, de su poder sobre mi excitación me arrancó mi tanga haciendo que los elásticos saltaran de las pequeñas aros que los sostenían. Lo traté de loco, como dije no estaba verdaderamente enojada por su actitud, al contrario, sino que después me iba a sentir incómoda sin mis bragas. Sostuvo mi tanga ante mi nariz, en un puño, fue la última vez que la ví porque sin más palabras la guardó en el bolsillo de su jean para luego volver a besarme, mejor que la primera vez, unos minutos atrás.
Aquel había sido un beso hermoso, sería la falta de costumbre o la ausencia de un beso en verdad erótico, sensual, lleno de ganas. Nuestros cuerpos se pegaron uno al otro, mis pechos se estregaron al suyo y nuestras pelvis hicieron lo mismo, pude sentir una prometedora erección por encima de su jean, justo por encima de mis labios vaginales por entonces enfundados en mi tanga azul, que tapaba por mi vestido. Nos besamos en la vereda, apenas cruzamos el paso a nivel, me colgué de sus hombros mientras él acariciaba mi espalda, habíamos venido hablando, contándonos cosas de nuestras vidas, de mi matrimonio que agonizaba, de mi marido que quería que me embarazara desde hacía un año por lo menos, que había comenzado a tratarme mal, que despuntaba un nuevo vicio: el alcohol desmedido. Las manos de Daniel acariciaron mi espalda, mis nalgas por encima del vestido, después por debajo de este, fue cuando sentí que sus dedos se cerraban en buena parte de mi tanga antes de darle un furioso tirón hacia arriba; fue durante aquel beso caliente.
Nosotros habíamos bebido algunas cervezas, lo reconozco, pero no para embriagarnos y nada más, sino para hacer saltar las inhibiciones, los últimos restos de la muralla que rodeaban nuestra ciudadela acorralada por el deseo de poseernos uno al otro no bien nos vimos. Mientras caminábamos y sin demasiada vuelta quiso que me levantara el vestido para mostrarle mis bragas, me quedé mirándolo, él sonrió e insistió otra vez creyendo que no lo había comprendido. Miré para todas partes buscando algún posible fizgón pero no, estábamos solos, así que le di el gusto, me levanté el vestido por encima de la cintura para que mirara, a la luz de la avenida, mis secretas formas apenas cubiertas por aquella sucinta tanga azul. Después de eso nos besamos, y durante el beso me la arrancó.
Yo había ido a aquel bar de mala muerte a la salida de mi trabajo, estaba ahí, sola en una mesa bebiendo cerveza a modo de festejo ante la inminencia de mi aniversario de boda la noche anterior. Todavía no estaba arrepentida del todo por ese matrimonio pero sí dolida por lo negativo de la experiencia, entonces se me resbaló una lágrima, Daniel me vio llorar y dejó la mesa con sus amigos para venir a consolarme. Al principio fue difícil, pero insistió, pagó esa cerveza y pidió otra, después otra y así estuvimos hablando hasta que las palabras estuvieron de más. No recuerdo si fui yo o él quien sugirió que fuéramos a caminar bajo la hermosa noche estrellada, al salir del bar miré la hora pero Daniel me quitó el reloj para ponerlo en un bolsillo del bolso. Según él era una buena hora para dar un paseo por ahí, yo había salido de mi trabajo aquella noche, llevaba conmigo mi bolso que contenía mi uniforme de la hamburguesa más famosa del mundo, lucía un vestido hermoso que me gustaba mucho y me había regalado yo misma el día de mi cumpleaños, abajo tenía mi tanga azul entera, mis zapatillas y las medias, todo impecable, todo en su lugar, incluso el peinado intacto.-