Falda de colegiala
Una madre cuarentona se viste con la falda de colegiala de su hija adolescente y se exhibe en el metro de la ciudad.
FALDA DE COLEGIALA
No sabes muy bien el motivo, pero llevas días muy excitada. Tu mente piensa en sexo constantemente, les regalas a tus ojos la visión de imágenes eróticas y pornográficas de todo tipo, obsequias a tu imaginación con la lectura de textos que narran y describen a la perfección y con todo lujo de detalles múltiples aventuras y juegos sexuales. Tu mano no se cansa de bajar a tu entrepierna ni de urgar, de acariciar, ni de penetrar con los dedos tu coño.
Dime la verdad, ¿cuántas veces te masturbaste ayer? ¿En cuántas ocasiones te corriste a gusto y alcanzaste el orgasmo? Sé de sobra que no sólo fue en casa: estabas tan caliente, tan en celo, que te hiciste unos dedos en el servicio del trabajo y, más tarde, mientras estabas de compras, en ese pequeño y estrecho probador del centro comercial. Allí llegaste al clímax y te viniste a chorros con la ayuda del enorme y grueso vibrador negro que guardabas en tu bolso, sin importarte que una simple cortina blanca fuese lo único que te sirviese de parapeto.
Hoy es sábado. Tienes el día libre y tu hija adolescente no está en casa: se acaba de ir, pues pasará la jornada en la vivienda de su mejor amiga. De nuevo te has despertado con los oscuros pezones tiesos, con tu monte de Venus palpitando y lo has tenido que calmar, aunque fuese momentáneamente, a base de violarlo con tus propios dedos primero, luego con toda la mano dentro. Te has meado de placer: un torrente de líquido ha manado, imparable, de tu raja y ha encharcado tu cama en medio de tus gemidos de gozo. ¡Qué poco te ha durado la relajación posterior! Has dejado tu mente volar, creando morbosas y perversas fantasías hasta que has encontrado una, perfectamente realizable a solas.
Completamente desnuda y aún con la piel húmeda, te has dirigido a la habitación de tu querida hija. Has abierto el cajón donde guarda el uniforme del colegio de monjas en el que estudia 1º de Bachillerato y lo has sacado: la blusa blanca y la faldita de vuelo de cuadros rojos y verdes. Con las prendas en la mano te sitúas delante del espejo de cuerpo completo y observas, reflejadas en el cristal, las dos grandes bolas que tienes como tetas, coronadas por esas aureolas del tamaño de galletas redondas de color café y de cuyo centro se levantan los enhiestos pezones. Juegas con ellos tirando con la yema de los dedos y friccionándolos. Masajeas con ansias tus senos, los pechos de una cuarentona ardiente y a la que estás a punto de vestir de colegiala.
No quieres perder ni un segundo más para cumplir tu fantasía: metes tus brazos por las mangas de la blusa y comienzas a abrocharte los botones, comenzando por el de más abajo. Te detienes cuando todavía restan los superiores por abrochar. El generoso escote ofrece la increíble visión del inicio de tus pechos desnudos, libres de sujetador. Te observas en el espejo y das gracias por tener la misma constitución física y talla que tu hija, cuyo cuerpo ya se encuentra desarrollado y es toda una mujer. La nívea prenda se adapta a tu torso como un guante y a través del fino tejido se transparentan ligeramente tus tetas, en especial la oscuridad de las aureolas y de los pezones. Satisfecha por lo que acabas de ver, levantas primero un pie, luego el otro y empiezas a subir la falda por tus torneadas piernas, hasta que se detiene poco antes de que los bajos de la prenda alcancen la desnudez de tu sexo, que luce sobre la raja una fina y cuidada capa de vello púbico. Realizas diferentes poses ante el cristal y te sorprendes de lo espectacular que estás vestida de colegiala.
Te encaminas a tu dormitorio contoneándote como harás luego en la calle y con el objetivo de darle un último y personal toque a tu vestimenta. Extraes de un cajón unas medias negras transparentes y te pones en primer lugar la de la pierna izquierda; luego recubres con la otra media la derecha. Las sedosas medias recubren buena parte de tus muslos, pero no lo suficiente como para llegar hasta la parte baja de la falda, por lo que varios centímetros de tus piernas quedan sin tapar. Rematas tu vestuario con unos zapatos de tacón grises que no hacen más que realzar y potenciar tu exuberante figura.
