Fall in love 2
Kevin necesita una estrategia para acercarse a Bon. Pero, mientras lo piensa, el otro chico tiene que enfrentarse a sus propios problemas.
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Fall in love
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Un relato del Enterrador
2ªCaída: La única tentación en su vida
Tras la indiscreta ventana del dormitorio se podía observar cómo el Sol ascendía entre las montañas, cálido y radiante, con la intención de bendecir el nuevo día de las criaturas de la Tierra. Bon Prak saboreaba esa vista sentado en la cama, sobre las piernas flexionadas. Había vuelto a ganarle al amanecer. Según las normas de su casa, antes de que el primer rayo del cuerpo celestial rozase con su magnificencia el suelo de su pueblo, tenía que tener los ojos bien abiertos. Al muchacho le encantaba la vista, le encantaba ver todos los días ese espectáculo de luces y fuego, emergiendo de entre las profundidades de lo desconocido. Solía pensar que era la forma que tenía Dios de saludarle: algo así como una sonrisa, como el ofrecimiento de una mano, como una subida de ceja. Miró el reloj. Eran las siete de la mañana. Con el vigor de aquéllos cuyos cuerpos están ensalzados con la virtud de madrugar, pegó un salto de la cama y posó los pies en el suelo para comenzar a hacerla.
Una vez cumplido su objetivo, fue al armario a vestirse. Ya abierto, cogió su ropa de los Lunes, pero, antes de cerrarlo, analizó con melancolía su traje de los domingos. Le encantaba. Si por él fuera, se lo pondría diariamente, mas, por supuesto, ponérselo era una ofrenda al Creador, un regalo especial que sólo se podía hacer en su día. Al igual que no se le puede regalar una tarta de cumpleaños a una misma persona todos los días, esa ropa era para ocasiones concretas.
Se puso una camisa a cuadros abotonada y unos pantalones de color azul claro. La sobriedad era muy importante en el vestuario, pues ahuyentaba a los demonios de la lujuria, la soberbia y la envidia. Mientras se ponía los zapatos, su cabeza reproducía con cierto disimulo el sueño que había tenido esa noche. Dicho sueño consistía en la llegada del rapto, es decir, cuando las almas libres de pecado ascienden a los cielos para evitar el apocalipsis. Cuando abría los brazos para dejarse llevar por el rayo de luz de la salvación hasta el interior de las nubes, Kevin aparecía a su lado con expresión distraída y le susurraba al oído cantos más propios de Satán que de un simple mortal. Él, resistiendo la tentación que emanaba del interior de la bestia, cerraba los ojos con fuerza y abría más las extremidades.
Viendo que su estrategia para atraer a Bon no funcionaba, Kevin alzaba la vista al cielo y gritaba sin perturbar una sola mueca en su rostro: “¡Eh, Jesús! ¡No puedes llevarte a éste! ¡Hemos hecho cosas! ¡Él se ha entregado a mí y no a ti, de modo que no tiene sentido que lo apartes de mi lado! ¡Es mío, así que te agradecería que lo dejaras!”. La luz se apagaba nada más terminar su parlamento, cosa que hacía que Bon se enfureciera, pero el otro chico le robaba un beso de sus labios.
De repente, el calor le hacía presa de su delirio. Sentía como si todo su cuerpo se sumergiera en un mar de sombras en el que todos sus sentidos se apagaban para dejarse llevar hacia la perdición. En las tinieblas del fuego eterno sólo tendría la compañía del demonio que le había forzado a dirigirse hacia ellas. Durante un segundo, recuperaba la consciencia en sí mismo; sin embargo, ya era tarde. Las gráciles manos de Kevin se habían trocado en garras con uñas negras; sus labios se habían mancillado con un gris mortal, del que salían grandes colmillos, sobre los que su lengua se paseó ante la mirada perturbada de Bon; de su cabello surgieron dos cuernos que se tornaban hacia afuera, como señalando al alma que iban a mancillar; de su espalda ramificaron dos grandes alas escamosas, negras y enormes, que ensalzaban lo monstruoso de su figura; sus ojos, antes en expresión de paz y control, se tornaban ahora rasgados, con una pupila felina que parecía arder ante el hambre de la bestia.
