Feliz conejilla de laboratorio (y 4) Final
Todo marcha bien, hasta que todo salta por los aires.
Ya habían pasado seis meses desde que Carol, la hija de Harry, llevaba puesta la capsula. Un cirujano plástico amigo suyo, la había operado, y había convencido a Harry para que le diera carta blanca. Necesariamente le había tenido que poner al corriente del asunto y de las virtudes del producto. Recibió, por parte de Harry, una provisión suficiente de ampollas para hacerle durante mucho tiempo un hombre feliz. Y lo fue, y mucho. El trabajo que hizo con Carol fue asombroso, espectacular. Era otra mujer, como mínimo a la altura de Ana.
Mientras su hija estuvo convaleciente, Harry le pidió a Juan que le prestara a su mujer.
— Quiero llevármela el fin de semana a Atlantic City, —le dijo—. Cuando me contaste que la llevabas allí, a exhibirla, me gusto la idea. Ya sabes que me gustan los casinos, y quiero ir con Ana hasta que pueda disponer de mi hija.
— Acostúmbrate a no llamarla así.
—Es la costumbre, se me olvida que ahora es mi puta.
— Llévatela, no te preocupes, así descanso, —y con una sonrisa irónica añadió—. Sabes, si hace cuatro o cinco años me llegan a decir que hoy estaría saturado de mujeres y sexo, me hubiera descojonado de la risa. Me voy a ir solo a la casa de Oceans Blvr. Leer y pescar, lo necesito para soltar estrés.
— Pues yo a jugarme mi dinero y a follarme a tu mujer, —le dijo riendo—. Te aseguro que cuando regrese de allí, no tendré ni rastro de estrés.
Ese viernes, a primera hora, salieron con su chofer y en dos horas y media recorrieron los 200 Km que hay entre Nueva Jersey y Atlantic City. Se hospedaron en un lujoso hotel del Paseo Marítimo que tenía spa, y por supuesto, mega casino. A media mañana, nada más llegar, subieron a la suite. La intención de Harry era vestirla convenientemente para exhibirse por el Paseo con un pibón como ella. La desnudo y fue sacando ropa intentando decidir que ponerla. Se la colocaba por encima para ver el efecto, pero al final, el único efecto que tenía claro era la erección de su polla. Se arrodillaron en el suelo, inclino el cuerpo de Ana hacia delante y sujetándola las manos a la espalda con sus propias manos, la penetro la boca. La follo con furia mientras, gracias al espejo del vestidor, veía como sus tetas se bamboleaban como campanas.
— ¡Joder Ana!, empezamos bien, —Ana no contestó, tampoco Harry esperaba que lo hiciera. Siguió chupando hasta que la saco su fofo pene de la boca.
Finalmente, consiguió vestirla como quería y bajaron al restaurante para almorzar. Después de sobetearla discreta, pero evidentemente en el restaurante, salieron a pasear por el Paseo Marítimo. Dieron un largo paseo, ante la mirada lasciva de un montón de tíos, y regresaron al hotel, al casino. Estuvieron toda la tarde jugando a la ruleta y al póker. En la ruleta Harry se limitaba a dar las fichas a Ana para que las pusiera en los números, mientras su mano izquierda reposaba, placidamente en su esplendido trasero a la vista de todos. Al contrario, en la mesa de póker jugaba él. Ana, situada a su espalda le acariciaba el cuello y los hombros provocando la envidia de los demás. Después de cenar subieron al dormitorio donde estuvo “jugando” con ella, durante casi tres horas. Harry llevaba hechos los deberes. Tenía una extensa lista de cosas, poco complicadas, que se le puede hacer a una sumisa. Había estado horas y horas, recopilando por Internet esa información. Harry estaba agotado, pero Ana no, necesitaba más. Aprovechando que en ese momento estaba atada a la cama, con los brazos en cruz y las piernas totalmente abiertas, la introdujo unas bolas chinas en la vagina y lo puso a máxima potencia. La colocó una mordaza de bola, se sirvió una copa y salio a la terraza a fumarse un habano sentado en un sillón. Placidamente sentado, disfrutando de su puro y su copa, oía con claridad los gemidos de Ana, y sus bufidos cuando la llegaban los orgasmos.
— ¿Qué tal en Atlantic City? —preguntó Juan entrando en el despacho del consejero delegado el lunes a primera hora—. ¿Perdiste mucho?
