Fantasías sexuales de las españolas: Luisa

Esta es una serie de narraciones con un denominador común: fantasías de mujeres descritas por ellas y convertidas en relatos donde, eso sí, las circunstancias y la misma trama es inventada. Como decían en las películas y series antiguas, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Luisa

Sofía comprueba las notas que ha tomado a lo largo de la tarde antes de pasarlas al ordenador. Hoy se ha dado bien: es uno de esos días en los que disfruta con su profesión. Sofía es psicóloga aunque está especializada como terapeuta sexual y orientadora matrimonial. A ella acuden parejas con problemas. De las que necesitan ayuda para mantener a flote su matrimonio, especialmente aquellas que no se entienden en el dormitorio. El sexo y la pasión es la argamasa que mantiene unida a una pareja, piensa ella. Cuando no se funciona bien en la cama el matrimonio se resiente. Y antes de empezar a hacer terapia juntos siempre tiene una cita por separado con cada uno. Media hora, a veces una hora, depende de lo que tarde en diagnosticar el problema que a veces es evidente y queda claro al primer vistazo, y otras, no tanto.

La experiencia le dice que la primera toma de contacto es bueno que sea juntos, pero que luego procede una sesión cada uno por su lado. Hay cosas que no se cuentan entre ellos, que es difícil decirse, pero que ella consigue extraer. Claro que por raro que parezca, la cercanía y la intimidad a veces son una barrera para expresar los sentimientos y la gente se suelta más a solas con una profesional. Lo de siempre, nada nuevo, clientes pagando a prostitutas para poder contarles sus más ocultas fantasías, deseos o simplemente problemas; camareros en la barra de un bar, vertederos de amor que diría el Ultimo de la Fila, haciendo terapia de todo a cien de los sentimientos mientras te ponen otro trago; desconocidos en el asiento de al lado del tren o el avión a los que acabas confesando tus miedos y fobias, sabiendo que la amistad recién estrenada durará lo que un vuelo o un trayecto Madrid - Valencia. Distintos ejemplos de que a veces se necesita a alguien ajeno para confesarse, posiblemente porque son menos dados a juzgarte, porque solo tienen tu versión, porque luego puedes volver a tu vida sin aguantar miradas de reproche.

Sí, ella captura y consigue la confianza de sus clientes, suelen abrirse y Sofía obtiene material muy valioso para saber cómo encaminar las sesiones para que den buen resultado.

Con los hombres es más fácil porque son más básicos, más transparentes. Y con más ganas de hablar, de dar sus razones, de demostrar que están en lo cierto. Ellas son más reservadas y desconfiadas, saben distinguir la diferencia entre una amiga o una confidente y una profesional, y no siempre se abren. A veces le toca caminar a ciegas, jugársela por el viejo sistema de prueba y error hasta dar con un buen diagnóstico, y si es posible, una buena solución. Como es de esperar, los que no colaboran son luego los que más se quejan y los que más critican su labor. Esos, en vez de ir buscando soluciones, van como si fueran a la guerra, a cavar su trinchera. Y allí se parapetan dispuestos a no moverse un centímetro de su visión de la realidad, que ni por un segundo dudan que sea la correcta.

Desmontar eso, hacerles ver que ella está de su parte (de parte de los dos y que aquí no hay bandos, ambos están en el mismo), y que la solución no depende de lo que diga una terapeuta sino de lo estén dispuestos a hacer, es una tarea que a veces resulta complicada de llevar a cabo. Sobre todo, porque para estar dispuestos a hacer, primero hay que estar dispuestos a reconocer. A reconocer todo lo que constituye un problema, a reconocer que la otra persona puede sentirse molesta, atrapada o engañada, a reconocer que uno puede tener parte de culpa en todo este asunto.

Por eso Sofía trata de separarlos al principio y también de hacerlos sentir bien para que se relajen, por eso empieza por preguntarles por sus fantasías sexuales. Lo que alguien desea, con lo que alguien sueña, suele dar pistas de por dónde van sus carencias o sus preocupaciones. Y luego compara. También en esto ellos suelen ser más básicos, salvo alguna sorpresa como la que se ha llevado hoy, normalmente las de los hombres son más recurrentes y menos elaboradas. Las de ellas por el contrario, más detallistas, más incisivas: las mujeres necesitan creérselo, no basta con el actor, tienen que montar el escenario. Todo tiene que resultar real, como si estuviera ocurriendo de verdad.

