Fantasía Medieval (VI): caravana de presos.
Una prisionera condenada a muerte pide que le dejen escribir su historia. Sexta entrega: Laura se resigna a pudrirse en la mazmorra hasta su muerte, no sabe que todo va a cambiar de repente.
MEDIEVAL (VI): caravana de presos.
Dejo de escribir con el crepúsculo… Me tumbo esperando a Martín… Estoy muy cansada. Creo que me dormí enseguida… Creo que en sueños noté una presencia cálida… Despierto en mitad de la noche… Él está ahí. Igual que aquella vez en la mazmorra, él ronca y la puerta está abierta… Sigo diciendo que a un prisionero no se le puede dejar la puerta abierta. Aunque no pensaras escapar, empiezas a hacer todo tipo de planes. Todos fútiles…
Me olvido de eso… Me doy la vuelta y lo rodeo con el brazo. Despierta…
Esta vez quiero dirigir yo… Lo desnudo… Me desnudo… Lo tumbo en el suelo. Repto sobre él… en sentido contrario, mi boca avanza hacia su sexo, mi sexo avanza hacia su boca. Lo voy besando durante todo el camino… la boca, el pecho, el ombligo… Al llegar abajo su miembro está levantado y duro como un poste.
¡¡¡Ahhhh!!! Ha empezado a chupar… Yo también chupo… La meto en la boca… poco a poco pero cariñosamente. La humedezco, la chupo… Despacio… húmedo… más rápido… más lento… más rápido…
¡¡¡¡AAAAhhhh!!!! Nos corremos los dos casi a la vez. Yo caigo rendida en el suelo. No dejo de oír el tintineo de las cadenas. Los grilletes siguen ahí, en mis tobillos.
Duermo un rato más… Al volver la luz, vuelvo a escribir… estoy acabando. ¿Para qué servirá esta historia escrita? Por lo menos para liberar mi mente… Mi cuerpo ha sido prisionero toda la vida.
Mi mente vuelve a la cárcel subterránea de Río Verde. Lo peor de la mazmorra no era la humedad, ni la escasez de comida, ni siquiera las cadenas… Lo peor era pasar todo el día tumbadas sobre la paja sin ninguna expectativa… simplemente sabiendo que antes o después: el debilitamiento o una fiebre nos matarían.
Al volver a la celda colectiva ví a Adriana hablando con el guardia de la puerta… No, no hablaban… ¡¡¡Tonteaban!!! Eran como dos novios tímidos hablando con una tapia por medio. Era normal… estaba combatiendo el aburrimiento. A lo mejor conseguía algo más.
Esa noche, al llegar el relevo, el guardia la llamó a voz en grito. Se la llevó como si la fuera a castigar… Ana y yo nos quedamos mirando y sin hablar. La cara de Ana decía lo que pensaba: “aprovecha ahora, tu cuerpo todavía es apetecible para un hombre, en unos meses tendrás la piel descolorida, los ojos huidizos, olerás a excrementos y nadie querrá acercarse”. Yo pensé lo mismo… en poco tiempo, Martín se olvidaría de mí, sentiría asco si me acercara a él… me dejaría pudrirme aquí dentro.
Dormimos pegadas, por momentos abrazadas, entrelazadas. Realmente, casi todas las presas dormían por parejas, algunas por tríos… En esa situación, una persona busca el calor humano como sea. No sé qué pasa en el lado de los hombres.
Adriana apareció al día siguiente con un cesto lleno de pan. Era la misma basura de siempre, el pan sobrante de la tropa, duro como las piedras, pero teníamos el triple de la ración normal. Hicimos una fiesta… Cualquier extra allí era una fiesta.
Lentamente… muy lentamente… fue pasando tiempo. No sabría decir cuánto. Eso es lo primero que se pierde: la noción de tiempo. Adriana siguió viéndose con el soldado. Martín me vino a buscar un par de veces con excusas ridículas… los encuentros terminaban en sexo en una de las celdas individuales. Siguió habiendo recompensas: pan, fruta… Martín me daba comida de verdad, vino y cerveza… pero no me lo dejaba llevar para las demás.
