Expuestos - Parte (1/2)

El arte puede revelar tus sentimientos. No los escondas. Parte primera.

Expuestos – Parte (1/2)

1 –De clase al campus

Siempre que hacíamos estudios de anatomía en clase me llevaba una sorpresa. Cuando levanté la vista, me di cuenta de que habían cambiado a Ricardo por otro chico. En realidad, su cuerpo era más musculoso y el carboncillo plasmaba en el papel las formas con más facilidad. Muchos de mis compañeros ni siquiera ponían los rasgos de la cara; ni pensaban en la expresión que el modelo ponía. Aquel chico nuevo, con sus músculos y sus poses artificiales, me hizo olvidarme de su cara y su expresión, como hacían los demás. Salí de la clase muy decepcionado y me senté a fumar un cigarrillo sentado en uno de los poyetes de mármol que miraban a la fuente del campus.

Observé que incluso las figuras de la fuente, además de tener un cuerpo bastante proporcionado y perfecto, descuidaban las expresiones y las miradas. Aunque prefería el dibujo o la pintura, me molestaba un poco que aquellas figuras no tuviesen más que un cuerpo y ninguna expresión.

Miré a otro lado. También me gustan las formas de los árboles, que aunque parezcan desordenadas, tienen unas líneas bellísimas que sólo un japonés sabe apreciar y, por detrás de algunas ramas, me pareció ver a Ricardo andando cabizbajo. Me costó trabajo identificarle vestido, pero siempre había plasmado sus expresiones. No posaba como otros modelos, que tienen sus posturas muy estudiadas para resaltar este o el otro músculo y cambiaba su expresión según su postura.

Iba a levantarme para ir a buscarlo cuando me miró, me sonrió y se vino hacia mí.

  • ¿Qué coño haces aquí? – preguntó -; se supone que debes estar en clase.

  • ¿En clase? – me reí -. No puedes imaginar al modelo que nos han puesto.

  • No, no lo imagino – dijo -, lo conozco. No es muy bueno, pero tiene un buen cuerpo para que aprendáis.

  • Lo siento – le dije -, mientras no estés tú no pienso acudir a clase.

  • Pues me temo que tendrás que dejar tus estudios, Gabriel – se sentó a mi lado -. Acabo de mandar al profesor a la mierda. Dice que soy… «demasiado sensual» y que esto no es una clase de pornografía gay.

Le miré asombrado y pensé mil cosas en un momento.

  • Ricardo – le dije -, ¡no puedes hacernos esto a medio curso!

  • Tengo trabajo en un taller de talla en madera – contestó mirando a la fuente -, no me importa demasiado, pero no me gustaría acabar siendo un San Juan.

  • A mí sí me importa. Te conozco hace más de… ¿dos años? – no recordaba el tiempo -. Eres perfecto. Puede que el cuerpo de ese tío sea más masculino o más musculoso, pero no es natural como tú. Su expresión está muerta. Lo tiene todo ensayado.

  • ¿Tienes alguna idea mejor? – preguntó riendo - ¡Me han echado! ¡Punto!

  • Quiero seguir plasmando tu cuerpo en papel o en lienzo – le dije -, pero no puedo contratarte como ese taller de talla

  • ¿Y quién te ha dicho que yo no posaría para ti sin cobrar?

  • Espera, espera – lo miré retirándome -. Repite eso que me parece que he entendido algo equivocado.

  • No, Gabriel – contestó mirándose las palmas de las manos -; puede que no tengas dinero para pagar a un modelo, pero yo no soy un modelo, soy tu amigo. Siempre eludes hablar de algo y eso me extraña.

  • ¡No eludo nada! – le dije -, me dedico a estudiar y a mis clases prácticas.

  • A veces la praxis hay que tomarla de forma distinta, Gabriel – me sonrió - ¿Cómo vas a pintar a alguien que no conoces, que no te gusta, que odias o detestas… igual que a alguien a quien admiras, alguien que es tu amigo, que te gusta? Pero tú siempre eludes hablar de esto.

Me quedé pensativo y fui recorriendo con mi vista la fuente de arriba a abajo ¡Claro! Aquellas figuras eran ficticias y el que las talló en la piedra las hizo frías, como el agua que se derramaba sobre ellas. Ricardo tenía razón. Los mejores retratos, los mejores cuerpos, los mejores desnudos, se habían pintado basándose en personas por las que el pintor sentía algo. Pero… ¿Qué sentía yo por Ricardo?

