Experiencias de un profesor (3: Lucía Ortiz)

Otra experiencia de nuestro profe. Un conserje lascivo desvela grandes posibilidades con alumnas incautas y confiadas.

Anteriores experiencias:

1: Presentación.

2: Elena Castrillo.

Lo que tienen los edificios antiguos es que nadie, tal vez ni siquiera los que guardan los planos en los ayuntamientos, conoce todos y cada uno de sus recovecos. Puertas tapiadas enyesadas y pintadas, pasillos sellados, ventanucos que no dan al exterior, escaleras que mueren en una pared... ya me entendéis. Los colegios de con más de sesenta años son así. Y el mío, claro, también.

Dividido en tres partes bien diferenciadas -el cuerpo central y un ala en cada extremo-, con cuatro pisos que en realidad tenían la altura de seis, dos escaleras que conectaban las plantas cerca de las alas... y una única puerta en la planta baja que permitía el paso de una mitad a la otra del edificio. Un diseño ridículo, pero es que yo estaba más que seguro de que no era así originalmente. Se habían hecho muchas reformas desde la construcción del colegio -antes seminario y después prestado a las monjitas que me contrataron-, y eso deja huella, ya que por mucho que se intentase, la estructura original debía mantenerse so pena de echar abajo el edificio. Huellas que se podían encontrar. En el muro divisorio, en determinadas zonas, sonaba a hueco. Había tramos de pared sin puertas en las que tenía que haber por cojones habitaciones. ¿Y dos escaleras en un edificio tan grande? Seguro que en origen eran tres o cuatro. Podía apostar mi sueldo de un año contra un billete de cinco euros a que entre la plantilla del colegio -y estoy contando a las monjas- había alguien que se había estudiado esos errores: Pablo, el conserje.

Pablo tenía más de sesenta años. Era más viejo que el colegio y llevaba trabajando allí desde los años 70s, cuando el arzobispado decidió quitar el seminario por falta de curas en formación y darle un uso más rentable. Pablo fue seminarista. Nunca llegó a vestir sotana. ¿La razón? No podía mantener la polla quieta. Le daban igual chicos que chicas -imaginad un bisexual en aquella época, y encima iba para cura- y era muy mal estudiante. Tenía algún tipo de parentesco con alguien de la cúpula arzobispal y, aunque nunca supe quién era su valedor, su influencia se dejaba sentir incluso ahora. Seguía sin poder mantener la polla quieta y le seguía dando igual meterla en chicos que en chicas. Claro que en los momentos que describo le era más difícil, con eso de ser un fósil borrachín, pero seguía teniendo la astucia de un zorro viejo.

En cuanto la idea de coleccionar braguitas de alumnas fraguó en mi mente, supe que tenía que hacerme con la amistad de Pablo el conserje costase lo que costase. No fue muy difícil. En unos años en los que encontrar pornografía de calidad por internet era tan fácil, acercarse a un adicto al sexo que no entendía de tecnología más compleja que un transistor era pan comido. Pablo, siempre apoyado en su escobón y con una colilla apagada en los labios. Pablo, en una esquina mirando sin disimulo revoloteos de faldas y chándales ceñidos. Pablo, que no faltaba a su cita de pasar la fregona por la zona de vestuarios tras las clases de Educación Física -y que, según me dijo mi amiga Beatriz, fregaba por dentro con los alumnos todavía allí-. Joder, qué fácil iba a ser.

Yo no fumaba en el colegio, pero empecé a llevar tabaco para ¡qué casualidad! fumarme un pitillo junto al viejo en una esquina cuando sonaba la campana de cambio de clases. Tabaco del bueno y caro, claro, que era toda una inversión.

-¿Un fiti, señor Pablo? -y es que yo era el único que le trataba de usted.

-Claro, don Sergio, ¡qué bueno que es usted! -y tiraba su colilla rancia de picadura mala y aceptaba mis cigarrillos de lujo.

-¿Vio el espectáculo que dio ayer el Madrid? -detesto el fútbol.

-¡No me hable, no me hable! Panda de chorizos... en mis tiempos sí que sabían jugar, coño, y no se gastaban esos sueldazos en putas y coca.

Y nos quedábamos en silencio mirando las piernas de las niñas, y él me daba algún codazo cómplice cuando asomaban las bragas o cuando un escote estaba más lleno de lo habitual. Suspiros, risitas y asentimientos. De eso a contarme sus historias no pasaron ni siete días. Según él se había beneficiado a cientos de chavales y chavalas en su buena época.

-Ahora, ya sabe usted, don Sergio -me decía, pesaroso-, hay que aguzar el ingenio, jejeje. Castigos -aseguraba-. El mejor invento de la historia. Y el miedo de todo chaval a que sus padres se enteren de su conducta delictiva.

-¿Delictiva, señor Pablo?

