Fall in love 1

Kevin Thous, un joven estudiante de instituto, lleva una vida totalmente mediocre. Lo único que le dará un objetivo será una figura que aparece recurrentemente en sus sueños.

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Fall in love

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Un relato del Enterrador

1ªCaída: La única luz de su vida

Abrió los ojos con la esperanza de que fuera fin de semana; sin embargo, los azares irrespetuosos del calendario gregoriano dictaban que, aquel día, aquel día en el que Kevin Thuos se despertó con una extensa mancha en la sábana, era Lunes. Bostezó enérgicamente y observó el húmedo estropicio que se extendía ante sus ojos. Había vuelto a soñar con él, así que no podía evitarse. Miró el despertador y espetó un sonoro “mierda” a la par que apartaba la manta y posaba los pies en el suelo.

Se había pasado todo el domingo en su cuarto, jugando a la consola, y se había olvidado de aliviarse. Llevaba ya un tiempo sin hacerlo. Le gustaba dejar que se acumulara un tiempo para que luego fuera más placentero, pero esta vez, al no acordarse, lo había dejado demasiado y había acabado explotando por otro lado.

Su garganta escupió un “joder” debido a que se había levantado diez minutos antes de la hora, razón por la cual el despertador no reclamaba su despertar con incesante retumbar. Bien es cierto que podría dormirse; no obstante, quizás tardara más de 10 minutos en alcanzar el desvaneciente brazo del sueño, de modo que era más productivo ir desperezándose. Echó un rápido vistazo a su habitación. Le rodeaba la mierda. El suelo estaba totalmente enterrado bajo pilas de revistas, comics, comida en dudoso estado, bolas de papel y algún que otro objeto que, o bien se la sudaba, o bien no recordaba ni de dónde había salido.

Caminó hasta el armario pisoteando dichos desechos y, tras quitarse el pijama y dejarlo allí, se puso su abrigo con capucho. Ya empezaba a refrescar, aunque no era nuevo, pues en un pueblo de montaña casi siempre hace frío. Preparó la mochila con un par de libros e, interrumpiéndole, el despertador estalló indignado en resonancias fuertes y coléricas. De un porrazo en la cabeza que más que para apagarlo parecía intencionado para matarlo, calló a ese insolente intruso y se fue al baño. Una ventaja de levantarse temprano podía ser descubrir el agradable y envolvente silencio llenándolo todo con su placentera presencia, pero no en esa casa. Nada más salir de su cuarto, escuchó a sus padres discutiendo.

Al parecer, su padre había estado bebiendo hasta tarde otra vez, lo que hizo que su madre se enfureciera. Kevin comprendía, en parte, a su progenitor. Estaba en el paro, no tenía amigos y la tele estaba rota. ¿Qué otra cosa podía ser que no fuera emborracharse? Si no tuviera sólo 16 y le costara menos acceder al alcohol, él también lo haría. Justo antes de alcanzar el placentero desahogo que le ofrecía el retrete, visto ahora como paraíso, cual jardín del Edén; oyó un llanto desde la habitación que estaba junto a éste. “Mierda”, se dijo, “ya está Dessie llorando otra vez”. Hablaba de su hermana pequeña, de tan sólo 5 años. Eran tres, en realidad, Mortimer, que se largó de casa en cuanto cumplió los 18, y el muchacho no le culpaba; Kevin, de 16; y Dessie, de 5. De vez en cuando echaba de menos a su hermano mayor, pero recordaba sus últimas palabras la noche en que se piró: “No puedo cuidarte por más tiempo, Kevin. Ya tienes 14, así que ahora tienes que ser un hombre. Échale un ojo a Dessie como hice contigo, ¿vale? Prometo que hablaremos de vez en cuando y te diré como me va de guionista en Los Ángeles”. Según sus mensajes, trabajaba de camarero en el Planet Hollywood con el objetivo de conocer a un director al que le gustaran sus ideas, aunque, de momento, no había tenido éxito.

Penetró en la habitación de su hermana pequeña y la encontró tumbada en la cama, brazos y piernas abiertas, sin taparse lo más mínimo. Estaba totalmente rígida, pero, aun así, las lágrimas no dejaban de emanar de la fuente de su tristeza. El joven se acercó rápidamente y le preguntó si estaba bien. Ella respondió que había vuelto a ver al monstruo. Se refería a un sueño recurrente que tenía la niña. En dicho sueño, una sombra ascendía a los cielos con la intención de formar parte del coro celestial de ángeles, mas Dios, por su fea figura, que le recordaba al fin del mundo; lo arrojaba desde el cielo a la tierra para que compartiera, por toda la eternidad, el dolor de los muertos. Tal ser era el monstruo que se le aparecía siempre en sueños.

Le acarició la mejilla y le sonrió risueño. “No hay ningún monstruo”, dijo, “pero tu imaginación, tan viva, creativa y desbordante me recuerda a la de Morti. Él solía contarme sus historias, ¿sabes? Me encantaba”. Hablaron de los sueños, de lo bonito que es imaginar y olvidar los males, y la joven terminó calmándose. Él le dijo que todavía podía dormir un poco más, pues ella tenía colegio una hora después, así que le dio un beso en la frente y la dejó ahí, dormitando.