  • ¿Qué? – preguntó mirándome más de cerca - ¿Sigues sin querer demostrar tus sentimientos como no sea con carbón o con pastel o con óleo? ¿Es que no te valen mis palabras? ¡Yo no sé pintar! Si no me hablas, si no me dices lo que sientes por mí con palabras, jamás voy a entenderte. He visto tus retratos. Cuando me pintas a mí eres… ¡Joder! Cuando pintas a una chica fofa, no es más que una chica fofa. ¿Vas a hablar o seguimos de amigos otros cuantos años? ¡Te lo estoy poniendo muy fácil!

  • Sí, Ricardo – seguí observando la fuente -, cuando muevo mi mano sobre el lienzo mirándote, se mueve mi alma; me aplasta tu belleza ¿Significa eso algo?

  • Pues me da la sensación – dijo casi enfadado - de me ocultas tus sentimientos y, eso, no me gusta. No me demuestres tus sentimientos con trazos maravillosos que te elevan a lo más alto. Dime alguna palabra; dime algo que yo entienda.

  • Bueno… - me decidí -. Lo primero que podría decirte es que me encanta tu cuerpo. Lo segundo, quizá, es que tus expresiones me levantan de la silla. Te conozco de hablar de otras cosas y tus palabras son siempre melódicas; me acarician armoniosamente. Finalmente, hay algo que no sé lo que es y que une todo eso y hace vibrar mi mente y mis manos y copiarte para tenerte siempre conmigo. Estos hijos de puta se quedan con tus mejores retratos.

  • ¡Esos! – dijo misteriosamente -, esos son los que valen. Los que pintas cuando casi te empalmas mirándome

  • ¿Qué dices? - me asusté -.

  • Que estoy harto de oírte decir cosas vacuas; que me digas de una puñetera vez que estás fastidiado, no porque hayan puesto a otro modelo, sino porque han quitado a tu modelo; al que tú admiras, al que casi veneras; al que deseas ¿Por qué te engañas a ti mismo?

  • ¡No lo sé! – sollocé – ¡Sin ti delante no sé pintar!

  • Comenzamos a entendernos – dijo sonriendo -. Crucemos ahí enfrente a tomar un café ¿Hace?

2 – Un proyecto

  • ¡Vamos, Gabriel! – me dijo -, no sé si eres un genio, pero cuando me has pintado a mí hasta yo me he gustado. Ahora no importa eso del taller; ya iré. Prepara tu estudio y piensa algo que pintar que deje a todos boquiabiertos. Cuenta conmigo. Dime lo que quieres.

Mi mirada se perdió al frente, en un espejo azulado y cuarteado artificialmente y comencé a hablar:

  • Pondré una cama no muy ancha delante de unas cortinas de color rojo oscuro y cubierta de unas sábanas de raso de color rosa; arrugadas. Sobre ellas te echarás tú de lado mirando hacia el espectador y yo estaré detrás de ti abrazándote con cuidado con una mano. Estaré incorporado y mirando al frente – tengo que pintar – y tú estarás mirándome embelesado, como sabes hacerlo.

  • ¡Wooowww! ¡Casi puedo ver eso! – contestó -. Y entre parte y parte de tu tarea pictórica, puedo tocarte o besarte

  • ¡Guarro! – me eché a reír - ¿Y si te empalmas y hay que esperar? ¡Tardaría un siglo en pintar eso!

  • ¡Pues un siglo que estaría a tu lado!

Lo miré seriamente y bajé mi vista de vergonzoso:

  • ¿Sientes algo por mí, Ricardo?

  • ¡No! ¡No siento nada! – dijo en voz baja - ¡Lo siento todo! ¡Te quiero!

Levanté la vista asustado y me puse tan colorado que tuve que quitarme el abrigo.

  • ¿Vas a decirme que no sientes nada por mí? – me dijo seco -.

Miré otra vez al espejo y no quise pensar:

  • Creo que te quiero. Me parece que no sabría pintar si no te pinto a ti ¿Eso significa algo?

  • Significa, precioso – dijo sensualmente -, que me necesitas y, posiblemente, estés tan enamorado de mí como yo de ti.

  • Pondré el espejo de un antigüo armario cerca de la cama e iré pintando mientras yacemos.