-¡Ja, sí! -se reía, repartiendo esputos de saliva marrón por el suelo-. Para ellos, el que les pillen fumando, o llegando tarde, o haciendo una escapadita fuera de las habitaciones de los internos... es lo más gordo que puede haber -y me daba una palmada en la espalda-. Y son capaces de lo que sea con tal de que no trascienda.

Y en una de ésas me pidió que me quedara después de clases. Me llevó a su hogar en la primera planta del ala oeste -cuarenta metros cuadrados en una habitación, un baño y una sala de estar-. Allí me enseñó su colección. Tenía cientos y cientos de fotos. Todas tomadas por él, las primeras en blanco y negro y después en color. Todas de sus folladas a chavales y chavalas, de las mamadas que le habían hecho, de cómo les había enculado. ¡Qué cabrón! Mi respeto por aquel dechado de defectos subió como la espuma.

Dos semanas y ya era él quien me buscaba y me regalaba alguna de sus perlas de sabiduría entre pitillo y pitillo. Todo iba perfecto.

Beatriz me advirtió que tuviera cuidado. Al parecer alguna de las aventurillas que se había montado ella allí casi se había ido a la mierda por culpa del vejestorio.

-No te fíes, Sergio, que el cabrón... en muy cabrón.

-Tranquila, Bea. Me lo he ganado para mí. En cuanto le tenga comiendo de mi mano me aseguraré de que sea cómplice de tus tejemanejes.

-Si lo logras, guapo -me dijo con voz seria-, te revelaré un secreto sobre este colegio que te va a dejar muerto.

-¿Cuál?

-No, nene, no -se rió, dándome una palmada en el culo y rozándose conmigo-. Eso lo sabrás cuando el viejo verde éste sea tu lacayo servil.

-Mira a ver si me lo cobro con intereses, culo inquieto -le advertí con buen humor.

-Ya veremos, pichilla.

Joder, cómo me seguía poniendo Bea. El mejor culo que probé jamás, y la hija de puta tenía buen cuidado de seguir provocándome para que no lo olvidara. ¿Quién jugaba con quién? Cómo son las mujeres, ¿eh? Aquel secreto me costó, sí, pero valió la pena. Oh, sí. Ya os lo contaré en otra ocasión.

El caso era que el conserje confiaba en mí y me contaba sus aventuras. Yo, claro, siempre me mostraba impresionado. Como en una pelea de gallitos, sabiendo que era lo que tenía que hacer, le aseguré que yo ya me había beneficiado a alguna alumna. Se rió, me provocó y le acabé contando parte de mi juego con la señorita Castrillo.

-Esa putita iba de caza, don Sergio. No sé si cuenta...

-¿Cómo que no cuenta?

-Naa... lo suyo es ser uno mismo el cazador. Y para eso lo mejor es tender trampas.

-¿Trampas?

-Trampas.

Y me habló de los aseos de la tercera planta del ala oeste. Allí no había aseos, le dije. Y el me aseguró que los había. Y el hijoputa tenía razón. Una clase que no se usaba más que de almacén -llena de sillas, pupitres, mesas, pizarras del año de la tarara-. Y allí una puerta cerrada. ¿Cerrada? No, claro que no. Parecía cerrada. Una patada en el sitio exacto y se abría. Sin chirridos ni nada, joder, que el viejo la mantenía engrasada. Tras ella, unos aseos. Azulejados, con urinarios de pie, cubículos con tazas de váter -de ésas con el depósito colgado de la pared a dos metros-, espejos rotos y lavabos. Había dos tragaluces -extrañamente limpios y que desterraban la oscuridad a una penumbra suave- y, flipa, varias bombillas en el techo. Que funcionaban.

-Vale, ¿entonces...?

-Entonces es una trampa, don Sergio -me explicó-. No está como una patena pero tiene el suficiente polvo y pinta de abandonado para que nadie sospeche. La puerta del almacén tiene una cerradura más simple que un sonajero y la que lleva aquí no está cerrada. Esto está cerrado, don Sergio. Ideal para magrear a tu novia preadolescente -jodida sonrisa asquerosa, la del viejo- y convencerla de que te dé un besito en tu pilililla, que nadie se va a enterar.

-Se entra, pero no se sale.

-¡Claro, ésa es la idea! -odiaba las palmadas que me daba en la espalda, el cabrón, pero todo servía para mi objetivo-. Y el conserje va de ronda y encuentra la puerta abierta, aunque los chavales la hayan cerrado tras entrar, y les pilla. A cuenta de mi silencio, este curso ya llevo dos buenas mamadas. ¡Y no sabe cómo entienden ahora de chupar pollas, los críos!

-¿Y cómo se entera usted de que hay... conejitos en la trampa?

-¡Vigilando, claro! Ya sabe, don Sergio, hay que hacer rondas...