Kevin, en su diabólica forma, acariciaba su mejilla con la delicadeza de una falsa promesa y después se lo llevaba volando para arrojarlo desde el techo de la muerte, por toda la eternidad, hacia el caldero abrasador en el que le serviría como mascota.
Vaya sueño más raro había tenido. O al menos así lo veía él. ¿Por qué habría invadido sus sueños tal endemoniada representación? Bon sabía perfectamente que Kevin sólo estaba tomándole el pelo, y, aunque no fuera así, jamás sucumbiría a los encantos de la tentación, por lo que no entendía la razón que tenía su mente para atormentarle de esa manera. Podía ser una señal divina, aunque lo dudó, porque estaba muy seguro de su fortaleza.
Entre la silenciosa presencia de su intimidad, escuchó que su madre les llamaba para que bajaran a desayunar. El joven no quiso hacer esperar a su progenitora, y salió de su habitación al instante, cruzándose, justo al abrir la puerta, con Fourier, su hermano mayor, quien se giró enteramente al percatarse de su presencia. El muchacho le dio los buenos días, y éste, abriendo ampliamente los ojos y tornando su expresión hasta alcanzar el más amplio júbilo, exclamó:
─”¡Buenos días!”, dice. ¡Los astros se conjuran en el cielo para crear sobre el corazón del hombre un mar de fuego, mar que se proyecta en el firmamento y nos alumbra con sus llamas! Cuán inicuo calor, cuán pérfido calentamiento. Sería mejor que los glaciares suspiros de Plutón fueran el espejo en el que se reflejara nuestra alma, para que así, jamás tuviéramos que sufrir el dolor de las pasiones humanas!
Bon suspiró. Fourier era, según su madre, “especial”; según su padre, “una carga”, según su hermana Rose, “un puto loco”. Sin embargo, para el chico era tan sólo su hermano mayor, al que quería y respetaba, aunque muchas veces fuera complicado hablar con él. A una edad muy temprana, sus padres descubrieron que odiaba el contacto con otros niños, que se expresada con un lenguaje elevado impropio de un chico de su edad y que era especialmente inteligente, por lo que, en lugar de ayudarlo a superar sus problemas, lo encerraron en su habitación con decenas de libros para que nunca tuviese que ver nadie el avergonzado rostro de unos padres por su hijo.
─Anda, bajemos a desayunar, ¿vale?─dijo Bon.
─ ”La señora Pubrés dijo una vez
que el azaroso cuyos altos pies
se posaran sobre picos y plumas
dispondría siempre de mal de alturas”
Prefiero comer mierda, señor, porque, al menos, así, se emponzoñará mi lengua y no mi alma─canturreó.
Decidió ignorarlo, como hacía siempre. Mientras su hermano se ponía a cantar alguna cancioncilla infantil de “las rimas de mamá Ganso”, él rezaba para que no apareciera Rose, o empezaría a meterse con el pobre chiflado de nuevo. Bajaron juntos las escaleras y penetraron en la cocina, apareciendo ante su madre. Ésta no les dio los buenos días, porque sabía que Fourier se inventaría alguna rima o canción. Con cordial gesto, les sirvió a ambos las crepes de cada mañana. Era una de las pocas costumbres francesas que aún perduraban en su cotidianidad.
Los Prak eran franceses, pero, debido a cierto escándalo, tuvieron que dejar su pueblo, y, como allá a donde se dirigieran en Francia podían encontrarse con el espectro de su error, abandonaron también el país y se instalaron en un pueblecito de la costa española, donde nadie pudiera encontrarlos. El señor Prak conocía la zona porque de pequeño veraneaba allí con su familia. La última vez que estuvieron, un paisano se burló de la abuela de Bon por su acento francés y decidieron no posar de nuevo, con sus regios y dorados talones, la tambaleante y sucia tierra que extendía su superficie bajo el inmundo árbol de su afrenta. Era el escondite perfecto.
