Experiencia imprevista
Dos hermanos, Francisco y María, descubren las dlicias del incesto de forma casual.
Mi nombre es Francisco y tengo 40 años. Vivo en una ciudad del Este de España con mi mujer y nuestros cuatro hijos. Mi hermana mayor, María, de 48 años, vive en la misma ciudad, también con su marido y tres hijos. Por razones burocráticas tuvimos que desplazarnos a Sevilla para firmar unas escrituras relativas a un asunto de herencia. Como la distancia entre ambas ciudades no es muy grande, pensamos que en el mismo día podríamos ir y regresar. Pero el asunto del papeleo se complicó de tal manera que en el mismo día no nos iba a ser posible resolver todas las gestiones. Así que no tuvimos más remedio que buscar un hotel para pasar la noche allí.
Tratamos de encontrar un hotel de precio medio pero no encontramos habitación libre porque en esas fechas se estaban celebrando en la ciudad varios congresos y otros eventos, además de ser víspera de un puente festivo, con el consiguiente overbooking. Finalmente pudimos encontrar un hotel de cinco estrellas que solo tenía una suite libre. No lo pensamos dos veces y aceptamos la habitación.
Después del viaje, el calor sofocante y los nervios de todo el día solo pensábamos en tomar un relajante baño. La sorpresa llegó cuando al entrar en la habitación nos dimos cuenta de que se trataba de una de esas suites reservadas normalmente para los recién casados con una enorme bañera jacuzzi en el centro de la propia habitación, totalmente descubierta.
Al principio ninguno de los dos supimos cómo reaccionar. Si bien estábamos deseando tomar un baño, el hecho de que la bañera estuviera totalmente a la vista, sin posibilidad de cubrir nuestra desnudez si decidíamos utilizarla nos cortó un poco. María, un poco mojigata y conservadora, manifestó su contrariedad por esta circunstancia, pero yo la convencí de que al fin y al cabo el asunto no era tan grave. Somos ya maduros y con muchos años de casados, le dije yo, y el hecho de vernos desnudos no creo que sea para asustarnos. Además, agregué de forma desenfadada, mira cómo están de llenas las playas nudistas y tampoco tenemos tan mal tipo como para salir corriendo. Y al estar solos no tiene nadie por qué enterarse. Al final me dio la razón y mirándome con ojos un tanto pícaros y echándose a reír, añadió ella, puede ser una experiencia nueva que sirva para romper con la rutina. Después de todo, comentó María, a mi marido ya le tengo muy visto.
A pesar de la naturalidad que yo quería dar al asunto, lo cierto es que la morbosidad del mismo había empezado a excitarme. La posibilidad de ver desnuda a mi hermana, que, a pesar de sus 48 años, conserva un cuerpo magnifico y bien proporcionado, (va tres veces por semana a un gimnasio de aerobic) y que ella me viera a mí, me estaba provocando reacciones nuevas en mi cuerpo que hasta hace unas horas ni podía haber imaginado.
A mí me da un poco de corte desnudarme así, sin más. Por tanto, serás tú quien empiece a bañarse, me dijo María.
No hay ningún problema. Ya te he dicho que son miles las personas que van a las playas nudistas y nadie se asusta por ello. Será como estar en una playa de esas, le contesté yo.
Ni corto ni perezoso comencé a desnudarme lentamente y, en honor a la verdad, he de decir que con un poco de vergüenza. Mientras tanto mi hermana se lo había tomado como un juego y me observaba sentada desde el borde de la cama. Cuando llegó la hora de quitarme los calzoncillos y quedarme totalmente desnudo, traté de girarme un poco para disimular mi media erección. Pero María se dio cuenta y dijo:
Paco, eso no vale. Habíamos quedado en que esto era como una playa nudista.
Vale, tienes razón.
Así que me volví un tanto azorado y pude contemplar como su vista se posaba sobre mi pene.
Vaya, vaya, hermanito. No sabía que estabas tan bien dotado, dijo, riéndose maliciosamente. Imagino que mi cuñadita estará muy contenta con esa herramienta.
Nunca había oído a mi hermana hablar de esa manera, por lo que sus palabras me excitaron aún más y consiguieron que mi pene se pusiera totalmente inhiesto. Ante esa visión mi hermana se puso inmediatamente de pie y se acercó a mí con aviesas intenciones. Yo la detuve y la dije que no era justo que me viera de esta manera mientras que ella seguía vestida. No te preocupes, eso tiene fácil solución, comentó ella. Y lentamente, con sinuosos y sensuales movimientos, comenzó a desvestirse.
Cuando la contemplé totalmente desnuda fui yo quien se quedó sin habla. Ante mí aparecía una hembra realmente escultural. Me olvidé que era mi hermana y en mi me mente se despertaron mis deseos más animales. Tenía unas caderas redondeadas perfectas, un pecho grande y firme para su edad y un monte de venus delicioso, muy peludo y perfectamente triangular. Se dio una media vuelta insinuante para mostrarme su culo. Era realmente un culo espléndido, firme, alto, sin rastros de celulitis.
Me acerqué a ella y sin mediar palabra comenzamos a besarnos terminando tumbados sobre la cama. Me ofreció su jugosa vulva y sin pensarlo dos veces comencé a comérmela. Sus jugos calientes se derramaban sobre mis labios. Su olor era delicioso, a hembra poderosa. Pronto empezó a gemir y retorcerse y en pocos minutos tuvo un orgasmo sensacional.
Inmediatamente después se llevó mi pene a su boca y empezó una mamada suave, cambiando lentamente de ritmo. Tan pronto recorría con su lengua el tronco de mi verga como se detenía a dar pequeños lenguetazos en mi glande. Cuando estaba a punto de correrme dirigió mi herramienta hacia su cara, suplicándome que me corriera sobre ella. Cumplí su deseo y una tremenda carga de leche espesa y caliente la inundó no solo su cara, sino también su pelo, sus ojos, y grandes goterones se deslizaban cansinamente sobre sus pechos, entreteniéndose ella en masajeárselos con tan rica crema.
Después de esta faena nos dirigimos por fin a la jacuzzi. Allí, acomodados uno frente al otro y con las piernas abiertas, empezamos un nuevo juego erótico, acariciándonos con los pies nuestras partes más íntimas. En poco tiempo ya estábamos listos para un nuevo asalto y María, con una energía desconocida por mi hasta entonces, comenzó a cabalgarme frenéticamente, de una forma desenfrenada, gimiendo y arañando mi espalda como una posesa, lo que me excitaba como nunca había podido imaginar. Tuvimos un orgasmo simultáneo y descomunal. La llené con mi semen toda su vagina, con tal cantidad que al levantarse aún la corrían por sus muslos finos regueros de leche espesa.
Terminamos en la cama disfrutando de una noche de amor colosal, practicando todas las posturas del Kamasutra. Las primeras luces del alba nos iluminaron inmersos en nuevos juegos eróticos. Fue una noche de auténtica locura que nunca se ha vuelto a repetir, aunque sí hayamos tenido alguna nueva aventura aislada, que ya les contaré en una próxima ocasión.