-¡Qué listo es usted, señor Pablo! -y no escatimaba en hacerle la pelota al viejo-. Que suerte haberle conocido.

Era demasiado bueno para ser verdad. Pero era verdad. Joder, joder, joder. Aquél jodido abuelo verde me iba a brindar un coto de caza de lujo y no se iba a enterar de que lo hacía.

El plan era sencillo. Cámaras. Barato, fácil y no se necesita estar allí. Si tienes dinero, te agencias webcams de bastante buena calidad y un repetidor wifi sin problemas. Ahora es más sencillo, pero hace unos años costaba dinero. Bien, pues pensaba gastármelo. Iba a estar más que bien empleado. Instalé varias. Tardé un par de días, pero al final tenía tres cáamaras dominando todos los ángulos y dos más en cada cubículo. Con el deterioro de las paredes y los azulejos rotos, apenas se veían salvo que se supiera dónde estaban. Ya aun entonces era difícil. Las conecté al emisor y lo codifiqué para que nadie pudiera conectarse a la red. Una red de muy baja potencia, apenas se detectaba. Mejor todavía. Me fijé un plazo de una semana para probar todo el montaje.

En esos siete días siete chicos y chicas entraron en los aseos secretos. Un cabroncete se llevó a dos niñas y se estuvo poniendo las botas entre tetitas en formación y culitos respingones. Dos chicas de diecisiete se llevaron una manta e hicieron de las suyas en el suelo, lamiendo sus coñitos y besándose como si no hubiera mañana. La calidad de las imágenes no era el ultra-HD de ahora, claro, pero era bastante buena. Un par de pajas cayeron cuando revisé los vídeos. Lo bueno de las webcams es que las puedes manejar a distancia y que tienen micrófonos. ¡Con toda la astucia del viejo zorro del conserje y jamás se le ocurrió poner una cámara! ¡Ni siquiera un micro! Listo, sí... pero no tanto. Yo sonreía mientras apuntaba nombres. Ahí había buen material para chantajes, pero pensé que lo mejor era reservarlo para un momento de sequía. Así me enteré de que una de las chicas repetía. La zorrita fue con dos chicos diferentes en dos ocasiones distintas, una en martes y la otra en viernes, ambas a la hora del primer descanso. Les chupó la polla sentada en una taza con una maestría de impresión. Era muy mona y apenas tenía tetas -porque no hay tío que no aproveche para liberar pechos cuando está en esa situación-, pero la putita era una feladora profesional. A uno de ellos le sacó la leche junto a la promesa de que sus deberes de latín de 4º siempre los tendría hechos. Al otro le dejó correrse entre sus pequeños pechos simplemente por joder a la novia del chaval, que no debía ser muy buena amiga suya. Quince añitos. Una morenita que se llamaba Lucía Ortiz de Urbina. Iba por la rama de humanidades, así que no era alumna mía. En los registros del colegio aparecía como de familia adinerada de Álava que la tenía aquí internada. Otra pija de papá abandonada a cientos de kilómetros de casa. Genial. Estando a primeros del segundo trimestre, aposté a que el martes siguiente repetía.

Aquel día yo no tenía clase hasta la última hora, aún así fui al colegio a primera hora para asegurarme de que todo estaba dispuesto. No quería al deambulando por allí, así que convencí a Pablo el conserje de que en una de las clases de 2º de bachillerato había un chaval ligero de cascos y con un cuerpo de atleta -información verídica, que para algo Beatriz me mantenía informado-. Me dio las gracias, el cabrón, y me aseguró que vigilaría los vestuarios del pabellón, que aquel día había entrenamiento de fútbol-sala.

Perfecto, todo el campo para mí.

Me aposté con mi portátil en una clase cerrada, justo al lado de la que servía de almacén. En silencio, esperé. Hacia el primer descanso se escucharon ruidos de pasos, rápidos, furtivos, un par de risas de chica. Alguien chistó y de seguido sonó un golpe contra madera. Premio. Conecté con las cámaras y en menos de cinco minutos tenía a Lucía comiéndole el rabo a un chaval con sombra de bigote en la cara. Esperé otro par de minutos y salí de mi escondite. No me olvidé de dejar conectadas las cámaras, por supuesto. Con mucho cuidado abrí la puerta supuestamente cerrada y me colé por la del fondo hasta los aseos.

Los gemidos del chaval eran casi patéticos. Y los ruidos de placer de la chica eran totalmente fingidos. Claro que cuando tienes quince años no sabes de esas cosas. Tampoco es que te importe. Me sonreí y me preparé para el número.

-¿Hay alguien ahí? -grité.

Inmediatamente se hizo el silencio. No dejé tiempo para más que para que alguien se subiera los pantalones. Fui directo al cubículo ocupado y lo abrí de un golpe.

-¿¡Qué está pasando!? -exigí saber.