También nos topamos con la tragedia… Un buen día una mujer no despertó… La sacudimos y no despertó… Avisamos a los guardias y se llevaron el cuerpo.
- Murió plácidamente mientras dormía -dijo Martín.
- La muerte de las buenas personas -añadió.
- Aquí somos todas malas… ladronas -le dije.
- Podría ser ladrona y buena al mismo tiempo. ¿Qué le llevó a robar? -respondió.
- ¿Irá a una fosa común? -pregunté.
- Sí… le quitarán los grilletes y la meterán en un saco -respondió antes de irse.
Al menos, no nos entierran con cadenas. Sí, así las pueden reutilizar… Pensé.
Seguíamos consolándonos entre nosotras… Realmente, cada vez con menos ganas. Poco a poco fui notando como me deterioraba. Fui perdiendo peso, me molestaba la luz de los tragaluces si me daba directamente en los ojos, mi piel era cada vez más blanca.
A todo se puede acostumbrar el cuerpo humano… Hasta a las cadenas. Me acostumbré a no hacer movimientos más allá de donde podía. Andaba con pasitos muy cortos, al comer o beber mis dos manos ya iban juntas. Creo que si me quitaran los grilletes ahora, seguiría moviéndome igual.
Ya estaba resignada a seguir allí enterrada en vida hasta el fin de mis días, cuando algo cambió todo.
Un día llegó Marta y nos informó… El rey había ordenado ocupar el islote conocido como Isla Maldita. Allí existía una vieja fortaleza en ruinas: la torre del vigía. Ningún capitán quería aceptar el encargo de dirigir esa operación. Ninguno excepto Martín… Él había aceptado y salía al día siguiente. Perder a Martín era perder una de las pocas cosas que hacían soportable aquel encierro… estaba empezando a agobiarme cuando ella siguió explicando. Se había decidido que todos los presos y presas que no estuvieran bajo custodia particular (que no hubieran sido vendidos) serían conducidos a la isla para participar en las labores de reconstrucción. Nos recordó que, formalmente, desde el día de la condena somos esclavos del estado. También nos recordó que desde ese mismo día estamos sujetos a la disciplina militar y que, por tanto, ante cualquier falta no hace falta juicio, el comandante al mando puede resolver el castigo correspondiente.
Todas dormimos nerviosas… mejor dicho no dormimos. Al día siguiente nos levantaron muy temprano y nos fueron sacando de la cárcel. Ana, Adriana y yo teníamos cadenas en las manos, a las demás les ataron las manos con gruesas cuerdas.
Nos fueron sacando de la mazmorra… Al salir a la luz todas tuvimos que cerrar los ojos. A ciegas nos llevaron no sé muy bien a donde. Noté como me sentaban sobre algo que al tacto parecía madera.
Poco a poco fui intentando abrir los ojos… Todas lo hicimos. Al principio sólo veía luces y sombras, luego fui distinguiendo otras cosas.
Nos habían subido a carros tirados por bueyes… Estábamos sentadas sobre una plataforma de madera rodeada por una especie de valla hecha de palos cruzados. La valla tenía su verja del mismo material, ví como la cerraban con una cadena y un candado. Era como una jaula sin techo.
Ví otro carro con un montón de hombres hacinados… Eran todos superdelgados, como esqueletos. Tanto ellos como nosotras estábamos medio ciegos, tosíamos… Mis compañeras se quejaban de sus ataduras… las habían apretado mucho.
Vi un grupo de soldados, algunos a caballo, otros a pie… En los pescantes de los carros, a cada conductor lo acompañaba un arquero.
Ví a Martín uniformado y a caballo. Antes de salir nos recordó algo importante:
- Los arqueros tienen orden de tirar a matar ante un intento de fuga.