— La vida es lo que casi pierdo, —contesto Harry.
— No jodas tío, —exclamó Juan poniendo cara de extrañeza—. ¿Has tenido algún problema?
— No, no, tranquilo. Es que Ana es mucha mujer para un vejestorio como yo.
— ¡Hala, hala!, no jodas, si todavía te queda unos años para llegar a los sesenta.
— Te prometo Juan, que me duele todo, los abdominales, el pecho, las piernas, los brazos. Estoy hecho una mierda, no me puedo ni mover.
— Es que no haces nada de ejercicio tío, —dijo Juan riendo—. Le voy a decir a mi coaching que hable contigo.
— ¡No jodas! ¿Esa tía que parece la hermana de Schwarzenegger? ¡Ni hablar!
— ¡Joder tío! Como eres. Es muy buena.
— Es que las tías que son más fuertes que yo me dan repelús, —dijo haciendo el gesto de un escalofrío.
— Harry. Cualquier tía es más fuerte que tú, —y añadió con gesto pensativo—. Tengo un colega que está especializado en gente achacosa. Le voy a decir que te llame, —y añadió—. Por cierto, ¿cuándo te dan a Carol?
— Me han dicho que en un par de semanas. Teóricamente, ya deberían haberla dado el alta, pero yo creo que el cirujano se la está tirando y lo está alargando. Le voy a tener que dar un toque.
— Bueno, así te recuperas…
— Eso sí, pero le diré que en dos semanas la quiero en casa sin falta,— y añadió—. Cuando me la den, nos vamos a la casa de Oceans Blvr. con Ana, los cuatro. ¿Te parece? Me encantaría verlas enrollarse juntas, joder. Ya sé que no es posible, que no…
— ¿Por qué no va a ser posible? —le dijo con picardía.
— ¿Es que tú sí lo has logrado? ¡Serás cabrón! ¿Cuándo?
— Espera que cierre la puerta, que esto no lo saben los demás, y mejor que no lo sepan, —se levantó, y después de cerrar la puerta prosiguió—. Ya sabes que cuando hemos intentado, aquí en la oficina, que dos de ellas se enrollen, no lo hemos conseguido. La clave esta en Allison y Naoko. Le pedí a Andy que me prestara a su mujer un fin de semana y la lleve con Ana a Long Beach. Estuve haciendo pruebas hasta que encontré la solución. A partir de ese momento fue maravilloso. Toda la mañana y toda la tarde, el día completo estuvieron follando. Yo me coloque el sillón al lado de la cama, y estuve trabajando mientras las miraba. Cuando me apetecía, cada hora, hora y pico, me levantaba y se la metía a alguna de las dos por donde fuera. Tío, te prometo que termine con la polla inflamada. No te rías, pero me tuve que dar una crema antiinflamatoria, te lo digo en serio. No es broma.
— Estás hecho un pedazo de cabrón. Me tienes que decir como se hace.
— SI, si, a ti si te lo digo, pero a los demás es mejor que no lo sepan. Piénsalo, se pueden poner muy pesados. Imagina que supieran lo de Carol, y te la estén pidiendo cada dos por tres para hacer parejitas, o tríos.
— Tienes razón, cuanto menos sepan mejor.
— Por cierto, ¿qué te parece la mujer de Andy? —le preguntó Juan.
— Me gusta, esta bien.
— Te voy a contar un secreto, que yo creo que no sabe el capullo de su marido. Si cuando la das por el culo, la retuerces fuerte los pezones, pero fuerte de verdad, que la duela, se corre más rápido, tiene los orgasmos más seguidos y más fuertes.
— ¿Pero como sabes esas cosas?
— Recuerda que soy medico investigador y es lo que hago, investigar.
— ¿Serás hijo puta? —exclamó Harry con cara de asombro—. A partir de ahora te ordeno que me informes de los resultados de tus “investigaciones”. Y por supuesto, de lo que ya has descubierto.
— ¿De que te sirve si luego estás hecho una mierda? De acuerdo, pero con la condición de que hables con mi amigo.
— ¡Vale, vale!
Como estaba previsto, Carol recibió el alta dos semanas después. El cirujano había hecho un trabajo soberbio, era completamente otra mujer. Su rostro no se parecía en nada, estaba mucho más delgada y tenía las tetas más grandes, pero sin pasarse. El siguiente fin de semana, la juntarían con Ana, mientras tanto, su padre y los dos criados se ocuparon convenientemente de ella.
