Expuestos - Parte (2/2)

Gabriel no ha terminado su obra. (Con música)

Expuestos – Parte (2/2)

7 – De aquí a allí

Insistía Hernández en que nos mudásemos a un estudio lujoso sin saber que mi atención estaba siempre en lo que hacía y nunca en dónde estaba. Argumentaba que un buen estudio le daría pie y libertad para presentarme a más gente interesada en la pintura y que el lujo circundante le daría al visitante una idea del valor de las obras. Pero mi mente seguía en Ricardo y pensando la siguiente obra. Tenebrismo, perspectivas complejas, colores brillantes, misterio; ahí quería yo poner a la persona que más quería. En un lugar donde todos lo viesen y lo admirasen hasta hacerme morir de celos. ¡Voy a ponerte en lo más alto!, me dije un día.

Mientras yo hacía otras tareas, le pedí a Ricardo que fuese con Hernández a ver ese estudio que decía que era tan lujoso y tan cómodo. Salió muy de mañana y llegó a medio día entrando por sorpresa, esperando a que me levantase y agarrándome y elevándome en los aires dando vueltas.

  • ¡Cariño! – gritó - ¡Tienes que venir a verlo!

  • ¿Qué has visto? – pregunté intrigado -.

  • ¡Es sensacional! – dijo -. Tal como me recomendaste, lo primero que he tenido en cuenta es la orientación y la luz de tu nuevo estudio. ¡Te encantará! Pero el apartamento, además, es enorme y muy lujoso. Esa parte de dinero que me has dado y otra cualquiera que llegue a mis manos, las usaré para pagarlo y que te sientas feliz.

  • ¿Pero qué dices? – me reí nerviosamente -; tu sueldo es tu sueldo; los gastos son míos. La casa será, nuestra casa. Guarda tu dinero por si necesitas algo. Es tuyo; te lo has ganado.

  • Pues prométeme que irás a verlo.

  • Mañana mismo, si quieres – sonreí -; supongo que no hará falta que nos acompañe Hernández.

Y para mi sorpresa, sacó de su bolsillo unas llaves y las elevó con misterio hasta que los rayos del sol las hicieron brillar

  • ¡Ya lo tengo! Te gustará.

Me eché a reír. No había sentido nunca la felicidad de que Ricardo tomase una decisión por mí.

  • ¡Saca el vino! – dijo - ¡Traigo copas grandes y nuevas para brindar!

Lo abracé y lo agarré por su cabellera y tiré de su cabeza hasta atrás para tener su boca a la altura de la mía.

  • ¡Bebamos! – le dije -. Prepararé mis cosas para mudarnos, que bien seguro estoy de que has sabido elegir.

Y fuimos a ver nuestro nuevo nido al día siguiente. No podía creerlo. Ricardo había sabido elegir el estudio de mis sueños. Sobre la pared recién pintada, lo eché, lo desnudé y lo abracé hasta que me dolieron los brazos. Sobre el suelo de madera nuevo y bajo los rayos del sol, nos entregamos el uno al otro.

Un camión recogió sólo lo imprescindible de mi estudio y apareció un hombre para aconsejarnos cómo decorar aquello. Elegimos todos los detalles, aunque tuvimos que esperar unos días para que fuesen llegando los muebles. Mientras tanto, seguíamos durmiendo y abrazándonos en mi vieja cama.

8 – Los bocetos

Hernández se alegró mucho de nuestra decisión y comencé a notar que nos trataba como a sus hijos; que no hacía distinción entre el modelo y el pintor; que siempre nos daba consejos. Él se encargó de mostrar mis obras a los que podían estar interesados y pedirles esos precios tan altos. Ahora había que pagar los impuestos y las comisiones siempre quedaban aparte.

Pero yo seguía sentándome en mi estudio abuhardillado con la pared de cristales, echando la cabeza atrás e imaginando a Ricardo moviéndose despacio en el aire. Sacaba instantáneas en mi mente de las formas que más me gustaban, aunque sabía que nunca iba a poder pintarlas todas.