Con ese mensaje, la caravana se puso en marcha… Poco a poco recuperé una visión casi normal… En ese momento, noté que respiraba con más profundidad… el aire no era un gas enrarecido y maloliente.
Avanzábamos muy lentamente… Salimos de la muralla, cruzamos el río por el gran puente. A mediodía con el sol encima de nosotros, nos dieron vasijas con agua y pan. No paramos en todo el día… Los soldados comieron sin parar…
Hacia el crepúsculo llegamos a una torre fortificada. En las comarcas sin núcleos urbanos, construían esas torres, siempre en lugares elevados, para controlar el territorio. Albergaban un contingente de soldados encargados de mantener el orden, dar la alarma si era preciso… Y, yo no lo sabía, pero también custodiaban la cárcel local dentro de su recinto.
La torre era un enorme torreón cuadrado de unos cincuenta pies de altura. Estaba rodeada por un muro de piedra, coronado por torretas redondas en las esquinas.
Nos bajaron de los carros y nos obligaron a entrar en el recinto… Pegados a la parte interior de la muralla había barracones donde vivían los soldados… En uno de ellos parecía haber un establo, una herrería…
A las mujeres nos condujeron hacia una de las torretas… Habría que entrar subiendo una escalera exterior de madera. El piso de abajo, parte subterráneo, parte en superficie, era un aljibe. Almacenaba agua de lluvia que caía desde la terraza por tubos verticales.
Sólo había otro piso entre el aljibe y la terraza… Era una estancia única y según entramos comprendimos que era una cárcel. Allí había dos mujeres en estado lamentable… tan lamentable como el nuestro. Había más tragaluces que en una mazmorra subterránea pero al entrar tuvimos la misma sensación conocida: paja húmeda en el suelo, olor nauseabundo...
Tuvimos que dormir allí… Desataron a mis compañeras. Nos dieron más agua. A los hombres los encerraron en otra de las torres.
Por la mañana fuimos saliendo lentamente de nuestra “pensión”. Un soldado en la puerta ataba las manos de las que salían. A mí empezó a atarme con los grilletes puestos… La cuerda hizo avanzar un poco los brazaletes hacia el antebrazo, la cadena colgaba hacia abajo. Ya estaba apretando cuando Martín le dijo que no… “A las que llevan grillos en las manos no”. Respiré aliviada… los soldados nos indicaban el camino hacia el carro y allí fuimos subiendo. Nadie se resistió… Ví que ya no fue tan agresivo el efecto del sol y que parecía que el aire puro empezaba a darnos un poco de vitalidad.
Las presas de la cárcel local también fueron subidas al carro. Entonces lo entendí… Íbamos a recorrer muchas cárceles “rescatando” a presos y presas desahuciados.
- Los comandantes están encantados de que nos llevemos su basura… Poco van a ayudar en la obra, muchos van a morir -oí decir a uno de los soldados.
Continuamos la marcha… paramos en dos cárceles locales más y acabamos pernoctando en la tercera. Fue en el crepúsculo cuando llegamos a un pequeño pueblo costero. Era la costa oeste del reino y vimos un sol dorado descendiendo majestuosamente sobre el mar. Todas quedamos embobadas con el espectáculo… Vimos una playa, un embarcadero de pescadores y subimos hacia una pequeña fortificación que coronaba un acantilado. Adosado al castillo, había un edificio de piedra cuadrado… Había sido un viejo monasterio… Descubrimos que ahora era una cárcel…
Si tuviera que elegir prisión sin duda me quedaba con aquella. Había dos plantas… la superior la de mujeres. Lo increíble es que había ventanas dando al mar… Realmente, colgadas sobre el acantilado a cien pies sobre las olas. Las ventanas estaban protegidas por sólidas rejas. Yo no dudé… Me acerqué a una ventana y me agarré a las rejas… Quedaba muy poca luz pero aún se veían el cielo y el mar. Me quedé allí toda la noche, la brisa era fría pero no importaba… quería sentir el aire, el salitre… oír el rumor de las olas… ¿Se oía desde esa altura? Sin duda o eso creía… Ana se acurrucó junto a mí… se puso de espaldas a la reja.
