Fantasía Medieval (I): del convento al cepo.
Una prisionera condenada a muerte decide que le dejen escribir su historia. Una historia de desgracias, humillación, sufrimiento, sexo...
MEDIEVAL (I): del convento al cepo.
Despierto en la torre a media mañana… Llevo años viviendo en esta torre pero hoy estoy encerrada. Cuatro paredes de piedra, un ventanuco con rejas, una puerta de madera de peso infinito… cerrada, asegurada por fuera, seguramente con una enorme tranca. He dormido muy poco… encima de una manta vieja, apolillada. Tengo otras dos posesiones: una es un jarra de barro con agua, bueno tenía agua, la acabé por la noche. La otra es un cubo maloliente… el cubo de la mierda.
Me siento y me apoyo en la pared… veo otra posesión… llevo años poseyéndolos. Dos enormes grilletes de bronce unidos por una gruesa cadena. Ahí están… en mis tobillos. Casi me había olvidado de ellos, conseguí por un tiempo que me los quitaran pero todo se torció… Hace dos días que los vuelvo a llevar, son los mismos, ya nos conocemos. Si cierro los ojos, oigo el martillo golpeando el perno hasta el fondo. No hay llave ni candado… Para quitarlos hace falta un buen rato de trabajo de un buen herrero… Para ponerlos vale cualquier soldado, cualquier persona que pueda levantar un martillo.
Ayer me lo confirmaron… No hay piedad. He quitado una vida y lo pagaré con la mía. No sé cuánto tardarán… no tienen fecha fijada. Cualquier día, en cualquier momento entrarán para “prepararme”. La “preparación” normalmente se hace justo el día antes de la ejecución. Te sujetan las manos fuertemente a la espalda y te ponen una capucha negra de lana que llega hasta los hombros. Por encima de la capucha, ponen la soga con el nudo hecho… lo aprietan lo bastante para que no puedas quitar la capucha… ¿Quién inventó ese nudo? Se puede apretar pero no aflojar… sólo se puede quitar cortando la cuerda.
El otro extremo de la soga lo suelen atar a una argolla de la pared… No veo ninguna aquí… Al día siguiente te llevan al lugar de ejecución… Allí suelen tener dos postes y un larguero entre ellos. Está claro lo que sigue… Maniatado y cegado durante al menos un día entero, el infeliz reo no se puede resistir mucho. Te dejas subir al taburete, atan la soga arriba, tensada, tirante… Sólo entonces quitan la capucha… quieren que veas tu propia muerte. El verdugo tirará el taburete de una patada y yo moriré tras una agonía indescriptible… retorciéndome, abriendo la boca y sacando la lengua en un fútil intento de sobrevivir. Dicen que en el preciso momento de la muerte te haces caca y pis a la vez… El esfuerzo de sobrevivir parece que provoca una expulsión de mierda en el momento en que te rindes, un último momento de vergüenza infinita.
Tengo un objetivo… Quiero pasar mis últimos días contando mi historia. Quiero escribirla… Necesito pergaminos, pluma, tinta… Antes del fatídico momento en que me pondrán grilletes también en las manos.
Ya “probé” esas pulseras antes… son horrorosas, sujetan tus manos sin posibilidad alguna. Más de un día con eso puesto es una tortura...
Quiero avisar a Martín… Él me entenderá, un poco al menos. No puedo llamar a nadie… Si aporreo la puerta, me castigarán… A lo mejor me ponen el cepo ya.
Espero.. la puerta se abre, una mujer se lleva el cubo, lo vuelve a traer vacío… Llena la jarra con más agua y pone encima un mendrugo de pan. Estará duro, es de los que sobraron ayer de la comida de la tropa…
Cuando está apunto de irse le hablo… Le pido que avise a Martín, sólo eso. Suplico, lloro… Ella ni me mira… por supuesto, no contesta. Ya lo sé… a una prisionera no se le habla ni se la mira… Si es una asesina condenada a muerte, mucho menos.
A pesar de todo el mensaje llegó. Martín viene y me pregunta qué necesito. Ya tengo el material… puedo escribir…
Nací en 1400… o alrededor de 1400. No conocí a mis padres. Las monjitas me adoptaron… Viví con ellas en el convento hasta ser moza. Aprendí a leer, a coser, a cocinar… Me trataron siempre bien...
