Extraña condición médica - La gran búsqueda 6

El maratón culero de Isa continúa, y ocho soberbios culos esperan ser penetrados por su recién estrenada polla, la cual no da señales de desfallecer en ningún momento y se encuentra bien dispuesta para seguir rellenando de carne los deliciosos y variopintos anos de las sacerdotisas de la Magna Penis

Extraña condición médica - La gran búsqueda 6

Para comprender este relato, es necesario leer las entregas anteriores o, cuando menos, la introducción.

Los dos culos que seguían eran simplemente una obra maestra de la naturaleza. No sólo pertenecían a dos morenas espectaculares y parecían haber sido diseñados con el compás de los dioses, otorgándoles una curvatura perfecta, sino que eran ¡gemelas!.

Así es, dos culos magistrales exactamente iguales.

Las largas melenas negras de las gemelas cubrían toda su espalda y se asomaban traviesamente por encima de las curvilíneas nalgas. Dos pares de ojos negros, profundos como pozos, observaban hipnotizados mi ciclópea morcilla y sus lenguas, juguetonas, lamían simultáneamente sus carnosos labios superiores, deleitándose en el maravilloso instrumento que dentro de poco iba a desaparecer dentro de sus agujeros negros.

Por costumbre, me coloqué detrás de la que estaba más próxima a mí, y sin perder ni un segundo apoye mi champiñón en su asterisco.

Apenas sintió el contacto, su espalda se arqueó y su culo se levantó aún más. Esto no me hubiera llamado la atención, ya que todas las putas hacen lo mismo, de no haber sido porque su gemela, ubicada a mi lado derecho, efectuó el mismo movimiento ¡al mismo tiempo que su hermana!.

Curioso, sí.

No le di mayor importancia y comencé poco a poco a vencer la resistencia del ano que se me ofrecía. Ya llevaba la mitad introducida cuando de pronto, soltó un gemido. Pero no había sido la gemela que tenía ensartada como un pollo, sino de nuevo ¡había sido su hermana!.

Fue en ese momento cuando reparé en un detalle escalofriante. El ano de la gemela que había soltado el gemido, tenía una abertura con un diámetro exactamente igual a la de su hermana, cuando segundos antes había estado completamente cerrado. Como cerrados tenían los ojos ambas hermanas.

Decidí entonces hacer un experimento.

Comencé a embestir con todas mis fuerzas el culo que rodeaba mi polla, y sin misericordia metía mi verga hasta el fondo, en toda su longitud (¡y vaya si era larga!). Durante toda la operación, la gemela follada no soltó ni un gemido, todo lo contrario que su hermana, que sin estar siento follada por nadie, soltaba unos alaridos estruendosos que hacían mojar todos los coños allí presentes. Esto comprobó mi “hipótesis”: las gemelas estaban conectadas hasta por el culo.

La gemela no penetrada estaba gozando hasta el paroxismo la cogida monumental que le estaba propinando a su hermana, más no ocurría así con la que en realidad estaba siendo follada. Me dio un poco de pena que solo una gozara de mi gran cipote, por lo que decidí que era hora de compartir.

Sin acabar aún, saqué mi miembro del culo de la primera gemela y lo inserté de inmediato en el de la segunda. Mi labor había dado sus frutos: ahora era la primera la que disfrutaba de la cogida anal telegrafiada. Durante un rato más bombee el culo de la segunda gemela, antes de volver a cambiar de ano.

Cinco embestidas en un ano y cambio, cinco embestidas más en el otro. Así, y sin perder apenas unos segundos entre ano y ano, cuando alguna de las sacerdotisas ya folladas lamían mi glande para saborear las intimidades de las gemelas, las fui follando a las dos casi a la vez.

Claro está, también tenía que compartir la corrida.

Haciendo acopio de mi fuerza de voluntad, me corrí dentro del culo de la primera, y apenas había dejado las dos primeras descargas, cambie de culo para terminar de descargarme dentro de la segunda. Ambas tenían que probar mi néctar, eso estaba claro.

