Fantasía Medieval (II): la mazmorra.

La mujer condenada al patíbulo se alivia un poco con una experiencia sexual en su celda. Después nos sigue contando su historia.

MEDIEVAL (II): la mazmorra.

Cuando se va por completo la luz del día… la poca que entra por el ventanuco, tengo que dejar de escribir. Me acurruco intentando descansar…

En ese momento oigo ruido en la puerta. La estaban abriendo. Inmediatamente me pongo en alerta… ¿Quién viene?, ¿Para qué?

Veo una sombra… luego veo que trae una tea y la coloca en el soporte que hay en la pared, frente a mí. Agradezco la luz. Miro al hombre… ¡¡¡Ufff!!! Martín… Eso me tranquiliza.

  • ¿Qué haces a estas horas? -le pregunté.
  • Soy el alcaide de la fortaleza, recuerdas -me contesta.
  • No me has dicho qué haces -me sorprendo al responder un poco insolente, recupero parte de la confianza.

Me enseña algo que trae bajo el brazo… Es un vestido corto y mal hecho de la tela más basta que conozco: arpillera (tela de saco). Lo conozco… es el uniforme de los presos. Hacía mucho que no lo vestía… casi desde que llegamos a este islote. Literalmente es un saco abierto por los dos lados. Lleva una especie de trabillas y un cordel que hace de cinturón. Se sostiene en los hombros con dos tirantes que realmente son cordeles anudados en cuatro ojales en la parte superior.

  • ¿Debo ponerme eso? -digo resignada, llevaba un vestido de lino mucho más fino y mejor cortado, las medias me las quitaron al ponerme los grilletes.

Él asiente y lo pone delante de mí… Yo balbuceo…

  • Por favor, quédate conmigo un poco, ¿Puedes?

Me mira, duda… acaba sonriendo y dice:

  • Soy el alcaide de la fortaleza, claro que puedo.

Aprieta la puerta y vuelve conmigo… La antorcha ilumina la habitación… Se coloca delante de mí y me invita a levantarme. Lo hago mirando hacia él… Me besa, poco a poco mete la lengua, húmeda, suave… Necesitaba esto, cierro los ojos, lo abrazo.

Me desnuda.... El vestido sale fácilmente… ¡¡¡Ohh!!! En mi entrepierna está mi ropa interior favorita: un calzón de cuero fino. Llevo días con él, no lo va a poder quitar sin romperlo.

Me besa los pezones, los chupa, juguetea… ¡¡¡Me gusta!!!

Va bajando, besa el ombligo… baja un poco el calzón. ¡¡¡Ohhh!!! Me chupa el sexo… ¡¡¡Sí!!! Lo hace suave, despacio, por mucho tiempo… cambiando de ritmo… ¡¡¡AAAAhhhh!!! Me corro enseguida… Estaba necesitada.

  • Perdona, me he ido enseguida… estaba necesitada -le digo mientras le acaricio el pelo.
  • No importa -responde.

Él se desnuda y se tumba conmigo haciendo la cuchara… Noto su miembro duro. Sabe que ahora no voy a tolerar bien una penetración y lo respeta… Siento su piel cálida, suave… Me duermo enseguida.

¡¡Ehh!! ¿Qué pasa? ¡¡¡AAAhhh!!! Abro un instante los ojos, está empezando a amanecer. Una luz tenue entra por el ventanuco. La antorcha se consumió durante la noche.

El niño está pidiendo jugar. Esto es muy de Martín… Me despierta metiéndome mano… ¡¡¡Me encanta!!! Me sabe tocar… suave, delicado… aumentando poco a poco el ritmo. Una mano por dentro del calzón… la otra en mis tetas, jugando con los pezones.

Me retuerzo, me noto húmeda… grito: ¡¡¡Fóllame!!!

Me baja un poco el calzón… me mete los dedos hasta el fondo… Sí, chico sigue ahí. ¡¡¡Ahhh!!! Ahora me folla… empieza lento, con cuidado… al principio no entra del todo… no quiere lastimarme… Ahora sí… ya está entera dentro… dentro, fuera… dentro, fuera… cada vez más rápido. Al tiempo me toca por delante.

Con los grilletes en los pies, desde atrás es la única forma. No vale el misionero, no puedo abrir las piernas, no vale conmigo encima por la misma razón. Así, de lado y desde atrás va bien… ¡¡¡Muy bien!!!