Creo que fue hacia los catorce años cuando empecé a sentir cosas nuevas. Rodrigo era otro chico huérfano adoptado en el convento. Debía de ser de mi edad, trabajaba en la finca… yo a veces en el jardín. A mí me enseñaban a cocinar, a él carpintería. Habíamos crecido juntos… pero al llegar a esa edad me descubrí queriendo estar siempre a su lado. Cuando no nos veían nos sentábamos juntos en el suelo, empezamos a juntar nuestros cuerpos....
La cosa fue a más… no podía pasar otra cosa. Pasaron uno dos años y un día nos pillaron retozando desnudos en un rincón de la despensa… No teníamos muy claro si aquello estaba bien o mal… pero llevábamos ya varias experiencias de ese tipo. Debía estar mal porque a mí me dolió un poco y me hizo un poco de sangre la primera vez. Pero por alguna razón fue un dolor placentero, algo nos llevaba a repetir y repetir...
A él lo echaron, dijeron que ya era mayor para vivir allí con las monjas. Hablaron con un terrateniente y lo enviaron a su servicio…
A mí me castigaron… Tuve que pasarme un mes entero rezando. La hermana decía “arrepiéntete hija y así podrás ser una de nosotras pronto”. ¿Ser una de ellas?, ¿Ser monja? No lo había pensado… me fui a dormir pensando en eso…
La verdad, en ese momento no sabía si aceptar esa `propuesta o no… Fue pasando el tiempo y al no negarme, todas asumieron que quería vivir como monja. Yo echaba de menos, no a Rodrigo, sino a los momentos íntimos que había tenido con él. Quería volver a tener eso con un hombre… Sí, eso era incompatible con vivir en el convento.
En unos tiempos difíciles, muy difíciles para una huérfana, las hermanas me habían criado, vestido, me habían enseñado a leer, a escribir, a cantar en la iglesia… Fijaron el día de mi dieciocho cumpleaños como el día en que vestiría el hábito de novicia.
No llegué a vestirlo… Esa mañana escapé… Salí a primera hora y caminé hasta la aldea cercana. Allí todavía me conocían… bebí agua de la fuente y tomé el camino de la siguiente aldea… Sentía con placer el aire fresco del campo pero también tenía miedo… ¿Cómo iba a vivir? Sabía que en los caminos había robos, asesinatos… Y no paraba de oír en mi cabeza a la abadesa… cuando se enfadaba conmigo me decía: “te recogimos de la calle, los niños en la calle mueren o acaban en la cárcel, incluso algunos terminan sus días en la horca”.
Llegué a la aldea cansada y hambrienta… Tenía que haber cogido algo de comida… Bebí en la fuente… eso es gratis. Después de deambular un rato me colé en un establo. Allí había fruta almacenada y empecé a comer… Sabía que estaba robando pero el hambre me mordía por dentro.
Después de llenar el estómago me tumbé y me quedé dormida… Desperté un rato después al oír los golpes de un bastón en el suelo. Abrí los ojos y ví a un hombre mayor con cara de enfado… Intenté explicarle que tenía hambre que sólo había comido un poco. No articuló palabra, usó el palo para amenazarme y me llevó, primero a la calle y luego a la puerta de una casa. Llamó dando golpes con el palo.
Acabó saliendo otro hombre mayor, esta vez de expresión más amable. Parece ser que es el alguacil… un lugareño encargado de retener a los delincuentes que sean sorprendidos en la aldea.
El segundo hombre se enfurruña y me mira con cara de padre enfadado. Entra un momento a coger algo… sale con un saquito de cuero. Me toma por un brazo y me lleva por la calle. No me hace daño pero me agarra firmemente. Delante de la iglesia, había un cepo de madera… Cada aldea tiene uno, funciona como una cárcel al aire libre, retienen a los detenidos por sus pies. Había visto a gene en cepos antes pero no sabía qué pasaba después… las hermanas se santiguaban y huían mirando para otro lado.
Según nos fuimos acercando al artilugio mi corazón iba latiendo cada vez más fuerte… No podía evitar la sensación de haberla cagado mucho…
Como temía, los dos hombres me llevaron al cepo, me obligaron a sentarme y a poner los pies en los agujeros del tablón inferior. Bajaron el tablón superior. Había un cerrojo que cerraba el cepo. El alguacil abrió su bolsa, sacó un grueso candado y lo puso en una argolla que aseguraba el cerrojo.