  • ¡No te des mucha prisa! – dijo bromeando -; quiero ese retrato perfecto. Por cierto… ¿tengo que dejar caer la rodilla para que no se me vea el…? ya tú sabes

  • ¡No! – le dije seguro -; quiero el retrato natural; sin poses, sin artificios. Mucho me temo que alguien se escandalice cuando lo vea.

  • El escándalo, querido Gabriel – me dijo pausado -, será la señal de tu genialidad.

  • Tu belleza, querido Ricardo – le dije -, será la semilla que haga crecer esa obra de arte.

  • ¡Oye, Gabriel! – dijo de pronto - ¿Te importaría que fuésemos a tu estudio y probásemos… esa cama?

  • Soy un tímido idiota, Ricardo; pensé que nunca me lo ibas a proponer.

3 – El comienzo

Cuando cerré la puerta de mi estudio, sólo unos rayos de sol que se colaban por la ventana iluminaban el aire; no el aire, sino esas partículas que no vemos y flotan por todos lados. Sentí la mano de Ricardo rozar el dorso de la mía y giré mi muñeca hasta encontrar sus dedos cálidos y se unieron y se apretaron unos a otros con fuerza. Era nuestro primer abrazo. Era mi primer boceto de lo que iba a ocurrir en los días siguientes.

  • Estar enamorados – me dijo – no nos obliga a nada. A querernos, quizá. Pero ni eso nos obliga a echarnos uno junto al otro y llegar al sexo.

  • Estoy nervioso – le respondí sonriéndole -, y eso que sólo he tocado tu mano.

  • Aquí no hace frío – respondió dando unos pasos -; y no voy a desnudarme para que tú te desnudes y acabemos como todos los enamorados. Voy a desnudarme y a sentarme allí para que me veas, pero no como en clase, para que me copies y tenerme, sino para que me veas tú solo.

  • Convertiré mis manos en pinceles y mis dedos en cerdas y dibujaré las líneas de tu cuerpo sobre tu propia carne. Ya no necesito carbón ni pastel ni óleo para tenerte. Me bastarán mis dedos.

  • Pero no olvides el proyecto – aclaró -; aunque nuestros cuerpos estén desnudos y juntos, necesitarás tus pinceles para que yo pueda tenerte a ti y tú a mí.

  • Comenzaremos mañana mismo – apunté -. Mi vecina tiene esos paños que me hacen falta… y yo te tengo a ti. No necesito otra cosa. Sólo mis instrumentos. Esta noche prepararé todo.

Mientras tanto, Ricardo se había ido despojando de toda su ropa y se había sentado en el colchón mirando un poco hacia la izquierda y hacia arriba; al lugar desde donde partían los rayos de sol. Esa era la idea. Los amantes masculinos y sus cuerpos se veían obligados a esconderse en la penumbra, pero el rostro del amado estaría iluminado; sería el centro de atención.

Se levantó y puso uno de sus pies descalzos sobre la cama agachando su cuerpo y reposando su cabeza sobre los brazos cruzados y apoyados en su rodilla.

  • ¡Vamos, cariño! – dijo sin moverse -. Los dos necesitamos intimidar un poco. Vas a estar muchas horas echado tras de mí y voy a notar algo duro y caliente que roza mis nalgas. Penetra en mí, eso ayudará luego al trabajo.

Me acerqué a él muy despacio y quitándome la ropa. Se suponía que el desnudo era él siempre. Esta vez lo era yo también. Ya desnudo, lo tomé por la cintura. Se comportaba como si estuviese posando para mí. Me acerqué más hasta rozarle y fue entonces cuando volvió sus ojos hacia los míos.

  • Entra, entra – dijo -; esa puerta estará abierta siempre para ti. Píntame por dentro.

Y en aquella postura, sin cambio alguno, lo penetré despacio y fui pintando con el sudor de mis dedos cada línea de su cuerpo y cada cabello de su cabeza. No quise moverme yo como no se movía él cuando posaba. Posábamos los dos en el acto artístico más placentero que había experimentado, hasta que no pude contener un quejido y arrugué mi rostro y cerré mis ojos y llené su cuerpo de mi pintura. Ya estaba preparado para comenzar la obra.

