Fabián, el abuelo de mis alumnos

Tras una tutoría con el sesentón abuelo de unos alumnos, no sé cómo me acabo liando con él. Ese día tengo una de las más brutales folladas de mi vida, con un macho maduro y bien a pelo.

Era curioso cómo había acabado en la cama con él, con aquel maduro señor de cabeza afeitada y con los sesenta ya cumplidos, pero que también se conservaba. Yo, profesor de Educación Física en un colegio y a mis 37 años, lo que menos me esperaba era que, tras aquella tutoria con el buen hombre, sucediera algo así. ¡Benditos padres ocupados con sus trabajos!

Estábamos ambos desnudos sobre aquella cama de matrimonio. Podía notar toda la contundencia y el peso de aquel hombretón que, negándose a que su pelo caneara o desapareciera, se había afeitado el cráneo, lo que le hacía parecer mucho más viril de lo que ya era. Tan sólo se había dejado aquel mostacho sobre el labio superior.

El cabrón, corroído por la cachondez y la lujuria, me había comentado que hombres de mi edad no estaban en sus preferencias, que los prefería veinteañeros, pero que le había gustado tanto que… En aquel momento me comía las tetas, mis erectos pezones rosados que estaban circunscritos en mi amplio y velludo pecho. El tipo, después de entretenerse jugando con ellos, me hizo levantar el brazo para lamerme mi también velluda axila, con aquel vello castaño claro que solía cubrir determinadas partes de mi cuerpo.

Después, con el sabor amargo y metálico de mi sudor y mi marchito desodorante, pasó por mi boca, me morreó y se dirigió a la otra axila, a la derecha. Yo, con mi mano libre, acariciaba sus redondas y grandes nalgas, curiosamente tonoficadas y levemente peludas.

Entonces, le levanté su brazo y le comí la axila a él. El cabrón gimió y se tumbó boca arriba en la cama, dejándome total vía libre. Me comí sus sobacos, me senté sobre él, cambié al otro, le metía mano por debajo de la cintura y, a cuatro patas sobre la cama y con mi culazo expuesto, noté la enorme erección que aquel abuelo tenía en su polla, un tosco ariete de carne que mediría unos 15 centímetros pero que era bien gordo. Tanto que, aunque me entraba sin problemas en la garganta a lo largo, me obligaba a separar mis mandíbulas a tope, a lo ancho, hasta que estas dolían.

El cabrón se clavó de rodillas en la cama y me obligó a zampar hasta lo más hondo. Lo hacía encantado, acariciando el recortado vello de su pechazo de oso, que en partes era cano y en otras todavía conservaba su color negro.

Se inclinó sobre mí y comenzamos a practicarnos un 69, aunque a ratos me sacaba su polla de la boca y le lamía los cojonazos gordos que tenía, afeitados también, por cierto. Fabián era un abuelo muy moderno al que le iba la marcha.

El hijo de puta me bombeaba en la garganta, tumbándose completamente sobre mí y haciéndome dar arcadas. Se irguió, me sacó la polla y se sentó sobre mi frente, plantando sus huevazos grandes sobre mi boca, con su pene escurriendo sobre mi barbilla.

Nos morreamos, le acaricié y me regaló besos en mis tetillas, mientras acariciaba su cabeza rasurada.

Me colocó a cuatro patas, con el culo bien abierto. Me lo acarició, escupió mi ojete y empezó a introducirme la lengua. Enseguida comencé a soltar gemidos, conforme sentía su húmeda y caliente boca, así como las yemas de sus expertos dedos abriéndome y calentándome. Empezó a masturbarme con las puntas de estos. Primero uno, luego otro. Eran unos dedos gordos que metía muy hondo. Gemí de forma ronca, un tercer dedo… un cuarto…

-¡Joder! ¡Hijo de puta! –le insulté.

Volvió a escupir, se colocó y… la gordísima cabeza de su polla se enterró en mi culo. El abuelo hijo de puta empujó y me entró más de la mitad de su tosco cipote.  Me la sacó entera, volvió a empujar, la volvió a sacar y, como un experto, me fue habituando a tenerle dentro, cada vez más hondo, hasta ser capaz de recibir su sexo por completo.

Sin duda Fabián era una de las mejores folladas que había tenido. Me fui animando y sincronizando mi ritmo con el de sus caderas. Mi flequillo rubio caía a un lado de mi frente, que ya estaba perlada de sudor. Comencé a blasfemar sin ser muy consciente de ello. Aquel abuelo era el mejor macho que me había petado el culo nunca.

A cuatro patas, dándole la espalda, le dejaba que me follara, que fuera mi macho dominante. Él me tomaba por el hombro y empujaba, después por la cadera y empujaba.

Cuando sentí la necesidad de mirar como me follaba, le pedí darme la vuelta. Me abrí de piernas, boca arriba, y realizamos un cachondo misionero, pudiendo así admirar todo su pechazo de oso, de vello recortado.

-¡Fóllame el culo así! –le animaba yo. -¡Fóllame el ojete, vamos! ¡Ábremelo!

Estaba fuera de mí. Se me ponían los ojos en blanco al sentir una polla tan gorda metida en mi cuerpo. Fabián, cachondo, me la sacó y comenzó a pajearse como loco, buscando su propio autoplacer. Yo hice lo mismo.

-Me corro… -susurró. –Me corro…

El cabrón descargó toda su leche en la entrada de mi culo y en toda mi raja. Yo seguía pajeándome y, entonces, apuntó y me la metió dentro. Aquello me tomó por sorpresa y, aunque en pánico, finalmente no le detuve. Arrastró todo su denso lefote al interior de mi culo junto con su enorme salchicha. Continuó follándome así, sin que su pene perdiera fuerza. Me miraba, deseoso de que yo me corriera también.

Y lo iba a hacer. Me iba a… Me iba a…

Mi mano dolía de pajearme, pero finalmente el orgasmo sobrevino y acabé soltando toda mi leche sobre mi algo peludo vientre.

-Vamos, chico. ¡Córrete! –me dijo el abuelo de mis alumnos.

Me agité, empapado en sudor y él se inclinó sobre mí, besándome y recostándose sobre mí. El muy hijo de puta, en un movimiento rápido, se agachó recogió mi lefa en su lengua y me besó, soltándola en mi boca. Me encontraba exhausto. Nunca antes me había follado un abuelo. Y menos de aquella forma. ¡Benditos 60 años!