Éxtasis
En la fría soledad de su celda, la novicia Inés tiene una revelación. El glorioso y aguerrido Arcángel San Miguel le demostrará en sus propias carnes el verdadero significado de sufrir una experiencia religiosa.
Ut queant laxis Re sonare fibris Mira gestorum Famuli torum Solve polluti Labii reatum... ( "Para que tus siervos puedan exaltar a plenos pulmones las maravillas de tus milagros perdona la falta de labios impuros...")
Y con estas estrofas, las decenas de voces angelicales se detienen al terminar los rezos cantados de Laudes y ya sólo puede oirse el crujir de hábitos y el sonido de pasos comedidos avanzando ordenadamente desde el coro hacia el claustro. Fila metódica y silenciosa hacia el refectorio, donde las hermanas de la orden de Santa Ursulina tomarán su frugal desayuno y se dispondrán a atender sus tareas y labores cotidianas, unas en el huerto, otras en los fogones de la cocina, otras en la sala de labores, otras en el lavadero del patio, todas a la espera de la hora de meditación antes del toque de campanas de la capilla anunciando Tercias. Todas excepto una.
La novicia Inés permanece tendida en el suelo sobre su vientre con los brazos en cruz ante el altar de la capilla, cumpliendo parte de su penitencia, pero ni la frialdad de la piedra que siente calando en su piel logra apagar el fuego de su cuerpo, la exaltación de su espíritu. No necesita elevar la vista y ver la imagen en uno de frescos que decoran el ábside principal del altar mayor. Se conoce de memoria sus rasgos nobles, su cuello recio, sus piernas fornidas, su torso gallardo, en una mano sostiene la espada, en la otra la balanza. Oh, Dios... Es tan... Tan bello y varonil...
San Miguel Arcángel. Bizarro y apuesto Arcángel San Miguel.
Y siempre, siempre parece que él la está mirando. A Inés le da la impresión de que de un momento a otro va a soltar esa espada y esas fuertes manos van a acariciar su piel. Casi puede sentirlas rozándola tenuemente y un estremeciento recorre su cuerpo. Aprieta fuerte los ojos e intenta rezar, pero inmediatamente cada exemplum de las santas que el capellán Mosén Joaquin le acaba de comentar en el confesionario resuena dentro de su cabeza:
-Hija mía, sé fuerte ante el peligro de las tentaciones del maligno y mantén intacta la pureza de tu cuerpo, que es templo del Señor. Recuerda a las santas mártires que sacrificaron sus carnes antes de permitir perder sus almas ante la ignominia del pecado y el vicio. Santa Ágata, cuyos senos fueron destrozados con tenazas y... mmm... -se oyó un tenue jadeo y los ojos pequeños de rapaz del capellán brillaban extasiados- siiii, senos desgarrados, cercenados, y arrojado su cuerpo después a carbones encendidos. Toma ejemplo de Santa Cecilia, sumergida en agua hirviente, cubierta su piel de dolorosas ampollas, ooooh siiiiií, insoportable su sufrimiento antes de ser decapitada por no abdicar ante el pecado.
-Lo intento, Padre, pero mi cuerpo se rebela y no sé qué hacer para impedirlo -susurraba Inés, angustiada.
-Has de dominar tu cuerpo y mortificarlo, hija mía. No dudes en usar el ayuno, las disciplinas, el cilicio, el flagelo... -el cuerpecillo encorvado de Mosén Joaquin volvía a estremecerse y jadeaba de nuevo-. Ten presente siempre en tus oraciones a nuestra santa patrona, Santa Ursulina y el martirio sufrido por ella y las once mil vírgenes, apresadas y torturadas por esos envilecidos bárbaros paganos. Santas todas ellas, que fueron vejadas, violadas, sus carnes jóvenes y frescas invadidas, desgarradas, sodomizadas por esas bestias inmundas que gozaban del dolor y se regocijaban en el vicio en una orgía de corrupción y desenfreno sin límites.
