Feliz cumpleaños, Mariana

La joven Mariana recibe por su cumpleaños un regalo tan enigmático como inesperado.

—Qué extraño.

Mariana, sin entender qué estaba viendo, se frotó los ojos con las manos. Sin embargo cuando volvió a abrirlos nada había cambiado: el objeto, un pequeño paquete envuelto en papel de regalo dorado y con un lazo verde, seguía sobre su cama.

El primer impulso de la joven universitaria fue levantar la voz para preguntar a sus padres por él, pero recordó que se encontraba sola y que hasta esa noche, cuando celebraría su fiesta de cumpleaños con amigos y familia, no los vería. Pero entonces, ¿de dónde había salido?

Muerta de curiosidad dejó sobre la silla del escritorio su mochila con las cosas de clase, se sentó sobre la cama y colocó el paquete en su regazo, intrigada. ¿De quién podía ser? Alisó una arruga del papel con los dedos, volvió a tomar el objeto entre las manos, le dio otro par de vueltas y volvió a depositarlo sobre sus piernas, decepcionada al ver que no había tarjeta ninguna que revelase de quién era ese regalo de cumpleaños. Se mordisqueó el labio inferior, debatiéndose entre si debía abrirlo o si, por el contrario, sería más correcto que lo guardase para la fiesta, cuando recibiría todos los regalos. Volvió a tomarlo entre las manos, decidida a guardarlo hasta entonces, pero, cuando se disponía a dejarlo sobre la mesita de noche, se detuvo y volvió a colocarlo sobre sus rodillas.

—¿Y por qué no? A fin de cuentas esta noche voy a tener muchos regalos. Lo disfrutaré más si lo abro ahora —se dijo a sí misma a fin de convencerse para hacer lo que deseaba hacer. Era una chica curiosa, siempre lo había sido, y dejar un regalo sin abrir era todo un desafío para ella. ¿Qué tenía de malo que fuese consciente de sus propias limitaciones?

Con la decisión tomada, ya no había lugar para las dudas. Con muy poca delicadeza y mucha curiosidad Mariana rasgó el papel de regalo, arrancó el lazo y se quedó mirando boquiabierta una pequeña cajita que apenas llenaba la palma de su mano. Era una cajita de madera tallada, con bonitas filigranas que danzaban para formar un dibujo que deletreaba su nombre. La madera, clara y lisa, aparecía oscurecida en las zonas talladas, probablemente como consecuencia del uso de algún barniz. No había cierre. La chica, maravillada por las filigranas en dos colores de la cajita, abrió con delicadeza la tapa de esta y, confusa, advirtió que en el interior tan solo había una tarjeta color vainilla en la que, con grandes letras verdes, podían leerse tres palabras: Feliz cumpleaños, Mariana.

—Qué extraño.

Mariana, sin entender qué estaba viendo, se frotó los ojos con las manos. Sin embargo cuando volvió a abrirlos nada había cambiado: se encontraba encerrada en una pequeña celda de barrotes, vestida tan solo con un sensual conjunto de lencería y con un collar de cuero en torno a su cuello, fijado con un pequeño candado que quedaba justo en su nuca, oculto por el largo y bonito cabello castaño de la joven.

El primer impulso de la joven universitaria fue gritar para pedir ayuda, mientras su mente trataba de descifrar qué había sucedido. Hacía solo un parpadeo se encontraba en su habitación, desenvolviendo un misterioso regalo que había resultado ser una cajita que ocultaba una sencilla tarjeta de felicitación.

—Feliz cumpleaños, Mariana —dijo una voz grave tras ella.

La aludida sintió que el terror le atenazaba las entrañas y se volvió; distinguió la figura de un hombre que cubría su rostro con una máscara negra y con una capucha del mismo color. Portaba en las manos una fusta y una correa a juego con el collar de la prisionera.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando?

Sus manos se cerraron en torno a los barrotes y sacudió la puerta de la celda, pero esta no se movió. Estaba atrapada.

—Eres mi muñeca, estás en mi mazmorra y, pequeña, lo que está pasando es que estoy a punto de usarte como el juguete que eres. Así que procura relajarte y disfrutar.

—Pero... pero yo...