En fin, esto no es fácil y no siempre lo consigue, pero parece una buena forma de comenzar y hoy ha sido una de esas tardes en que ha tenido un pleno con las cuatro parejas que la han visitado. Ha resultado muy interesante y muy útil cada una de las conversaciones.

Luisa fue la primera: comercial de 41 años, dos hijos y 20 años de casada. Aparentemente todo bien en el matrimonio. Los dos con trabajo, pasando muchas horas fuera de casa y relacionándose con mucha gente. En la reunión previa, ambos coincidían en que no había motivos graves de discusión más allá de las rencillas habituales en cualquier otra pareja, derivadas del estrés y de la pelea diaria con el trabajo, la casa y con los hijos.

El motivo fundamental de su visita es la falta de relaciones sexuales. Pocas y aburridas. El intercambio de miradas que se dan, delata enfado por parte de ella y cierto pasotismo por parte de él. Como si aquello no fuera consigo y estuviera allí simplemente porque su mujer le había puesto la cabeza como un bombo y prácticamente le había obligado a ir. Quedaba meridianamente claro quién era la insatisfecha.

Posiblemente y a bote pronto, el primer diagnóstico sin entrar a fondo en el tema, podía ser una súbita inapetencia acompañada de disfunción eréctil por parte del marido. No era infrecuente a esa edad, sobre todo cuando había problemas de estrés y de carga laboral. La otra opción (si su marido no tenía ningún problema de apetito) solía ser mucho más palmaria: simplemente que se había buscado una querida y ya venía comido a casa. Decidió hablar primero con Luisa, puesto que parecía ella la agraviada y la que había tomado la iniciativa. Quería tener cuanta más información mejor, porque en estos casos suele ser el marido el que no colabora. Así que la primera conversación a solas fue con ella, mientras Rogelio esperaba paciente en la sala de espera. Tras quince minutos de cortesía dónde Luisa pudo desahogarse, empezaron las preguntas en serio y con ellas, aquella que tanto le gustaba a Sofía hacer:

  • ¿Cuál es tu fantasía sexual?

Luisa no esquivó el tema ni se puso a la defensiva: tenía claro a qué había ido allí y se sentía cómoda y relajada, así que desembuchó del tirón.

  • Tengo un disfraz.

  • ¿Perdón?

  • Digo que tengo un disfraz. De asistenta. Un traje muy ceñido. Negro. Con puntillitas y encajes. Tan corto que no me tapa nada. No necesito ni agacharme, simplemente con inclinarme un poco, se me sube por encima del culo y enseño todo. También tengo un vibrador negro a juego, tamaño natural, con mando a distancia…Me lo regaló Rogelio.

  • Entiendo - dice Sofía asintiendo con la cabeza.

  • Pues yo no…

La psicóloga la miró con extrañeza.

  • Bueno, parece evidente que su marido quiere jugar... La fantasía de la asistenta es muy habitual en hombres...

Luisa la miró con un cierto deje de fastidio. Luego negó con la cabeza y se dispuso a explicar, igual que una profesora que enseña a un niño que no se entera.

  • No me hace ni caso. Me lo puse la misma noche que me lo regaló y ahí estaba el muy imbécil, mirando la tele y haciendo como que no me veía, igual que si hubiera pasado en bata y con rulos. Parecía nervioso, como expectante, de manera que tomé yo la iniciativa. Me senté en el sofá a su lado pero a la hora de meter mano no se le levantaba, es más, yo creo que hasta me rehusó.

  • A lo mejor es que esa noche…

  • ¡Ni esa noche ni ninguna! - respondió malhumorada - ¡No sé para qué coño me lo regaló! Ni con traje ni sin traje. Lo que yo le diga, doctora. A veces creo que fue una broma de mal gusto.

Sofía asintió, consciente de que el tema era más complicado de lo que parecía a primera vista.

  • Bien Luisa, pero te he preguntado por tu fantasía.