Finalmente, pudo lavarse la cara. Al hacerlo, sus rubios cabellos, algo chorreantes, mancharon un poco el suelo, mancillando la mugre que lo recubría con la suciedad del agua. La salvación se convirtió en condena: el agua quedó tan marcada como el polvo en ese suelo mugriento. Nadie limpiaba, y tampoco es que a nadie le importara.

Se dirigió al comedor y cogió unas rodajas de queso de la nevera. Se las comió sin pena ni gloria, y salió de casa para coger el autobús. Por el camino, se puso a pensar sobre sus padres. Su vida había sido muy difícil. Ambos eran primos hermanos, sí, así era: Kevin  Thuos era un niño nacido de la mezcla de la misma sangre. Sus familias, al enterarse de su amor, los repudiaron, y, como sólo tenían 15 años, tuvieron que ponerse a trabajar sin poder terminar los estudios. Siempre de trabajo en trabajo, con una casa ruinosa y con un hijo tras otro. Qué triste. Por eso su madre siempre estaba tomando antidepresivos y por eso su padre siempre estaba en el bar. Se alimentaban de los bancos de alimentos y de algún dinero que ganaba su madre limpiando casas.

El chico pensaba que era gracioso. Por el simple hecho de haberse juntado con alguien de su misma familia, habían sido condenados a una vida de mierda. ¿Por qué los amores prohibidos, los amores difíciles siempre tenían una resolución fatal? No aprendemos de la tragedia de Romeo y Julieta. Sonrió al pensar en eso. Entonces llegó a la parada de bus.

El primero. Era algo deprimente que le embriagase la soledad del recién llegado cuando llevaba allí mucho más tiempo del que su mente inmadura podía recordar. Bostezó mientras sacaba el móvil del bolsillo y se puso a buscar fotos porno para entonarse. Alguna rubia de senos prominentes le levantaría el ánimo fácilmente. Sin embargo, no fue lo único que le levantó, y lo peor es que quedó expuesto a la mirada de Greg Brown y Samantha Lauper, que acababan de llegar.

─¡¿Qué coño...?!─señaló Greg su paquete, que parecía querer escaparse de su interior.

─¡Por Dios, Kevin!─gritó Samantha, totalmente desconcertada.

─¡Lo siento, lo siento! ¡Es un empalme mañanero! ¡Como si fuera el único en el mundo…!─protestó fingiendo molestia, aunque en realidad se sentía algo avergonzado.

─Jajajajaja. Envaina esa espada, bandido del desierto─se burló Adolf, otro de sus amigos, que apareció al otro lado.

Vaya momento que había elegido para matar el aburrimiento reviviendo otra cosa. Guardó el móvil y decidió ignorarlos hasta que se le pasara. Aunque las bromas no cesaron, cuando llegó el autobús, dejaron el tema. Eso sí, Adolf, al subirse, lo gritó para que todos se enteraran. Qué capullo. Y eso que era su mejor amigo.

Realmente, los conocía a los tres desde que estaban en el jardín de infancia, pero, como la parejita siempre estaba junta, pues Kevin se había pegado más a Adolf. Era un cabrón, un hijo de puta, un gilipollas, pero le hacía reír, por lo que era su amigo. Sin embargo, no le resultaba tan divertido cuando era él el blanco de sus bromas.

Se sentó atrás y solo, con la esperanza de que lo dejaran en paz. Se dio cuenta de lo ingenuo que era cuando varios chicos le señalaron y se rieron en voz baja. Cabreado, se puso los auriculares para poder escuchar “in the dark” de “Fall out boy”, una de sus canciones favoritas. Así estuvo, embutido en la belicosa melodía de su grupo preferido, hasta que llegaron al instituto.

Al regresar, por medio del desnudo de sus orejas, al mundo real, oyó cómo su camarada alardeaba de que él la tenía más grande que Kevin. Pasando del tema, se preguntó si ya estaría en el autobús el motivo de sus ensoñaciones. No lo atisbó. De nuevo, le estaba dando esquinazo. Al bajar, vio a su parejita favorita cogida de la mano y se acercó a ellos, cosa que hizo que se separaran. Greg parecía decirle con la mirada que se largara y los dejara solos, pero hizo caso omiso. Después de todo, no tenía un plan mejor.

Aun habiéndose pegado a ellos descaradamente, no le prestó mucha atención a lo que decían. Se quedó mirando al cielo. Una densa neblina cubría el plano celestial con la misma majestuosidad con la que una corona española debía cubrir el mar. Los colores alegres y vivos del paisaje urbano se sometieron a las sombras de su mandato, y se tornaron tan grises como el corazón de un tirano. ¿Un mal presagio? No le pareció tal. No obstante, se puso algo melancólico ante aquella visión.