No, no funciona. Las desventuras de las pobres vírgenes que dejaron de serlo para convertirse en mártires, explicadas con todo lujo de detalles por Mosén Joaquin entre quejidos entrecortados y mano oculta agitada bajo la sotana no tranquilizan el ánimo exaltado de Inés, sino más bien ejercen el efecto contrario. Se imagina siendo tomada a la fuerza por el infiel, bárbaro con rostro de Arcángel, las manos que exploran sin recato su desnudez inmaculada, siente el peso de su cuerpo, carne hundida en su carne, una y otra vez, penetrando con fuerza, con violencia, con ardor... E Inés se muerde los labios hasta casi hacerlos sangrar. Sus piernas se unen impulsadas por los músculos interiores que se contraen al ritmo de su vagina y la humedad de sus fluídos empieza a calar en la blanca túnica bajo la gruesa tela de sayal del hábito. No puede controlar esos espasmos producidos por la excitación, excitación permanente, como una perpetua letanía que nunca alcanza el gozoso y glorioso amén.
Sus labios no se abrieron emitiendo protesta alguna ante la decisión de su noble padre de ingresarla en el convento. El caballero cumplía así su promesa ante el Señor de ofrecerle a su amada hija si volvía sano y salvo de la guerra. Y ella aceptó como buena hija su decreto y se dispuso a ser encerrada en vida entre los gruesos muros de una prisión de silencio, oración y trabajo. No soltó ni una lágrima cuando cortaron sus hermosos rizos oscuros a la altura de sus hombros y encajaron su bello rostro en un perpetuo marco de toca y velo. Pronto pronunciará sus votos y lo blanco se tornará negro. El luto ya será eterno.
Inés, de carácter discreto y conformista, nunca fue un alma subversiva y el voto de obediencia tampoco la intimida. No teme al trabajo duro ni a los rezos y cantos interminables del Oficio Divino. Acató cambiar una vida de lujos y comodidades por la pobreza más absoluta, ingresando en una orden fiel cumplidora de la Regla y que subsiste gracias a los donativos de los señores terratenientes de la zona.
Sí, aceptó su destino con resignación, pero no pensó que sería tan difícil renunciar a ser acariciada, besada, amada... montada, sí, montada por un hombre. Nunca imaginó que sería tan duro no sucumbir ante esos pensamientos impuros que la acompañan día y noche desde que sus ojos se posaron en la imagen del bello Arcángel San Miguel, de rostro perfecto y cuerpo escultural.
En la capilla Inés canta extasiada con la mirada fija en su Arcángel. Tras el rezo de Completas la novicia se dirige a su celda individual. Un espacio austero, húmedo, provisto de un humilde jergón con colchón de lana, una mesilla con una vela, su libro de oraciones y crucifijo de madera como único ornamento en la pared. La novicia se libera de toca, velo, cordón, hábito y túnica. Sumerge su cuerpo esbelto y febril en la batea llena de agua helada, previamente transportada en baldes desde el pozo hasta las celdas. La baja temperatura del agua le eriza la piel, endurece sus pezones oscuros, pero no logra mitigar su ardor interno.
Desnuda, arrodillada en el suelo, sostiene en su mano el flagelo que momentos antes le ha entregado la priora del convento, tras haberle solicitado su permiso para usarlo.
-Nuestro Señor, alabado sea, en ocasiones nos somete a duras pruebas -Sor Asunción le entregó la disciplina y besó su mejilla, ante la mirada sorprendida de la joven ante un gesto de afecto tan insólito en la severa priora-. Hija mía, acepta tu cruz y tu penitencia y recuerda que cada una de nosotras llevamos nuestra cruz a cuestas como mejor podemos.
La joven sujeta el mango con firmeza y antes de que las fustas lleguen a estrellarse contra la piel de su espalda, una corriente de aire agita la llama de la vela y se yergue ante ella una enorme sombra proyectada en la pared.