- No quieres ver el mar -le dije.
- Me da miedo la altura… me llega con el aire y el sonido -respondió, ella también oía las olas.
Cuando sólo una débil luna nos iluminaba un poco, Ana se tumbó… Yo la masturbé lentamente… primero con los dedos, después con la boca. Aguantó un poco más que de costumbre… Quería creer que nuestros maltratados cuerpos se iban recuperando.
Adriana estaba en la pared opuesta… Su novio o lo que fuera no venía con el contingente de soldados y eso la había enfadado desde el primer día. Por lo que oí a los guardias, Marta quedó a cargo de la cárcel… Era la primera mujer en ese trabajo en la historia de Norlandia.
Seguimos una semana recorriendo cárceles y recogiendo presos y presas. Tuvieron que pedir más carros. Nuestra última etapa fue el encantador pueblo pesquero de Bahía Pequeña. Un río dividía el pueblo… la desembocadura separaba la playa de un embarcadero. Allí, junto al mar había una pequeña torre protegida por su muro de piedra. No había torretas. La cárcel era una pequeña casa semienterrada, dentro del recinto. Estaba pegada al establo, con lo que los presos disfrutaban de un fuerte olor a sudor y excrementos de caballo sumado a los típicos olores carcelarios.
No cabíamos todos allí… Los soldados sacaron maniatados a los presos (tres hombres y una mujer) y nos condujeron a todos por un estrecho camino junto al mar. Estaba anocheciendo pero ahora el sol estaba a nuestra espalda. Estábamos en el extremo sureste de la isla de Norlandia. El anochecer estaba próximo. A lo lejos, cerrando la bahía, se veía una isla alargada que ocupaba el horizonte. De lejos parecía una enorme roca. El camino nos acabó llevando a lo que debió de ser una aldea de pescadores dedicados seguramente al marisco que encontraban en aquella zona rocosa. Estábamos en la punta de la bahía por ese lado. La isla se veía tan cerca que parecería que se podría llegar nadando.
En la aldea había un grupo de soldados que nos esperaba. Tenían un pequeño barco de una sola vela amarrado en un embarcadero de madera. Luego aprendería que tenía nombre: la gaviota.
Las casuchas de adobe de la aldea estaban abandonadas, sin techo, pero los soldados las usaron para ir encerrando a los presos y presas. Usaron sólo las que todavía tenían puerta, las cerraban con enormes trancas.
A nosotras no nos encerraron… Todos los presos y presas peligrosos fuimos conducidos a un lugar donde habían improvisado una forja. Fue la primera vez que ví cómo hay que hacer para abrir grilletes asegurados con pernos.
- Os vamos a liberar las manos -dijo un soldado, y todos sonreímos ante esa afirmación.
- Pero es para que trabajéis -añadió.
- Portaos bien y no los volveréis a llevar -terminó.
El hombre empezaba dando un golpe con un punzón muy afilado… sólo para abrir camino en el perno. Después usaba un berbiquí para perforar el perno. Un ayudante iba calentando, hasta el color rojo, las puntas de las brocas. El preso debía estar muy quieto y el herrero tener paciencia.
Para “ayudarnos” a estar quietos, empezaron por atarnos las manos a todos. ¡¡¡Ayy!!! Han apretado fuerte y los grilletes me siguen pesando. Ví como soltaban al primero de los hombres. Al terminar, lo sentaron con la espalda pegada en un muro semiderruido. Las manos todavía atadas y vigilado por dos guardias armados.
Poco a poco, fueron cayendo grilletes y fue sentándose gente en el muro.
Ana y yo éramos las últimas… La dejé a ella primero. Con paciencia ví como iban perforando, mejor dicho, destrozando el perno. El proceso había durado toda la noche. Soltaron mi primer grillete con el primer rayo de sol.