El fin de semana llego y como estaba previsto, Harry y Juan se encontraron en Oceans Blvr. Se instalaron cómodamente en el salón principal, donde quitaron las mesas del centro dejando un gran espacio libre delante de los sillones y el sofá. Juan extendió en el suelo un futón japonés para que las chicas retozaran a sus anchas. Las desnudaron, y sentados cómodamente en los sillones, las arrodillaron entre sus piernas. Ana se ocupó de descargar a Harry, y Carol a Juan.
— Es impresionante el trabajo que ha hecho tu amigo el cirujano, —le comento Juan mientras veía como su polla desaparecía en la boca de Carol—. ¿Seguro que no te ha dado el cambiazo?
— Seguro, seguro, —le contesto riendo—. Carol tiene una marca de nacimiento en la nuca, debajo del pelo. Es ella, te lo aseguro.
Los dos amigos se corrieron, y entonces Juan preparó a las dos mujeres. Ante los interesados ojos de Harry, Ana y su hija se pusieron a besarse con desenfreno. Y no pararon en todo el fin de semana. Harry y Juan estaban a sus cosas, veían partidos por la tele, hablaban de negocios y de repartirse el pastel de manera más efectiva, y periódicamente se metían en medio de las dos mujeres. Descubrieron con placer, que la postura que más les satisfacía era, darlas por el culo, cuando las dos, tumbadas de lado sobre la cama, se chupaban mutuamente el chocho. Por supuesto, no faltaron las convenientes, y muy necesarias, raciones de bofetones a las dos mujeres. Totalmente folladas y humilladas, y con los dos hombres muy satisfechos con la experiencia, regresaron a sus casas el domingo por la noche.
Un par de meses después, Ana abrió los ojos. Era de noche y estaba desorientada, como si saliera de un sueño pesado y resacoso. Poco a poco su mente se aclaró. Un terrible dolor de cabeza la mordía los laterales del cráneo. Percibió a su marido durmiendo placidamente a su lado. Lo recordaba todo, no sabía como, pero recordaba perfectamente estos últimos años de violaciones, abusos y brutalidades. Hacia una semana que Juan la había puesto el nuevo implante, que claramente estaba defectuoso, claramente fallaba. Su primera intención fue salir corriendo, y lo hizo. Se levantó con sigilo para no despertarle y se dirigió, todavía un poco mareada, al vestidor. Mientras lo hacia en silencio, su mente comenzó a trabajar a un ritmo endiablado. Dejó de vestirse y se sentó en el suelo inmersa en un mar de pensamientos y de dudas. Desde donde estaba veía, por la rendija de la puerta, la cama donde tranquilamente dormía su marido. Si, lo recordaba todo, pero no solo los excesos de Juan, también sabía donde escondía su dinero, sus cuentas en paraísos fiscales, y lo más importante, las claves de acceso. Juan no se cortaba en utilizarlas delante de ella, la consideraba menos que un florero. Tomo una decisión difícil, terrible. Decidió seguir como si nada hubiera pasado. La diferencia era que ahora lo sentiría todo de verdad, pero estaba segura de que el odio la ayudaría a permanecer impasible a las brutalidades. Se deslizó hasta el despacho de Juan y abrió la caja fuerte pequeña que había oculta detrás de los libros. Sabía que dentro guardaba el sedante que utilizaba para dormirlas. Cogió una ampolla, cerro la caja y regreso al dormitorio después de esconderla.