Inés, sobrecogida, va a volver la cabeza, pero oye la voz grave, contundente, y se queda paralizada.
-No te muevas, no digas nada, los azotes no son la expiación ante tu falta. Sólo limítate a obedecer y tus culpas serán perdonadas, siempre que cumplas y te sometas a mi santa voluntad.
No es necesario verle para adivinarle. Sabe que es él. El enviado del Señor, el Arcángel divino. San Miguel que se ha manifestado ante ella. Es una visión. Una revelación. La sombra de la pared deja caer la espada y la capa, se suelta el cinto de hebilla forjada en oro, se libera de de la brigantina de cuero y del blusón de seda. Las botas caen pesadamente al suelo y le siguen las ajustadas calzas.
Inés se estremece al ver su perfil en la sombra cuando se le acerca. El miembro enhiesto le parece enorme, aunque en su inocencia no posee otros moldes con los que comparar cánones de medida más que algunas estatuas clásicas que decoraban el jardín de su antiguo hogar.
Ahora puede sentir las manos. Son rudas al apretar sus pechos y pellizcar sus pezones. Una de ellas empuja hacia adelante su cabeza con brusquedad y ella apoya los antebrazos contra la piedra del suelo. La otra abre sus muslos y los dedos comienzan a explorar con detenimiento el vello de su pubis, los pliegues de su carne, hasta adentrarse en la vagina húmeda, estrecha e intacta, rozando el himen. Inés soporta el examen procurando no moverse, apretando los ojos con fuerza, y tan excitada como avergonzada, sobre todo por la humedad de su sexo, prueba condenatoria de su perversión.
-De rodillas y cierra los ojos.
La novicia postrada de rodillas une sus manos en actitud de recogimiento para la oración cuando oye la voz que le ordena:
-Abre la boca y saca la lengua.
La candorosa perspectiva de recibir la Sagrada Eucaristía resulta truncada al sentir algo cálido, duro y viscoso rozando su lengua. Luego se introduce en su boca.
-Ahora chúpalo. Lámelo bien. No. No absorbas hacia dentro. Chúpalo de arriba a abajo. Eso es. Así. Aprieta los labios, lame la punta. Así. Mmmmm. Asiiiiií.
Es su castigo. Ahora lo sabe. Se le ha sido impuesto rebajarla, humillarla lamiendo el objeto de su deseo impuro, el objeto de su pecado, y cumple su pena en parte con resignación y en parte con cierto deleite excitante, intentando aguantar las arcadas cuando se introduce con fuerza en su boca, rozando su campanilla, soportando con temple la asfixia que hace que su rostro se torne carmesí cuando la mano la agarra del pelo, sujetando su cabeza y se hunde en su garganta, reteniéndola así durante unos segundos interminables.
Cuando la libera, tose y lagrimea, y si no vomita es gracias al ayuno al que se ha sometido durante todo el día. Aún así, se siente satisfecha de cumplir su voluntad y extrañamente se percata de que el deseo y la excitación que late en su sexo no se corrige, sino que se acentúa muchísimo más, haciendo que la humedad de sus fluidos sea tal que las gotas resbalan entre sus muslos.
Es evidente que su penitencia sólo acaba de comenzar. Vuelve a sentir esas manos fuertes y rudas por detrás, bajando su cabeza, tirando hacia arriba de sus caderas y abriendo de nuevo sus partes íntimas. Ahoga el grito que atenaza su garganta ante esa primera penetración brutal y desgarradora, que hace que sienta que la están partiendo en dos, que es su espada la que se clava en su vagina una y otra vez, Ángel vengador, agarrado a sus pechos, que jadea sin cesar al impartir la justicia divina en la tierna carne de la infeliz pecadora.
Pecadora arrepentida, desventurada Inés, que murmura para sí, ante las arremetidas cada vez más rápidas y violentas:
-Lo merezco, lo merezco... ¿Es esto lo que tanto ansiaba? ¿Este dolor tan espantoso? Él, en su infinita misericordia me ha enviado esta visión, para hacerme comprender, para hacerme... Aaaaah...