Yo gimo, me retuerzo, grito… ¡¡¡Ahhh!!! lo noto, está ahí… Él eyacula y yo me retuerzo en una gran convulsión de placer.

Con calma nos separamos. Él se viste… Me alcanza el infame vestido-saco. Yo me lo pongo… El calzón sigue ahí.

  • Habrá que cortarlo Laura -dice.

Hacía tiempo que no oía mi nombre… En la cárcel nunca me lo preguntaron. Yo le digo:

  • Pues tendrá que ser… Yo voy a seguir escribiendo.

Cogí la pluma y volví mentalmente a aquel cepo de Fuente Fría. La señora que trae comida y agua me interrumpe. Además me obliga a levantar la falda y corta mi calzón sin piedad con un gran cuchillo. Yo me quedo todo lo inmóvil que puedo para que no me haga daño… Se va y se lleva los restos y la antorcha apagada.

Ya estoy otra vez sola con mis recuerdos…

Pasar un día en un cepo siempre es desagradable pero aquella vez creí que no sobrevivía… Tenía las manos fuertemente atadas con lo que la inmovilización era completa. En cuanto me pusieron allí, empezaron las miradas, las burlas, los lanzamientos de barro.

Un hombre que llevaba un perro atado me acercó al animal y lo azuzó sólo por ver mi cara de pánico…

De repente ví un corrillo que se acercaba… Era la dama, esposa del ricohombre al que intenté robar. Varias doncellas de mi edad la acompañaban. Llegó hasta mis pies y me escupió en la cara… No sé si era por el robo o por seducir a su marido por lo que me odiaba, pero su mirada parecía matar. Se retiró… ya se iba cuando se fijó en un detalle.

  • Me gustan esas sandalias, cógelas Urraca -dijo a una de las doncellas.

Sin pudor la robusta moza me quitó las sandalias, base de madera barnizada y tiras de cuero clavadas con clavos dorados. Preciosas… Luego soy yo la ladrona… El alguacil se quedará mi daga para siempre.

La moza también me quitó un colgante que llevaba al cuello. Después le llevó el botín a su ama…

  • El colgante quédatelo… El calzado parece que me servirá. Allí donde va no lo va a necesitar -dijo con sorna.

Antes de irse, aún añadió:

  • Bueno, mañana tienes un camino largo hasta la ciudad… Ten cuidado donde pisas.

Pasé la noche fatal, con hambre, con frío y sobre todo con sed. Me oriné encima porque no encontré otra forma de hacerlo.

Por la mañana vi llegar al alguacil y a un soldado con casco y cota de mallas. Iba armado con una enorme daga, casi una espada corta y llevaba un extraño objeto metálico.

Cuando ví el objeto de cerca entendí para qué era… Estaba formado por dos brazaletes metálicos unidos por una cadena. Claramente, era para mis manos… Sentí pavor. El alguacil cortó mis ligaduras y yo me apresuré a masajear las muñecas para intentar recuperar la circulación. El hombre presentó los grilletes abiertos cerca de mí, no dijo nada. Yo ofrecí las manos sin rechistar… ví como cerraba los brazaletes sobre mis muñecas, apretando hasta mi tamaño de muñeca y asegurándolo con algo similar a un tornillo. Una vez cerrado comprobé que apenas podría hacer nada con las manos. Seguía completamente indefensa, a merced de aquel hombre que no sabía a dónde me iba a llevar.

Al terminar sacó una cuerda larga y la ató alrededor de la cadena central. El alguacil me liberó los pies del cepo de madera y me mandó levantar.

Me hicieron caminar… El alguacil sujetaba la cuerda. Yo sentí el suelo descalza y caminé despacio intentando no hacerme daño… Las medias de lana me protegían un poco.

El soldado se subió a un caballo por el lado izquierdo. El alguacil me acercó por la derecha. El soldado tomó el extremo de la cuerda y lo ató a la parte delantera de la silla. Hablaron un momento y arrancó… Afortunadamente iba al paso, llevaba la rienda con la mano izquierda y usaba la derecha para sujetar la cuerda que tiraba de mí.

Con la cuerda casi tensa yo quedaba un par de pasos tras la grupa. Mis pies empezaban a doler pero no me quedaba más remedio que andar.

