Fantasía Medieval (VII): la princesa cautiva.

Una prisionera condenada a muerte pide que le dejen escribir su historia. Séptima entrega: Laura tiene que escribir de noche para completar su relato. Conoceremos a un nuevo personaje que influirá decisivamente en el final.

MEDIEVAL (VII): la princesa cautiva.

Como de costumbre, paro de escribir al faltar la luz. La verdad es que no hay otra opción. ¿Vendrá Martín hoy?

Pasa un rato y se abre la puerta… Es él. Tiene mala cara.

  • Ha llegado una orden ineludible del gobernador -dice.
  • Mañana, a primera hora, te esposarán las manos y te pondrán la soga al cuello -continúa.

Siento una punzada en mi pecho. Sabía que antes o después pasaría… Que no podría alargarlo más. Dios… un día entero totalmente inmovilizada y con la soga rodeando mi cuello, todo para que me lleven al lugar de ejecución y me cuelguen para que muera horriblemente. Me había acostumbrado a escribir por el día y a dormir con Martín. Encerrada y encadenada, pero con un par de objetivos. Eso me había hecho olvidar el inevitable final.

  • Todavía no he acabado de escribir -le dije.
  • Esta noche puedo acabar… -continué.

Me trajo un candelabro de dos velas y las encendió… pude seguir.

Recuerdo aquel trío, en esta misma torre, justo en el piso debajo de éste. Después de aquello, Ana y yo comenzamos a vivir en el castillo. Nos alojaron en la primera planta de la torre. Nos empezamos a encargar de la cocina… En los días siguientes llegaron otro par de chicas para la limpieza.

Seguíamos encadenadas y vistiendo sacos. Martín pedía que le subiera la cena a diario. Tal vez por no enfadarme, no volvió a llamar a Ana. Cada cena acababa en sexo. Las demás también se buscaron apoyo… Antes de un mes, todas habían tenido experiencias nocturnas con algún oficial.

Al final de ese mes, vino el premio… Un domingo, nos llevaron a la herrería, al lado del embarcadero. Nos quitaron los grilletes. A partir de ese mismo día nos dejaron vestir túnicas, vestidos… ropa sencilla, barata pero no los infames sacos.

Un tiempo después, Martín nos llamó a Ana y a mí, a media mañana. Le dijo a Ana que, a partir de ese momento era la “jefa de cocina”, después le pidió que bajara a encargarse de la comida.

Me sentí un poco celosa… por qué ella y yo no. Había desenterrado de mi memoria lo que había aprendido en la cocina del convento: hacer pan, dulces, preparar carne, huevos, pescado…

  • Ven, tú tendrás otro trabajo -dijo.

Subimos al último piso de la torre. Nunca había estado allí. El hueco de escaleras estaba en una esquina. Entrando al piso, había una especie de hall o distribuidor cuadrado. Entraba luz por una claraboya desde la terraza. En cada una de las cuatro paredes había dos puertas. En las esquinas también había puertas… Acababámos de entrar por la única esquina que no estaba guardada con una puerta, sólo había un marco de piedra rematado por un arco semicircular.

Martín me enseñó las estancias… Las puertas estaban abiertas, aunque había gruesas trancas preparadas para cerrarlas sólidamente. Las habitaciones estaban vacías. Sólo había un montón de paja y una manta en cada una. Al fondo una pequeña ventana con dos barrotes en cruz.

  • ¿Esto son celdas? -pregunté.
  • Sí -dijo él.

Entre intrigada y asustada, entré con él en una de las que había en las esquinas. Era un poco más grande y con un banco de madera sujeto con bisagras y cadenas a una de las paredes.

  • Ocho celdas pequeñas, tres grandes -dijo.
  • Esta planta ha sido diseñada para ser la cárcel más segura del reino -continuó-. Aquí deberemos custodiar a los prisioneros destacados del rey. Aquellos que no puede encerrar en una cárcel común.
  • ¿No me digas que yo voy a ser una prisionera destacada? -pregunté.