Algo extraño, intenso, la posee. El dolor se deshace y se derrite en fuego, fuego que le abrasa las entrañas, estremece cada parte de su cuerpo y la impulsa a moverse hacia el miembro que la invade con furia. Y siente que se eleva. Como si su espíritu se expandiera y levitara sobre nubes celestiales, mientras su cuerpo se sacude de gozo. El vigoroso espíritu celestial la agarra del pelo con una mano y con la otra rodea su cintura, impulsándola hacia atrás, haciendo que la penetración sea más completa, más profunda, y continúa incansable arremetiendo con más ímpetu.
-Sí, si, siiiiií... Oh Dios... Siiiii... Aaaaaaaaaaah!
Su alma desespera en una dicha tal que sus ojos se quedan en blanco y siente el deseo de gritar y gemir de felicidad cuando el éxtasis estalla en su interior y arquea su espalda. Lo siente. Siente el placer infinito en cada fibra de su ser, siente que la Gracia la inunda y la colma de una dicha inmensa en cada arremetida y gritando enloquecida se le abren las puertas del Paraíso, alma delirante y febril, cuerpo frenético que se convulsiona en un último gemido cuando su hermoso Árcángel divino se le derrama dentro jadeando.
Inés, tan saciada como desfallecida, debilitado su cuerpo por el ayuno y extenuado por el intenso orgasmo, acaba perdiendo el conocimiento y su cabeza cae sobre el frío y húmedo suelo.
Cuando recobra el sentido, no hay nadie en su celda más que ella. Sigue en la misma posición. Su sexo arde dolorido y entre sus piernas afloran los nervios del flagelo.
El mango se encuentra bien clavado en el interior de su vagina.
Don Miguel Girón, conde de Lujano, el mayor benefactor del convento, el que insistió en que el altar de la capilla fuera decorado con el Arcángel de su mismo nombre y prestó su rostro y porte como modelo para el fresco; don Miguel, el gran terrateniente, ha quedado muy satisfecho.
Las damas vírgenes suelen ser inaccesibles, y las accesibles no suelen ser vírgenes, sino muy promiscuas y experimentadas. Eso no le atrae. Las campesinas son burdas y huelen a cebolla. Celebra su idea de acceder al convento por el pasadizo del sótano, pero nunca imaginó que conseguiría en una novicia una entrega tan total, tan ardiente. Es tan hermosa como ingénua, carne joven y prieta, alma inocente con espíritu fogoso de zorrita. La mezcla es explosiva. Sonríe complacido cuando monta en su caballo y se relame pensando en su próxima visita. Le encantará lamer y hundir su lengua en ese dulce coñito húmedo hasta llevarla al límite metiendo los dedos en ese culito apretado y luego montarla salvajemente por ese otro territorio inexplorado. Sólo de pensarlo, su miembro vuelve a endurecerse.
-Tranquilo, muchacho... Que mañana volverá a ser toda tuya -riendo se cubre bien con su capa, coge las riendas y expolea su caballo que sale al galope.
En el locutorio situado al lado de la sala capitular, Sor Asunción, la priora del convento de la orden de las Ursulinas cuenta las monedas. Treinta.
El dinero de la última dote asignada ya fue gastado hace mucho. Es duro administrar y gestionar gastos desde la pobreza. Al menos, las monedas de don Miguel servirán para restaurar las goteras del techo de la capilla. Treinta monedas de oro. Treinta dagas en su costado, beso de Judas al cordero, cordero sacrificado, dulce Inés, vendida por treinta monedas de oro.
Sor Asunción retiene una lágrima y afronta su cruz, mientras se consuela diciéndose a sí misma que el sacrificio de un alma inocente no es nada comparado con el bien común de toda la congregación, que a fin de cuentas todo está justificado si el objetivo es llevar a término la gran obra de Dios, nuestro Señor, sea por siempre bendito y alabado.
AMÉN