Experiencia Lesbica
La lluvia puede traernos sopresas. Como esta.
Experiencia Lesbica
La tarde era radiante, pero en el horizonte se veían negros nubarrones que presagiaban posibles lluvias ya entrada la noche. Ello no impidió que cogiera el coche y fuera a dar un paseo por los campos bien empapados de las precipitaciones de los días anteriores, los cuales exhalaban el peculiar aroma de la tierra mojada. En el cielo se apreciaban las blancas líneas paralelas que dejaba un avión a reacción y se contemplaban los afanosos vuelos de avecillas que se recogían a sus hogares nocturnos.
El paseo fue muy grato, y cuando las primeras gotas golpearon la chapa del automóvil inicié el regreso a casa. Soy una mujer que vive sola. En la ciudad en un apartamento, y en el campo en una coquetona casita aislada entre la arboleda, la que visito con frecuencia los fines de semana que el trabajo me deja libre. La lluvia arreciaba. La carretera era una lechosa turbiedad rota por los dedos luminosos de los faros, que dejaban percibir solo unos cincuenta metros de vía, lo que me aconsejó aminorar la marcha.
Despacio y con mucha precaución llegué a las proximidades de mi casa, cuando observé un bulto blanco al lado derecho de la carretera. Aminoré la marcha y observé como una joven caminaba por el arcén, aguantando como podía el gran aguacero. Abrí la puerta y grité:
¡Muchacha, súbete al coche que te vas a ahogar! Y entró riendo.
Era una joven como de unos diecisiete años, que vestía camisa y pantalones blancos completamente empapados los que comenzaron dejar arroyos de agua en el asiento.
¡A quien se le ocurre caminar en un día como el de hoy! ¡Debes estar helada!
No, en realidad no hace frió. La lluvia incluso era agradable y además no tenía donde guarecerme.
Me contó que se llamaba Andrea y se hospedaba en la casa de unos amigos en el pueblo. Que aquella mañana habían ido a la ciudad para atender a un familiar enfermo y no regresarían hasta el día siguiente.
Que ella salió a pasear y le sorprendió la lluvia. Y ya no habló más, pues aunque antes dijera lo contrario, comenzó a tiritar.
¡Ves, ya estás sintiendo frió! Vamos a mi casa a secarte, pues así no puedes estar. Luego te llevaré a la tuya que está a menos de dos kilómetros. Diciendo esto penetré en el bien cuidado sendero que conduce a mi casa.
Además, no te echarán de menos.
Andrea temblaba. En el centro del iluminado salón parecía una desvalida criatura temblorosa que dejaba regueros de agua en el suelo. Observé que bajo la blusa blanca no llevaba ninguna prenda, pues sus pechos se adherían a la tela y mostraban los oscuros pezones. Incluso el pantalón dejaba entrever la sombra de su entrepierna. Fui rápidamente al baño y puse a calentar el termo; cogí dos grandes toallas y volví al salón.
He puesto a calentar agua, pero antes te tienes que secar y entrar en calor.
Puse las toallas sobre un sillón y comencé a desnudarla. Al principio se resistió un poco, pero fue cediendo y se sometió a mi rápida decisión.
Además poco había que desnudar: la camisa, el pantalón, las bragas y unas empapadas playeras. Y allí quedó desnuda ante mis ojos, con los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto de recato. Entonces comencé a secarla. Suavemente al principio, con delicadeza, para luego frotar más fuertemente y hacerla entrar en calor. Andrea me miraba fijamente a los ojos. Cuando ya la piel se estaba enrojeciendo, la llevé al cuarto de baño y la hice tomar una ducha caliente. Casi la tomamos las dos, pues Andrea estaba un poco tambaleante y tuve que mojarme al sostenerla, lo que me obligó a quitarme la blusa y la falda y quedar con el solo aditamento de la braga. Una vez finalizamos la volví a llevar al salón.