Y antes de que me diera cuenta, el chico objeto de las atenciones estaba pasando a mi lado como si le persiguiera el diablo con un látigo. Le dejé ir, claro. Adiós, chaval, ya me enteraré de quién eres. La muchacha lo intentó, pero yo, supuestamente recuperado de la impresión, puse la mano en el marco de la puerta, impidiéndole el paso.

-¿Qué está pasando? -repetí. Era innecesario, claro. La chica tenía la camisa abierta y el sujetador desabrochado. No había intentado taparse, y es que el nerviosismo obra milagros-. ¡Señorita Ortiz de Urbina!

La niña, ya acojonada por la pillada de lleno, se sobresaltó aún más al oír su nombre en mi boca. Ella sabía quién era yo, pero seguro que no pensaba que yo la conociera a ella.

-Eh, yo... yo...

-¿Acaso no sabe que este lugar está prohibido, señorita Ortiz?

-Yo...

-¿Y acaso no sabe que las señoritas de su cuna no se entregan a los pecados de la carne?

Entonces se dio cuenta de que estaba medio desnuda e intentó cubrirse las tetitas. Eran pequeñas, con unos pezones grandes y sonrosados. Duros y tiesos. Pechos de quinceañera. Su palidez desapareció detrás del rubor que le sobrevino. Mirando al suelo, sentada otra vez sobre la taza y agarrándose la camisa abierta.

-¿¡Es que usted no tiene nada que decir!? -demandé, inclinándome con brusquedad hacia ella y poniendo mi cara a menos de un palmo de la suya-. ¿Sabe lo que dirán las monjas cuando se enteren? -nada de “si”, sino “cuando”. Levantó la cabeza, completamente asustada, abriendo por completo los ojos-. Y sus padres -continué, negando con la cabeza-. ¿Qué pensarán sus padres al saber que su hija es una vulgar puta barata?

-¡No, por favor! -exclamó, con las lágrimas a punto de escapársele de los ojos- Por favor, don Sergio, no diga nada -sí, efectivamente sabía quién era yo. Fama de estricto, que tenía uno-. ¡Por favor!

Se echó de rodillas delante mío. Seguro que se hizo daño con el golpe, pero no se quejó. Sólo me miró, acojonada, con las manos juntas como si fuera a rezar, implorándome que no la denunciara. Mi polla estaba empezando a moverse dentro de los calzoncillos. Y como para no. Con esos labios haciendo pucheros, los ojos abiertos y suplicantes, la coleta deshecha, la camisa abierta y esos pezoncitos duros asomando. Joder cómo me estaba poniendo la niña.

-No diga nada, se lo suplico. ¡Mis padres me matan!

-Pues es lo que se merece, señorita Ortiz -cada vez que decía su apellido completo ella parecía más desesperada.

-¡Por favor, lo que sea! -exclamó, aferrándose a una nueva idea-. Haré lo que sea, se lo juro -dio un par de pasos con las rodillas hasta estar justo enfrente de mi polla. Llevó las manos hacia mi paquete-. Le chuparé la polla, don Sergio -me aseguró, decidida-. Lo hago muy bien -y con una habilidad pasmosa consiguió agarrar la cremallera y tirar hacia abajo.

-¡Pero qué demonios hace! -grité, indignado, dándole un cachetazo que la tiró de lado. Me aparté de ella y la miré con asco. Joder, qué buen actor soy-. ¿¡Pero qué se cree que es esto, señorita Ortiz!?

-¡Lo siento! -dijo, llorosa, apoyada contra el tablón de aglomerado que hacía de pared.

-¿Es que es usted una putilla de tres al cuarto, señorita Ortiz?

-¡No! -lloró, intentando ponerse de nuevo de rodillas. Ya no se preocupó de taparse. Vaya espectáculo estaba teniendo para mí-. ¡No, don Sergio! ¡De veras!

-Pues no lo parece -la acusé. La señalé con el dedo-. ¿Qué estaba haciendo? -inquirí. Ella no supo que decir, aquí que la metí presión-. ¡Dígalo!

-E-estaba... estaba...

-¡Que lo diga!

-Le estaba chupando la polla a Marcos -reconoció, repentinamente avergonzada.

-Ah, sí, ¿eh? ¿A Marcos, dice? -me crucé de brazos-. ¿Y eso es de putitas o no es de putitas?

-Sí -musitó, acobardada y mirando al suelo. Estaban cayendo lágrimas sobre los azulejos.

-¿Es usted una putita? -exigí saber. Y al no haber respuesta aparte de un par de sollozos, continué-. ¡Responda, señorita Ortiz!

-Sí.

-¡No le oigo!

-¡Sí! -gritó, mirándome por fin. Tenía los ojos hinchados y los labios le temblaban.

-Eso me parecía -dije yo, en tono más calmado pero con la misma gravedad en la mirada-. Pues las putitas sólo sirven para una cosa -dije.