Se colocó la capucha, lo que hizo que sus compañeros inquirieran la razón, a lo que él respondió que se debía a evitar la lluvia en caso de que cayera. Se preguntó si era eso o si, sencillamente, sólo quería ocultarse a sí mismo. La mayoría de los estudiantes le tenían miedo. Como su familia era pobre y tenía mala fama, pocas veces se le acercaban; sólo algunos valientes y sus amigos.

En ese momento, Samantha se echó a reír por un comentario que hizo Greg. Kevin suspiró con una ligera sonrisa. Esos dos estaban predestinados a estar juntos desde que nacieron. En el jardín de infancia, Greg solía estar siempre con Alfred y Kevin, y, cada vez que veía a la que después fue su novia, le sacaba la lengua o la empujaba. Pero en primaria su relación cambió totalmente. Se pasaban el día juntos y apenas hacían caso a los demás. Si se les cuestionaba acerca de si eran novios, ambos respondían con un sonoro: “Puaj”, pero en sexto grado consolidaron su relación, que ya llevaba de forma oficial 4 años.

Si bien es cierto que vivían en su mundo y que solían olvidarse de todo lo que había a su alrededor, siempre fueron buenos amigos de Kevin. Ellos le aconsejaban que no se acercara mucho a Adolf, pero el miedo a la soledad se lo impedía. También quedaban con él─aunque muy de vez en cuando─, y siempre que daban algún paso en su relación, era el primero en enterarse. Todo eso estaba muy bien, mas Kevin quería tener amigos las 24 horas, no momentáneamente. Tampoco les culpaba, pues sabía lo mucho que se querían.

Greg era de cabello moreno, cubierto siempre, cual pico de montaña nevado, con un gorro; tenía los ojos azules, como si pudieran reflejar, con total esplendor, el hermoso color de los cielos; y su cuerpo era delgado y atlético─no en vano era capitán del equipo de volleyball masculino─. En cuanto a Samantha, ella poesía un pelo largo y cuidado que ondulaba cuidadosamente hasta su cuello formando una tersa melena de color negro; era de ojos marrones, como el hermoso tronco de un árbol bendecido con la salud de un roble; y tenía, aunque era de baja estatura, unas tetas considerables.

─Eh, gilipollas─apareció Adolf detrás de ellos─. ¿Por qué no me has esperado?

─Calla, nazi de mierda─le respondió Kevin de malas pulgas.

─¿Nazi yo? Sólo he dicho que, después de lo que están haciendo los judíos en Jerusalén, igual se merecen lo que les pasó─sonrió haciéndose el inocente.

─¿Se puede ser más capullo?─intervino Samantha.

─¿Qué pasa, zorra? ¿Ya te ha venido la regla? Lo siento por ti, Brown─soltó Adolf sin ningún tipo de pudor.

─¡Eh, cuidado con lo que dices, que te parto la puta boca!─gritó Gred cabreado.

─Qué miedo….─se rió─. Me piro, Kevin. Cuando dejes de mamar la teta bicéfala de este marica y su putilla, llámame.

Dicho esto, siguió su camino por los pasillos del instituto. El muchacho sabía que era un subnormal, pero había veces que le sacaba de quicio pero bien. Cerró los ojos para calmarse y se puso a pensar en si era posible que una teta fuera “bicéfala”. Seguramente había soltado lo primero que le había venido a la cabeza y que le sonaba mejor.

Greg y Samantha se despidieron, pues iban a francés, clase en la que Kevin no estaba porque se le daban fatal los idiomas. En su lugar, él iba a refuerzo de matemáticas, que tampoco se le daban muy allá. Les dijo adiós a ambos y se descapuchó para meter las manos en los bolsillos con pose distraída.

Para él, el pasillo estaba envuelto en un aura de oscuridad bastante difícil de explicar. Era como si sólo viera lo que tenía justo encima y justo delante, como si, más allá de eso, sólo hubiera una bruma de penumbra que se extendiera hasta el infinito. Por supuesto, esto no era así, pero lo que veía: esas taquillas destartaladas, esas sonrisas hipócritas en las bocas de la gente, esas luces parpadeantes que parecían hechas por Dios para dar la luz y después arrebatarla… Todo eso le molestaba.

De repente, en la distancia, pudo vislumbrar, de espaldas, una figura familiar. Allí estaba. Lo único que podía devolverle la risa a un semblante al que le han arrancado los labios y la boca. Estaba sacando algo de su taquilla, de modo que no lo vio venir. Cuando se quiso dar cuenta, Kevin ya lo tenía abrazado desde atrás.

─Hola, Bon─susurró lascivamente en su oreja.

─¿K-kevin?─se sobresaltó.

Se quedó totalmente estático. Otro hubiera apartado a su acosador de un codazo o de un empujón, pero no Bon Krap. Aun teniendo 16 años, podía decirse que tenía la mentalidad de un niño de 10. Todo se debía a la férrea educación de sus padres, cristianos devotos, que lo apartaban de todo pecado, vicio o tentación. Su corazón, revestido con la pureza de un alma afín a Dios, sólo poseía algunas manchas de odio que la propia Iglesia había dibujado en sus entresijos. ¿Qué manchas, qué sombras, qué horrores fueron trazados en su perpetua blancura? Un machismo ligeramente encubierto, el odio a la homosexualidad y el repudio a otras religiones. Por todo lo demás, era un alma totalmente inocente.