Como un gato negro irrumpe en un callejón, es decir, con sigilo y reticencia, caminando con cierto desagrado y desconfianza circunscritos a la tensión de su pelaje y a la solemnidad de sus ojos vacíos; apareció en el umbral de la puerta Rose. Tenía 22 años, pero no había superado esa fase adolescente en la que el odio regenta la conducta y ordena en todo momento a sus súbditos que no permitan atravesar más que a dos sentimientos, rabia y deploro, hasta el reino de su corazón. Criticaba todo lo que era criticable y lo que no de igual manera. Tal era una de las razones por las que su padre estaba deseando que se fuera de casa. Alegaba que, con su edad, ya no tenía derecho a seguir chupando del bote para extraer de los senos del compromiso familiar la lactancia que necesita un perezoso para ser él mismo. La chica se sentó y los murmullos de Fourier adquirieron el papel protagonista en una obra en la que nadie más participaba, aparte de él y el silencio. Al darse cuenta de ello, miró a su alrededor y recitó:
“Cuando se desplaza con los gorriones el cuervo,
se corrompe la fábula, se ennegrece el cuento.
Arda la bestia cual ave Fénix, y que el viento
torne la venenosa ceniza en alimento”.
─Mamá, ¿cuándo vas a meter a esta cosa en un psiquiátrico?─preguntó la muchacha alzando una ceja─. Sus sonetos antes me hacían gracia, pero ya cansan.
─¡Agravio!─gritó el aludido─. No se trata de un soneto lo que mis labios han cantado, sino de cuaderna vía, composición española de gran sencillez, pero de elevada sonoridad.
─Te haces el listo, espantajo, pero sólo has rimado cuatro palabras que terminan en “nto”. La rima fácil no es poesía.
─Rose, deja a tu hermano, sabes que no controla lo que dice─medió la señora Prak.
─La incontinencia es mi pecado, que me hace, de la inacción, esclavo.
─Os dije que le comprarais tebeos de Astérix y Obélix, pero tenías que comprarle la colección de todas las tragedias de Shakespeare─bromeó Bon tratando de calmar el ambiente.
Tras ese pareado totalmente contradictorio, el loco se quedó con ganas de más; sin embargo, el eco de los pasos que se arrastraban, cual víbora venenosa, por las escaleras, los alertó a todos, e hizo que volviera a ocultarse en su escondite de labios sellados el silencio. El señor Prak se había levantado. Madre, hija e hijo miraron a su impredecible acompañante con el brillo de los nervios en la mirada. Éste, algo sorprendido, golpeó la mesa tres veces con el puño cerrado y clamó: “¡Clanc, clanc, clanc! ¡Salude la corte a Su Majestad!”. Entonces el padre entró y les dio los buenos días con una sonrisa.
─”¡Buenos días!”, dice─comenzó de nuevo Fourier─. ¡Cuántas calamidades, cuántos infortunios, cuántos pesares acaecen en un sólo giro! ¡Ah, majestad, siéntese, siéntese! Tome mi asiento, tómelo. Yo helaré mis pies en la tarima, pues no soy digno de hurtar el reposo de mi rey. ¡Tome mi asiento, tómelo! Me gusta más el suelo, me gusta más.
El hombre se rió, y tomó el asiento que se hallaba junto al de su hijo mayor. Comentó que a veces se preguntaba si éste, en realidad, sólo les tomaba el pelo a todos. Después, le revolvió algo el pelo, lo que hizo que éste trocará su expresión con el terror más absoluto. Entonó:
“El rey Lear cedió a sus hijas el trono,
como Dios troca en ángeles sus hijos
para componer su celestial coro
y colmar a la arcilla de prodigios.
Ignorantes ambos, necio el par,
pues Regan y Gorneril, en zafio
desprecio, a su padre condenarán,
al igual que azarosos demonios.
Demonios son como los que, una vez,
acariciaron la lira y las nubes,
mas que ahora destilan azabache
rencor mientras beben del río Hades.
Confía en lo ajeno y aparta lo tuyo,
y, así, muerto el Sol, resplandece el mundo”.
─Hijo─se rió─, hazme un resumen.
─Arráncate la polla y póntela de corona.
─¡Oye! ¡No le hables así a tu padre!─le reprendió enfadado.
─No, no malhieras el alma de Jack, porque, entonces, las moradores de las sombras le arrancarán la sonrisa de la cara y tendrá que sonreír con el trasero.
─¿Pero qué coño…?─intervino Rose.
─¡Rose! Has terminado de desayunar, ¿no?─señaló su madre el plato de la chica, que ya estaba vacío─. Llévate a tu hermano arriba.
─¿Y para qué? Si elevas a un loco a lo alto de un rascacielos, ¿cesará su locura?─contestó Fourier─. No, sólo conseguirás que se arroje desde las alturas.