Aún estaban con el segundo grillete cuando ví que el “campamento” empezaba a moverse. La gaviota empezó a trasladar soldados, material, presos…
No cabían más de diez personas en un viaje, por eso hicieron muchos.
Los “peligrosos” fuimos los últimos… Ya era de noche cuando embarcamos. Al desembarcar, nos desataron. Llevaba un día y una noche con las manos fuertemente amarradas. Nos pusieron a dormir sobre la arena de la playa… Para mí fue una sensación refrescante, placentera…
Por la mañana, Martín se dirigió a todos a voz en grito:
- Todos habéis cometido delitos y habéis sido apartados de la sociedad por ello. Legalmente se os mantiene vivos porque no llegasteis a merecer la muerte, pero no tenéis derechos. No os voy a liberar, no puedo, pero esto puede ser una oportunidad. Oportunidad de vivir un poco mejor. No hay muros, tendréis aire, tendréis mejor comida… Pero tendréis que trabajar. Y, sobre todo, tendréis que obedecer. Estáis bajo la disciplina del comandante al mando.. estáis bajo mi disciplina. No penséis que podéis huir nadando… Un buen nadador lo tendría difícil… sin tener grilletes de tres libras en los pies. El herrero ha quedado en tierra… No va a haber herrero aquí… al menos de momento. La gaviota ha vuelto al pueblo. No hay muro pero no hay salida… Vuestra mejor opción es obedecer.
Y empezó la obra… Comenzamos con las cabañas de madera, en un claro del bosque frente a la playa. Había que acabarlas para poder pernoctar bajo un techo.
Los soldados restauraban el embarcadero y el torreón que lo defendía. Esa torre les permitiría controlar el acceso a todas las embarcaciones.
La primera semana hubo algunas insubordinaciones. Los soldados habían traído varias picotas de madera que instalaron clavándolas a estacas fuertemente ancladas en el suelo.
Una picota es un cepo de tres agujeros: para las manos y el cuello. En algunos sitios se usaba para exponer a presos al populacho… Lo mismo que nos habían hecho en Río Verde tras el juicio. En Norlandia no se usaban… Las habían traído para la ocasión. Cuando ví al primer preso obligado a pasar la noche en ella, me alegré de que en Río Verde sólo me hubieran esposado y atado a una viga. El hombre estuvo toda la noche retorciéndose… para que por la mañana lo obligaran a trabajar igual.
Un preso mató de una pedrada a otro… No hubo piedad, tras la noche en la picota, lo colgaron de un pino al amanecer.
En unos dos meses estuvo listo el poblado. Los soldados habían arreglado el torreón y el puerto. Sólo entonces instalaron una herrería, en el puerto, con el acceso controlado por el torreón.
A las mujeres nos dedicaron a sembrar huertos cercanos al poblado. Los hombres comenzaron a reconstruir el castillo. Era solamente una torre y un edificio cúbico con garitas en tres esquinas. Pero estaba en el punto más alto de la isla. En la zona montañosa que daba al océano. En cuanto lo ví pensé en la vista espectacular que debía haber desde la torre.
La dieta de todos mejoró con la recolección de fruta. Poco a poco veíamos como los cuerpos se iban recuperando gracias al sol, al aire limpio, a la fruta… Había trabajo duro, pero eso también ayudaba.
Empezaron a llegar nuevos presos y presas. Los soldados que quedaron en el embarcadero de tierra lo reconstruyeron. También arreglaron parte de las casas de la aldea para pernoctar allí. Dos de ellas las convirtieron en calabozos para retener a los presos en tránsito. Ellos se convirtieron en la unidad de traslados. Tenían como misión recorrer los penales del reino trayendo a los y las desahuciados/as, aquellos que no eran “vendidos” en los primeros dos meses.
La gaviota seguía siendo el único medio de comunicación… No hacían falta muros ni rejas. Imposible huir de la isla...