El se rió… Me contó que una importante familia noble española se había rebelado contra su monarca. Tras una batalla murieron todos salvo la joven heredera. Por su linaje, esta chica podría ser pretendiente al trono español, tercera en la línea de sucesión portuguesa y quinta en la inglesa.

  • ¡¡¡Vaya suerte!!! -dije.
  • Huyó de España en un barco, tal vez destino Inglaterra -contestó Martín-. La flota del rey lo interceptó. La princesa será la primera inquilina de esta cárcel. Seguramente mañana la traerán -comentó él-.
  • No sé qué hará el rey, puede pedir rescate a unos y a otros. Pero la orden es confinarla aquí, evitarle cualquier daño pero hacer imposible su fuga. Según dice la carta al final, no debemos humillarla más de lo necesario.
  • ¿Y eso qué significa? -pregunté.
  • No le pondremos los grilletes normales, el herrero está trabajando en ello -respondió.
  • Y, ¿cuál es mi trabajo?, ¿por qué me lo cuentas?
  • Necesitamos una gobernanta…

Me pongo a pensar en el tema y Martín se va. Voy a ser la carcelera de una princesa. No sé si puedo negarme… no quiero ser carcelera de nadie… En fin, alguien tendrá que hacerlo. Por lo menos, no va a sufrir daño. ¿Qué será eso en lo que trabaja el herrero?

Finalmente, me encontré al día siguiente, en lo alto de la torre y vistiendo una túnica militar, como las de los soldados. Era un vestido corto, sin mangas, mitad tela, mitad cuero. Me habían dado unas sandalias y un cinturón. Creo que era la primera vez en más de un año que calzaba mis pies. Me fijé en que los tenía totalmente encallecidos. Las sandalias eran sencillas, una suela de cuero y unas tiras más finas de tela.

Llevaba un ancho cinturón. Martín no quiso darme una daga y yo no quise llevar un garrote, o sea que iba desarmada.

Estuve un buen rato mirando el horizonte… Por allí llegaría el barco con mi “inquilina”. ¿Mi prisionera? La gaviota estaba amarrada en el puerto. Sólo cabían dos embarcaciones en el escaso embarcadero.

Por fin, vi una vela en el horizonte… Venía de mar abierto y tendría que rodear la isla para atracar. Martín me mandó llamar al piso de abajo.

Yo había elegido una de las celdas grandes, la que miraba al este. Así tendría sol por las mañanas. La verdad es que fuera quien fuera la princesa, deseaba que sufriera lo menos posible. Encima del banco de madera yo había puesto un vestido sencillo para ella. La sangre se me heló al ver lo que habían colocado allí.

Era una enorme bola metálica, la habían situado en el centro de la celda. Estaba unida a unos cinco pies de cadena que acababa en un grillete redondo.

  • Esto no estaba antes -dije.
  • Lo acaban de traer… hicieron falta dos hombres para subir la bola -respondió él.
  • ¿El grillete? -pregunté.
  • En su tobillo, izquierdo o derecho, da igual -dijo él, me señaló un candado grande sobre el banco.
  • No hay llave -dije.
  • Ven -respondió él.

Me enseñó un pequeño cajón de madera que estaba fuera, junto a la puerta. Allí había una llave enorme que debía ser del candado. También había una llave pequeña con un cordel, parecía un colgante.

  • Cuélgate esa llave -me dijo-. Abre los grilletes de las manos. Ella vendrá esposada. Quítale o haz que se quite toda la ropa que deba pasar por sus pies: medias, calzón, falda si no va con el vestido. Después le pones el grillete en el tobillo. Sólo entonces, le liberas las manos. Deja los grilletes y la llave en la caja. Habrá un soldado todo el día vigilando la puerta. Él abrirá cuando vayas a entrar y cerrará cuando vayas a salir.

Me sentía muy rara… Estaba en el otro bando. Debía custodiar a una persona privada de libertad. Y era una princesa. Su noble cuna, en este caso había sido su desgracia.