Me llevé las manos al paquete y bajé del todo la cremallera. Saqué la polla de su prisión elástica -que ganas ya tenía-, y se la enseñé a Lucía. Se le pusieron los ojos como platos. Era evidente que no entendía nada. Estaba confusa, estaba asustada, pero veía claramente que había una salida a su situación. Y pasaba por mi polla.

-Las putitas han de hacer lo que saben hacer -comenté con voz suave.

Moví la mano y mi polla se sacudió a un lado y a otro. El capullo no había salido del prepucio, pero amenazaba con hacerlo. Todavía no estaba del todo tiesa.

-Empiece -la concedí.

Ella se tiró hacia mi rabo. Como una posesa se lo llevó a la boca y succionó tan fuerte que tuve que ahogar un gemido. El glande se hinchó por completo y la zorrita de Lucía se lo comió con aparente deleite. Cerró los ojos y cayeron el par de lágrimas que todavía estaban retenidas. Me agarró la polla con la mano derecha y empezó a mover la cabeza adelante y atrás. Joder si era buena chupando.

-Las putitas... las putitas -conseguí decir-. Las putitas saben desear lo que hacen.

E inmediatamente empezó a gemir. ¡Que jodida actriz tenía de rodillas delante mío! Aquella niña se iba a sacar miles de euros a base de ponerse a cuatro patas delante de una cámara en cuanto cumpliera los dieciocho. Si no empezaba antes.

-Porque a esta putita le gusta, ¿verdad?

-Sí -gimió ella, sacándose mi polla de la boca y mirándome a los ojos-. ¡Oh, sí, me encanta chuparle la polla!

Si no hubiera sido porque la hija de puta me estaba haciendo una de las mejores mamadas de mi vida, me habría reído con ganas. Vaya habilidad con la lengua. El toque justo de dientes. Apretando con los labios pero sin ahogar. Una maestra.

-Tócate las tetitas, putita.

Lucía obedeció. Manteniendo mi polla entre sus labios, sin dejar de moverse adelante y atrás, pasando la lengua por el glande, la zorrita empezó a tocarse los pechos con las dos manos. Se los agarró, se tiró de los pezones, gimió. Estuvo casi diez minutos comiéndome el rabo y sobándose las tetas sin parar. Yo ya estaba a punto de correrme, pero no quería acabar tan pronto. Ni dejárselo tan fácil a la putita.

-¡Basta ya! -le grité, agarrándola de la cabeza y separándola de mi entrepierna. Ella cayó sentada, de nuevo asustada-. ¿Cree usted que basta con esto, señorita Ortiz?

-¡Pero se la estaba comiendo muy bien! -protestó ella, y con razón.

-¡Es usted una puta barata, señorita Ortiz!

-¡Por favor! -volvió a implorarme, otra vez de rodillas y apunto de echarse a llorar-. Déjeme terminar. ¡Me tragaré toda su leche!

Intentó volver a meterse mi polla en la boca, pero yo se lo impedí. En cambio la sujeté de la barbilla y la obligué a ponerse de pie. La saliva le caía por la comisura de los labios y sus ojos me miraban con miedo. Era bonita, muy bonita, ahora que la tenía tan cerca.

-No.

-¡Por favor! -musitó de nuevo.

-¿Qué es usted, señorita Ortiz?

-Una... una putita -reconoció-. Una putita... barata.

Yo asentí.

-Muy bien -dije. La solté-. Póngase a cuatro patas sobre la taza, señorita Ortiz, de espaldas a mí.

-¿Q-qué?

-¡Haz lo que te digo, putita!

Obedeció en seguida. Estaba tan confusa que aceptaba lo que fuera. Se levantó, me miró con la duda en los ojos, se dio la vuelta y se subió a la taza. Era vieja pero estaba limpia. El conserje se encargaba de ello, el listo de él. Con cuidado para no tapar los ángulos de las cámaras ocultas, me puse en cuclillas a ver el panorama. Con las rodillas juntas, el borde de la faldita le llegaba así justo hasta el nacimiento de los muslos. Llevaba pantys, claro.

-Levántate la falda, putita.

Debajo llevaba unas braguitas blancas, ajustadas y poco infantiles. Se le marcaba el coñito.

-Bájate los pantys, putita.

Lo hizo despacio, asustada. Supuse que más por temor a perder el equilibrio que por lo que estaba sucediendo. Se bajó el elástico hasta los muslos. En sus braguitas blancas había una pequeña mancha húmeda. Lejos de ser excitación, la zorrita había dejado escapar un par de gotas por el miedo.

-Y ahora bájate las braguitas, putita barata.

La chica giró la cabeza para mirarme. Sí, estaba asustada. Era evidente que seguía siendo virgen y temía que la fuera a desflorar. Bien, que siguiera con el miedo. Yo tenía mis propios planes.