Aproximadamente, había pasado un año cuando se dio por concluida la restauración. Yo había recobrado la capacidad de contar el tiempo… Sin trabajo de construcción, se aligeraron las labores de todos. Tendríamos que seguir ocupándonos del huerto. Trajeron pequeños animales: gallinas, conejos… íbamos a tener carne y huevos.
No había visto a Martín en todo ese tiempo. Adriana se había emparejado con un prisionero. Los dejaban dormir juntos. Yo dormía con Ana, nos consolábamos de vez en cuando. Ella había recuperado parte del magnífico cuerpo que debió tener, era alta, bien formada, la piel muy clara pero suave… Ya no nos rapaban y le había crecido una sedosa melena negra, todavía corta pero preciosa.
Un buen día nos ordenaron subir al castillo. Necesitaban gente para servicio: cocina, limpieza… Subimos, no había más remedio que obedecer. El primer día me tocó servir la cena en una habitación de la torre. Subí las escaleras con la comida y una jarra con vino. Puse todo sobre la mesa… Había un hombre de espaldas, mirando por una ventana.
- La comida está aquí señor -dije, adopté actitud sumisa mirando al suelo; en ese momento me di cuenta que vestía un saco de arpillera y que arrastraba cadenas, estaba tan acostumbrada que, normalmente, no era consciente.
- ¿Quieres compartirla conmigo? -Martín se dio la vuelta y puso una silla del lado de la mesa donde estaba yo.
Sí… sospechaba que podía ser él. El corazón se me aceleró y, sin siquiera pensarlo, me senté en la silla.
- Faltan cosas por traer… -dije.
- Ya está todo pensado -contestó.
Comenzamos a comer… Era un primer plato abundante… Yo no lo sabía, pero era para dos. Cuando estábamos acabando, apareció Ana con más comida.
Hablamos mucho después de la cena… El vino me había proporcionado esa sensación cálida, agradable, alegre… No era todavía borrachera, era un “punto”.
Ana se quedó de pie en la puerta, al otro lado del umbral, por si necesitábamos algo. Martín me empezó a besar… lentamente, hasta la garganta…
- Le digo a tu amiga que se vaya -dijo, muy bajito.
- No, no… estoy juguetona -dije.
- Ana ven -grité...
Martín continuó… me desnudó y comenzó a besarme la espalda, los hombros…
- Ana, tú por delante -le dije.
Ella obedeció… se sentó del otro lado, me besó los pezones, el ombligo… ¡¡¡AAAhhh!!!
Acabamos los tres enredados en el suelo. Martín me penetró con los dedos y después con el pene… Ana también se quitó el saco y comenzó a masturbarme con la boca, por delante… ¡¡¡AAAAAhhhh!!! Me empecé a retorcer, a gemir… Era difícil sincronizar los movimientos de tres personas… pero merecía la pena. Martín empujaba, yo seguía su ritmo y Ana intentaba seguirnos a los dos.
Aguanté un rato pero me acabé corriendo en medio de convulsiones y gritos… Me quedé en el centro en posición fetal, descansando. Martín y Ana comprendieron que debían parar… Pero no querían parar… Desde el suelo los vi besarse… ví como Martín recorrió el cuerpo de Ana con las manos y la boca. Le chupó los pezones al tiempo que le tocaba el culo… Bajó al ombligo manoseándole los muslos. La acabó colocando a cuatro patas y follándola desde atrás, agarrándola por el pelo. El final fue brutal y delicado a la vez… Los dos acabaron en el suelo agotados.
No tuve celos de que Martín penetrara a Ana… O eso creo… Ella también merecía sentir dentro a un hombre. Pero cuando Martín estaba tumbado de espaldas en el suelo, ella posó la cabeza en su ombligo. Martín sonrió y comenzó a juguetear con su pelo. No dije nada pero sentí una terrible tormenta de celos que empezó a quemarme por dentro. Acababan de tener sexo, pero lo que siguió era cariño y eso no estaba dispuesta a compartirlo.
CONTINUARÁ