─Venga, Fouri, vamos a tu cuarto. Te gusta tu cuarto, ¿verdad?─dijo la hermana.
─Allá donde el bosque forma un claro, las bestias no se atreven a acechar, pues sus sombras, con la luz de entre los árboles, no destacan entre las demás.
La chica le intentó coger de la mano, pero éste la apartó bruscamente. Odiaba cualquier tipo de contacto humano. Ella lo entendió, así que le pidió que se alzara y que fuera tras ella. No fue difícil, pues no hubo ninguna objeción al respecto. Tras la salida de ambos, la mujer sirvió a su marido las crepes. A Bon su realidad familiar le superaba un poco. Desde que Sacré, la mayor de los hijos, se unió a un convento, Rose se volvió más recelosa, y Fourier empezó a desvariar. Antes era simplemente era algo extraño, pero tras aquello, nada de lo que salía de su boca tenía sentido. Bon tenía 9 años cuando Sacré dejó la casa de Francia y se tuvieron que mudar a España, pero había muchos detalles que no recordaba con exactitud de su pasado. Era como un sueño que no podía rememorar. Cuando sentía que se acercaba, su alma temblaba, y, aun así, nunca llegaba a tocarlo. ¿Por qué se resistía su memoria a aceptar los designios de sus deseos? Era un misterio.
Miró el reloj de la cocina y se dio cuenta de que si no salía pronto, llegaría tarde al instituto. Se comió rápidamente las crepes que le quedaban y, tras despedirse de sus padres, salió de casa. Él no cogía el autobús, pues eso implicaría encontrarse con Kevin, y, en la medida de lo posible, quería evitar eso, aunque el otro chico se lo ponía difícil, tan difícil que hasta se infiltraba en sus sueños para convertirlos en pesadillas.
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Mientras caminaba al edificio de cuya savia se extraía el conocimiento, pensaba en sus cosas. Le gustaba pasear, pues se sentía flotando en la deliciosa penumbra de su pensamiento, rodeado por la niebla de sus ideas. El mundo a su alrededor quedaba oculto, y sólo estaba él, cara a cara con sus divagaciones. Era como si su cuerpo supiese a donde ir y se pusiese en automático para que su mente pudiera refugiarse del oscuro mundo que le rodeaba.
Su hermano era su principal fuente de preocupación en ese momento. No sabía hasta cuándo iban a aguantarlo en casa. Si no estaba internado en ningún sitio era porque no disponían de suficientes fondos para hacerlo. Qué irónico. El genio, la mente sobresaliente y cavilante de tesoros era quien había traído la ruina a la familia que una vez prometió conducir a la cima de la riqueza. Los medicamentos de su hermano eran muy costosos, lo cual les había llevado a recortar gastos de todas partes. El que más afectaba a Bon era el de cambiar su estatus escolar. Él había ido durante toda su vida a colegios católicos privados, pero, desde que se mudaron al pueblo, había tenido que ir a uno público. Con lo tímido y miedoso que había sido siempre, le estaba costando mucho integrarse. Como podía, fingía seguridad y desparpajo, pero tan solo como un cachorro que se ve rodeado por adultos, es decir, gruñiendo sin parar hasta el momento del combate, en el que sólo queda luchar inútilmente hasta dejarse apalear.
¿Culpaba a Fourier de su martirio? No. Puede que en su interior albergara algo de rencor, pero jamás podría odiar a su hermano. Bon quería mucho a su hermano, y a sus hermanas también. Después de todo, ellos siempre habían estado ahí para él. El problema era que no sabía expresar sus emociones. Siempre parecía seco y serio, cuando él era mucho más. Se tenía que obligar de vez en cuando a ofrecer un abrazo, a dibujar una sonrisa, a fingir un beso. Estaba vacío. ¿Cuándo cambió? No había niño más pegajoso, no había pequeño más mimoso, no había querubín más feliz. ¿Cuándo se volvió gris?
De cualquier forma, no iba a permitir que se libraran de su hermano mayor. No tenían excusa para echarlo, puesto que no era violento. Tan sólo era incoherente, y la incoherencia no es un delito. La mayoría de las personas lo son. La única diferencia es que esconden su incoherencia con halagos y Fourier no. Así lo veía Bon.