Andar, andar, andar… bosques, prados, ganado, campos de cultivo. Fuimos atravesando la campiña. Los pies me dolían cada vez más. El camino era de tierra… afortunadamente, seca, pero fui pisando todas las piedras perdidas… o eso me pareció. Poco a poco, el sol fue subiendo en el horizonte… empecé a notar calor… a sudar… El cansancio empezó a ser insuperable… No podía seguir el ritmo del caballo. La cuerda se tensaba y me acababa dando un tirón doloroso en las muñecas. Ese dolor me hacía acelerar un poco pero al rato volvía a pasar lo mismo.

Llegamos a un riachuelo atravesado por un pequeño puente de un solo arco. El jinete acercó al animal al agua y sin bajarse le dejó beber.

  • Tú también puedes beber -me dijo secamente.

Me abalancé sobre el agua… Con las manos sujetas, me costaba usarlas para beber. Tuve que sorber como un animal… pero gracias sin aquella agua creo que hubiera caído muerta en el camino.

El soldado me dejó descansar un rato sentada en el suelo.

  • ¿Cuánto falta? -me atreví a preguntar.
  • Otro tanto -dijo, llegaremos con el sol arriba de todo -respondió.

Me dejó beber un sorbo más y me ordenó continuar. Obedecí… notaba el estómago lleno de agua y los pies me dolían como nunca.

Afortunadamente, el resto del camino fue cuesta abajo. Estábamos descendiendo un gran valle. Ya se veía un río caudaloso fluir a lo lejos. Detrás del río se iban dibujando las murallas de una ciudad. Eran el río verde y la ciudad del mismo nombre.

De lejos el río parecía más bien negro… al acercarnos más el color se fue aclarando y llegando a ser de un verde intenso. Cruzamos un enorme puente de cinco arcos. Al otro lado había una puerta de la muralla. Estaba abierta. De día estaban abiertas, pero vigiladas. Pasamos por entre los guardias, el jinete soltó un momento la cuerda para saludar, ellos golpearon el suelo con las lanzas.

Ya en la ciudad, me llevó por una calle que rodeaba la muralla por dentro. Había una franja de terreno justo al pie de la muralla, separada de la ciudad por una empalizada. Era una valla de troncos gruesos más altos que una persona. Dudo que yo le llegase a la parte de arriba extendiendo un brazo. Esa valla delimita un terreno de uso militar. En esa franja de tierra hay cuarteles, caballerizas, talleres, forjas…

Pasamos varias puertas… acabamos entrando por una de ellas, después de que el jinete diera un santo y seña a los guardianes. Una vez dentro, descabalgó y desató la cuerda de la silla.

Me llevó a una pequeña casa apoyada en la muralla. El sol estaba en su punto más alto y al entrar en el edificio noté un poco de fresco. Un hombre vino a recibirnos. Al verlo el soldado lo saludó con el brazo en el pecho y gran expresión de respeto.

  • Traigo a la prisionera que prendieron en Fuente Fría -dijo.
  • Muy bien -respondió él.

No distinguía muy bien al hombre… pero ví que era de aspecto recio, no tenía la expresión demasiado severa. Tendría unos treinta años. Fuerte, con cicatrices en brazos y piernas, veterano de guerra seguramente. De su cinturón pendía una daga y una especie de pequeño zurrón cerrado.

El hombre usó su daga para romper el nudo que unía la cuerda a mis grilletes. Me llevó a otra sala, más pequeña, había un hombre con herramientas y un montón de grilletes, cadenas, diferentes tamaños: para hombre, para mujer, para los pies, para las manos incluso para el cuello… Sentí una opresión en el pecho como si me estuviese ahogando.

  • Tienes que quitarte las medias -me dijo, mirándome a los ojos, era una voz firme pero no tan seca como las anteriores que oí.

No sabía muy bien de qué iba aquello y no me hacía gracia hacerlo delante de dos hombres pero obedecí. Con las manos sujetas me costó… pero pude hacerlo. Levanté un poco la falda (una falda roja corta, muy típica de las rameras, las supuestamente decentes no se atrevían con ese color ni con tan poca tela).

El hombre cogió las medias y parecía que las iba a guardar en un pequeño saco.