Volví a la terraza, el barco ya estaba en el embarcadero. Ví bajar personas pero no era posible distinguir nada. Ví como subían por el camino empinado. Seguí mirando hasta que ya estaban tan cerca que el edificio me tapaba la visión.

Bajé para ir al encuentro de quien llegara. No aguantaba en el distribuidor de las celdas y bajé al piso inferior. Allí estaba Martín. Me dejó esperar con él.

Oímos ruido en el hueco de escaleras, varias personas venían hacia nosotros. Cuando ya estaban cerca, empecé a distinguir los sonidos: pasos, alguna voz “sube”... Ya estaban muy cerca cuando oí ruido de cadenas… el que hace involuntariamente un prisionero que lleva grilletes.

Ví aparecer a dos soldados que se apartaron y la dejaron pasar. Otros dos hombres la seguían, con lanzas en la mano. Ella era una muchacha joven, hermosa, de cabello castaño claro, un poco más alta que yo, sin duda más esbelta. Vestía de blanco. Efectivamente, llevaba las manos engrilletadas. Al llegar a la planta, apoyó su espalda sobre un tapiz de la pared. Respiró jadeando… había subido toda la cuesta y casi toda la torre, era un esfuerzo para cualquiera.

  • Aun debes subir otra planta -le dijo Martín-. Pero puedes descansar. No temas, no te haremos daño.

Ella no articuló palabra. Puso cara de disgusto pero se puso en marcha. Se encaminó a las escaleras y subió lentamente, jadeando… La seguimos… todos la seguimos pero yo iba justo detrás, dos escalones más abajo.

Al llegar a la planta comenzaba mi trabajo. Le señalé la puerta de la celda, entró sin más. Sólo yo la seguí. El soldado apretó la puerta sin trancarla.

No seguí las instrucciones. Para empezar, le liberé las manos. Dejé la llave colgada de mi cuello y colgué las esposas de mi cinturón con un grillete de cada lado. Ella empezó a masajearse las muñecas. Seguro que llevaba varios días con los grilletes puestos.

Después, le pedí que se quitara las medias, la falda y todo lo que llevara de cintura para abajo. Lógicamente ella se negó, no dijo nada pero negó con la cabeza con todas sus fuerzas. Me lo esperaba por eso recordé que tenía algo preparado:

  • Sólo es para que te pongas ese vestido -lo señalé-. Si te sigues negando golpearé la puerta y lo harán esos brutos.

Ella accedió y se desnudó de cintura para abajo. Le pedí que se sentara en el banco. Cuando lo hizo, me arrodillé y le coloqué el grillete en un tobillo. Izquierdo o derecho, realmente no sabía, sólo quería hacer aquello rápidamente. Cerré rápidamente el candado mientras le dije:

  • Perdóname por esto...

El grillete tenía los bordes redondeados para no dejar marcas. Miré un momento mis tobillos llenos de cicatrices. De todas formas, me repugnaba hacerle eso a una persona.

Comencé a doblar cuidadosamente su ropa y a guardarla en un saco que había dejado allí. Ella conservaba puestas unas finas sandalias de piel. Le dejé conservarlas…

  • Quítate el resto de la ropa y ponte el vestido -le dije.

Ella obedeció… Al quitarse la ropa la dobló cuidadosamente y me la dio para que la guardara.

  • Esta ropa se estropeará si se guarda sin lavar -dijo con una vocecilla tenue.
  • Yo la lavaré, no te preocupes -le dije, en ese momento la ví de pie frente a mí, completamente desnuda. Era hermosa, bien formada. La piel blanca pero con aspecto sano… Sí, deseé tocarla. Sólo en ese momento, me fijé en que le había puesto la cadena en el pie derecho.

Yo me corté y ella se puso el vestido.

  • Siéntate, te traeré comida -le dije.
  • ¿Cómo te llamas? -pregunté.
  • Juana, Juana de Castro -respondió.