Y así, sin darse apenas cuenta, llegó al instituto. Los martes a primera hora tenía educación física, así que se dirigió el gimnasio. Había llegado al vestuario antes que sus compañeros, por lo que pudo disfrutar de un rato a solas hasta que empezaron a aparecer. Pudo entrever entre los recién llegados a Kevin, quien estaba hablando con Adolfo a la par que se reía. Nada más avistarlo, Bon apartó la mirada. Creía que si no entablaba contacto visual, no le diría nada. Siguió a lo suyo y volvió a mirar por el rabillo del ojo un rato después, pero ya no había rastro de él. “Genial”, pensó, “no me apetece que me moleste tan temprano”.
Preparó lo que necesitaba para la clase y salió el primero sin exhalar una sola palabra más. Al igual que las aves que vuelan en formación y que no detienen su travesía aun con la pérdida de uno de sus miembros, ninguno de los allí presentes se percató de su marcha.
Tan sólo su imagen volvía a cobrar importancia cuando era necesario para alguna actividad escolar. Si no sabían hacer un ejercicio o necesitaban copiarse de él en un examen, lo llamaban y lo usaban; si no, hacía la misma función que un simple lápiz, vuelta al lapicero, donde no molesta.
Ya dentro del gimnasio en sí, se encontró al profesor, que estaba preparando los utensilios de la clase. Le pidió ayuda a Bon y éste aceptó. A la vez que realizaban tal tarea, para apartar momentáneamente el silencio alrededor de sus palabras, el entrenador le preguntaba por cosas sin importancia. El chico, aunque respondía, no sin cierta timidez; lo hacía de forma poco clara y concisa. Hablaba con un tono jovial, algo gracioso, pero sabía que lo que decía no era divertido en absoluto. No podía evitar preguntarse, apoyado en su inseguridad, acerca de lo que el profesor estaría pensando de él. Seguramente que era un chaval aburrido y que no merecía la pena hablar con él.
Finalmente, el resto de alumnos llegaron y comenzaron la clase. El profe les dijo que se pusieran en grupos de tres. El joven odiaba las clases en las que había que agruparse. No tenía amigos, así que tenía a quien pedirle que se pudiera con él. Lo peor era que todo el mundo tenía ya pensado de antemano con quién se iba a poner, de manera que él era el único que se quedaba parado. Siempre quedaba destinado a humillarse ante toda la clase y pedirle al único grupo al que le faltase un miembro que le permitieran entrar. Casualmente, hoy había faltado uno de sus compañeros, de modo que había dos grupos de dos personas. Uno estaba formado por Greg Gutiérrez y Samanta López, y el otro por Kevin Tuhos y Adolfo. Tenía claro que quería ir al primero, pero, al pedírselo a la feliz pareja, le respondieron:
─¿Eh? ¿Y tenemos que ser nosotros? Ponte con Adolfo y Kevin, que también están solos─contestó Greg con el ceño fruncido.
El chico pensó que nadie lo quería a su lado. Sin embargo, la realidad era que esos dos querían estar juntos y a solas, como pareja, por lo que preferían ser sólo dos. No le quedó más remedio: se acercó a su peor enemigo y a su aún peor enemigo.
Se acercó a ambos con la cabeza gacha y les preguntó si podía ponerse con ellos.
─¿Con un pringado como tú?─alzó Adolfo una ceja─. Quita, quita, que seguro que nos bajan la nota por tu culpa.
─Ah, pues entonces a ver con quién me pongo. Creo que no hay nadie más─dijo haciéndose el despreocupado con una falsa sonrisa.
En realidad, aquello le sentó fatal. Era otra prueba más de que no era aceptado. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que ir al profesor y pedirle que le asignara un grupo? No quería eso. Él no quería trabajar en grupo. Nadie le aceptaba. Nadie le aceptaba, así que sólo recibiría dolor por intentar encajar.
─Jajaja─se rió Kevin─. No le hagas caso a este “simpático”. Ponte con nosotros, anda. De todas formas, el profe te asignará aquí.
─Mierda, también es verdad. ¡Más te vale no ser una carga!─señaló Adolfo a Bon.
─Vale. Gracias─agradeció un poco sorprendido.