-Es una orden, putita.

Se las bajó a toda velocidad hasta dejar el culito al aire. Sí, estaba poco desarrollada. Apenas había vello lacio y corto alrededor de sus labios vaginales.

-Alza el culito, putita.

Agachó el tórax y subió el culito. Joder. La hija de puta tenía los labios hinchados. A su pesar se había excitado con eso de hacer de actriz comepollas. El coñito olía a lubricación sexual, olía a que quería ser follado.

-Va a hacer todo lo que yo le diga, ¿verdad, señorita Ortiz?

-¡Lo que sea, don Sergio! -me aseguró con fervor, asustada-. Pero, por favor...

-¿Por favor? ¿¡Por favor qué!?

-Por favor, que soy virgen...

-¿Una putita barata como usted es virgen?

-Sí.

-¿Sólo sabe comer pollas, señorita Ortiz?

-Eh... bueno, sí. O sea, yo...

-Tócate el coñito, putita. Ya.

Inmediatamente se llevó la mano entre la piernas y empezó a acariciarse por encima de los labios. Sus dedos finos, de niña, se pasearon con suavidad por su sexo.

-Mete el dedo entre los labios, putita.

Lo hizo y al momento gimió. Lo intentó ocultar, pero al cabo de dos o tres segundos pasó de hacerlo. Se estremeció mientras su coñito empezaba a mojarse. Al cabo de un minuto se acarició con dos dedos. Otro minuto más y ella misma separó las piernas con cuidado de no caerse y se apartó las nalgas para hacer sitio. Sus gemidos, lejos de ser fingidos, me estaban poniendo a mil. Me acaricié la polla semi-fláccida hasta que volvió a ponerse dura. No la iba a penetrar, no. Había que pensar a largo plazo. Me masturbé un par de minutos mientras ella hacía lo mismo, ignorante de que estaba haciéndolo delante de una cámara.

-Ahora lleva un dedo hasta tu culito, putita.

Obedeció, pero lo hizo con inseguridad. Me miró otra vez. Se le veía la súplica en los ojos. Pero también se notaba su excitación.

-Va usted a seguir virgen, señorita Ortiz, como buena cristiana católica que es -le aseguré, sabedor de que tenía de católica lo que yo de ancianita-. Me aseguraré de que lo siga siendo y de que sus padres la casen como Dios manda.

La mención a sus padres la devolvió a la situación real: estaba en mis manos y quería complacerme en lo que fuera para evitar que me chivara. No era tan lista como para darse cuenta de cómo estaban las cosas, pero no pensaba sacarla de su error.

-Así que lleve su dedo hasta su culito y métalo dentro, señorita Ortiz.

-P-pero...

-¿Necesita usted lubricación, señorita Ortiz?

-Eh, yo...

-Chúpate bien el dedo, putita, y luego métetelo por el culo.

Le costó decidirse a hacerlo, pero un vistazo a mi cara la espoleó lo suficiente como para llevarse a la boca toda la mano. Se chuperreteó el dedo índice y lo llevó, lleno de saliva, hasta su ano. Se acarició alrededor antes de probar a meterlo dentro. Su cuerpo dio un respingo cuando introdujo la primera falange.

-No te detengas, putita. Todo entero.

Despacio, con cuidado, fue metiéndose el dedo hasta el fondo. Era evidente que le dolía, pero también que seguía excitada y asustada. Un cóctel que le hacía obediente.

-Y ahora... dentro y fuera -empezó a masturbarse por el culo-. Más deprisa -le ordené.

Se sacó el dedo y se lo llevó de nuevo a la boca. Lo chupó más, ignorando el sabor acre que debía tener, y otra vez se lo metió por el culo. Entró y salió, cada vez con más suavidad. Sus jadeos ahogados de dolor se transformaron en jadeos de placer, y luego en gemidos. Sin que yo la dijera nada se metió un dedo más. Con dos dedos en el culo empezó a frotarse el clítoris. Se estaba poniendo como una perra en celo, la zorrita. Estaba disfrutando de encularse ella sola. Yo me tocaba distraídamente con una sonrisa en los labios. Tenía la polla a reventar, pero no iba a terminar con una simple paja. Tampoco en penetración, joder, aunque me estaban entrando unas ganas de darla por el culo a la zorrita pija aquélla que ni os cuento. No, no, tenía que pensar en el futuro, a largo plazo. Aquella Lucía Ortiz me iba a servir para mucho más que para abrirse de piernas delante mío y aceptar mis corridas dentro suyo.