Le traje comida, buena comida de la cocina, pan blando, vino, cerveza, fruta… Comió con muchas ganas pero no pudo acabar todo. Debía llevar días sin comer mucho o nada, prisionera en su propio barco. Me invitó a comer allí con ella… la pobre no quería quedar sola en la celda. Lo hice, de hecho, tenía hambre.

A partir de entonces, mi vida en la fortaleza fue Juana. Comía con ella, la lavaba, le cambiaba la ropa, le cortaba las uñas y el pelo. Seguía teniendo encuentros con Martín pero cada vez menos frecuentes. Él un día me dijo:

  • Ojo con la conchita de la princesa. Las princesas son vírgenes y deben seguir siéndolo. Puedes jugar con ella pero con cuidado.

La verdad es que lo había pensado mil veces pero no me había atrevido a intentar tener sexo con ella. La advertencia era clara… probablemente a otro nivel estaban pidiendo rescate por ella y no podía volver sin virgo.

Esa noche, después de mucho vino me atreví a besarla… Ella quiso negarse, dijo “eso está mal”, pero yo insistí “¿Tienes algo que perder ahora?” Ella respondió besándome apasionadamente… Nuestras lenguas se abrazaron durante un tiempo infinito… Cuando abrimos los ojos nos desnudamos, nos recorrimos nuestros cuerpos con manos, lengua y labios. Lentamente, varias veces…

Acabé masturbándola con mis labios y mi lengua. Tuve un cuidado infinito… Sí, el frágil velo virginal estaba ahí. No lo rompimos… pero le acaricié el clítoris hasta que explotó de placer: convulsiones, gritos…

Ella se sintió obligada a corresponder, un poco torpemente usó dedos, labios y lengua sobre mi vagina… Yo estaba tan caliente que llegué enseguida al orgasmo. Acabamos durmiendo abrazadas sobre la paja del suelo… desnudas, sudorosas…

Aquella historia de amor duró cinco años. Cinco años en los que ambas exploramos el placer casi todas las noches. Y lo mejor es que ella seguía siendo virgen. Pocas veces estuve con Martín en ese periodo. Me gustaba, le seguía gustando pero Juana podía más. Y siempre estaba allí, en su celda, encadenada a una bola de peso inmenso, que ni entre las dos podríamos ni sacar de la celda.

Sé que Martín se vio con otras mujeres en ese tiempo. Sobre todo con Ana. No lo podía criticar. No estaba celosa y ellos no lo estaban.

También sé que al muy cabroncete le encantaría follar a Juana, sí, desvirgarla, pero su deber es mantenerla entera, nunca la tocará.

Poco a poco pasó el tiempo y nos fuimos olvidando todos de que Juana era una prisionera especial. Ninguno sabíamos qué se podría estar negociando sobre ella. Cuando había pasado un año y parecía que hasta el rey había olvidado que estaba ahí, empezamos a relajar las medidas. El guardia que vigilaba la puerta todo el día dejó de estar ahí. La puerta quedaba abierta casi todo el día. Yo entraba y salía cuando me daba en gana… Eso sí, Martín nunca me permitió quitarle el grillete del tobillo. Después de insistir mucho, me dejó llevarla “de paseo” a la terraza de la torre. Debía ponerle los grilletes en las manos y, sólo entonces, liberar su pie. A mí me parecía tontería pero Juana me ofrecía las muñecas sonriendo. Al llegar arriba, el soldado de guardia bajaba… Subimos de día, de noche, vimos el mar, las estrellas… Follamos, follamos mucho en aquella terraza.

Llegó mi cumpleaños. Siempre tengo miedo el día de mi cumpleaños. Ese día escapé del convento para terminar prisionera en el cepo de una aldea. Sólo fue una noche pero al día siguiente me convertí en ramera. En mi siguiente cumpleaños cometí un delito, fui arrestada, puesta en el cepo y llevada a una mazmorra la mañana siguiente.

Esta vez no tenía que pasar nada… Martín había sido llamado a la corte. Se celebraban reuniones de oficiales y no sabíamos su fecha de vuelta.

