Fantasías sexuales de las españolas: Justina I

Esta es una serie de narraciones con un denominador común: fantasías de mujeres descritas por ellas y convertidas en relatos donde, eso sí, las circunstancias y la misma trama es inventada. Como decían en las películas y series antiguas, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

(VII) Justina

Justina se abraza a un cojín en el sofá mientras observa con desgana el programa donde un reducido grupo de famosos trata de sobrevivir en una isla del Caribe. Es tarde pero aún no tiene sueño, más bien se le abre la boca de aburrimiento.

Lleva regular lo de estar sola. Su marido está de viaje y hasta el viernes todavía le queda semana sin poder verle el pelo. Hablan todos los días un par de veces, pero claro, no es lo mismo que tenerlo allí. Aunque llevan veinte años de casados, todavía le gusta tenerlo a su vera mientras ve la tele y saber que ocupa su lado de la cama. Y si bien ya no con la frecuencia de recién casados, poder darse un revolcón fuera de agenda (lo habitual es el polvete de fin de semana o de viernes), cuando ella está un poco tontorrona y, ésta, es una de esas noches.

Con el pijama de pantalón largo puesto, el pelo suelto y desmaquillada, Justina se encuentra lista ya para meterse en la cama. No es que tenga una pinta muy seductora pero sabe que si Paco estuviera allí, eso le importaría bien poco. Es posible que no llegara ni al cuarto. Ahora que tienen a su hijo de Erasmus fuera del país, se pueden permitir el lujo de fornicar en el sofá. Eso parece una tontería pero le da un punto de morbo al asunto. Han descubierto que con ella de rodillas y echada sobre el respaldo, da la altura justa para que Paco pueda acometerla desde atrás, procurando una postura cómoda a los dos que les permite follar durante un buen rato, con el ángulo adecuado para que ella la sienta bien dentro. Su marido la agarra por las caderas y le da bien fuerte una vez está lubricada. Se estremece solo con recordar la escena, pero hoy parece que se va a tener que conformar con hacerse un dedo.

De hecho, empezó apetecerle al ver el reality show. Los protagonistas estaban en pleno verano caribeño y tras varias semanas de concurso, ya presentaban un aspecto mucho más delgado y apetecible. En especial hay un chico que le gusta, un cantante venido a menos que ha tenido que buscarse las habichuelas tonteando con los programas del corazón y que ahora está en la isla. La verdad es que no es ningún lumbreras y ni siquiera le gusta cantando, pero desde el día que lo vio con el bañador ajustado tipo tanga, Justina no se lo pierde. Por algún motivo, aquel chaval al que le sacaba veinte años, la ponía cachonda. Y hoy, frente a su vasito de leche y la galleta que toma antes de acostarse, decide recrearse un poco la vista aunque ya es tarde. Mañana le espera otra jornada como funcionaria de la Seguridad Social, atendiendo al público y gestionando altas y bajas. Nada que le apasione.

Apenas aparece el chico en pantalla, desliza la mano entre su pijama y aparta la braguita para tocarse directamente la vulva. Unas caricias y su clítoris reacciona, así como su vagina, que se moja levemente mientras el muchacho se levanta para recibir el veredicto del público. Tiene una barba que lo hace parecer mayor, los músculos bien definidos por el ayuno, la piel morena por el sol caribeño y llena de arena de la playa, que el chico se sacude con parsimonia.

  • ¡Oh mierda! - gime cuando se da cuenta de que lo acaban de descalificar y tiene que abandonar la isla. Le acaban de cortar el rollo, se acabó el espectáculo de ver al chico en tanga y el breve resumen de su paso por el programa apenas da, para que Justina tenga tiempo de sacarse un orgasmo.

  • Joder - exclama mientras apaga la tele. El único incentivo que tenía ese programa gilipollas acaba de desaparecer. Y aunque luego lo entrevistarán en plató y formará parte de los comentaristas hasta el final, pues como que no es igual verlo vestido, por muy elegante que vaya. A ella le ponía ese tonillo entre canalla y salvaje del chico sin maquillar y semidesnudo.

En fin, que Justina decide acabarse el vaso de leche y retirarse a sus aposentos. Se cepilla los dientes y sin más preámbulo se dirige a la cama. Se quita la parte de abajo del pijama y se arropa, dejando la luz de la lamparita encendida porque, a pesar de todo, aún no tiene sueño. Por un momento piensa en leer un rato para que le llegue, pero no le apetece. Se revuelve inquieta: ¡cómo le gustaría que estuviera allí su marido, vaya rollo lo de los viajes de empresa! Aunque estuviera roncando, sería suficiente para que ella estuviera a gusto y conciliara el sueño, pegada a él. Pero su hombre está a 500 km de distancia dando un seminario de ciberseguridad. La parte buena es que lo pagan bien: solo con la participación en cursos y conferencias han conseguido quitar este año un tercio de la hipoteca que les queda aún pendiente, que no es mucha pero oye, mejor sin cargas. Además, Paco siempre tiene el detalle de destinar una pequeña parte de lo que le pagan de extra a invitarla a cenar el fin de semana inmediato a su vuelta, así que ya cuenta los días para que llegue el viernes. Seguramente, el sábado la llevará algún sitio elegante y podrán disfrutar de una buena comida, unas copas y un buen revolcón cuando lleguen a casa. Pero de momento aquí está, inquieta, con dificultad para dormirse y sola.

Justina sabe lo que necesita: ese amago de masturbación en el sofá podía haberla dejado relajada, le apetece hacerse una paja.

Su mirada va hacia el portátil que está encima de la cómoda del dormitorio. Finalmente se decide y se levanta, lo toma y se mete en la cama de vuelta. Antes de entrar se quita las bragas y luego se tapa con la sábana y una fina colcha, acomodándose con la espalda apoyada en el cabecero y la almohada ejerciendo de mullido respaldo. Entonces, levanta la tapa del portátil activándolo.

El sistema le pide una clave que ella introduce. Tras esperar un minuto a que cargue el sistema operativo, abre el navegador y teclea la dirección de un portal de correo. Es un portal suizo especializado en mensajería encriptada, que ofrece una versión gratuita. Igual que Google y otras plataformas, lleva asociado un espacio de almacenamiento, un disco duro virtual, en este caso de 5 GB. Suficiente para albergar el archivo de 2 gigas y medio que busca Justina.

Se loguea introduciendo el usuario y la contraseña, una combinación de una larga lista de caracteres alfanuméricos que dificultan sobremanera la posibilidad de que alguien pueda acceder al correo mediante un ataque de fuerza bruta. “Nada de poner tu nombre, tu fecha de nacimiento o cualquier otra chorrada de esas”, le ha dicho su marido que ha sido el que le ha generado el passwort y que también le pide que nunca utilice la opción de guardar contraseña. Una vez en su correo accede al disco duro y (una vez más), necesita otra contraseña para desbloquear una única carpeta con el anodino nombre de "informe de gastos y pensiones compensatorias". Cuando lo hace y accede aparece un único archivo que resulta ser un vídeo de cincuenta minutos de duración grabado en alta resolución.

Justina sonríe. Clica dos veces para darle a reproducir mientras su mano derecha desaparece debajo de la sabana, buscando su entrepierna.