─¿P-podrías soltarme?─le pidió Bon intranquilo.

─Anoche soñé contigo, ¿sabes?─pronunció Kevin saboreando el contacto de su piel.

─¿Y qu-qué soñaste?

─Que estabas entre mis piernas gimiendo de placer e invocando mi nombre para que fuera tuyo para siempre─sonrió.

─¡Deja de decir esas cosas, por favor!─gritó molesto.

─¿Te ponen… nervioso?─emitió una pequeña risita.

─No me gustan esas bromas, Kevin. Y lo sabes.

─No puedo dejar de pensar en ti, Bon. Déjame regar tu jardín con mi manguera de leche.

─¡Basta!─se soltó como pudo─. ¡Déjame en paz!

Lo dijo con voz resquebrajada, como si fuera a llorar, lo cual hizo que Kevin no pudiera evitar pensar en lo lindo que era. Enfurruñado, Bon cerró la taquilla y se fue en dirección a su siguiente clase. No podría huir muy lejos, puesto que él también tenía refuerzo de matemáticas en la misma aula que el muchacho de pobre prole. Kevin, por otro lado, se quedó unos segundos apoyado en la taquilla de aquél que le generaba interés, con los brazos cruzados, pensando en lo que estaba haciendo.

Él era hetero, o sea, que las chicas le gustaban era un hecho, mas, sin saber muy bien por qué, la lindura de Bon le atraía enormemente. Al igual que las palomas desconocen las intenciones que hay tras quien les echa sus muy ansiadas migas de pan, pero aun así son atraídas por ellas; Kevin se sentía atraído al otro chico sin saber por qué. Sólo sabía que se imaginaba muchas veces cómo sería tenerlo debajo suya chupándole la polla, cómo sería ver su rostro lloroso al recibir los trallazos de su lefa, cómo sería acariciar su tembloroso cuerpo mientras él le gritaba que parase. Sí, era un poco sádico. Quizás era eso, quizás, al verlo tan ingenuo, infantil y desprovisto de maldad, le apetecía atormentarlo. Él tuvo que madurar muy joven por los problemas que tenía su familia, y, por eso, le apetecía hacer sufrir un poco al chico que aún se podía dar el lujo de ser un crío.

En cualquier caso, sólo quería follar con él. No era como si pensara en que delicadas y coloridas mariposas sobrevolaran sus cabezas en manada al ritmo de una balada de Scorpions mientras, rodeados de hermosas flores cultivadas en un jardín de ensueño, juntaran sus labios en un beso de amor verdadero.

Tras diversas divagaciones que no le llevaron a ningún puerto, se dirigió a clase de refuerzo de matemáticas. Al llegar, ya estaban todos sentados. Quiso ponerse junto a Bon, pero ese sitio ya estaba ocupado. Se cagó en los muertos del muchacho que estaba a su lado, y buscó algún sitio libre. Sólo junto a Adolf pudo hallarlo. “Joder”, soltó, “cómo te gusta joderme, destino”. Sin decir una palabra, se dejó caer en la silla que estaba a su lado y, apoyando la cabeza en el codo de un brazo a ras de la mesa, estiró el otro brazo ofreciendo así una pose distraída y de desmotivación.

Lo único bueno es que desde su posición podía deleitarse la vista con la visión angelical de la dulzura que, durante tantos sueños, había transformado en pecado. Adolf esperó a que Kevin dijera algo, pero no lo hizo, de manera que decidió analizar lo que estaba mirando. ¿A Bon? Él creía que ése era un marica nenaza y mojigato. Con una sonrisa pérfida, alzó la voz:

─¡Booooooooooon! ¡Mariiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiica!

El aludido se giró con expresión molesta y Kevin direccionó, ligeramente, la cabeza hacia Adolf, quien esperaba que se riera. No se iba a reír, pero tampoco iba a defender al otro chico. No era como si fuera nada suyo.

─¡No soy marica!─respondió indignado el pobre muchacho.

Antes de que Adolf respondiera, probablemente con otro insulto, llegó el profesor y se acabó la charla. Les dijo que abrieran el libro, y, mientras Kevin lo hacía de forma mecánica, clavó de nuevo su vista en Bon. ¿Qué era lo que tanto le llamaba la atención de él? ¿Eran sus cabellos dorados, más resplandecientes que el mismísimo oro, que formaban en su cabeza un hermoso valle donde el Sol era tierra y la tierra era Sol? ¿Eran sus enormes ojos, redondos y expresivos, los cuales parecían enmascarar un cielo sin nubes, sin Sol, sin aviones, sin nada, tan sólo la flagrante pureza del horizonte? ¿Podía ser que fueran sus labios, pequeños y delgados, que estilizaban su boca obsequiándola con una lustrosa sonrisa de lo más tierna, adorable e infantil? ¿Era su cuerpo, estatura ínfima, en el que se entrelazaban apolíneas extremidades y un tronco cuya robustez era casi inexistente? ¿O quizás era su piel, pálida como las más blanquecinas perlas, como una dentadura perfecta, como unas nubes que aún pueden sostener en su interior el peso de mil gotas de lluvia más?