Cuando sonó el despertador, Juan se recostó contra el cabecero y puso a su esposa a chuparle la polla, y como todas las mañanas, después de correrse, estuvo unos segundos dándola bofetadas. Ana aguantó estoica sin hacer un solo gesto, estaba muy acostumbrada. Desayunaron y durante todo el día hicieron lo normal, chupó muchas pollas y follo con casi todos los consejeros. Ya por la noche, de regreso en casa, echó unas gotas del sedante en el vaso de agua que todas las noches, invariablemente, le pone a su marido en la mesilla. Una manía de Juan era beber agua antes de apagar la luz. Espero una hora y dio un golpe a su marido dándose la vuelta. Le levantó la mano y la dejó caer. Ni se vistió, desnuda como estaba se fue al despacho y conecto el ordenador. Accedió a las cuentas secretas de su marido y creo dos nuevas en Macao y las Caimán. Traspaso un millón de dólares a cada una, en pequeñas cantidades desde las muchas cuentas que Juan tenía, y camuflo los accesos para que Juan no las encontrara. Después entro en una habitación de seguridad que tenía la casa, —una habitación del pánico, muy normal en ciertas casas norteamericanas— donde había dos cajas fuertes, grandes, antiguas, que Juan compró en un anticuario. Una estaba llena del producto, tanto en cápsulas subcutáneas, como en ampollas. La otra estaba llena de dólares y euros, junto con joyas, diamantes tallados y en bruto y, lingotes de oro de medio kilo. No cogió nada todavía, solo quería cerciorarse de que todo estaba correcto y que podía acceder a su interior. Empezaba a clarear el día cuando regreso a la cama a dormir algo. Solo le había echado unas gotas a su marido, suficiente para ayudarle con el sueño y que no despertara hasta que sonara el despertador. Durante dos noches seguidas estuvo transfiriendo fondos a sus dos cuentas secretas mediante un programa que usaba Juan, que hacia que el dinero recorriera varias veces todo el planeta hasta que se perdía. De todas maneras, si el FBI las encontraba, poco probable, nada las relacionaba con ella, y pasarían por ser dos más de las muchas de su marido.
La última noche, fue especialmente dura. Juan, que se había excedido con el whisky, la estuvo follando durante más de una hora con una brutalidad especial. La ató las manos a la espalda, y mientras de frente a él, la tenía penetrada por el ano, la daba sonoras bofetadas. Aguanto feliz sabiendo que era la última vez que iba a estar con él. Solo esperaba, que cuando estuviera en la cárcel, le dieran por el culo toda su puta vida. Cuando se durmió, se vistió y entro en la habitación de seguridad. Lleno dos maletas medianas, una con el producto, y otra con dólares, diamantes, oro y las joyas. Aun así quedo mucho en las cajas, suficiente para que lo encontrara el FBI. Después fue al despacho y borró todo rastro de los accesos a sus cuentas en el ordenador. No lo necesitaba, lo tenía todo en la cabeza. Salio de la casa y se dirigió al Grand Central Terminal, donde dejó las maletas en una consigna. A continuación se fue andando hasta la estación de Penn, y llamo desde un teléfono publico, al número de la oficina del FBI, en Federal Plaza, junto al Departamento de Justicia de Nueva York. Les dijo que había estado secuestrada varios años, pero que había podido escapar, que no sabía que hacer y que estaba en la estación. Se movilizaron rápidamente y la llevaron a sus oficinas donde les contó todo lo que quería que supieran, haciéndose un poco la tonta, como si fuera una mujer un poco simple. Un médico forense la examinó y comprobó que efectivamente tenía algo implantado bajo la piel, en la cadera.
Como todos los días, el despertador sonó a las 7,30. Juan se sorprendió de no ver a Ana en la cama con él, pero pensó que habría ido al baño.
— ¡Vamos zorra!, ven a chupármela que es la hora.
Nadie contestó, ni se oía ningún ruido. Le extrañó que la puerta del dormitorio estuviera cerrada, nunca lo estaba, y se levantó. Cuando abrió la puerta, un grupo de agentes con chalecos y casco irrumpieron empujándole e inmovilizándole contra el suelo. Allí, con varias armas apuntándole directamente a la cabeza, fue tal el pánico que sintió que se le relajo el esfínter y se cagó. Fue muy desagradable, teniendo en cuenta que estaba desnudo. Registraron concienzudamente la casa, con Ana como guía. Abrieron las cajas fuertes de la habitación de seguridad, confiscaron los ordenadores, discos duros, el dinero y, con especial atención, todas las dosis del producto.