Normalmente Kevin era un pesado y un acosador, pero ahora le había defendido delante de Adolfo. No es que hubiera hecho mucho, mas cualquier cosa habría llamado la atención de Bon. No podía creérselo. Él lo tenía por un idiota sin corazón. El joven pobre, en realidad, lo había aceptado por sus intenciones ocultas de conseguir algo con él; no obstante, aunque no estuviese detrás de él, también lo habría aceptado. No era de los que dejaba tirada a la gente. A él le habían criado para que fuera siempre considerado con los demás.
Tenían que pasarse una pelota de fútbol entre los tres, por lo que el juego no exigía mucho ejercicio físico y podían charlar de sus cosas.
─Lo que te cuento. Abro la nevera tan tranquilo y me encuentro una caja en la que ponía: “Pastillas vaginales. Abre tu chocho y tu mente al placer”. Es como la viagra, tío, pero para las tías─relató Adolfo.
─Venga ya. ¿Cómo va a ser eso? Yo sé que existen los supositorios vaginales, pero una viagra para el chumino… No me trago esa trola─chutó el balón Kevin.
─¡Que sí! Mira, mi madre, desde que se divorció no ha estado con otro tío, por respeto a mí y a mi padre, obviamente; por eso toma esas pastillas, para hacerse dedillos de forma placentera.
─¿Que tu madre no ha estado con otro? Bueno, eso que tú sepas─se burló─. Y lo otro no tiene ningún sentido. Eres más trolero que Pinocho.
Kevin miró a Bon, que estaba mirando a la pelota a su vez. Probablemente los estaría escuchando, pero no tenía nada que añadir a la conversación, o simplemente le parecía la típica conversación absurda entre adolescentes inmaduros.
─¿Qué pasa, catamita? ¿Te parece amoral esta conversación para tu fé?─lo miró Adolfo.
─¿Qué es un catamita?─preguntó Kevin.
─Será mejor que no lo diga─respondió Bon, quien, al parecer, sabía lo que era─. ¿Y por quién me tomáis? Que sea cristiano practicante no significa que me escandalice por cualquier conversación sexual.
─¿Que no? Jo, y yo que quería hacer que te desmayases con susurrarte “pene” al oído─bromeó Kevin.
─¿Entonces no te parece un escándalo lo de que mi madre divorciada se masturbe?
─Yo creo que el divorcio no es algo malo. SI uno no es feliz con una persona, ¿por qué va a seguir amargado con ella toda la vida? Es mejor buscar a otra. Sin embargo, la masturbación sí que me parece un acto indecente e improductivo. ¿Para qué hacerlo? El objetivo del sexo es la procreación. Si no hay descendencia, ¿qué sentido tiene?
─Se nota que no te has hecho una paja en tu vida─se rió Kevin.
─¡Eh, interesante pregunta! Dinos, Bon el bonachón, ¿alguna vez te la has cascado?─intervino Adolfo.
─¿No crees que es algo demasiado personal? En cualquier caso, no, no lo he hecho.
Los labios de Adolfo emprendieron un viaje en forma de sonrisa, porque según decía, él ya sabía de antemano que esa sería su respuesta; mas Kevin, en lugar de encontrarlo divertido o surrealista, lo encontró triste. Pobre chaval, que no había experimentado jamás el roce de sus dedos, la explosión de placer que se siente cuando, cual río de lava, emana del interior, como un volcán en erupción, ese bálsamo de placer y erotismo. Por otro lado, una parte de él veía excitante desvirgar a una persona que nunca había experimentado ni el sexo ni el onanismo. Debía de ser muy sensible, y sería agradable jugar con su cuerpo. Después de unas cuantas patadas más al balón y de que Adolfo se metiera un poco más con el muchacho religioso, la clase acabó, y se fueron cada uno por su lado.
El muchacho pobre quedó intrigado. ¿Cómo era posible que alguien se negara a la masturbación? Es cierto que él sintió algo de rechazo e incluso miedo al principio, pero, tras la primera vez, se le pasó. ¿Quizás era eso lo que le pasaba? Quería ayudarle, aunque, puestos a pedir, prefería, ya que estaba, ayudarle también a tener sexo por primera vez. Necesitaba acercarse más a él. Sin embargo, las murallas de esa fortaleza llamada Bon estaban bien fortificadas. Para atravesarlas, necesitaba abrirse paso con la inteligencia, no con la fuerza. Al igual que Ulises con su caballo de Troya, necesitaba una treta para agradar al chico y ganarse su confianza.