Máscara descargó un fustazo contra los barrotes y la joven guardó silencio de inmediato, pese a que sus ojos verdes, abiertos y asustados, no se apartaron ni un instante del instrumento de dolor. El hombre, sin inmutarse ante la muda mirada de súplica de la chica, se dirigió hacia su celda, insertó una llave en la cerradura y abrió la puerta. Sus ojos, ocultos por la máscara y la capucha, escrutaron con interés el juvenil y sensual cuerpo de la prisionera y, antes de que esta se diera cuenta de qué estaba sucediendo, situó el extremo de la fusta bajo su barbilla y la obligó a levantar el rostro hacia él.

—Vas a ser una buena chica, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo ella, sumisa.

—Bien. Ponte de rodillas, manos detrás de la cabeza.

Mariana obedeció de inmediato y Máscara, en cuanto estuvo lista, se situó detrás de ella y fijó el extremo de la correa al collar que la chica llevaba al cuello. Encajaba perfectamente. Hecho esto, el hombre abandonó la celda, dando un pequeño y suave tirón a la correa para hacer saber a la chica que debía seguirlo. Esta, dócil y tranquila, se puso en pie de nuevo y fue tras él, mientras miraba a su alrededor con curiosidad. Allá donde mirase se encontraba con elementos propios de una mazmorra medieval, tanto era así que no le habría sorprendido ver aparecer en cualquier momento a una bruja o a un caballero andante. Sin embargo nada de eso pasó, y, mientras Mariana se preguntaba si realmente sería una mazmorra medieval o si todo era cuestión de la decoración, Máscara la condujo hasta una sala tenuamente iluminada. Advirtió que en ella había diversos elementos propios de una sala de tortura, pero, lejos de asustarse, sintió un revelador cosquilleo en la entrepierna.

Máscara, con suaves tirones de la correa, la condujo hasta una cruz de madera, y le dio un fustazo en el trasero, desnudo excepto por la ligera lencería que ni tan solo cubría los cachetes de su culo, pues era tanga.

—A la cruz.

La aludida disimuló una sonrisa y obedeció de inmediato, e incluso colocó las manos de forma que el hombre tuviese facilidad para engrilletar sus muñecas. No tardó en quedar completamente inmovilizada y a merced de su captor.

Fue entonces cuando empezó a fustigarla de verdad. La vara mordió la delicada piel de su trasero en diecisiete ocasiones, y en todas ellas Mariana permaneció impasible, resistiendo el dolor lo mejor que podía. Sin embargo con el varazo número dieciocho, no pudo contenerlo más y un rasgado grito quebró su quietud. La joven quedó inmóvil, con los ojos fuertemente cerrados y los dientes apretados, a la espera del siguiente golpe. Este no llegó, pero en su lugar sintió que la mano del hombre agarraba sus cabellos y tiraba de ellos hacia atrás.

—¿Eso es todo lo que aguantas, zorrita? ¿Dieciocho varazos? Esperaba más de ti.

—No —dijo ella, tenaz—. Se me ha escapado.

—A lo mejor debería empezar otra vez. Así tendrías una segunda oportunidad.

La joven no dijo nada, ni siquiera cuando Máscara soltó su pelo, retrocedió y descargó un nuevo varazo contra su trasero. Esta vez, sin embargo, Mariana apretó los dientes y fue capaz de contener el grito que pugnaba por escapar. Pero si había esperado algún tipo de clemencia por parte de su captor, no la recibió. Los golpes siguieron sucediéndose uno tras otro, hasta que la joven perdió la cuenta. Aun así, no gritó. Estaba decidida a demostrar de qué era capaz.

De pronto la tortura se detuvo. Mariana aguardó, sin saber muy bien qué pasaría a continuación. Entonces sintió que la manaza de máscara atenazaba su cuello y la aplastaba contra la pulida madera de la cruz.

—No he gritado —se defendió.

—No, pero tienes los muslos empapados, putita. Sabes qué quiere decir eso, ¿verdad? —Tan solo recibió silencio como respuesta—. Si no lo sabes, a lo mejor debería devolverte a la celda.

—¡No! —Mariana advirtió demasiado tarde que se había descubierto a sí misma con su negativa. Pero puesto que el daño ya estaba hecho, ¿por qué fingir?—. No, por favor. Necesito más. Estoy muy cachonda.