Y así, la clase acabó. “¡¿Qué coño…?!”, se cuestionó Kevin a sí mismo, “Si acaba de empezar. ¿Cómo ha pasado el tiempo tan rápido? ¿Tan pillado me he quedado mirando a Bon, que no he visto lo que sucedía a mi alrededor? ¡Joder! Tengo que follármelo como sea. No me puedo morir sin haber catado esa piel tan sensible, sin haber perforado ese culo virgen. ¡Mierda, me voy a volver un marica por su culpa, pero yo a ese tío me lo cepillo como que me llamo Kevin Thuos!

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Tras unas cuantas clases en las que Kervin no cesaba en su autocuestionamiento sobre cómo seducir al chico que tanto llamaba su atención, llegó la hora del almuerzo. Comer en aquel comedor regido por la pestilencia y la mugre era una tarea aborrecible, para todos los estudiantes. Esto se debía a la pésima calidad de la comida, el servicio y las instalaciones. Sin embargo, a Kevin no le molestaba tanto. Al menos, durante ese periodo de tiempo, no daban clase. Generalmente, comía con Greg, Samantha y Adolf. A éste último, a su parecer, se le permitía asistir, no por su saber estar, su simpatía o su capacidad para divertir a los demás, sino para paliar ligeramente el sentimiento de relegación de Kevin.

La parejita estaba siempre hablando de sus cosas e ignorándole─si bien es cierto que se cortaban un poco ante él─por lo que dejaban que ese chico, máximo representante de la crueldad y la maldad de este mundo, estuviera al lado de su viejo amigo. Realmente a él no le importaba comer mirando alguna foto guarra en su móvil, o observando furtivamente la deliciosa vista que le ofrecía la figura de Bon.

Ese día sabía que nada iba a ser diferente, de modo que actuó como siempre lo hacía. Se dirigió al mostrador y le pidió a la cocinera que le sirviera algo de carne. La mujer, ceñuda y con con el labio ligeramente alzado en señal de asco, así lo hizo y espetó un sonoro “¡Siguiente!” sin intercambiar más palabras con él. Tampoco es que el joven tuviera nada que decirle.

De camino a su mesa de siempre, sintió sobre sus oídos el peso de mil descargas eléctricas, que retronaban, y golpeaban sin piedad sus tímpanos. No eran otra cosa que los disonantes alaridos de un rebaño de ovejas que dejaban el corral para convertirse en lobos; cuando, en verdad, sólo se tornaban en ovejas maduras. Formaban un paisaje totalmente desorganizado: había mesas con espacio para 6 personas y ocupadas por 2, mesas que podían albergar a 2 personas y recibían a 5; mesas hechas para 3, pero usadas por 1… Las paredes, rojas como el mismísimo infierno y agraviadas por la luz de los focos, llenaban todo de un aura pérfida que ponía al chaval un poco nervioso. Sin darle tiempo a reflexionar más, llegó a la mesa de siempre. Era el primero.

Colocó la bandeja sobre la mesa y analizó cautelosamente lo que iba a penetrar en su cuerpo. Eran dos piezas cuadradas y húmedas, lo cual le extrañaba, pues no había rastro de salsa a su alrededor; coronadas con una hoja de aspecto marchito. A Kevin le recordaron a esos dibujos que se usan en los libros de texto para representar las capas de la tierra, en los que se ve un trozo de suelo y sus partes. Hincó el cuchillo con la esperanza de que al menos estuvieran tiernas, pero eso era mucho pedir. En lugar de ceder a la primera ante la espada, como honrosos caballeros japoneses en pos de redimir su deshonra con el suicidio, temblaron en forma gelatinosa cual sucio ladrón de los suburbios más repulsivos ante la llegada de la autoridad. Decidió que era mejor no cortarlos y se introdujo el primero en la boca sin más, para masticarlo a bocado limpio, tal y como haría un salvaje.

Un asco irracional embarronó su visión provocándole un mareo, cosa que provocó que su cuerpo, instintivamente, repudiara aquel alimento y lo escupiera de vuelta al plato. ¡Qué cosa más asquerosa! Se preguntó a dónde iban a parar sus impuestos, y luego recordó que sus padres llevaban varias facturas atrasadas. Le pasó por la cabeza que quizás fuera el karma.

─Vaya, ¿no has podido tragarte ese trozo de carne entera, como buena putita?─se metió con él Adolf, sentándose a su lado.

─Sí, tú ríete─sonrió, ya olvidado el agravio de antes─, pero esto no se lo mete en la boca ni Miley Cyrus.

─Sé de otra cosa que sí se metió en la boca y que guardo en los pantalones.

─Ya, y yo y Michelle Obama estuvimos follando entre unos arbustos del jardín de la Casa Blanca─ironizó.