Puse una toalla sobre el diván, la tendí sobre ella y volví a secarla... Y entonces me di cuenta de lo que tenía entre manos. Yo, una mujer de 25 años, bisexual y con experiencia, no me había fijado bien en Andrea, que por cierto no separaba sus ojos de los míos. Yo me había atareado en atenderla para evitarle un fuerte resfriado, y ahora ya pasado todo la tenía tendida ante mí. Era como ya pensé al verla en la carretera, una mujer de unos diecisiete o dieciocho años, morena, de 1,60 de estatura, pecho firme y erguidos pezones, cintura estrecha y rotundas caderas: Su piel era suave y aterciopelada y tenía una característica singular: lo abultado de su sexo. Entre espesos rizos negros destacaba una vulva cuya visión era turbadora, llena de tentaciones y placeres. Era, en fin, una encantadora mujer. De mi arrobo me sacó la voz de Andrea.
Tiene la braga toda mojada. Quítesela o la que se va a enfriar será usted.
¡No me trates de usted, mujer, que no soy ninguna abuela - dije atendiendo a su petición y quedando totalmente desnuda.
Para disimular mi turbación me afané en el secado. De rodillas ante el diván pasé con mimo la toalla sobre su pecho, froté sus hombros, bajé por la cintura, me detuve en sus caderas... Me levanté y fui a coger un frasco de colonia en el tocador. Sentí como las miradas de Andrea recorrían mi cuerpo y luego, al regresar, como las fijaba en mi sexo.
Comencé a masajearla con colonia. La volví de espaldas y con generosos chorros del perfume vertidos en mis manos recorrí su cuerpo, sus prietas caderas, sus muslos, e incluso las plantas de los pies. Otra vez la puse boca arriba y comencé mi grato peregrinaje desde el cuello, para dedicar especial atención al pecho que recorrí minuciosamente, con delectación. Andrea comenzó a respirar fuerte, afanosamente; alcé la mirada y vi como me observaba, como entrecerraba los ojos y pasaba la lengua humedeciendo sus labios. Ya gemía.
Al llegar al vientre sentí los estremecimientos incontrolados de sus caderas, un temblor que la recorría hasta las piernas que se iban abriendo poco a poco mostrándome una vulva palpitante que se alzaba a mi encuentro. Comencé a descender sobre ella ayudada por las manos de Andrea cruzadas bajo mi nuca. Me empujó fuerte, muy fuerte, hasta que mi cara quedó apoyada en su sexo rezumante de olores y sabores.
Gritó como una loca en convulsivos temblores y sintió su primer orgasmo con una mujer. Y continuamos. Andrea nunca había tenido actividad sexual, salvo sus masturbaciones plenas de imaginación. Cuando la encontré en la carretera, mojada como un perrito vagabundo, me consideró su princesa azul, su guarda y su cobijo. Por eso toda la acción de secarla, ducharla, volverla a secar y perfumarla, fue de una intensidad tal para ella, que quedó totalmente entregada a mi. La fui enseñando.
Aquella noche recorrí con mi lengua y mis caricias todo su cuerpo. La hice sentir orgasmos que la dejaban totalmente rendida para casi de inmediato volver a pedirme más.
¡Por favor, sigue, sigue... ¡otra vez... otra vez... otra vez...! ¡no me dejes, amor... no me dejes! ¡soy tuya, cariño, soy tuya...!
Tenía dieciocho años, y era como una niña pequeña en mis brazos, llorando, gimiendo, pidiendo cariños y deseando agradarme, ¡ella, pobre mía, que era una completa ignorante en sexo! Por eso quería aprender rápido, saber, conocer cosas... ¡y era insaciable! Su vulva fue para mí una fuente de placer. Aquellos grandes labios rodeados de negros rizos que se extendían por el pubis me incitaban a besarlos y chuparlos; el clítoris que se erguía desafiante asomando su cabeza..., las ninfas..., la entrada de la vagina..., todo ello me volvía loca. Ya les contaré. Andrea fue aprendiendo, aunque su deliciosa ignorancia era para mí una fuente de placer y quería que la conservara durante mucho tiempo.
Claro que también me agradaba ver como hacía tentativas, como se afanaba por hacerme gozar, como tomaba iniciativas... Andrea, ya lo he dicho antes, era una encantadora mujer. Aprendió. Ya verán como aprendió y las cosas que pasaron.