Comencé a hacer bocetos en cartulinas para óleo. «¡Son cuadros terminados!», me llegó a decir Ricardo. Me había hecho de una colección de más de cien bocetos y seguía imaginando aún más.

Sonó el timbre de la puerta y corrí a abrir. Era la forma en que llamaba Hernández. En cuanto abrí, entró con su gesto severo y mirando al suelo mientras golpeaba con su bastón.

  • ¡A ver, niño! – dijo sin saludar - ¡Déjame ver esos bocetos!

  • Ya sabe usted, señor Hernández – le dije con delicadeza –, que preferiría que no se vieran mis obras….

  • Bla, bla, bla, bla, bla – me interrumpió -. ¡Mira, jovencito maestro! Sé lo que tienes por ahí escondido. Te ruego – dijo ceremoniosamente -, maestro, me lo muestres y prometo olvidar lo visto cuando salga por esa puerta – señaló con el bastón a la entrada -.

Lo hice pasar y lo senté en un cómodo butacón frente a una mesa de dibujo inclinada. Arrastré un cajón y lo puse a su derecha.

  • Aquí le dará el sol indirectamente – le dije -; puede quedarse todo el tiempo que necesite.

Arrastré otro cajón vació al otro lado y le dije que los fuese viendo con cuidado y pasándolos al otro cajón.

  • Todos están numerados – le dije -; desde el 1 hasta el 126. Por detrás. No importa que los desordene, pero aquí tiene una libreta y un lápiz por si quiere apuntar algunos números.

Miró el cajón y me miró asustado.

  • ¡Toma, maestro! – me entregó el bastón -; no me lo pongas muy lejos.

  • Aquí se lo dejo colgado – le dije -, pero golpee con los nudillos en la mesa si necesita algo. Estamos cocinando.

  • ¡Son cartulinas de formato A3! – exclamó - ¡Espero que tengas Valium!

Se echó a reír y salí del estudio antes de que mirase el primer boceto.

Casi no tuve tiempo de llegar a la cocina y oí sus golpes machacones e incesantes. Corrí al estudio y pedí permiso para entrar.

  • ¿Un maestro pide permiso para entrar en su templo?

Se levantó despacio. Sobre la mesa no había más que cuatro bocetos.

  • No necesito ver más – dijo -; ya lo he visto todo. Prepararé una exposición para esto, aunque no creo que podamos colgar más de 50. ¡Y cuando haya colgado esos 50, tendrás otros 100 más!

No dijo otra cosa, se fue hacia la puerta de salida y Ricardo le abrió. Se paró justo en el umbral y se volvió a mirarnos a los dos.

  • ¿Qué hace un inútil en casa de dos maestros?

9 – Un juego de niños

Cuando me levanté por la mañana, olía a café. Ricardo estaba sentado en un taburete envuelto en unas sábanas blancas y leyendo, pero su pecho quedaba al descubierto.

  • ¿Quieres café, cariño? – preguntó - ¡Aún debe estar muy caliente!

  • Yo me lo serviré – le dije -; tú sigue leyendo.

Cuando entré en la cocina, dejé la puerta un poco abierta. El sol que entraba en el salón daba a contraluz en el cuerpo de Ricardo. En cierto momento, levantó la vista y echó la cabeza hacia atrás riendo. Me pareció ver aquella escena ralentizada y, a su alrededor, vi muchas más cosas.

Me tomé el café porque necesitaba estar despierto y entrar en calor. Lo que había visto me había dejado helado.

Me fui al dormitorio y miré el cielo azulado y moteado de nubes blancas.

Tomé mi cámara de fotos buena, a la que le puse el objetivo, y salí de allí corriendo. Ni siquiera respondí a la pregunta de intriga que me hizo Ricardo.