Apenas terminé de vaciarme en la segunda, ambas cayeron rendidas fruto del orgasmo que se produjo al mismo tiempo, habiendo gozado del mismo placer. Ni una gota se derramó de sendos culos y ni un milímetro cedió mi polla.

Hora de seguir.

Próximo culo: una delgadísima rubia.

La portadora del noveno culo que iba a catar mi verga era una muñeca de porcelana. Con una piel extremadamente pálida y el cabello de un rubio que casi llegaba a ser blanco, no pasaría de los 40 kilos de peso. Unas teticas chiquitas, con unos enhiestos pezones rosados, y unos ojos azul clarísimos no demostraban lo puta que podía llegar a ser.

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que mujeres delgadísimas puedan soportar en su interior vergas gigantes que, a todas luces, no deberían poder albergar en sus agujeros. Pero es así, parecen estar vacías por dentro y ser una simple funda de carne para penes superdesarrollados.

Delicadamente, tome su respingado culo entre mis manos y dirigí mi misil hacia el blanco que era su rosado ano. Aún no había insertado ni un milímetro de mi cipote, por miedo a lastimarla, cuando con un solo y violento movimiento, empujó sus caderas hacia atrás y ella misma se lo insertó, de un solo envión, hasta el fondo.

Una vez superado el estupor inicial, y con mi glande rozando sus entrañas, me di cuenta que su culo no ofrecía ninguna resistencia a mi verga, y que de este no sobresalía ni un solo centímetro de mi vara de carne caliente.

Comencé, o mejor dicho comenzó ella, con el mete y saca usual, pero se la notaba que no estaba disfrutando a tope.

Apoyándose con un solo brazo, dirigió su mano derecha hacia su coño, dispuesta a solucionar la situación. Pensé que simplemente se iba a masturbar, pero uno por uno comenzó a insertar sus delgados dedos en su rosada cueva. Poco a poco continúo, hasta que toda su mano hasta la altura de la muñeca desapareció dentro de su vagina. Inocente de mí, pensé que tal vez se iba a hacer un sencillo “fisting” vaginal, cuando a través de su recto percibí como iba abriendo su mano.

Sin dar crédito a lo que veía, sentí como comenzó a abrazar mi verga con su mano, a través de la membrana que separa el recto de la vagina. Finalmente, tenía toda su mano alrededor de mi verga. Sin ser suficiente aún, comenzó a masturbar concienzudamente mi verga, insertada hasta el fondo en su recto, a través de su vagina.

Este numerito circense ya lo había hecho yo con anterioridad, siendo la ocasión más reciente durante la orgía que nos montamos mi amiga Daniela y yo en una discoteca. Pero esa vez yo había sido la ejecutora, y ahora, yo me encontraba del otro lado, y la sensación era completamente diferente,  increíble, sus dedos y la fuerza con la que movía su mano le daban a su recto sensaciones que normalmente eran imposibles de realizar. Era como si su recto estuviera vivo y quisiera devorar mi verga.

Por supuesto, esta es una situación imposible de mantener durante largo rato, así que luego de unos minutos, y entre los alaridos de placer de la rubia, la “masturbación anal” hizo su efecto y una gran carga de leche se alojó concienzudamente en su interior.

Verga y manos se retiraron de sus orificios al mismo tiempo, y la rubia se desplomó allí mismo luego del intenso orgasmo. Creo que no tendría fuerzas de unirse a la orgía lésbica que estaban manteniendo las sacerdotisas que ya habían probado las “mieles” de mi polla en su culo.

Un culo más, y llegaría a la decena.

El culo número diez, tan redondo como el número otorgado, pertenecía a una diosa de ébano. Una negra tan hermosamente espectacular que daría envidia hasta a la negra Futambo, la mejor amiga y amante de mi madre.

Un cuerpo de escándalo, macizo por completo, el epítome de una hembra “neumática”, en palabras de Huxley. El pelo lacio, tan largo que pícaramente cubría como un flequillo el inicio de sus rotundas nalgas. Unas tetas enormes y unos labios tan excesivamente carnosos que, de no estar abocada por completo a las penetraciones anales, optaría por una buena paja cubana y soberbia mamada.