Meditó. ¿Qué le gustaba a Bon? No tenía ni idea. ¿La Iglesia? ¿Que practicara la religión significaba que le encantaban las cosas del cristianismo? Igual debía fingir interés por su fé. Desechó esa idea, pues seguramente desconfiaría de su repentino interés, y a él le parecía un peñazo. Fueron pasando los días y no se le ocurría una zanahoria con la que tentar al caballo, un queso con el que cazar al ratón, un conejo para atraer a los perros.
El jueves se encontró en el pasillo con el objeto de su deseo. El muchacho cristiano estaba leyendo un cartel del pasillo en el que se hablaba sobre unas audiciones para ser locutor de radio. A Kevin nunca le había atraído eso; no obstante, si le acercaba a su objetivo, lo haría. Compartir algo con otra persona es muy bonito. El influjo de lo común puede entrelazar dos almas en un único punto para formar unas alas que les permitan sobrevolar la amistad, e incluso el amor. Al menos, así lo veía él.
─Hey, ¿te gusta la radio?─se acercó Kevin─. A mí también. Yo también pensaba presentarme. Qué casualidad, ¿no? Podemos ensayar juntos para las pruebas.
Incluso él mismo se percataba de lo patético y desesperado que había sido su intento. El otro chico, un poco desconfiado de su presencia, negó con la cabeza.
─Nunca me ha llamado la atención ese mundo. Sólo lo leía para entretenerme, pero suerte con tus pruebas─dijo alejándose.
Eso había sido un “FAIL” en toda regla. Se prometió a sí mismo no volver a arrastrarse así, y volvió a casa intentando aclarar su cabeza para ver lo que hacía.
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¡El viernes sería el día en el que conseguiría avanzar en su relación! Lo tenía claro.
Al penetrar en su hogar, se encontró a su padre en el sofá, viendo la tele con Desi, cosa rara, ya que a esa hora solía estar durmiendo la mona. Verlos así, él sentado y distraído y ella apoyada en su brazo, le hizo muy feliz. Sabía que la pobre niña demandaba más atención paterna, que no recibía, no por egoísmo o indiferencia, sino por indisposición. Se dirigió a su cuarto, pero su padre le llamó para que se sentara con ellos a ver “South Park”. A Kevin le encantaba ese programa, pero no creía que fuera lo mejor para una cría de 5 años. Aun así, no discutió y se unió a ellos.
Echaron dos episodios que le parecieron muy reveladores: en el primero, Butters, representación de la inocencia y la bondad, era enviado a un campamento católico para curar la homosexualidad tras ser engañado por Cartman para que le chupara “la salchicha”. Era un malentendido, pues Butters no era gay, pero la broma del otro chico fue demasiado lejos y el padre del primero les pilló a punto de hacerlo. El caso es que, en dicho campamento, los niños se suicidaban porque les hacían ver que eran asquerosos, inmorales, sucios, despreciables. Sin embargo, Butters, viéndolo todo con sus gafas de inocencia, no sabía muy bien de qué hablaban, pero le ponía triste que todos se mataran por ser lo que eran, de modo que, al final del capítulo, exponía lo que había aprendido. “Si soy bicurioso y estoy hecho a imagen y semejanza de Dios, es que Dios es también un poquito bicurioso, ¿no?”.
Aquellas palabras resonaron en su cabeza como si fueran el resultado de una prueba para entrar en la universidad, como si fuera algo que le marcaría durante el resto de su vida. ¡Tenía que decirle eso a Bon! ¡Sí, seguro que lo convencía!
En el segundo episodio, Kenny se drogaba con pis de gatos y veía tetas. Le gustó el episodio porque a él también le encantaban las tetas. Su hermana señaló que Kenny era su favorito, ante lo que él se enterneció.