El hombre del palo miró satisfecho y se fue… El alguacil habló con voz suave:
- Robar comida es delito leve. Pero deberás dormir aquí.
Sólo dormir… Al menos, no me enviarían a una mazmora ni a las galeras. Entonces no sabía cómo funcionaba la justicia de este reino, luego lo aprendí en mi propia carne. Bueno, ya lo estaba aprendiendo.
Para mi sorpresa, el hombre me quitó las sandalias que llevaba.
- Aunque no lo creas es por tu bien… No es la primera vez que a un prisionero le roban el calzado -dijo.
- Son de cuero y buenas -añadió-. ¿Seguro que no las robase, no?
Negué con la cabeza…
El hombre me trajo comida y agua por la tarde… No parecía un mal hombre. Me preguntó quién era, de dónde venía… No contesté. Tenía una enorme vergüenza por mi torpeza, la misma que me impedía volver al convento. Aunque fuera a vivir en la calle no había vuelta atrás.
Aquella fue mi primera experiencia humillante… Aquella tarde ví pasar campesinos, niños, al cura que entraba en la iglesia. Yo estaba allí sujeta, no podía moverme,ni siquiera ponerme de pie. Lo peor era que todos sabían que estaba allí por ladrona, la sociedad estaba castigando mi delito con el escarnio público. Hubiera querido desaparecer, ser invisible aunque siguiera atrapada en el cepo.
La gente me miraba con condescendencia, con desconfianza… oía comentarios: “de dónde vendrá”, “ahora aparece gente aquí robando”. Algunos se burlaban. Un niño me escupió y sus compañeros lo jalearon… Después siguieron los demás…
La noche fue fría e incómoda… Me dolían los tobillos, tenía los pies helados, me retorcía una y mil veces intentando mejorar un poco la situación, nada me ayudó.
Desde que oscureció, nadie pasaba ya por allí… En la puerta de la iglesia había dos antorchas en soportes de hierro. Eran la única fuente de luz. Bueno, la luna iluminaba todo débilmente. Pasé toda la noche oyendo ladridos de perros, tenía pánico por si alguno de ellos estuviera suelto y pasaba por allí. Estaba indefensa… Realmente estaba como un perro atado.
No dormí nada… Estaba medio dormida cuando sonó fuertemente el canto de un gallo. Vinieron otros cantos después y finalmente la luz del sol. Tenía unas enormes ganas de orinar pero me aguantaba para no hacérmelo encima...Finalmente no aguanté más… retorciéndome hacia un lado me bajé el calzón y las medias que llevaba debajo (calzas: medias gruesas de lana, tipo pantalón), hice pis sobre la tierra intentando no mancharme y volví a poner todo en su sitio.
Cuando el olor de mi propio pis estaba empezando a ser penetrante, llegó el alguacil. Soltó el candado, me devolvió las sandalias y me dio un poco de comida.
Le di las gracias, me calcé y me fui… Apenas bebí un poco en la fuente, quería abandonar el lugar cuanto antes. Algún vecino me vio pasar y torció la cabeza…
Comí la comida que me dieron por el camino… No sabía muy bien a dónde iba pero huía hacia adelante. Caminé… caminé… caminé… Por la tarde seguía caminando, cansada, hambrienta otra vez. Esta vez no hallé rastro de población…
Fue entonces cuando oí un ruido a mi espalda. Me volví… un carromato de dos caballos iba en mi misma dirección. Sentí miedo… ¿Me harían algo? No tenía por qué pasar nada… No tenía mucha opción, los caballos iban al trote y me adelantarían sin remedio. Íbamos cuesta arriba y yo estaba desfallecida. Intenté apretar el paso… sin éxito, sólo conseguí sudar.
Cuando llegaron a mi altura, miré al frente, quería que pasaran de largo. No ocurrió… En el pescante iban un hombre y una mujer. Ambos todavía jóvenes pero mayores que yo. Me invitaron a subir al carro:
- Morena sube -dijo él.
Yo negué con la cabeza… Ellos se mantuvieron en paralelo… La mujer añadió:
- Podrás descansar, tenemos comida, agua…
Me negué un par de veces más pero acabé subiendo…. Descansé, me dieron de comer, de beber… Dentro iban otras dos chicas. Pronto comprendí lo que pasaba… Las tres mujeres eran rameras errantes. Aquello era como un prostíbulo sobre ruedas. Viajaban por las aldeas y las ciudades, haciendo el negocio que podían en cada sitio. Nunca estaban mucho tiempo seguido en ninguna parte. Frecuentaban las ferias, las fiestas, los mercados…
La mujer más mayor (la del pescante) me propuso unirme a ellas…
- Sí, no eres alta ni esbelta, pero tienes cosas que gustan mucho.