  • Guardamos tu ropa… Si fueras inocente se te devolvería -dijo.

´Sí… y mis sandalias, mi colgante, mi daga dorada… Él no tenía la culpa de eso, pero eso de salir inocente se antojaba una ilusión muy irreal.

Al tiempo que pronunciaba su última frase, el primer hombre (el que debía ser el jefe) indicó por señas al otro que hiciera su trabajo.

Yo estaba allí paralizada. Ví como el hombre cogió un par de sólidos grilletes redondos unidos por una gruesa cadena. Los colgó de su hombro y cogió un pequeño yunque metálico y un enorme mazo. Se situó detrás de mí y dijo con voz inexpresiva.

  • Abre las piernas.

Obedecí… noté que de mis ojos empezaron a brotar lágrimas. Los cerré, no quería ver. Noté un grillete alrededor de mi tobillo derecho. Oí un ruido metálico, potente… y noté la vibración en toda la pierna. Eran martillazos, fuertes, sin piedad. Hice un esfuerzo por no moverme, ni siquiera respirar…

Cuando dejé de oír los golpes miré hacia abajo, vi el grillete ya asegurado. Miré al lado izquierdo. El hombre se estaba situando…

  • Cierra un poco las piernas -dijo, más suave, incluso un poco cordial, debió gustarle que no me resista.

Algo me obliga a mirar esta vez. Me hace cerrar las piernas porque están más allá del límite de la cadena. Con eso puesto, mis pasos van a ser casi la mitad de cortos de lo normal. Coloca el grillete. Acerca un objeto como un clavo… Luego aprendí que era un perno… una mero taco de metal. Pone el yunke debajo. Golpea el perno… Al ser introducido a golpes, la elasticidad del metal y el calor generado hacen que el grillete quede como soldado. Un herrero necesita mucho tiempo de trabajo para quitarlo.

De nuevo martillea y yo me quedo inmóvil, petrificada. Cuando termina noto un mar de lágrimas por mis mejillas. No hay vuelta atrás, una vez encadenada, viviré así el resto de mis días. Eso pensaba en ese momento.

El jefe vino hacia mí… me tocó las mejillas con suavidad.. incluso secó un poco mis lágrimas.

  • Aún no ha habido juicio, puedes salir libre -dijo.
  • ¿Y por qué me ponéis los grilletes? -respondí.
  • No queremos fugas. Si te liberamos, el herrero tendrá trabajo -contesta.

El hombre utiliza una herramienta para liberar mis manos… ¡¡¡Por fin!!! Me masajeo las muñecas, veo las marcas que me ha dejado el viaje… seguramente, me quedarán cicatrices de por vida. Eso no es lo peor… los pies me duelen horriblemente.

Ahora hace algo que no entiendo… Consulta un libro enorme, escribe algo sobre un trozo de madera. Se acerca a mí… Me asusto cuando acerca las manos a mi cuello.

  • Sólo te voy a poner un colgante -dice.

Me cuelga el letrerito con un cordel alrededor de mi cuello. No aprieta la cuerda pero la asegura con un nudo doble, asegura los extremos con más nudos y corta el sobrante.

  • Ni se te ocurra quitártelo -me dice.

Me lleva a la sala principal otra vez. Pregunta por la gobernanta… Esperamos allí. Acabo de dar mis primeros pasos arrastrando cadenas. Me cuesta andar, me molesta el peso de los grilletes. Por supuesto que no podría correr… Vale, no quieren fugas.

Aparece una mujer joven, me puede llevar un par de años. Es alta. Tan alta como el jefe, me saca media cabeza. Es rubia y parece guapa pero también es ancha y fuerte. Bajo la túnica militar que lleva se adivina un generoso par de senos.

  • Carne fresca -dice ella.

Me lleva a una pequeña habitación contigua, un cuartucho…

  • Te tienes que desnudar completamente -dice con voz autoritaria.

No, no quiero, no puedo… No digo nada pero dejo caer las manos en señal de resistencia. La mujer lleva colgado un pequeño cuchillo en el lado derecho y un palo (un garrote) en el izquierdo. La veo echar mano al palo y yo respondo empezando lentamente a desatar el corpiño… Llevaba un corpiño negro de cordeles, unido a la falda, realmente un vestido rojo y negro. Me lleva un rato, pero me lo quito. Veo que lo mete en un saquito… Ahí también están mis medias. Realmente esa ropa está sudada, en parte meada y metida ahí se va a convertir en una bola inservible.

