Ferrocarril

Mi corazón latió de prisa y sentí la necesidad de respirar hondo. Un fuerte olor que ya había percibido invadió mis narinas. El muchacho olía a transpiración. Normalmente es un olor que me desagrada mucho. Esta vez acerqué apenas mi cara a sus hombros para ahogarme en aquel hedor que ya llenaba mis pulmones, mis venas, mi piel de una cosquilla placentera.

Ferrocarril

En blanco mi vista y sordos mis oídos envuelto en el mundo de mis pensamientos esperando en el andén, hasta que la voz del niño me arrancó de mi mismo. Le avisaba a su madre y sin querer a mi también que el tren arribaba a la estación. Miré por las ventanillas a medida que se detenía. Posiblemente viajaría de pie. Subí, recorriendo los vagones hasta que encontré un asiento doble vacío. Dejé caer mi cuerpo en el asiento del lado de la ventanilla y pronto el mundo comenzó a moverse delante de mis ojos, pero decidí serle indiferente esta vez. Abrí un libro y me sumergí en la lectura.

No me daba cuenta por completo de la modorra que me dominaba, a pesar de que luego de la segunda página leída ya me encontraba leyendo el mismo párrafo una y otra vez, sin todavía asimilar su contenido. Mi cabeza entonces obedeció a la ley de la gravedad y volví de inmediato a mi estado de alerta, enderezándome un poco.

Al moverme choqué apenas con alguien que se había sentado a mi lado, seguramente durante mi incipiente sueño. No era difícil el contacto: estaba como despatarrado. Lo observé con disimulo, pero con mucha atención, aprovechando que se hallaba dormido. Se trataba de un muchacho joven, un poco más alto que yo y de contextura gruesa. Parecía venir de un partido de fútbol barrial. Sus brazos gruesos estaban cruzados sobre su pecho cubierto por una casaca blanca brillante. Su cabeza de cabello castaño apenas largo y algo rizado estaba echada hacia atrás; inmerso estaba en el más profundo de los sueños, dejando entreabrir su boca en un espectáculo nada desagradable, permitiendo ver sus blancos dientes detrás de sus gruesos labios, todo eso rodeado de un manto de apenas crecida barba. Entre sus piernas descortésmente separadas, la izquierda invadiendo mi espacio, se hallaba su bolso. Miré descaradamente sus piernas, gruesos y fuertes cimientos que culminaban abajo en sucias zapatillas negras y terrosas medias azules bajas hasta el límite inferior de sus pantorrillas. Una jungla de vello claro guiaba mi vista hacia arriba, por la musculatura, hasta sus cortos pantalones negros, y abandoné mi imaginación a las más aventuradas visiones y adivinaciones. Usaba yo también pantalones cortos; unas bermudas de vestir que permitían el contacto de mi pierna derecha con la izquierda de aquel muchacho. El movimiento suave del tren producía un roce entre ellas, una cosquilla de los vellos suyos, calurosa sensación acrecentada por lo caliente de aquella piel, de aquella extremidad dura como la piedra.

Mi corazón latió de prisa y sentí la necesidad de respirar hondo. Un fuerte olor que ya había percibido invadió mis narinas. El muchacho olía a transpiración. Normalmente es un olor que me desagrada mucho. Esta vez acerqué apenas mi cara a sus hombros para ahogarme en aquel hedor que ya llenaba mis pulmones, mis venas, mi piel de una cosquilla placentera.

No quitaba mi vista de sus piernas a medida que frotaba un poco la mía contra la suya y disfrutaba de su asqueroso olor. Levanté la vista para admirar su rostro una vez más y me sobresalté. Me estaba mirando a los ojos. Hubiera querido, ardía de deseos de quedarme a contemplar aquellas gemas redondas y negras, pero retiré la vista con un violento movimiento de cabeza, mirando ahora el suelo. Mi corazón latió con fuerza ahora, esperando, preparado para una reacción violenta suya.

No ocurría nada. ¿Habría vuelto a dormirse? Volví a abrir el libro y simulé leer. Pero pronto me encontré mirando sus piernas otra vez, con mi visión periférica. Creí notar algo, así que por una fracción de segundo volví a mirar su entrepierna para corroborar mi presentimiento. Así era: un grueso y alargado monte se formó bajo su pantalón. Lo volví a mirar, esta vez detenidamente. Crecía cada vez más, acercándose por debajo de la ropa hacia mi lado, provocándome, señalándome, agrediéndome. La brillante tela negra quedó tirante por encima, y no pude evitar mirarlo otra vez a la cara. Me sostuvo la mirada, serio, inmutable. Yo respiré hondo otra vez y tragué saliva. Mi mano ardía de deseos por aventurarse hacia aquel pantalón negro… pero era imposible. El tren embarcó de golpe más gente y el muchacho cerró las piernas y dejó descansar sus manos sobre su centro para ocultar lo que me había permitido ver tan generosamente.

Nunca cruzamos una sola palabra, ni un gesto, ni una mirada. Únicamente pronuncié un entrecortado "permiso", y luego carraspeé. En la próxima estación yo me bajaba. Repté por el apretado rebaño, una oveja más que obedecía a la rutina. Y atrás mío, avanzando de frente, bien pegado a mí, venía él. Sentí su calor contra la espalda y mi corazón enloqueció diabólicamente. Sentí su grosera virilidad apretada justo contra allí atrás, rígida, ardiente, y creía que me desmayaría. Respiraba yo por la boca, implorando por aire. Respiraba él por la nariz, justo en mi nuca, justo en mi cuello.

Descendí, y él también. La chica morena se levantó del banco en el andén para ir hasta él y abrazarlo y darle un tierno beso en la boca., y para llevarlo entonces bien lejos de mi vista.

Alejandro F. López Basualdo. 14/2/2005