Juana me pidió subir a la terraza… quería sentir el aire fresco de la noche… Subimos, ¿Qué podía pasar? Acabábamos de beber una jarra entera de vino. No acertaba con la llave de los grilletes. Aun así, cumplí la norma: la esposé y subimos...

Lo pasamos bien arriba… Al rato sentimos frío y bajamos. Entonces pasó… Ella resbaló y cayó a plomo sobre los escalones de piedra. ¡¡¡Ayyy!!! Recuerdo el golpe seco de su espalda sobre el escalón. El ruido fue el de un tronco que se rompe. Justo por debajo de la nuca. Un poco más arriba hubiera muerto.

Pedí ayuda… la bajaron a la celda. Le curaron la herida que sangraba. Le echaron ungüento en los moratones. Me quedé junto a ella esperando que despertara…

Los soldados le pusieron el grillete en el pie izquierdo. Habíamos cambiado de pie mil veces. Aquella vez fue inútil porque despertó pero era incapaz de moverse… Ni brazos ni piernas. Hablaba, tenía hambre, comía… pero sólo era una cabeza unida a un cuerpo muerto.

Probé a pincharla, a pellizcarla, a masturbarla… No sentía nada. Probé otra vez y echó a llorar… “Perdóname, te pellizque muy fuerte”... Seguía sin sentir nada.

Pedí a gritos que se llevaran el grillete y la bola. Me hicieron caso… Lo metieron en la celda de al lado, una de las pequeñas. Me quedé allí, con ella, día y noche… Ella empezó a pedirme algo terrible pero era lo que necesitaba. Empezó a pedir la muerte.

Lo planeé y lo ejecuté. Recogí cicuta. Es una planta común en el clima europeo. La cocí. Cenamos, bebimos mucho vino. Mezclé la cicuta con aguardiente y bebimos las dos… Agradecí que Martín no estuviera, puede que me lo hubiera impedido.

Hicimos el amor una vez más y nos dormimos abrazadas, desnudas… Ella no despertó. Yo sí… Un soldado me despertó asustado. Ella estaba fría, yo había vomitado durante el sueño… Desperté tumbada sobre mi propio vómito, eso salvó mi vida, aunque no sirvió de mucho.

Llamaron inmediatamente al oficial al mando. Un jovenzuelo pretencioso que estaba feliz de la ausencia de Martín para poder mandar a gusto.

Descubrió el veneno y sospechó lo que había pasado. Probó lo que había sobrado con un ratón. Encontraron pruebas en la cocina… Yo no había ocultado nada porque iba a morir.

Me encerraron en la celda contigua… mucho más pequeña. Allí estaba la enorme bola con el grillete, me la pusieron en el tobillo derecho y allí quedé sola, deseando haberme marchado de este mundo.

En una semana me ignoraron. Sólo entraba una mujer de la cocina para traerme paz y agua. Al séptimo día entró un soldado. Me quitó soltó de la bola pero me puso cadenas en los pies.

Al octavo día… al octavo día entró Martín. Lo miré con cierta expresión de alivio pero también de pena…

  • No podía hacer otra cosa -le dije.

Tardó en responder… Se acuclilló en el suelo frente a mí…

  • Me iban a nombrar gobernador por mi buena labor aquí y tú, a tu manera, me “salvaste”. No tenía ganas de dejar esta isla. Llegó la noticia de tu crimen y el gobernador militar general me informó de mi único error en años: confiar una prisionera a otra. También me dijo que debería ejecutarte, que el gobernador de la región sureste se aseguraría. Pedí clemencia directamente al rey… hablé de tus buenos servicios, de las circunstancias… No ha habido suerte. Lo retrasaré lo que pueda, pero sabes como acabará.

Y aquí concluyo mi relato… escribiría la crónica de mi propia ejecución, pero no voy a poder.

CONTINUARÁ...

SÍ, SÍ, CONTINUARÁ…