Nada feliz me quito la camisa… me quedo con las manos tapando los pezones.

  • Sigue… -dice ella.

¡¡¡Ahhh!!! Debajo llevo un pequeño calzón de cuero que iba bajo las medias. Sí, otra prenda de puta… No me lo puedo quitar… lo bajo hasta mis cadenas para que ella lo vea.

  • Tenías que habértelo quitado antes… con las medias -dijo.
  • Ahora hay que romperlo -añadió.

Sin mediar palabra, desenfundó la daga y cortó el calzón por los laterales. ¡¡¡Ayy!!! Esa era una prenda cara… Entre lo que cobrábamos a clientes y lo que, a veces, robábamos vivíamos bien. Pensábamos que un cliente nunca denunciaría un robo… tendría que reconocer que tenía trato con rameras.

“Debes robarles después del sexo, cuando están dormidos y borrachos”, esa era la regla que me había saltado. Y me estaba saliendo caro.

Estaba allí completamente desnuda y con los pies encadenados. No pude evitar tapar la entrepierna con las manos, intenté que mis brazos taparan también los pezones.

  • Mira qué recatada la puta -dice ella.

Entonces me alcanza una extraña prenda. La miro.. es una especie de vestido con tirantes de cuerda. Me lo pongo… Nunca había sentido una tela así de áspera… Es tela de saco. La mujer me indica que hay un cordel que hace de cinturón, lo tenso y lo cierro con una lazada.

Con los tirantes de cuerda y lo mal cortado que está esto tengo al aire casi todo. Hombros, tetas… visto desde arriba sería un buen escote de ramera. Por abajo no cubría mucho. Sí, tapaba la entrepierna y el culo pero diría que al mínimo movimiento se iba a ver todo.

La mujer me lleva de nuevo al vestíbulo. El jefe me estaba esperando… Lleva una antorcha. Me señala el camino, voy delante de él, lentamente, lastimeramente, arrastrando cadenas con un tintineo siniestro. Me señala el fondo de la sala. No me había fijado, hay una puerta de arco, es oscura… como una cueva como la boca de una fiera. Entramos… él va detrás de mí iluminando con la tea.

Bajamos unas escaleras interminables… Yo no lo sabía pero estábamos descendiendo a los cimientos de la muralla. En algunos puntos cercanos al río tuvieron que estabilizar el terreno. Lo hicieron construyendo arcadas de piedra que sostienen una plataforma oculta bajo la muralla. Ese espacio “inservible” fue reconvertido como cárcel. Mejor dicho como mazmorra.

Llegamos a un pasillo igual de oscuro… A modo de deficiente iluminación había antorchas ardiendo sujetas en soportes en la pared pero no servían de mucho.

  • A la izquierda… mujeres a la izquierda -dijo el hombre… mi carcelero desde ese momento.

Comencé a andar… el techo era una bóveda semicircular… una bóveda de cañón… cosas que aprendí con las monjas, que me enseñaban dibujos de iglesias y catedrales. Era un techo bajo… se respiraba humedad. Conté treinta pasos entre las primeras dos antorchas, mis pasos eran cortos y lentos, no eran una buena medida.

La pared derecha era un húmedo conglomerado de piedras irregulares. A mano izquierda ví varias arcadas semicirculares. Parecía que a ese lado se extendía otra bóveda aun más baja. Los arcos estaban cerrados con rejas. Eran rejas formadas por barras planas de hierro, remachadas en los cruces.

Al pasar al lado de uno de aquellos arcos oí una voz ronca pero atronadora:

  • Una mujer… déjamela aquí… me merezco un premio antes de que me ahorquéis.

El carcelero jefe dio una fuerte patada en la reja, acompañada de un grito:

  • Cállate maldito, o mando a dos guardias a que te muelan a palos.

Seguimos caminando… llegamos a una puerta y la atravesamos. Al pasarla me atreví a preguntar..

  • Este era el lado de las mujeres, ¿NO?
  • A partir de esta puerta sí… eso eran las celdas de los condenados a muerte -respondió.