Su camarada se echó a reír alegando que él no lo haría jamaś con una negra; no fuera que le pegara LSD o algo por el estilo y se convirtiera en Bill Cosby. Kevin se temió que no tuviera ni puta idea de lo que hablaba: en primer lugar, el LSD era una droga y no una enfermedad; y, en segundo lugar, bueno, lo segundo ni siquiera merecía que pensara en ello.

─En serio, tío. Si un blanco y una negra lo hacen, el blanco se convierte en Bill Cosby─asintió Alfred con expresión severa.

En ese momento, aparecieron Greg y Samantha, que interrumpieron la risa nacida del seno de su mutua complicidad para dar paso a una mueca de represión dolorosa.

─¡Dejadme que adivine!─exclamó Adolf─. Voy a ver si acierto lo que estabais diciendo. Ejem. “Oh, Greg, chuparte tu mini pene, lleno de pelos, ha sido genial”. “¿Verdad, zorrilla insaciable? Aun así, debo decirte que Adolf la tiene mucho más grande. Yo que tú, se la mamaba a él”. “¡Me iría con él, pero nunca aceptaría a una guarra sin dignidad como yo! Tengo que conformarme con la visión de un pequeño arbustillo negro sobre el que pasar la lengua para, al parecer, porque yo no la noto; acariciar una polla”.

Kevin se echó a reír sin poder evitarlo. Samantha, por su parte, se enrojeció, quizás por la ira, quizás por la vergüenza. Greg le sacó el dedo corazón a Adolf, y éste, pasando el brazo por encima del hombro de su amigo, se rió también.

La pareja destiló una punzante mirada desaprobadora en dirección al joven pobre, pero él se limitaba a devolvérsela con expresión burlesca, como si no le importara lo más mínimo que le odiaran. Pensaba que se lo merecían un poco, por tenerlo tan abandonado. Cesadas ambas risas y sentados los recién llegados, se pusieron a comer. Todos menos Kevin, quien prefirió beberse el zumo de piña sin hincarle el diente a esa cosa tambaleante.

─Hey, Brown─llamó Adolf a Greg.

─Que te follen, imbécil─respondió.

─Oh, vamos. No aguantas una broma.

─Muérete─le coreó Samantha.

─Están hablando los hombres, cielo. Mantén esa lengua tan concurrida bien adentro, en la garganta, sí, donde almacenas el semen de mil ladrones latinos.

De nuevo, Kevin se partió. Samantha hizo el amago de levantarse; sin embargo, Greg la detuvo y le dijo a Adolf que si volvía a hablar mal de su novia, lo iba a lamentar durante el resto de su vida. A Kevin le pareció curioso. Greg, a quien siempre había considerado un pringado, enardecido por las llamas de la calumnia de la que fue víctima su amada, se había transformado en el más valiente guerrero, en Aquiles, en Ulises, en Hércules. Incluso le pareció guay durante ese instante. Sus ojos, escondidos en la cueva de penumbra que sus cejas formaban, parecían clamar, con su fulgor, que se derramase la sangre de Adolf.

Se preguntó a sí mismo si algún día actuaría así por alguien. No lo sabía. Para empezar, ¿por quién? No es que hubiera una tía que le gustase especialmente, aunque era cierto que sus sentidos habían sido llamados por los cuerpos de algunas. Más concretamente por sus tetas. Le encantaban las tetas. ¿Y por Bon? ¿Lo haría? Lo dudó enormemente, porque Adolf ya se había metido con él por la mañana y no había hecho nada por evitarlo. Después de todo, él no era marica.

En ese momento se acordó de su misión. Tenía que seducir a ese niño inocente para que su polla dejara de arderle. Sólo necesitaba hacerlo una vez. Después seguro que no necesitaba volver a verlo y se decidía por alguna tía buenorra. Se le ocurría cómo seducir a las tías, pero… ¿cómo se seduce a un tío? Seducir a Kevin sería sencillo; lo único que hay que hacer es desnudarse y posarse sobre una cama en posición. Sin embargo, sabía que eso con Bon no funcionaría. Era demasiado puritano. Lo mejor, según él, era preguntar a sus amigos a ver lo que se les ocurría.

─Oíd, tíos. ¿Cómo se hace para gustarle a una chica?─preguntó con total inocencia, dejando paso en su boca a la pajita del zumo para extraerle el jugo.

Los tres se le quedaron mirando un tanto sorprendidos para después burlarse de él. Según parece, la enunciación de la pregunta, sumada a lo que ésta requería en sí, y a que viniera de quien venía, les pareció muy divertido. A Kevin se la sudaba. Mientras le respondieran…

─Es fácil, tío. Acércate a ella y dile: “Tú. Yo. Cine. Esta tarde”. Ni siquiera le preguntes si puede ir. En caso de que no pueda, lo hará si te muestras duro. A las pavas les va ese rollo dominante. Allí, llámala perra todo lo que puedas y humíllala. Después, al llegar a casa, te hará de cenar y te suplicará que te la folles─sentenció Adolf decidido.