  • Bueno pues ya que tenía el traje y en casa no me sirve, la verdad es que a veces fantaseo con que pongo anuncios para limpiar por horas y me presento con este traje en casa de los clientes.

  • Y ¿qué sucede entonces?

Sofía quería saber cómo interactuaba (si es que lo hacía) con los clientes.

  • Pues me pongo a hacer mis labores paseándome delante de ellos. Bueno, ya sabe, cumplo con el tópico. Enseño, me agacho, adopto posturas sugerentes, provoco un poquito… a veces pienso que llevo unas braguitas blancas que destacan sobre el vestido negro. Son unas que me compré de encaje, semitransparentes. Me lo marcan todo como se puede imaginar. Otras veces imagino que no llevo nada.

  • Y tus clientes ¿qué hacen?

  • Me miran y se les cae la baba. Se acarician, algunos sacan el pene y se masturban.

  • ¿No te tocan?

  • No, se lo tengo prohibido. Y ellos tienen que obedecer: soy yo la que tengo el control.

  • Entonces, no tenéis sexo…

  • Cada uno por su lado. Yo saco el consolador que llevo conmigo, le pongo un poco de lubricante y me lo introduzco entero. Hago mis labores con él dentro. Como tengo el mando, lo voy activando en los momentos que yo considero más excitantes. Lo pongo a vibrar y me derrito. A veces me corro de pie, frente a ellos; en otras ocasiones de rodillas en el suelo, haciendo como que friego; otras en el sofá, masturbándome mientras me meto y saco el vibrador.

  • ¿Y después de llegar?

  • Me acerco al cliente y ellos acaban. Me pongo muy cerca, a veces me siento en sus rodillas, pero no les dejo tocarme. Ellos se masturban y se corren llenándome de salpicaduras de semen. El vestido negro siempre vuelve manchado a casa.

Cuando le tocó el turno al marido, Sofía se sintió un poco desconcertada. Había esperado encontrarse a un tipo pasota, desentendido de las necesidades de su mujer y sin embargo, el tal Rogelio se mostró muy receptivo y dispuesto a hablar.

No, no estaba cansado de su mujer, ella le seguía gustando. Cuando le comentó la posibilidad de una infidelidad, no reaccionó como suelen hacer los maridos que realmente la están cometiendo: contraatacando o poniéndose a la defensiva. Lo hizo con desconcierto, como si no entendiera lo que le preguntaba, para luego acabar negándolo con vehemencia.

  • Pero bueno, Rogelio ¿nunca has fantaseado con otras mujeres?

  • No, con otras mujeres no.

  • Entonces ¿con qué?

Ahí fue donde él se cerró en banda, se calló y miro a la pared fijando la vista en el cuadro donde estaba toda la promoción de Sofía haciendo orla.

  • Rogelio, me he reunido con vosotros por separado y tenéis que saber que lo que cada uno me vayáis a contar no sale de este despacho, no lo voy a comentar con el otro, pero necesito saber todo de ti y de Luisa para poder ayudaros.

El siguió callado. Casi se le podía oír pensar y darle vueltas al asunto.

  • Vale Rogelio, no te quiero presionar, si no quieres responder no pasa nada, pasamos a otro tema.

  • No, si yo... Mira, ¿seguro que esto queda aquí?

  • Claro, secreto profesional, te lo garantizo.

  • Mi fantasía – comenzó haciendo luego una pausa, no se sabía muy bien si pensando en callarse la boca o tomando fuerzas para hacer la confidencia - bueno, hace poco compré un consolador y un traje de asistenta.

  • Entiendo. Para tu mujer - añade Sofía intentando echar un capote para que terminara de arrancar.

Rogelio levanta las cejas, los mofletes se le encienden y unas gotas de sudor aparecen en su frente. Con el mismo aire confundido y descolocado de antes y con cara de sorpresa responde:

  • No, no, para mi mujer no...

Es entonces cuando Sofía tiene que recurrir a todo su autocontrol y mantener la expresión profesional en el rostro.

  • Era para mí. Pero ella lo descubrió y tuve que decirle que era un regalito.

¡Hay que joderse! piensa Sofía mientras hace como que toma notas: los clientes nunca dejan de sorprenderla.