Es hora de salir a la calle y de dar, verdaderamente, rienda suelta a tu fantasía. Nada más pisar el asfalto, te cruzas con dos hombres que giran la cabeza incrédulos por el espectáculo y te desnudan por completo con la mirada. Prosigues con tu caminar hacia la parada del metro. A todo aquel con el que te vas cruzando lo dejas asombrado. Incluso se les escapan y mascullan piropos en voz baja, pero que llegan a tus oídos: “tremenda”, “maciza”, “bombón” y otros bastante más obscenos que cualquier otro día te hubiesen molestado, pero que hoy no hacen más que calentarte hasta límites insospechados. Llegas a la estación del metro e, inmediatamente, te conviertes en el centro de atención. Pese a que el número de personas que esperan no es tan numeroso como un día laborable, sí que hay algunos viajeros. Cuando quieres darte cuenta, tienes a varios tipos que se arremolinan con disimulo a tu alrededor para poder contemplarte lo más cerca posible . Te haces la despistada, sin embargo, de reojo percibes cómo unos fijan su mirada en lo que tu blusa transparenta, en esos pezones que cada vez se te endurecen y se te marcan más en la prenda; otros recorren de arriba abajo tus piernas o le echan un largo vistazo a tu culo respingón. Al sentirte observada así, con toda esa testosterona masculina en plena ebullición por tu culpa, sientes tu coño arder y notas cómo se moja bajo la falda. Te da la impresión de que la tela se te ha subido con el caminar hasta la estación y de que ya ni siquiera logra taparte por completo las nalgas. Pero no te preocupas por comprobarlo. Realmente es lo que deseas que haya ocurrido.
El metro llega: bajan algunos pasajeros y otros comienzan a subir. Entre ellos tú, que notas cómo varios de los hombres que te acechaban antes te siguen para ver dónde te vas a ubicar en el vagón. Los tacones de tus zapatos resuenan al golpear el suelo en cada paso y provocas que quienes estaban ya dentro te miren, apartando la vista de sus móviles y deleitándose al contemplarte. Avanzas por el vagón buscando una zona más tranquila y tienes suerte: la parte en la que se encuentran los asientos enfrentados de tres en tres está libre. Justo la que deseabas para continuar con tu exhibición. Eliges el asiento central de la fila de tres que hay a tu izquierda, te sientas e inmediatamente cruzas las piernas. Pretendes “torturar” un poco a los mirones, no quieres ponérselo tan fácil. No puedes evitar esbozar un leve sonrisa al ver cómo se apresuran a tomar asiento varios de los hombres que habían estado esperando el metro contigo y que no te han quitado el ojo de encima desde entonces.
Justo enfrente de ti se sienta un tipo de unos 45 años, sin duda el más hábil y afortunado, pues ha conseguido el sitio con mejores perspectivas. Rápidamente son ocupadas las otras dos plazas frontales: un adolescente de no más de 17 años, que no puede disimular ya una enorme erección bajo sus ajustados jeans, y un vendedor ambulante africano negro de mediana edad. Tu lengua roza los labios por fuera, cuando confirmas que es verdad aquello que dicen de lo bien dotados que están los africanos. Cierras durante unos instantes los ojos y fantaseas con esa polla negra y maciza del vendedor metida por todos los agujeros de tu cuerpo, reventándolos, follándolos hasta llenarte entera de leche.
Los últimos dos hombres tienen que conformarse con sentarse a tu derecha y a tu izquierda. Al menos van a tener un premio de consolación: perderse con sus ojos por el interior de tu escote hasta donde les alcance ver o hasta donde tú les quieras mostrar. Notas la respiración un tanto agitada de ambos, producto de su nerviosismo por la situación, tanto la del maduro entrajetado de tu derecha, como la del veinteañero de pelo largo y con barba de varios días que está a tu izquierda. Tu mente vuela de nuevo: cinco pollas para ti sola, masturbándolas con tus manos, mamándolas con tu fiera boca, mojándolas con tu saliva, escupiendo sobre ellas, restregándolas una tras otra entre tus tetas....Sólo con pensarlo tu botoncito de placer palpita en tu sexo, lo que te hace volver a la realidad. Te quema el coño entero y esas llamas que te abrasan hacen que termines de perder el poco pudor que aún conservabas. Llega la hora de actuar de verdad. Se acabó el juego de niños.
Enciendes tu móvil y simulas distraerte con él y leer la pantalla. Lentamente descruzas las piernas. Conforme lo haces, sientes una ráfaga de frescor acariciando tus húmedos labios vaginales y tu vulva y levantas de golpe la vista para observar a los mirones de enfrente. ¡Qué mala eres! Los tienes con la boca abierta y con los ojos a punto de salírseles de las órbitas. Una exclamación que todos oyen de “Dios mío” proferida por la boca del que está justo frente a ti es una muestra más de que acaban de descubrir que, bajo tu faldita de cuadros al estilo escocés, no hay braguitas que cubran tu intimidad, tampoco el minúsculo triángulo de un tanga. No hay absolutamente nada, sólo tu desnudo y empapado coño en forma de volcán a punto de erupcionar. La sonrisa cómplice que se dibuja en tu cara delatando permiso para mirar envalentona a los tres a escrutar bajo tu falda, entre tus piernas, con todo el descaro del mundo. Un par de viajeros que estaban de pie en la otra punta del vagón, ajenos a todo, se bajan en la siguiente parada. Nadie sube y te quedas a solas con los cinco desconocidos. Sólo queda una parada más antes de que finalice el trayecto y debes darte prisa para culminar tu exhibición en esos minutos restantes.