Era casi la hora del medio día y aún estaba yo en una esquina esperando y añadiendo detalles a lo que había visto. No sentí cómo pasaba el tiempo hasta que oí la campana del colegio de enfrente. Me preparé rápidamente y esperé a que salieran los niños. Jugaban, saltaban de esa alegría de haber terminado sus clases y se pasaban una pelota pequeña de unos a otros. Disparé una y otra vez. Su alegría se me fue contagiando y capté cientos de expresiones, de sonrisas, de posturas. Cualquiera que se hubiese fijado en mí con un poco más de detenimiento, hubiese pensado que estaba haciendo otra cosa o con otros propósitos. Guardé la cámara con celo en su bolsa y corrí a casa.

Ricardo me esperaba asustado.

  • ¡Amor mío! – exclamó - ¡Me has asustado! Pero te veo sonreír.

  • ¿Has terminado de leer? – le dije -. Veo que te has vestido.

  • Me he duchado, me he vestido, he preparado el almuerzo – dijo -; me has dado mucho tiempo para hacer eso y mucho más.

  • Pues comamos ahora – le dije -; luego quiero verte leer otra vez como esta mañana.

  • ¡Tienes una idea, cabrón! – dijo insinuante - ¡No me engañas! Pídeme lo que quieras; sabes que voy a dártelo.

  • Comamos antes.

No almorzamos demasiado y salimos de la cocina abrazados. Ricardo estaba intrigado porque sabía que yo tenía una nueva idea.

  • Ve al dormitorio – le dije -, envuélvete desnudo en esas sábanas blancas de esta mañana y siéntate ahí como estabas; con la piernas entreabiertas, pero no leas. Toma la pelota pequeña de la playa que hay en mi armario. Cuando estés preparado, avísame. Será como un juego.

Ricardo, complaciente como pocos y sin hacer preguntas, se envolvió en la sábana y salió al salón con la pelota en la mano.

  • ¿Y ahora? – me miró confuso - ¿Qué tengo que hacer?

  • Siéntate donde estabas sentado esta mañana leyendo – le dije con entusiasmo -, pero en la misma postura. Abre la sábana para que se vea tu pecho y deja las piernas entreabiertas.

Mientras se sentaba, saqué la cámara y la preparé para disparar.

  • ¿Y la pelota? – dijo extrañado - ¿Qué hago con ella?

  • Escúchame, amor mío – le expliqué haciendo gestos -; tómala con la mano derecha y tírala hacia arriba sin dejar de mirarla y sonriendo; casi riéndote; una y otra vez. Te dejo libertad en tus gestos.

Comenzó a lanzar la pelota repetidamente hasta que entró tanto en aquel papel que hacía, que comencé a ver esos gestos naturales que buscaba. Comencé a disparar casi en secuencia. Su pelo se elevaba en los aires y la luz del sol, reflejada en el blanco de las sábanas, iluminaba su pecho. Estaba viendo la composición completa.

Cuando paramos, le dije que se refrescase un poco y que yo iba a salir para encargar un lienzo de unas dimensiones un tanto especiales. Tan especiales, que cuando estuvo preparado hubo que subirlo con cuerdas por el exterior del edificio.

  • Amor, cuando piensas, te temo y más te amo.

10 – Ese otro mundo

El lienzo estaba en su sitio. Tuve que poner unos suplementos, pero quedó como yo quería. Ricardo pensó que tendría que posar y le dije que aprovechase el tiempo en lecturas.

  • Necesitas descansar, amor mío – le dije -, tu trabajo ya lo has hecho. Ahora necesito tiempo.

Pasaron muchos días hasta que fue viéndose en el lienzo el conjunto que yo había visto en mi mente como un rompecabezas. Hernández insistía en visitarnos, pero le dije que siguiese preparando la exposición de bocetos. Pasó un mes y estaba desesperado; el cuadro ya estaba casi listo para el secado.