Su ano parecía un agujero negro, en el que con todo el gusto del mundo dejaría mi polla perderse en sus profundidades. No pude evitar lamerle las nalgas, tan perfectamente tersas y suaves que esperaba en algún momento sentir el delicioso sabor a chocolate en mi boca.

Mi verga estaba a reventar, y tal era la visión de semejante diosa que apresuradamente procedí a penetrarla, antes de acabar sin siquiera haber catado su recto.

La negra comenzó un salvaje meneo, agitando su melena como en una danza ritual ancestral. Unos rítmicos pero estruendosos alaridos acompañaban sus embestidas, y por primera vez en mi vida me sentía más follada que nunca, a pesar de ser yo quien debería estar ejerciendo esta función.

Por supuesto, no hay ser humano que aguante esto durante mucho tiempo, así que acompañando a la negra en sus alaridos, solté una copiosa carga de leche en su interior, mucho mayor a la que había dejado en los 9 rectos anteriores.

Si existía un culto a la verga, esta mujer, sin duda, debía ser su máxima sacerdotisa.

Cuando se hubo calmado un poco el ambiente, extraje mi verga de su interior, sin esperar por supuesto que nada de mi semen aflorase de sus profundidades. El negro culo no me decepcionó, pero por primera vez desde que la tenía, noté que mi polla perdía un poco de su erección. La diosa de ébano había sido demasiado para ella.

Aún faltaban cuatro culos más, y a estas alturas no iba a tirar la toalla. Felizmente, las diez sacerdotisas que ya me había follado me apoyaron por completo en tan difícil situación, y entre las diez, comenzaron a lamer y mamar alternativamente mi polla hasta que esta recupero su dureza inicial. Nada mejor para vigorizar una polla que diez bocas bien dispuestas.

Para seguir con la diversidad racial, el onceavo culo pertenecía a una delicada asiática, que no pasaría del metro y medio de estatura. Pero eso sí, con todo en su lugar. Unas téticas respingonas, ni muy grandes ni muy pequeñas, y un culito bien paradito, completamente redondito.

Sin más preámbulos que un escupitazo en mi glande y otro en su ano, y aún entumecida por la cogida que me había propinado la negra, inserté mi verga de un solo envión hasta el fondo, como una flecha que parte en dos una manzana, aunque esta vez en lugar de manzana era un “durazno”.

La asiática era bastante ligerita, con un peso acorde a su tamaño, por lo que en cada embestida se iba cada vez más hacia adelante. Para evitar que su culo desenfundara mi verga, la tomé por la pierna izquierda, levantándola y colocando mi brazo por debajo de su rodilla, aferrándola fuertemente. No pesaba casi nada, y parece que a la sacerdotisa le gustó el cambio de posición, porque enseguida se incorporó, pegando su espalda a mis tetas y echando su cabeza hacia atrás, por encima de mi hombro. Yo tampoco perdí oportunidad, y sin sacar ni un solo centímetro de mi verga de su culo, comencé a amasarle las tetas.

A estas alturas, su único punto de apoyo era la rodilla derecha, que aún permanecía encima de la tarima de madera. Decidí ir aún más allá, y soltando sus tetas, tomé la pierna izquierda de la diosa asiática por detrás de  su rodilla y la levanté en vilo.

El brusco cambio de posición hizo que la verga le llegara completamente hasta el fondo, hasta rozar las paredes de su útero. Pero lamentablemente, no podría sostener esta posición durante mucho tiempo: había sobreestimado mi fuerza y subestimado el peso de la chica. A pesar de ahora tener polla, yo seguía siendo una mujer, y mi fuerza no era comparable a la de los hombres con los que yo había estado y me habían colocado en esta misma posición.

Afortunadamente, las diligentes sacerdotisas acudieron una vez más en mi ayuda, sujetándola entre dos, cada una por una pierna. De esta manera, yo me podía abocar por completo a mi labor de taladramiento y de paso, sobar tetas y culos al tener mis dos manos libres.