—¿Qué eres?

—Soy tu puta, tu perra, un juguete que necesita ser usado. Eso es lo que soy.

—¿Y qué voy a hacer contigo?

—Lo que desees. Soy tuya.

La mano de Máscara asaltó el empapado coño de la joven, quien dejó escapar un suspiro de placer al sentir los dedos que frotaban su clítoris y, un instante después, apartaban la fina tela del tanga para penetrarla. La otra mano, todavía en el cuello de la joven, mantenía firme su presa, mientras la boca del hombre besaba y mordía la nuca de su prisionera en un acto que tenía mucho de animal.

Mariana comenzó a gemir a causa de la intensidad con que Máscara masturbaba su coño, excitada además por el trato que este le estaba dando y por cómo sujetaba su cuello. Los dedos, sin clemencia ninguna, entraban y salían de su coño con tal intensidad que apenas podía controlarse para no gritar.

—Me voy a... voy a....

—No.

Los dedos abandonaron el interior de la chica, interrumpiendo así su inminente orgasmo, y en esta ocasión penetraron en su boca, para obligarla a limpiar de ellos sus propios fluidos.

—Más... —suplicó Mariana cuando los dedos abandonaron su boca—. Por favor, Amo, necesito más.

Máscara dejó escapar una carcajada. Se apartó de la chica, quien contoneaba su trasero de forma provocativa, y se despojó de la máscara y de la capucha que lo cubrían. Ya no tenía sentido que siguiera escondiendo su rostro.

—Espero que estés disfrutando tu sorpresa de cumpleaños, mi niña —dijo.

—Sí, señor Black, lo hago —respondió ella, melosa y dulce pero con un deje travieso—. Aunque espero que eso no sea todo, ¿sabe, Amo? Porque todavía necesito mucho, mucho más.

—Ah, la misma zorrita viciosa de siempre.

—¿Me va a castigar, Amo?

—No, pequeña. Esto es tu regalo de cumpleaños, así que, por una vez, estás libre de castigos.

—Pero a lo mejor quiero que me castigue, señor.

Black volvió a reír mientras se situaba tras su complaciente sumisa y, tras agarrarla por la cintura, la obligó a sacar el trasero tanto como le permitían los grilletes. Entonces situó la polla, bien dura desde hacía un buen rato, en la entrada del coño de la chica, y la agarró por el cuello de nuevo.

La empujó hasta el fondo, llenando el coño de la joven con su miembro duro, y comenzó a follarla mientras susurraba palabras de perversión a su oído, palabras que aumentaban el grado de excitación de la chica como solo su Amo sabía hacerlo; palabras tan certeras que ocultaban años de vibrantes experiencias juntos. La conocía bien, tanto que no necesitaba mucho para despertar a la zorra que la joven llevaba dentro.

Las embestidas de Black en el coño de su sumisa comenzaron a provocar un chapoteo, señal inequívoca de hasta qué punto la chica estaba excitada y mojada. Su Amo, consciente de que se acercaba el clímax, llevó la mano libre hasta los grilletes, y liberó a la joven para, acto seguido, obligarla a ponerse a cuatro patas, todo ello sin dejar de follársela.

—Amo... Amo, ¿puedo... pu....? ¡ah! Por fa...

—Puedes, muñeca. Córrete para mí.

La aludida explotó en un orgasmo tan intenso que no pudo seguir sosteniéndose, y cayó sobre el suelo desmadejada mientras su Amo la llenaba con su propia corrida, cada descarga acompañada por un gemido de la chica.

Finalmente, Black sacó la polla del interior de la chica y, con dulzura, dio la vuelta a esta y la tomó en brazos. Los ojos de ambos se encontraron, lo que les arrancó sendas sonrisas de ternura.

—Me ha encantado el regalo, Amo —dijo la chica.

—Oh, esto es solo el principio. Aún no he terminado contigo, pequeña.

—No seré yo quien se queje, señor. Pero antes, ¿puedo pedirle un beso?

El aludidó la besó con ternura durante un instante fugaz y lleno de cariño.

—Feliz cumpleaños, Mariana.