Entró primero Ricardo, mi amor, a ver lo que yo había hecho con aquellas fotos y se sentó en una banqueta asustado.

  • ¿Vas a dejar ver esto a Hernández? – me preguntó - ¡Lo vas a matar!

  • Prepara el mejor pan y el mejor vino para mañana – le dije -; le diré que venga a darle una ojeada y, estoy seguro, estará sentado ahí mucho tiempo.

  • La belleza – me dijo Ricardo -, no está en los rostros solamente. Eso que has pintado ahí no es pintura; es belleza. Esperemos a ver lo que dice Hernández.

Sobre una mesa pequeña, pusimos vino y pan y preparamos un asiento para Hernández. Llamó a la puerta como siempre y entró como siempre.

  • ¡Ya era hora de tener noticias, maestro! – dijo - ¡Me asusto cuando tardas en avisarme!

  • A veces, querido amigo – le dije -, las cosas no pueden hacerse tan rápidamente. Por eso, le hemos preparado un bocado; para que se siente y observe cuanto tiempo le sea necesario. Quizá no le guste, pero es lo último.

Entró en el estudio asustado. Al ver el lienzo de tal tamaño desde atrás, volvió su rostro y me miró extrañado ¿Qué podría haber allí? Cuando dio la vuelta y comenzó a ver la obra, se sentó en el sillón y dijo:

  • ¡Gracias joven maestro por este pan y este vino! -; voy a necesitarlo para ver esta obra.

Sonido:

Jesús y los niños: http://www.lacatarsis.com/opus1.mp3

Delante de él, encontró a Jesús envuelto en una fina túnica de tela blanca y la luz del sol, reflejada en la tela, iluminaba su pecho. Miraba Jesús hacia arriba riendo con la mano alzada esperando a recoger una pelota de trapo que había lanzado al aire. Estaba sentado en una roca, casi debajo de un olivo y hasta cinco niños saltaban en el aire para quitarle la pelota. Uno de ellos le tiraba de las barbas. El campo que se extendía al fondo, parecía sumergirlo en un paisaje que no había visto nunca y no estaba el suelo tan seco, sino plagado de plantas esparcidas. Al lado izquierdo, miraba sonriente Judas Iscariote y al derecho, Juan; su amado.

Dejamos a Hernández a solas observar la obra y nos sentamos en el salón a comentar otras cosas. Ricardo me miró, me sonrió y me besó.

  • ¡Maestro!

Hasta más de una hora estuvo Hernández allí dentro. Golpeó repetidas veces con su bastón en el suelo y fuimos a verle.

  • ¡Nunca! – dijo asustado - ¡Nunca más hagas algo así! ¿Quieres matarme?

  • ¿Se encuentra mal, señor Hernández? – le preguntó Ricardo - ¿Necesita algo?

Rió moviendo la cabeza, comió un trozo de pan y bebió vino.

  • No quiero molestar a los maestros ni ocupar su templo – dijo -, pero necesitaría algunas horas más para contemplar esto.

  • Puede quedarse a comer algo con nosotros, señor – le dijo Ricardo -; luego, cuando esté satisfecho y tranquilo, aquí seguirá el sillón para seguir mirando.

  • ¡Dios mío! – exclamó entre dientes - ¿Cómo se trasparenta esa tela? ¿Cómo se mueve esa pelota en los aires? ¿Cómo se mantiene ese niño saltando en el vacío? No es como las fotos, que congelan el movimiento; es otro mundo ¡Se mueve! Míralo cómo mira hacia arriba y levanta su mano ¿Llegarán los niños tan alto? Y parece que dice mientras tanto: «¡Dejad que los niños se acerquen a mí!».

  • Señor – le dijo insistente Ricardo -, no es más que otra obra de arte

  • Toma esas pinturas y esos pinceles y haz algo que se le parezca.