No sé si fueron cuatro o cinco minutos de darse ella misma hasta que empezó a convulsionarse con el orgasmo que la venía. Dejó quietos los dedos dentro del ano pero continuó frotándose el clítoris hasta que se tuvo que morder la boca para no gritar. Y aún así se le escaparon agudos gemidos de placer cuando por fin se corrió. Exhausta y guardando el equilibrio sobre la taza de un modo muy precario, se derrumbó hacia adelante, apoyando la cabeza contra la pared. Los deditos resbalaron fuera de su culo y cayeron por su muslo hasta la taza, dejando tras de sí un reguero de viscosa humedad.

-Muy bien, putita -la felicité.

Ella ni respondió.

-Muy bien -repetí-. Y ahora dése la vuelta, señorita Ortiz.

Obedeció con cuidado, medio ida. Se encaró hacia mí y se dejó caer, sentándose en la taza de golpe. Los pantys se rasgaron pero a ella le dio igual. Por suerte para mí, las braguitas aguantaron. Tenía las tetitas cubiertas de saliva, el pelo desordenado, la cara ruborizada y los labios entreabiertos. No le dejé opción.

Le metí la polla en la boca de un empellón y la cogí de la nuca. Ella, con los ojos abiertos de par en par otra vez, ya despabilada del todo, intentó protestar, pero eso sólo le abrió más la boca. Manoteó y con una mano la detuve. Con la otra la tiré del pelo en clara advertencia y ella se dejó hacer por fin. Me follé su boca hasta que me corrí. No tardé mucho, apenas un minuto de metesaca. Pero lo hice con fuerza, impidiéndole moverse ni un milímetro, ahogándola con mi rabo. Fue un buen orgasmo, largo, profundo, de ésos que nacen en la espalda y te recorren hasta el cuello antes de bajar otra vez. Tenía tanto semen dentro que cuando lo descargué todo se atragantó, saliéndole parte por la nariz.

-Oh... vaya putita está usted hecha, señorita Ortiz -dije, sacándole la polla por fin de la boca y restregándosela por toda la cara.

-Gr-gracias... don Sergio -dijo, cogiendo aire y respirando libre por fin.

-Y ahora, señorita Ortiz-de-Urbina, volvamos al principio.

-¿Qué?

-Que volvamos al principio. ¿Es usted sorda, señorita Ortiz? -demandé, cogiéndole de la barbilla otra vez y con rudeza.

-¡N-no!

-Bien. Al principio usted quería comerme la polla para que yo no diera aviso de sus escarceos, ¿verdad, señorita Ortiz?

-Eh, s-sí..., sí, don Sergio -volvía a estar asustada.

-¿Y usted se piensa que con que se masturbe delante mío y me haga la mitad de una manada -sonreí con maldad- va a ser suficiente para que yo no la delate ante las piadosas hermanas monjas o ante sus fervorosos padres, señorita Ortiz?

-Pensé que... o sea... ¡por favor!

-No, señorita Ortiz.

-¿¡Qué he de hacer, don Sergio!? ¡Lo que sea, de veras, lo que sea! -estaba a punto de llorar.

-Por de pronto eres mi putita, y me vas a servir de putita -declaré con firmeza-. ¿Lo entiendes, putita?

-S-sí...

-¿Cómo?

-Sí, don Sergio, s-seré su putita.

-Muy bien, señorita Ortiz.

Esa sensación de poder, de tener la voluntad de alguien en las manos, era algo embriagador. A pesar de todo lo que pasó después, nunca jamás dejé que aquella sensación languideciera hasta tomarla por normal. Supe dosificarme y, aun hoy, la disfruto como si fuera el primer día.

Me volví a poner de cuclillas enfrente suyo, ambos rostros a la misma altura, y le sonreí como un padre.

-Te ha gustado meterte los dedos por el culito, ¿verdad, putita?

Se sonrojó hasta la raíz del cabello. Desvió la mirada y no dijo nada. Pero asintió.

-Voy a darte por el culo, putita, y te voy a llenar de leche hasta que se derrame por tus piernas -la aseguré.

Me miró con miedo, horrorizada. Se echó hacia atrás y negó con la cabeza.

-¡N-no, por favor! -me pidió-. ¡Don Sergio! ¡Por favor!

-¿No dijo usted que haría lo que fuera, señorita Ortiz? -la pregunté con calma. Me subí los calzoncillos con tranquilidad y me abroché los pantalones.

-S-sí, p-pero e-eso... eso no... eso no, por favor.

-Lo que sea menos que te encule, ¿eh? -comenté-. A pesar de ser una putita barata te muestras muy recatada.

-¡Por favor, se lo suplico, don Sergio! -otra vez con las manos juntas, sollozando.

-Pues entonces, señorita Ortiz, me debe un culito que penetrar.

-¿C-cómo?

-Muy fácil -le expliqué-. Usted no me deja encularla como se merece, y se merece que la joda por detrás hasta que me sangre la polla -aclaré-, así que usted me va a conseguir ese culito.

-¡Pero yo no sé...!