Desabrochas un tercer botón de la blusa dejando tus tetas casi al aire: únicamente los pezones quedan tapados por la prenda. Compensas así a los que tienes sentados a tu lado, cuyos rostros quedan a escasos centímetros de tus semidescubiertos senos. Miras a ambos y con las manos les haces un gesto pidiéndoles que desplacen un poco la blusa y desnuden tus tetas. Ansiosos cumplen tu solicitud y aparece al fin el tono marrón oscuro de tus enormes aureolas y de los erguidos pezones. Los de enfrente se deleitan también con el espectáculo de tus irresistibles pechos y el hombre del traje que está a tu derecha hace ademán de tocar tu seno, pero le paras su mano con la tuya. “Mirar, sí; tocar, no” le dejas claro.
La última parada se aproxima. Agarras la parte baja de tu falda y te la subes hasta descubrir tu madurito coño ante los ojos deseosos de los cinco mirones. Dejas tu chocho expuesto unos segundos y observas cómo el vendedor africano y el tipo del traje empiezan a magrearse el paquete sobre el pantalón. Aún te guardabas un último as bajo la manga: abres por completo las piernas y demuestras que sí llevas algo bajo la faldita: entre tus carnosos labios vaginales asoma el aro azul de las placenteras bolas chinas que encontraste casualmente en el cajón de tu querida e “inocente” hija. Les cortas la respiración a los cinco al desvelarles ese secreto que tan bien ocultabas. El tipo del traje no aguanta más, se baja la cremallera, mete dentro la mano, se aparta el bóxer rojo y deja salir su empalmada polla, a la que comienza a agitar como un desesperado. Sobre tu muslo aterrizan varias gotas de líquido preseminal que son escupidas por el rosado y redondo glande que encumbra aquel miembro venoso. Por tu nariz penetra el aroma de ese rabo que no paras de mirar: un olor intenso, fuerte, atrayente. Antes no consentiste que el hombre te tocase lo más mínimo, pero ahora vas a premiarlo por su atrevimiento a sacarse el nabo allí mismo, delante de ti y de todos. Vas a ser tú la que lo toques a él: tu mano envuelve el pene, lo aprieta con fuerza y lo machacas sin miramientos de arriba a abajo, una y otra vez de forma alocada. Los demás contemplan la escena llenos de excitación y con envidia por no ser ellos los elegidos. De repente se levanta de su asiento el adolescente y se acerca a ti: parece que quiere ver la masturbación más de cerca. Dos segundos más tarde hace lo mismo el maduro que estaba sentado frente a ti. Ya casi no falta nada por llegar a la estación. Aceleras los movimientos de tu mano, ya húmeda por los fluidos que manan de la punta de la polla y que anuncian una pronta eyaculación. El sentir ese trozo de carne palpitante, hinchado, venoso, en tu poder hace que quieras más: a toda prisa le pides al maduro que él también se saque la polla. Obedece e, inmediatamente, se abre el botón del pantalón y deja caer la prenda, junto con el slip negro, hasta los tobillos. Con la mano que tienes libre agarras ese apetecible miembro que se ofrece ante ti y te apoderas de él, masturbando ahora simultáneamente a dos hombres.
Ya te da igual todo y, cuando notas las manos del adolescente posarse sobre tus tetas, no haces absolutamente nada por impedirlo. ¡Con qué ganas te las toca y te las soba! ¡Cómo tira de los pezones con sus dedos! Tu coño está a punto de reventar y parece que el joven veinteañero se da cuenta: coge la anilla de las bolas chinas y suavemente tira de ella hacia afuera. Extrae la primera de las dos esferas, que sale totalmente cubierta de un viscoso pegote de flujo blanco. Luego vuelve a empujarla hacia adentro. Repite la acción una vez, otra, otra.....aumentando el ritmo. Te está follando con las bolas de tu hija. Dos manos en tus pechos, dos gruesas pollas en tus manos, el placer de la entrada y salida de las bolas.....Esos hombres te están volviendo loca y tú a ellos. Entonces te preguntas a qué demonios espera el africano para sumarse a la fiesta. Pero él sigue sentado en su sitio como mero espectador, aunque no para de magrearse su bulto sobre el pantalón.