4 – La obra

Formas, volúmenes, colores, sombras, expresiones de los cuerpos y de los rostros. Movimiento congelado sobre un lienzo. Trabajo de inspiración divina o de musas (o musos). Un día, otro día; aquellos cuerpos desnudos yaciendo en una cama artificial apoyados en su brazo derecho observando cómo se iban reflejando artificialmente en un lienzo. Risas a veces, besos, descansos para que el amor se desahogara. Caricias. Trabajo. Temple.

Piensa el artista que su obra nunca está terminada. Mejoraría con unos brillos aquí; haría unas veladuras en estas zonas… Pero llega el momento en que piensas que nunca vas a terminar o que puedes estropear todo lo hecho. La perfección no existe, la capta el observador.

Pusimos aquel gran lienzo apaisado sobre un caballete viejo y así lo vio por primera vez Hernández, el galerista que me presentó mi amigo Joaquín. Entró en el estudio escéptico e incluso con cierta sonrisa burlona que me hacía pensar que subestimaba mi obra, pero al pasar por detrás del caballete donde había empezado otra obra, contempló el cuadro iluminado por tenues rayos de sol y la luz de una bombilla. Se inclinó hacia adelante y dio unos pasos atrás sorprendido. Se acercó a ver las texturas, las pinceladas. Lo miró desde un lado hasta el otro y volvió su cabeza para mirarnos.

  • ¡Los dioses, a veces, hacen estas cosas!

Permanecimos en silencio mientras volvía a retirarse para apreciar el conjunto.

  • Un millón y medio antes de exponerlo en mi galería. En billetes. Se expondrá como vendido.

Ricardo y yo nos miramos disimuladamente ¿Expuesto en su galería?

  • Estará – continuó – en la pared de enfrente; donde pongo la obra más importante.

  • No está en venta, señor – le dije -, sólo pensaba que me diese su opinión.

Se dirigió a la puerta sin expresión golpeando con el bastón en el suelo de madera, se volvió y dijo:

  • No puedo esperar la respuesta más de veinticuatro horas. Llamadme con vuestra decisión.

Abrió él mismo la puerta y nos dejó en el centro del estudio confusos mirando aquellos trazos que quedaban iluminados por el sol.

Cuando salimos de nuestro asombro, seguimos mirándonos plasmados en el cuadro y Ricardo me pasó la mano por la cintura y pegó mi cuerpo al suyo.

  • Sabes hacer eso – me dijo -, pero si se lo vendes, además, tendrás mucho, mucho dinero para hacer eso y cosas mejores. Me vas a tener siempre delante. No quiero saber nada de tu dinero; es tuyo. Pero el dinero del primero, aún sin tener el título de Bellas Artes, te puede hacer millonario.

  • ¿Y si te pierdo? – lo miré con tristeza - ¡No sé pintar sin ti!

  • Dame un papel – me dijo – y te firmaré un documento que me impida separarme de ti aunque llegase un día en que te odie. No voy a dejarte y, si lo piensas bien, cuando hayas vendido cuatro como este, te los pagarán mejor y tendrás para vivir toda tu vida.

  • No; toda nuestras vidas, tienes razón en eso, Ricardo – le sonreí -, con ese dinero viviríamos los dos. Es verdad que el dinero no hace la felicidad; la felicidad me la estas dando tú.

  • No digas nada – apuntó -, sigue pintando el segundo. Voy a seguir aquí contigo. Llama a ese Hernández y dile que se lo vendes. Además, nos invitará a la inauguración y nos conocerá mucha gente.

  • Sí – me eché a reír -, y seremos el escándalo de la noche. Te quiero.

  • Y yo – contestó -; ya te quería antes, te he querido todo ese tiempo que hemos tardado en terminar la obra, te quiero ahora que has empezado la segunda y voy a seguir queriéndote. Por eso me vas a tener siempre a tu lado, no porque me tengas colgado de la pared pintado en un cuadro.

5 – Sin contrato

Llamé a Hernández al día siguiente. Puedo asegurar que me temblaban tanto las piernas que llamé sentado en la cama. No tardó ni media hora en llegar al estudio y entró inclinado como deseando de verlo otra vez.

  • ¡Obra de los dioses, que al ser muchos, hacen más maravillas! Enviaré a unos hombres para que lo embalen. Aquí, en esta maleta pesada, está lo acordado. Te recomiendo una cosa, chaval. Compraos ropa de lo mejor porque seréis las estrellas de la inauguración y… múdate a un estudio moderno y lujoso. Venderás más. Eso lo dejo a tu elección. Es un consejo.