11 – Pasión

Tenía que ir Ricardo al día siguiente con su amigo a ver cómo poner los bocetos elegidos en la galería y salía yo a tomar algunos apuntes con mi libreta hacia el parque. Cuando arrancó el coche, llegó a la esquina y, otro coche que venía veloz, los arrastró más de cinco metros. Corrí a ver a mi amado y, al asomarme a la ventanilla, le vi con la cabeza hacia atrás, la boca abierta aspirando y sus ojos mirando al techo.

  • ¡Amor mío, amor mío! ¿Estás bien?

No sé por qué lo hice ni cómo, pero tomé unos apuntes de su expresión. Cuando llegó la policía me tomaron por loco.

  • ¿Pero qué hace, idota? – me dijo uno - ¿No ve lo mal que está?

Lo llevaron al hospital y estuve hasta cinco días sentado en un pasillo esperando para verlo unos minutos. No me dejaban entrar. Cuando lo llevaron a planta, le dieron una habitación individual y estuve con él allí hasta veinte días. Tomaba apuntes de todo; de sus manos, de sus torpes movimientos, de sus tristes miradas. Mi cuerpo no podía más y salí al pasillo. Pasó una señorita de color negro, muy amable y bellísima. Era una de estas mujeres que se quedan con los enfermos. Pensó, al dirigirme a ella, que iba a contratarla, pero sólo le pregunté que en qué puñetero lugar de aquella cárcel se podía fumar.

Ricardo se fue recuperando y yo le tomaba la mano y la apretaba de día y de noche y le acariciaba su cuerpo despacio y con cuidado y él me sonreía.

Por fin, una mañana, entró el médico a verlo y estuvo hablando con él. Me preguntó si había alguien en casa para cuidarlo algunos días más y le dio el alta. Lo llevaron a casa y así, al menos, podía yo lavarlo, darle de comer y acostarme a su lado por las noches. Me miraba sonriente y decía cosas:

  • Seguimos juntos ¿Ves? Aún no ha llegado el momento, pero no quiero que me pintes así; quiero que me pintes feliz. Soy feliz.

El señor Hernández fue a verlo a diario. Cuando lo vio por primera vez, no pasó de la puerta; inexpresivo, cabizbajo.

  • ¡Levántate y anda! – dijo -; poco a poco. Yo también he pasado por ahí y es una vía difícil, pero llegas.

Cuando dormía Ricardo, me iba yo al estudio a pintar y, cogiendo los apuntes que tomé, comencé un cuadro no muy grande, apaisado y de no más de un metro de anchura. Comencé a dar trazos de colores sucios y rojizos hasta que fue apareciendo en primer plano, a la izquierda, la mano de Jesús crucificado, en el centro, su cabeza mirando a lo alto y con la boca abierta y, a lo lejos, otra mano clavada que parecía señalar con el dedo índice hacia el fondo. Usé el azul charrón para el cielo, mezclado de tal forma, que pareciese lleno de neblina de arena. Cuando estuvo terminado, a falta de retoques, hice pasar a Hernández y tiré de la sábana que lo cubría.

Sonido:

El Cristo: http://www.lacatarsis.com/opus2.mp3

  • ¡No, no! – gritó - ¡No quiero ver al otro maestro así! ¡Borra eso! ¡Mánchalo! El otro maestro no va a morir.

  • No, señor Hernández – le dije -; no va a morir. No ha muerto. Ya ha resucitado y estará con nosotros hasta que se acabe nuestra obra.

Comencé a hacer feliz a mi amado cada noche. Ya no le dolían las heridas y volvía a besarme como siempre lo había hecho. Podía meter sin miedo mi mano en su entrepierna y su brazo dibujaba mi costado hasta llegar a mi cintura.

Un día, al despertar, lo encontré sentado delante de las ventanas envuelto otra vez en una sábana; pero esta vez, la luz del sol lo iluminaba por completo como iluminado por un aura de vida.

Música: Peter Gabriel - Carl Orff