Gime levemente el adolescente y comienza a empaparse la entrepierna de sus jeans: el pobre chico se está corriendo sólo con el placer que le supone tocarte tus mamas y únicamente las suelta tras vaciarse de semen.
Sabedora de que el metro está entrando ya en la estación final, das el último arreón sobre las vergas que posees en tus manos. El hombre del traje grita como un poseso y de su polla brotan sin control varios chorros de esperma que impactan en tu cara, cubriéndola de blanco. Mientras la leche resbala por tu rostro hasta llegar a tus labios y a tu lengua, que prueba ese néctar caliente, el tipo se aparta y deja vía libre para que eyacule sobre ti el otro pene que aún aprisionas en tu mano. Enseguida el semen en sus primeros chorros cae sobre tus tetas; luego moja tus muslos y por último tiene la puntería de ir a parar a la fina tira de vello púbico que hay justo antes del comienzo de la raja vaginal. Te encanta la sensación de sentirte cubierta de ese líquido blanco. Notas cómo las bolas resbalan un par de veces más por tu chochete hasta que se detienen, encajadas dentro. ¿La razón del parón? En medio del éxtasis que estás viviendo no te habías percatado de que el veinteañero llevaba unos minutos con la polla fuera, masturbándose mientras jugaba con tus bolas y acaba de reventar. Derrama su leche sobre la parte baja de tus piernas, sobre tus tobillos y tus zapatos de tacón grises y sientes cómo el líquido traspasa tus finas medias y empapa tu piel.
El metro comienza a frenar. Los desconocidos encierran sus miembros dentro del pantalón y tú te apresuras a limpiarte el rostro como buenamente puedes. No hay tiempo para hacer lo mismo con las otras partes sucias de tu cuerpo.
Fin del trayecto. Mientras tú recolocas tu falda y abrochas los botones de la blusa, los hombres van saliendo del vagón. Eres la última en bajarte y sobre tu asiento queda un charquito de líquido vaginal como un resto más de la batalla. Te diriges con paso acelerado hacia los servicios de la estación, entras en uno de los aseos y cierras la puerta de golpe. Tu coño te pide a gritos más guerra y metes la mano bajo la falda para complacerlo. Sacas las bolas chinas y las contemplas: están pringosas, cubiertas de una capa blanca de tu propio flujo. Acercas las bolas a tu boca y con la lengua las dejas totalmente limpias, saboreando los restos que tu sexo ha dejado en ellas.
De pronto la puerta del aseo se abre de forma violenta, sorprendiéndote con una de las bolas en tu boca. Entraste con tal grado de desesperación que se te olvidó echar el pestillo de cierre. Y ahora él está ahí delante: es el vendedor africano negro que te ha seguido hasta los baños. En el vagón había actuado como un auténtico estratega y con sangre fría, dejando que fuesen los demás quienes prendieran la mecha para luego él rematar la faena a solas.
Cierra la puerta, echa el pestillo de seguridad y se acerca a ti, que dejas caer las bolitas al suelo por la impresión. El negro agarra tu blusa y, sin mediar palabra, te la abre de un fuerte tirón, provocando que todos los botones que la cerraban salten por los aires. Te despoja de la prenda y tus tetas quedan ante sus enormes ojos. No conforme con lo que ve, toma tu falda y te la desgarra en dos pedazos, que lanza al suelo junto a la blusa. Toda la tranquilidad que había mostrado en el vagón se ha transformado ahora en desenfreno y salvajismo, y eso es pura gasolina para el fuego que ya había en ti. Te quita los zapatos y acto seguido te desprende de las medias: una la arroja dentro del retrete, con la otra hace una especie de bola y la encierra en su puño. Te ha dejado totalmente en cueros, sin nada que tape un centímetro de tu piel. Estás chorreando: por la cara interna de tus muslos resbala un hilo de líquido que brota sin cesar de tu sexo y eso que aún no sabes lo que te espera. El africano se abre la cremallera del pantalón y te das cuenta de que no lleva bóxer ni slip debajo: como un resorte sale liberado un tremendo pollón oscuro de algo más de veinte centímetros que, en su salida, choca contra tu vientre. Te quedas paralizada, esperando cuál será el siguiente paso que dé el negro. Y pronto sales de dudas: hace que te gires y que te pongas de espaldas a él. Empiezas a sospechar lo que se trae entre manos. Te sitúa con el culo en pompa como a una vulgar puta, escupe saliva por toda la raja de tu trasero y por el ano y te mete en la boca la media que guardaba en la mano, para que nadie se entere de los gritos de dolor y placer que te empieza ya a arrancar allí mismo, mientras te parte todo el culo y el coño con su negro y granítico rabo africano.