-¡Oh, no se preocupe! -la dije con desparpajo-. Le daré un nombre: Cristina Cobaleda. Está en su curso, ¿verdad?

Claro que lo estaba. Y ella sabía que yo lo sabía. La jodida Barbie del colegio que a sus recién cumplidos dieciséis años era protagonista exclusiva de los sueños húmedos de todos los chicos de entre 3º de ESO y 2º de Bachillerato.

-Usted está interna en el colegio, y ella también lo está. No crea -le aseguré- que no sé que por las noches hay movimiento a espaldas de las piadosas hermanas.

Ella asintió convulsivamente, de nuevo asustada. Ahí había más que sacar, pero por el momento me lo iba a guardar.

-Bien, pues soy bien consciente de que aunque usted, señorita Ortiz, es una putita barata, la señorita Cobaleda es una putita de lujo.

Eso no la hizo mucha gracia a Lucía. Era evidente que, al igual que muchas otras chicas, estaba bajo la tiranía de la zorrita rubia. Mejor, pues eso la haría cooperar aún más.

-Me da igual cómo lo haga, señorita, Ortiz -le dije, mirándole con seriedad a los ojos y acercándome aún más a ella, tanto que tuvo tuvo que echarse más hacia atrás para evitar que nuestras caras chocaran-, pero tiene usted dos semanas para conseguir que el culito de la señorita Cobaleda esté a mi disposición de manera voluntaria.

-¿¡Pero cómo voy a...!?

-He dicho que me da igual, señorita Ortiz -dije terminantemente-. Y ahora levántese. Bien. Deshágase de los restos del panty, que no puede ir así por la vida. Y ahora, quítese las bragas.

-¿Qué? -exclamó. Se quedó quieta, agachada, mientras se quitaba los pantys.

-Lo que oyes putita. Me voy a llevar tus bragas porque tú no las necesitas -exigí-. Eres una putita barata y las putitas baratas no necesitan braguitas.

Humillada, obedeció. Me las tendió y yo me las metí en el bolsillo del pantalón. Después se quedó de pie, encogida pero mirándome. Al final la zorrita todavía guardaba un resquicio de orgullo. Bien. Nunca me han gustado los que se aprovechan de los débiles, y de la que yo me estaba aprovechando no era para nada débil. Sólo un poco ingenua y acobardada por sus padres. Ahí estaba, con las tetitas todavía al aire, y de pronto me di cuenta de que no las había catado.

Así que me agaché con brusquedad, la tomé de la cintura y me llevé a la boca una de sus tetas. Su primer instinto fue separarse de mi, pero yo no la dejé mientras le mordía uno de esos pezoncitos duritos. Lucía gimió y sus protestas desparecieron. Me abrazó la cabeza contra sus pequeños pechos y se los devoré. Deslicé la mano derecha por su espalda desde la cintura hasta su culo, metiéndola entre las nalgas e introduciendo dos dedos directamente por su culo. Ella gritó pero no se separó de mí. La jodí el culito con los dedos hasta que abrió. Siguió gimiendo de placer tan fuerte que me apiadé y con la mano izquierda la acaricié por delante. Separó las piernas tanto que al final estaba en el aire, sujeta únicamente porque tenía mis manos entres sus piernas y le estaba follando el culo con los dedos a ritmo de tres por cuatro. La mordí los pezones hasta hacerlos sangrar y ella no se quejó. Al cabo de poco tiempo gritó cuando un segundo orgasmo sacudió su cuerpo. Su culito se abría y cerraba, latiendo con intenso placer mientras sus fluidos resbalaban por entre mis dedos, cayendo de sus labios vaginales hasta el suelo. Al final consiguió volver a apoyar los pies en el suelo, temblando y aferrándose a mí. Me llevé la mano izquierda a la boca y la lamí entera. Levantó la cabeza y me miró sin ver, yo clavé mi mirada en sus ojos vidriados y me bebí los restos de su orgasmo antes sus ojos. Después saqué los dedos del culito. Se estremeció. Los llevé hasta su boca y se los metí entre los labios. Los chupó con ganas. Jodida putita barata.

-Muy bien, señorita Ortiz. No olvide que es usted mi putita, ¿de acuerdo?

Ella asintió, con mis dedos todavía dentro de su boca.

-Puede continuar haciendo lo que quiera -le aseguré-. Tiene carta blanca, señorita Ortiz. Al menos -sonreí como un lobo- hasta dentro de dos semanas.

Me aparté de ella. Dio un traspiés hacia atrás y cayó de culo sobre la taza. Todavía le temblaban las piernas. Tenía varios chupetones en las tetitas y los pezones estaban rojos como tomates. Me ajusté bien la camisa y los pantalones.

-No se olvide de cerrar al salir, señorita Ortiz -me despedí, directo a por mi portátil y a dar mis clases, que ya iba siendo la hora.