A las diez en punto de la mañana, varios cientos de agentes del FBI, y de la policía de Nueva York, precedidos por fuerzas de asalto, irrumpían en el edificio que ocupaba el laboratorio. Los agentes subieron a la última planta, acompañados por Ana, una vez que los de asalto habían asegurado el lugar. Ana fue señalando uno a uno a los consejeros involucrados y a las otras mujeres secuestradas. Simultáneamente, un grupo de agentes llegaba a la casa de Harry, en Nueva Jersey, liberaban a Carol y detenían a los dos empleados, sorprendiéndoles en una actitud con ella, digamos que poco caballerosa. El escándalo fue colosal y hubo miles de detenidos, entre los que había senadores, representantes, policías, algún juez, banqueros, financieros, en fin, personajes de lo más selecto de la sociedad. El proceso judicial fue rápido y contundente. Harry, Juan, y todos los consejeros, y casi cien implicados más, fueron condenados a cadena perpetua por secuestro. A Allyson, la dio un ataque de nervios cuando la dijeron que iba a estar recluida en una celda hasta la muerte. En cuanto a las indemnizaciones a las afectadas, el proceso fue mucho más lento, pero en un par de años todo estaba liquidado. Ana vendió el apartamento de Manhattan, y se mudó a la casa de Oceans Blvr.
Han pasado tres años desde que escapo, y el FBI liberó a las secuestradas. Ana ya no vive en Nueva York, desde hace un año vive en Tailandia, en una pequeña villa en las cercanías de Bangkok, en la desembocadura del río Chao Phraya. Durante casi dos años, Ana no tocó las dos cuentas, ni las dos maletas, salvo para sacarlas de la consigna y llevarlas a un sitio más seguro. Una noche, cargada con ellas y una pala, recorrió la pasarela que comunicaba la calle, casi frente a su casa, con la playa. Allí, pegado a la valla, cabo un hoyo profundo, de metro y pico, y envueltas en sacos de plástico enterró las dos maletas. Junto con sus compañeras de infortunio, participo en el programa de asistencia psicológica a las victimas del Departamento de Justicia.
Por fin, ya era hora de poner en marcha la segunda fase de su plan. La primera fase fue un éxito total, con todos los implicados en la cárcel, y ella totalmente libre. Una noche, desenterró las maletas, y las llevo a casa. Activo las cuentas, y transfirió casi todos los fondos, unos 150 millones a fondos de inversión en Brasil y la zona del Pacífico. Llamo a Naoko y a Carol para saber de ellas, no las veía desde el juicio. Confesaron estar hasta las narices de los hombres y no quería tener tratos con ninguno. Ana las entendía porque a ella la pasaba lo mismo. Quedo en verse con ellas algún día, y las invito, por separado, a la casa de Long Beach. La primera fue Naoko. Ana la encontró tan guapa como siempre, tal vez más delgada. La confirmo que vivía sola, sin compañía, y bastante aislada. Tomaron café y al rato Naoko se durmió. Carol vivía algo menos aislada que Naoko, en ocasiones salía a algún espectáculo, pero poco más. Las dos coincidieron con Ana en que lo recordaban todo y aborrecían a los hombres, a todos sin excepción. Al igual que Naoko, Carol también se durmió mientras tomaba café con Ana. Cuando despertó estaba desnuda en la cama con Ana y Naoko, y sentía una sensación que era familiar para ella y a la que no podía resistirse. Volvía a ser esclava, esta vez de Ana. En una de las maletas que saco del apartamento de Juan la última noche, había dosis para sus dos “amigas” para treinta años como mínimo. Paso a controlar las cuentas corrientes y el patrimonio de las dos mujeres, y cuando todo se solucionó judicialmente en EE. UU. vendió sus apartamentos y compro la villa de Bangkok. Contrato un vuelo privado que las traslado con todas sus pertenencias y las dos maletas hasta allí. Ana era verdaderamente feliz por primera en su vida. En su villa, entregada a la lectura, a oír música, a contemplar el paisaje o a maravillarse con las puesta de sol. Carol y Naoko se ocupaban de las cosas de la casa, y Ana, cuando no retozaba con una, lo hacia con la otra. En el dormitorio principal mando colocar una cama enorme, de más de dos metros de ancha, donde dormían las tres juntas, desnudas, abrazadas, queriéndose. Savia perfectamente que Carol y Naoko eran felices con su retomada vida de servidumbre sexual, y como ya he dicho, ella también. No las ataba, no las pegaba ni maltrataba, solo las amaba. Vivía en un país maravilloso, acompañada por mujeres con unos cuerpos fantásticos. Tenía riquezas suficientes para hacer que este sueño durase indefinidamente mientras su marido se pudría en la cárcel y, con un poco de suerte, algún negrata de dos metros y una polla de treinta centímetros le partía el culo. Ana no volvería a chupar una polla en su vida. Si, ahora, definitivamente era feliz.