Poco a poco nos fuimos acoplando a un delicioso ritmo, hasta llegar al punto de que las dos sacerdotisas “asistentes” utilizaban el cuerpo de la asiática para follarme a mi. Yo me quedé completamente quieta, y eran ellas quienes me follaban a mí con el asiático culo, o follaban a la asiática con mi mediterránea verga, según  el punto de vista.

No hizo falta mucho más para que mi verga escupiera su carga en el amarillo interior, pero una vez más, y ni siquiera con la ayuda de la fuerza de gravedad, el respectivo culo dejo escapar una sola gota. Ya me estaba acostumbrando.

Tres culos más faltaban y si bien mi verga, rejuvenecida luego de la mamada a diez bocas, no acusaba ni la más mínima falta de vitalidad, no podía decir del resto de mi cuerpo. La salvaje follada de la negra y el acrobático esfuerzo hecho con la asiática, aunado claro está a más de diez folladas, estaban pasando factura a mi cuerpo, y sentía en mis piernas un cansancio similar a quien corriera un maratón.

A las diez primeras diosas me las había follado en cuatro patas, pero luego de darle por el culo a la asiática en otra posición comprobé que esta no era una regla estricta.

Así que, dada la poca resistencia que le quedaba a mis piernas, decidí que los próximos tres culos me los iba a follar más cómodamente.

La próxima sacerdotisa en catar mi verga era una preciosidad de pelo negro azabache, con una piel blanca como la leche que contrastaba exóticamente con su pelo. Unos ojos negros me observaban a mí y a mi morcilla, suplicando que no tardara más en romperle el orto. Se colocó en la posición usual, en cuatro patas y con el culo en pompa, pero con una sonora nalgada le ordené que se levantara.

En el lugar de la tarima que previamente había ocupado me senté yo, con la verga apuntando al cielo. Ansiosa de ser ensartada, la muchacha me dio la espalda y abrió sus deliciosas nalgas con sus manos. Pensé que ya comenzaría el folleteo, pero ella quiso ir aún más lejos y, acercando sus manos a su ano, introdujo dos dedos de cada mano para tirar de los bordes de su negro agujero hacia afuera, abriéndolo al máximo. No contenta con eso, cuando su orificio hubo alcanzado una elasticidad suficiente, introdujo dos dedos más, estiró y por último introdujo también sus pulgares. Pensé que en algún momento se iba a partir en dos, su ano alcanzaba un diámetro impresionante, solamente comparable al mío propio en ocasiones muy especiales. Podía observar sus entrañas rosáceas, lo que provocó una erección aún mayor, si cabía, en mi verga.

Sin más preámbulos, la tome de las caderas y la senté de un solo envión sobre mi verga, la cual por supuesto entró sin ninguna dificultad. De hecho, el roce sobre mi pene era producido por sus dedos, y no por su recto, y apenas el glande era lo único que podía sentir el calor de su interior.

Comenzó a moverse hacia arriba y hacia abajo, dándose unos ricos sentones sobre mi barra de carne, lo que agradecí muchísimo, ya que todo el ejercicio sexual quedaba de su parte. Simplemente me limité a azotar sus nalgas de vez en cuando, para agregar un poco de “picante” a la situación.

Cuando estaba próxima mi corrida, la tomé de los brazos y la así fuertemente hacia mí, impidiendo que se levantara e insertando a la vez la longitud de toda mi verga hasta el fondo. Soltó su ano, y por primera vez sentí el caluroso abrazo rectal alrededor de mí, lo que hizo que la corrida fuera aún más copiosa. Debió haberle llegado, como mínimo, al estómago, dada la fuerza y la cantidad de leche que disparé en su interior.

Agradeciéndome con un  simpático movimiento de caderas, la sacerdotisa se levantó, desensartándose sin derramar ni una sola gota de semen.

Dos culos más, y habrá finalizado la faena.