Abrimos la maleta y vimos el dinero. No quise contarlo. Sólo con mirarlo por encima asustaba.

  • No haremos contrato esta vez – nos dijo -; gastaos el dinero en lo que os haga falta antes de que venga Hacienda y os desplume.

Miró atrás y vio el otro cuadro tapado con una sábana vieja y llena de pintura.

  • ¿Ya has empezado otro? – preguntó asombrado -; puedes pintar mucho y, si es tan bueno como ese… ¿Podría ver algo?

  • Verá, señor – le dije -, soy un poco extraño en eso. No me gustaría que la gente viese lo que hago hasta que no esté terminado.

  • ¡Anda, Gabriel! – exclamó Ricardo apretándome cómplice el brazo -, eso está ya casi para dejarlo secar

Me acerqué despacio al cuadro, que no era apaisado, y levanté mis brazos para retirar la sábana. Delante de él estaba casi boquiabierto Hernández. Cuando lo descubrí, no se movió, sino que abrió los ojos y lo miró de arriba abajo. Ricardo, en pie en un ambiente que lo bañaba de azul, llevaba una camisa abierta hasta la mitad del pecho y, por la unión de las telas en la parte de abajo, se intuía en las sombras de color cobalto que no llevaba nada más puesto debajo. Su mirada caía al suelo, sus brazos colgaban y su pelo le tapaba parte de la cara.

De pronto, aquel hombre embobado, salió andando hacia la puerta golpeando el suelo con su bastón.

  • ¡No vendas eso, niño! – me dijo casi enfadado - ¡No se te ocurra vender eso! Os avisaré para lo de la exposición, pero recibiréis una invitación antes ¡Ni se os ocurra faltar! Ya vendré yo por aquí a daros una vuelta

Cuando aquel hombre cerró la puerta, sincronizados sin decir palabra, nos abrazamos llorando y me llevó Ricardo hasta la cama.

  • Cariño – me dijo -, no somos nada el uno sin el otro ¿Lo has comprobado? ¿Has visto la cara de ese hombre al ver tu nuevo cuadro? Mientras se secaba el primero ya tienes otro.

Nos sentamos en la cama y comenzamos a desnudarnos.

  • Abrázame, cariño – le dije en llantos -, quiero aprender también a pintar tus lágrimas porque no quiero verte llorar.

  • Lloro de felicidad – me besó - ¿Tú no?

Nos echamos en la cama y nos desahogamos primero llorando uno sobre otro. Sus lágrimas goteaban sobre mi cuello hasta que me incorporé, di la vuelta y nos acariciamos invertidos. Lo puse dentro de mí gozoso y sentí su boca cálida entre mis piernas.

  • Ya sé cómo te voy a pintar en el próximo.

6 – La fiesta

Salimos de compras toda una tarde y volvimos con ropas, complementos, comida y muchas cosas que nos gustaron sin que ni siquiera nos hicieran falta.

Se acercaba el día de la inauguración y ya teníamos en nuestras manos la lujosa invitación de Hernández. En la portada había exclusivamente un goterón azul de pintura con el nombre de su galería dorado y, al abrirlo, podía verse, en un tamaño pequeño, el cuadro principal: ¡Mi cuadro!

Un amigo de Ricardo que tenía un buen coche, se ofreció a llevarnos hasta la puerta. Nuestra sonrisa no la disimulaba nuestra incertidumbre. Cuando llegamos a la puerta de la galería, se bajó el amigo vestido de traje oscuro y nos abrió las puertas. Algunos fotógrafos (no muchos, digamos la verdad) captaron aquel momento. Hernández nos esperaba en la puerta con unas copas de vino y el público se volvió silencio al vernos entrar. Se abrió un pasillo entre las gentes y fuimos hasta el cuadro. Hernández dijo unas palabras breves y no pudimos terminar de oír lo que decía porque el público nos aplaudió sin decir ni una sola palabra.

Me pidió Hernández que hablase algo de la obra y le pedí me concediese no decir nada por ser la primera vez. Algunos visitantes, con ropas muy lujosas o de bohemios, se acercaron a preguntarme muchas cosas, pero todos ellos se asombraron cuando vieron que aquellos dos que yacían desnudos en el cuadro estaban vivos y delante de ellos.

  • ¡Vida mía! ¿Qué más puedo hacer para que mis besos te plazcan?

(continúa)