- ¿Qué? -pregunto entre ingenua y prudente.
- Un buen par de tetas -contesta sin pudor-. Se te ve un buen culo, redondo, hermoso sin ser grande. Piernas firmes, bien formadas. Tienes los hombros y la cadera ancha, eso a muchos no les gusta pero a otros les encanta… Si fueras virgen podríamos vender tu primer polvo por una fortuna.
- No lo soy -contesté.
- ¡¡¡Y parecía tonta!!! -añade.
No me ví con muchas opciones… Por lo menos eran sinceros. Lo pensé un poco y me uní a la “troupe”.
Así pasé en sólo dos días de monja a puta… Me hice muy profesional. Aprendí a sonreír a los hombres aunque no me gustaran, a fingir placer durante el sexo aunque estuviera deseando que acabaran. A hacerles beber vino, a robarles las monedas de oro cuando estaban borrachos y roncando.
Había pasado un año entero con aquel grupo, volvía a ser mi cumpleaños. Fuimos al mercado en la aldea de Fuente Fría. Era un mercado grande, repleto de gente comprando, vendiendo, regateando…
Yo le estaba dorando la píldora a un tipo muy bien vestido. Acababa de oír que era un terrateniente local. Quería hacerle un favor y cobrarlo bien. La cosa se torció… vio llegar a su esposa, una dama allá a lo lejos, acompañada de varias doncellas.
El tipo dejó de hacerme caso pero no sabía que yo había sido más rápida. En uno de los instantes en que me había acercado a él le había quitado una bolsita de cuero que colgaba de su cinturón. Hábilmente corté el cordel del que colgaba y me la guardé entre la ropa.
El tipo ya se había ido y yo escapaba con el botín cuando oí el grito:
- Ladrona, ladrona, me ha robado.
Maldita sea, se dio cuenta… Él me señalaba con el dedo desde unos diez pasos de distancia. Yo eché a correr intentando esquivar a la gente y a los puestos.
Todo el mercado echó a correr detrás de mí… Por algunos momentos creí que escaparía que sería más rápida… Entonces sentí un ruido y caí…
Caí al suelo, la bolsa del oro rodó delante de mí… Sentí dolor en el costado. Un hombre fuerte con una enorme vara tan alta como él me acababa de golpear sin piedad. Mis perseguidores se echaron sobre mí.
- Quitadle la daga que lleva colgada -dijo el hombre de la vara.
Me la quitaron, la acababa de usar para robar la bolsa… Siendo puta siempre hay que llevar una daga. Se la dan al hombre diciendo:
- Tome alguacil.
El alguacil guardó la daga en su cinturón. También cogió la bolsa del suelo…
- Juntadle las manos -ordenó el alguacil.
Eso hicieron, varias personas colocaron mis manos delante de mí en posición de oración. El alguacil sacó un lazo de cuerda de entre sus ropas y me ató las manos con fuerza.
En aquel momento llegó el burgués dueño de la bolsa. El alguacil se la dio pero le dijo:
- Necesito que declares por escrito, visítame por la tarde.
El alguacil me agarró por las manos y me llevó con fuerza tras él. Al empezar a andar dio las gracias a la multitud y pidió que se dispersaran.
Fuente Fría es una aldea grande… Hay varios cepos en la plaza. Me llevó a uno de ellos y me aprisionó allí. No tuvo la precaución de descalzarme y se dio la vuelta, dejándome allí, con los pies en el cepo y las manos atadas.
- ¿Esto no es un delito menor? -me atreví a preguntar cuando ya se iba.
- Voy a dar aviso -contestó-. Mañana, un soldado te llevará a la ciudad de Río Verde. Serás encarcelada, juzgada y ya se verá -respondió.
- ¿Qué se verá? -pregunté, no tenía nada que perder.
- En nuestro reino sólo hay dos condenas para los delitos mayores: la horca y la cadena perpetua -contestó-. Por esto no te van a ahorcar, si fueras hombre irías a las galeras… tú te quedarás en la cárcel.
- O puede que después de condenada te vendan como esclava -añadió, abandonando ya el lugar.
CONTINUARÁ