La penúltima muchacha, con unos rasgos marcadamente provenientes de la India, se acercó hacia mí en cuatro patas, contoneándose como una hermosa gata en celo. Abriendo su hermosa boquita, engulló casi hasta la base, y de un solo envión, la longitud completa de mi verga. Mordiéndome la verga, pero sin llegar a hacerme daño, comenzó a caminar hacia atrás, haciéndome levantar de la tarima donde me encontraba aún sentada luego del polvazo anterior. Así, jalándome con su boca por mi verga, me fue llevando hasta el centro del círculo, y con un ademán, me indicó que me acostara en el suelo, sin soltar en ningún momento mi verga.

Una vez que me hube acostado, se sacó mi cipote de la boca y se colocó en posición de cuclillas, frente a mí. Abriéndose el culo con una mano y guiando mi morcilla con la otra, colocó mi gigantesco glande en la entrada de su ano, y con un movimiento de piernas, se lo introdujo. Sólo el glande. Colocó sus manos sobre sus rodillas y comenzó a moverse de manera circular, primero lentamente y luego con más potencia. Todo el tronco de mi verga permanecía al aire libre, pero el placer que me estaba brindando por medio nada más de mi glande, era maravilloso. Así estuvo alrededor de diez minutos, cuando decidió ponerle algo más, y luego de unos cuantos vaivenes, se introdujo de un solo golpe mi polla hasta el fondo, rozando lo que supuse sería su útero. Con la verga completamente introducida, seguía moviéndose de la misma manera, y brindándome aún más placer si cabe. Diez minutos más así, y luego volvió a cambiar, alternando esta vez meneos a mi glande y meneos a mi verga completa. Se movía como posesa, como nunca había pensado que podía menearse un culo.

Mi corrida se acercaba, y decidí inyectársela justamente cuando mi verga se encontraba hasta el fondo de sus entrañas. El níveo y caliente líquido parecía quemarla por dentro, ya que cada lechazo que depositaba en su interior era acompañado por sonoros gritos. Poco a poco, su culo fue dejando de moverse, y cuando ya no había rastro de más acabadas, se detuvo y se levantó, como era de esperarse, sin escupir ni una sola gotita de leche.

Quedé tendida un rato en el suelo, con mi polla morcillona ya bastante enrojecida después de tan extenuante maratón. Pero aún quedaba un culo. Sólo un culo me separaba de mi meta, de follarme analmente a catorce diosas terrenales. Nunca había disfrutado el sexo de esta manera, desde el punto de vista del follador, y era muy probable que en mucho tiempo no pudiera volver a hacerlo, así que reuní fuerzas de flaquezas y me dispuse a romper el último orto que quedaba.

Una morenaza de piel canela, latina a todas luces, con un pandero de infarto, era la “portadora” de mi último desafío. Pero algo me hacía suponer que las reglas del juego iban a cambiar a último momento. En sus manos llevaba un gigantesco consolador, unido a un arnés strap-on , rematado a su vez en una verga más pequeña en la parte posterior.

A estas alturas, era inútil que me resistiera a cualquier cosa, así que me abandone a los designios de la sacerdotisa para que hiciera con mi cuerpo y mi verga lo que quisiera.

Tumbada en el piso como estaba, no oponía resistencia alguna, así que la diosa se arrodilló ante mí, entre mis piernas abiertas, y comenzó a colocarme el dildo. Pensé que más bien se lo iba a colocar ella para follarme a mí, pero ella tenía otros planes. La verga más pequeña me la introdujo en el culo, haciendo que mi verga diera un respingo, y luego me amarró el arnés, introduciendo previamente mi polla por un agujero ubicado debajo de la verga más grande, haciendo que esta quedara justamente encima de la mía.