Tras la puerta el pasillo continuaba. A la izquierda seguía habiendo arcos enrejados. Empezamos a oír voces, más bien lamentos con voz de mujer. “Sacadme de aquí…”, “Al menos una tarde viendo el sol…”, “Quiero más agua…”, “Tengo hambre…”

Conté cuatro arcos. El pasillo acababa en una pared y allí, bajo una antorcha estaba sentado un soldado aburrido. Al vernos llegar, se levantó y saludó militarmente al jefe.

  • Nueva prisionera, pendiente de juicio, abre -dijo.

En el último arco había una puerta… Era parte de la reja. La cerraba un gran cerrojo asegurado con candado. El hombre abrió y sacó el garrote que llevaba colgado de su cinturón. Se quedó allí, custodiando la puerta.

Llegué justo al umbral  mis pies se negaban a entrar. Me quedé allí inmóvil… esperando despertar y estar en otro sitio.

  • Vamos, entra -dijo el jefe.

Lentamente metí un pie dentro… No podía separarlos mucho con lo que apenas superé el umbral. Sentí un tacto no desagradable del todo… el suelo del pasillo era de tierra desnuda  húmeda. Dentro de la celda, estaba cubierto de paja, también estaba húmedo, todo estaba húmedo.

Junté los dos pies y oí el ruido metálico de la puerta cerrándose en mi espalda. Había entrado tan poco que la puerta me empujó ligeramente, obligándome a dar un pasito más hacia adentro.

  • Ahora viene la gobernanta con una manta y agua.

Recorrí aquel recinto con la mirada. Era oscuro… llevaba un rato bajo tierra y mis ojos aun no se habían adaptado. Era una porción rectangular de una nave de cañón, con techo bajo y semicircular. Tres de las paredes eran sólidas, de piedra irregular. La cuarta, la que daba al pasillo, eran las cuatro arcadas enrejadas que acabábamos de recorrer por fuera.

Avancé un poco hacia el centro… con miedo. Empecé a notar un olor nauseabundo. Una mezcla inmunda de humedad y miseria humana: suciedad, sudor, orina, excrementos… Respirar aquel aire no podía ser bueno.

En la pared contraria a la arcada había cuatro ventanucos redondos… eran como túneles inclinados hacia arriba que llevaban hacia orificios practicados al pie de la muralla, por el lado de dentro. Por ellos entraban tenues rayos de luz. En los lugares cercanos a esos rayos vi cuerpos humanos tumbados en el suelo. ¿Eran mujeres? supongo… En aquel momento no quería relacionarme, ni siquiera quería saber si estaban vivos. Me sentía como la mosca atrapada en la telaraña… esperando que un monstruo horrible venga a devorarla viva.

Me fijé que justo en la reja de la primera arcada caía la luz de una antorcha del pasillo. Caminé hacia esa esquina… oía el tintineo de mis cadenas como si fuera un tremendo estruendo. Las otras habitantes de aquel agujero me miraban con ojos brillantes, yo no las miraba pero notaba esos ojos en la espalda.

Me tumbé sobre la paja… en posición fetal. Poco a poco me fui fijando en detalles de mi nuevo mundo. Cerca de la puerta, acababa de pasar por su lado, había un barreño de madera. Creo que aquella era la fuente de los peores olores que allí se sumaban. ¿Lo utilizaban como letrina? Seguramente… Las otras prisioneras se agarraban a jarras de barro. Ví a alguna beber sorbitos.

Pasó mucho tiempo, me pareció eterno. Oí pasos… Por el pasillo entreví a la misma mujer que me desnudó. Caminaba rápido, llevaba varias cosas que no distinguí.

Abrieron la puerta con estruendo, el guardia volvió a vigilar la puerta. La mujer entró… Me buscó con la mirada. Sin mediar palabra, me dio una jarra llena de agua, una manta raída y un trozo de pan.

Se fue tan rápido como vino. Yo seguía tumbada… El instinto de conservación me hizo reaccionar un poco, mecánicamente. Me puse de rodillas para extender la manta y me senté encima. Probé el  pan… duro como una piedra. Pero estaba hambrienta… empecé a mordisquitos pero acabé a dentelladas. Tenía mucha sed pero intenté controlarme, bebí a sorbos como las demás. Seguramente hasta el día siguiente no habría más.

CONTINUARÁ