─¿Qué? ¿En serio?─inquirió Samantha, totalmente indignada, con expresión incrédula─. ¿Con cuántas te ha funcionado eso?

─Todas caen así. Hago apego a vuestra vena masoca.

Los novios, ignorando los comentarios claramente ridículos de Adolf, aconsejaron a Kevin sobre cómo se corteja realmente a una dama.

─Tienes que tratarla con delicadeza─dijo Greg cogiendo a Samantha de la mano.

─Tienes que leer bien sus señales─sonrió Samantha a su novio.

─Tienes que demostrarle que te importa─pasó el dedo suavemente por la palma de la mano de su amada.

─Tienes que subirla en un unicornio para que la lleve a lo alto del arco-iris de la castidad, donde no podrás penetrar su pureza nunca jamás─les imitó Adolf con voz melosa.

─¡¿Qué?! ¡Pero yo quiero follar con e… ella!─se quejó Kevin.

─Oh, y lo harás, después de la tercera cita, por supuesto.

─¿Tercera cita, Samantha? ¿Tanto hay que esperar? ¡Yo quiero metérsela el primer día!

─Y aquí, ante nosotros, tenemos a dos cromañones─suspiró Samantha.

─¡Yo no soy mormón! ¡Eso es de hippies!─se molestó Adolf.

Kevin apartó su bandeja y dejó caer los brazos en la mesa para que, luego, su cabeza los imitase. “Joder, qué mierda”, pensó, “yo quiero enterrar la pala en el agujero de Bon nada más abrirlo”. Contemplaba a Samantha y Adolf pelearse, aunque mostraba total indiferencia. Los consejos de sus colegas no le iban a servir de nada. Supuso que no le quedaba otra: tendría hacerlo a su manera, usando su ingenio. Tarde o temprano tenía que caer, ¿no?

Una frase escapó de sus labios, aunque más que prisionera de los mismos, fue prisionera de su corazón. La frase era la siguiente: “La gacela puede correr todo lo que le plazca, que el leopardo acabará por alcanzarla”. Enfrascada en un tono de voz monótono y aburrido, fue tomada por sus amigos como el cantar del viento, mas, para sí mismo, tenía tal fuerza, que su repentino entusiasmo dibujó una sonrisa cansada en su rostro. Se sentía feliz. ¿Y por qué no? Todo aquél que tiene un objetivo lo es.

─Brown─le llamó Adolf─, ¿a que si un blanco se la mete a una negra, éste se convierte en Bill Cosby?

─Obvio. Todo el mundo lo sabe.

Kevin se tronchó de nuevo, pero, esta vez, su risa, al igual que el grito de una hormiga que se ahoga bajo la lluvia, se perdió en la selva de graznidos, ladridos, gruñidos y demás sonidos salvajes que ocultaba sus pesares de sí mismo.

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Kevin tenía ya decidido que, al día siguiente, iba a ir a por todas con Bon. No obstante, hasta ese momento no tenía mucho que hacer. Podía llamar a alguno de sus amigos; sin embargo, salir con la pareja era asumir su pegajosidad, y salir con Adolf era sinónimo de maltratar, o personas, o animales. Estableció que pasaría la tarde en su cuarto, derritiendo su cerebro ante la pantalla de la consola. Un primo suyo le había prestado el nuevo “Call of Duty” para la PSP, de modo que estaría entretenido.

Al plantarse ante la puerta de casa, sacó la llave del bolsillo y la abrió con un movimiento cansado. Tras entrar, se dio cuenta de que no había nadie, al menos, aparentemente, ya que su padre solía dormir hasta largas horas de la tarde. Supuso que Dessie estaría en casa de alguna amiga, y su madre estaría “comprando”, es decir, limosneando en el banco de alimentos.

Le pareció interesantes. Sus padres, de la misma manera que el Sol y la Luna, no coincidían. Su madre solía acostarse pronto, debido al efecto somnífero de los antidepresivos, y levantarse temprano; y su madre solía acostarse y levantarse muy tarde. Pocas veces eran las que se veían más allá de 5 minutos en la cama cuando su padre volvía borracho y despertaba a su madre.

Se preguntó si el Sol y la Luna se odiaban. Si no era el caso, ¿por qué rehuían el uno del otro? ¿Por qué dejaban huérfanas a las nubes, a ratos de padre, y a ratos de madre? Si era cierto que se amaban, muy a pesar de los constantes cambios de la Luna, ya creciera o menguara, en pos de ocultar su dolor, ¿por qué no estaban juntos? Puede que las cosas no fueran tan simples. Progresivamente, las nubes empezarían a notar que el sol les quema y produce que derramen sus lágrimas sobre la tierra, pero la Luna, para que no teman la oscuridad perpetua de su tristeza, enciende miles y miles de farolillos que amainan sus corazones. Es posible que las nubes necesiten más a la Luna que al Sol, pero lo que  de verdad les gustaría ver, al menos una vez, es que el crepúsculo durase toda la noche: así, astros dadores de vida y de luz, podrían regalarse el uno al otro la ternura del acompañamiento.