Finalmente, ambos, padre e hija, se quedaron dormidos, de modo que Kevin se fue a su cuarto, no sin antes echarles una manta por encima. Qué imagen más tierna: ojos cerrados, mirada angelical, abrazo de padre. Parecía, más que una escena de la vida cotidiana, un hermoso cuadro cuyo lienzo era el cariño. La chica se aferraba a su progenitor con el anhelo de una carpa que regresa al río en el que nació para desovar. ¿Cómo podían recordarlo? ¿Cómo podía ella sentirse tan sosegada por el olor del que le dio la vida? Kevin les dio un beso en la mejilla a ambos y se fue a su cuarto. Sin embargo, ahora era su madre la que yacía en la cama. Cómo no. Si el Sol estaba en pie, la Luna debía estar oculta en su letargo. Se sentó a su lado en la cama y le acarició el pelo. No era Edipo, así que no había intereses ocultos; sólo era un joven que añoraba tiempos mejores, en los que sus padres eran crepúsculo, y no noche o día.
La mujer abrió los ojos. Se lo podía permitir, supuso, pues el Sol se había apagado de nuevo.
─¿Y tu padre?─preguntó con la voz ronca.
─Está en el salón. Se ha quedado sopa viendo la tele con Desi.
─Será cerdo. Me dijo que iba a lavar el coche. Me va a oír─alzó el cuerpo para levantarse.
─Deja. Ya lo lavo yo. Tú descansa, ¿vale? Y no seas dura con él. Permite que esté un rato con su hija.
─Kevin…
─Que duermas bien─dio un salto de la cama y se dirigió a la puerta con expresión jovial.
Su madre iba a decir algo, mas sus labios se sellaron de la misma forma que las más célebres tumbas. Escondían algo demasiado valioso como para que fuera revelado al mundo.
El muchacho se estiró en el pasillo y se quejó para sí mismo de que era un peñazo tener que lavar el coche; no obstante, no le quedaba otra. Salió al jardín delantero con la esperanza de que no se extendiera mucho el asunto. Cogió la manguera y se dirigió al coche. Era una furgoneta destartalada de sabe Dios qué año. Se podía leer “Nault” en la parte delantera, por lo que supuso que ésa era la marca, aunque, en realidad, podía ser que el polvo cubriera el resto del letrero. Su carrocería, carcomida por mil buitres a lo largo de los años, era más rayaduras que pintura. Sus ruedas, de un color entre marrón y gris por el barro y el desgaste, parecían pinchadas la mayoría. El parachoques estaba algo desajustado, exigiendo al suelo asilo inmediato para alejarse de esa carcasa tercermundista, y el parabrisas estaba decorado con cuatro telas de arañas, tejidas, probablemente, por las piedras de la intolerancia.
Le dio un manguerazo y dio la tarea por finalizada. No tenía ni idea de dónde estaban las esponjas, los cubos y esas mierdas, así que tampoco podía hacer más. Como en un agarre que recubre el cuerpo, Kevin comenzó a sentir mucho frío. El desgraciado chico pobre estaba tiritando. Volvió al interior de la casa y, tras estornudar un par de veces, se puso el pijama y se echó en el sofá pegado a su padre y su hermana, arropado, como ellos, con esa manta que más que una simple tela, era la consolidación de que una familia, bajo toda circunstancia, ya caigan del cielo los más terribles meteoros de desgracia o ya asciendan de los infiernos los más terribles demonios de la discordia; siempre sería eso: una familia.
De lo que no se dieron cuenta es de que, una vez todos quedaron hipnotizados por Morfeo, Morti, el gato polizonte, dio un salto al sofá y se unió a ellos para redondear el cuadro de una unión que se dibujaba en el horizonte.
Durante toda aquella semana, lejos de la casa de los Tuhos o de los Prak, en lo alto de la azotea de la escuela, un ente volvía a ascender para dejarse llevar por las tinieblas de la noche. ¿Era un espectro en busca de venganza, tal y como lo fue Hamlet con su hijo homónimo, o como lo fue el gato negro que inundó de pesadillas los cuentos de Poe? ¿Era un suicida, como lo fue Werther al no entregársele el amor que tanto había deseado? ¿Era un héroe cuya gloria no le había servido para salvar lo que más amaba, como cuando Aquiles perdió a su amado Patroclo y luego pereció a manos de Paris? Nada de eso. No había belleza, no había cuento, no había literatura en esa extraña sombra que, todas las noches, en el resonar del reloj cuando las manecillas anunciaban las doce, se lanzaba al vacío. ¿Cómo va a ser bella la muerte? Y, más aún, ¿cómo va a ser bella la muerte de Kevin Tuhos, un niño tan mediocre?
CONTINUARÁ…