Acostada, con mi culo invadido por una verga plástica y con otra más acompañando a mi barra de carne, me dispuse a dejarme hacer lo que ella quisiera. Se colocó a horcajadas, dándome la espalda (el culo, más bien), y colocando sus piernas a cada lado de mi cadera tomó ambas vergas con una mano y comenzó a hacer presión en su ano el cual, al parecer bastante acostumbrado a este tipo de prácticas, no tardó en dar cabida a ambas vergas hasta el fondo. Bajó aún más las piernas, y colocando sus rodillas en el piso, comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante, follándose ella misma. La visión que yo tenía en primera plana, era impresionante: un delicioso culo, dorado y con un color que invitaba más bien a morderlo que a follarlo, engullía dos vergas a la vez a pocos centímetros de mi cara. La sacerdotisa empujaba hacia atrás hasta más no poder, rellenando completamente su culo en cada embestida.

Yo ya estaba casi inconsciente de tanto placer, y la diosa arreciaba cada vez más penetraciones. Llevada por la lujuria, comencé a darle unos sonoros azotes en las nalgas, lo que no hacía más que excitarla aún más y que se moviera más rápido. Arrecié en mis azotes, hasta que el color dorado de sus nalgas se comenzó a tornar carmesí, de tanto castigo que le propinaba. Cada azote era correspondido por un alarido de placer. No aguanté más, y un segundo antes de perderme en los abismos de la inconciencia, derramé toda mi carga en el ardiente recto de la última sacerdotisa.

Mi desvanecimiento duró muy poco, y para cuando desperté, apenas un par de minutos habían pasado. Me encontraba aún en el piso, pero había sido colocada en la zona inclinada del piso donde, a mis pies, se encontraba el canal excavado en piedra que había recogido las corridas de la orgía anterior.

A mi alrededor, se encontraban las catorce sacerdotisas, de espaldas a mí, con los culos muy juntos la una con la otra, e inclinadas ligeramente de rodillas. Los catorce anos, bien apretados, apuntaban directamente hacia mí.

En ese momento entró en escena Lucía, completamente desnuda y con la verga rojiza completamente erecta.

-          ¡Ha llegado el momento, mis leales súbditas! – gritó - ¡Que comience el bautizo!

Al terminar de decir estas palabras, todos los anos se abrieron al unísono, y de ellos comenzaron a brotar… ¡cataratas de semen!

Todas las corridas que mi verga había depositado en los rectos de las sacerdotisas, me estaban siendo devueltas, bañando cada centímetro de todo mi cuerpo. La nívea ducha parecía no tener fin, y yo abría mi boca para tragar la mayor cantidad de leche que pudiera, no me importaba que proviniera de mi propia polla.

Cubierta completamente de semen, desde el pelo en mi cabeza hasta la punta de los dedos de mis pies, comencé a restregarme y a sobarme por todas partes, cubriendo con pegajoso néctar las zonas donde la blanca cascada no había llegado.

Los catorce anos poco a poco comenzaron a secar su manantial, y ya comenzaban a “boquear” los últimos goterones de semen. Con mis manos, recogía lo que podía y lo llevaba a mis labios para degustarlo con fruición.

Una a una, las diosas se fueron retirando, chorreando aún traviesos hilillos de semen por sus piernas. Me dejaron allí tendida, revolcándome en mi propia simiente. Tal era el placer que no tardé en masturbarme para acompañar con un poco de leche recién ordeñada la que se encontraba en el piso. De haberme podido mamar mi propia verga, lo hubiese hecho.

El semen que no engullí, recorría su camino por el canal de piedra, yendo a para a un cuenco que Lucía recogió una vez se hubo llenado.

-          Ven Isa, bebe el sagrado néctar – me dijo Lucía al tiempo que con la mano libre me ayudaba a sentarme.

Tomé el cuenco con ambas manos, y degusté hasta la última gota, como si fuese mi última cena y en ello se me fuese la vida.

Una vez hube terminado, Lucía retiró el cuenco y me indicó que volviera a acostarme, encima del piso aún pringado de leche.

-          Descansa Isa, te hace falta -  me dijo al tiempo que cerraba delicadamente mis ojos con su mano.

Así, en el éxtasis más grande que ser humano pueda alguna vez alcanzar, me dejé sumir en un reconfortante sopor, dispuesta a soñar con un universo sin fin de culos y vergas.