Al dirigirse a su cuarto, Kevin pudo ver, entreabierta, la puerta del dormitorio de sus progenitores. El hombre de cuya semilla germinó la vida de éste, dormitaba profundamente, boca abierta y profundos ronquidos. El chico fue despacio, sin hacer mucho ruido, a su lado, y le dio un beso en la frente, para después esbozar un tierno y delicado: “te quiero”, con la intención de agasajar a la bestia del alcoholismo que descansaba en las entrañas de su alma. Después se fue a su propio habitáculo.

Dejó la mochila en el suelo de un golpe seco, nacido, probablemente, del eterno recelo del estudiante ante la lección, y se puso a buscar la PSP. Tarea titánica, puesto que entre tanta mierda, difícilmente la iba a encontrar. Para no ahogarse en sus propios pensamientos, encendió el móvil y se puso a escuchar a Nirvana, cosa que no sabía si le llenaba de alegría o de melancolía; mientras buscaba. Pasados unos 5 minutos de búsqueda, la encontró bajo la cama, junto a la revista “Si te bajas la bragueta, te enseño las tetas”. Kevin recordó los tremendos homenajes que se había dado con dicha revista. Incluso pensó que sería difícil pasar las páginas por lo pegajosas que estarían. Aunque, desde que pensaba en Bon, poco había usado ese tipo de revistas.

Se tumbó en la cama, consola en mano, para ponerse a jugar. No se quitó los cascos o la música. No era de los que jugaban a videojuegos para disfrutar de su historia, sino para ir directo a la acción, por lo que la música no le molestaba en absoluto.

Le gustaba más ir a destrozar un campamento enemigo cuando ignoraba el porqué, cuando sólo era la sangre por la sangre, cuando sólo su ansia de matar le decía que debía hacerlo. De esa forma, era más fácil. Es más fácil matar a alguien si no lo conoces, pues no sientes cargo de conciencia por la persona que fue, sino por el envoltorio que avistaste fugazmente y después destrozaste. Así lo veía Kevin.

De repente, bajo el ruido de Kurk Cobain fundiendo su voz con la melodía en delirante armonía, un ligero llanto logró ascender hasta sus oídos. Lo achacó a las imágenes que estaba viendo y lo ignoró, pero tal llanto no desistió. Era como si le culpabilizara, como si llorara ante la crueldad de un espíritu que, por su propia frivolidad, había dejado de sentir emociones. El llanto no ascendía en intensidad, pero sí insistía una y otra vez, cual martilleo en la conciencia.

Molesto, se quitó los cascos para discernir si venía del infernal videojuego, y entonces lo oyó de primera mano: era un maullido. A su derecha, un gato negro bendecido con los más centelleantes ojos amarillos observaba a ese mono cuya capacidad vocal había evolucionado de más.

─¡Morti!─gritó Kevin emocionado.

El gato, contento por ser, al fin, notado, subió a la cama de un salto y se tumbó en el regazo de su amo. Realmente, Kevin no consideraba que fuera su amo, sino su colega. El animal vivía en el barrio, y, de vez en cuando, se colaba en su casa, de modo que Dessie y él solían darle de comer. Apareció poco después de la marcha de su hermano, por lo que, debido a lo que lo echaban de menos, lo bautizaron con el mismo nombre, Mórtimer, o, para acortar, Morti.

El minino, ronroneante, cerró los ojos satisfecho por haber encontrado en aquel humano una fuente de calor que le agradaba. Al mismo tiempo que éste le acariciaba, él se estiraba gustoso ante tales mimos. El joven donó una mano a la causa de hacer feliz a ese felino, mientras que, con la otra, seguía jugando a la PSP. Así pasó la tarde. Y, antes de que se diera cuenta, ya era de noche.

A las 23:50, con la exactitud de un gallo que anuncia el inicio de la mañana, se postraba en la azotea de la escuela una extraña figura, una sombra, un espectro. Sin emitir el más mínimo atisbo de sonido, se colocaba en el filo, más concretamente en la parte donde tirarse sería equivalente a estrellar sus sesos en el campo de fútbol, decorando el asfalto con un cuadro psicodélico de sus delicias internas.

El espíritu errante fantaseaba diez minutos con toda su vida pasada y futura, cuestionándose a sí mismo sobre por qué debía poner fin a todo, por qué él, por qué el mundo irradiaba con su luz la cáscara que solía ser, para atenuar su sombra.

Al dar las doce, resonando la campana con los mágicos balanceos de su cuerpo, la Luna alcanzaba su cénit y apartaba a las nubes del cielo para dar el último adiós a la inútil marioneta. Entonces, la sombra, con una sonrisa cuya blancura contrastaba con el azabache de su figura, extendía los brazos y se dejaba llevar por el egoísta abismo de la muerte hasta que, el suelo, esclavo de la realidad, le devolvía a la vida un último segundo para recordarle que no se puede alcanzar la muerte sin antes morir. Allí permaneció la sonrisa de Kevin, pues él era dicha sombra.

CONTINUARÁ…