Examen oral

Senaicos relata una nueva leyenda, en la que Beatriz, su protagonista, para poder aprobar la asignatura de bioquímica, no le quedará más remedido que someterse a un examen oral

Examen oral

Iba a ser mi primer día en la facultad de medicina, por lo que, siendo fiel al principio de que la primera impresión es la que cuenta, me había vestido de una forma que esperaba no me haría pasar desapercibida. Una vez terminada la selectividad, aquellos meses de verano en la playa tumbada indolentemente bajo el sol en top-less, habían otorgado a mi piel un agradable tono tostado que ahora quería exhibir en todo su esplendor gracias una falda vaquera que dejaba mis piernas al descubierto hasta el medio muslo. Sobre ella, mis dos grandes pechos daban una turgente forma a una camiseta de tirantes rosa que, acompañada de un uso discreto del Nordic Colors de Swarchoft , me convertían en el paradigma de la rubia de rompe y rasga, aquella a la que las mujeres llaman "pija" aguijoneadas por la envidia, y los hombres algo peor, sabedores de que aquel cuerpo es demasiado perfecto para encontrarse a su alcance.

Nada más entrar en el aula, descubrí a Laureano Acosta apoyado sobre su mesa. Era un profesor cincuentón, con el cabello canoso, unas pobladas cejas, negras como dos tizones, bajo las que surgía una mirada gris aparentemente capaz de atravesar a su objetivo de pare a parte. Entré en el aula rodeada por un bullicioso tumulto de estudiantes, pero cuando tomé asiento cruzando sugerentemente las piernas, noté como sus ojos permanecían fijos en ellas, como si tratase de abrirse paso entre ambas. Una extraña mueca curvaba aquellos labios carnosos, mientras contemplaba mis muslos, hasta que, tras unos interminables segundos de incomodidad, finalmente desplazó su atención hacia la clase. En cuando alzó su voz con aquel tono autoritario, inmediatamente se hizo el silencio.

-Me llamo Laureano Acosta y voy a ser vuestro profesor de bioquímica –anunció, como si fuera una sentencia de muerte-. Esta va a ser una asignatura difícil, la llave para poder acceder a otras en cursos superiores, por lo que deberéis prestarla una especial atención. Ya sé que aquí todos sois hijos de la LOGSE, y que, por tanto, estaréis acostumbrados a recibir el apoyo y la comprensión de vuestros profesores

Se escuchó un murmullo general de inquietud.

-Pero a mí todo eso me importa una mierda –aseguró con tono tajante-. A partir de ahora, vais a tener que centraros en vuestros estudios –Y una vez dicho esto, aquella mirada recorrió un centenar de rostros hasta finalmente detenerse sobre mí. Entonces su boca esbozó una sonrisa grosera, y al hablarme el tono de voz estaba empapado en una melosa dulzura:

-Tú, bonita, sal a la pizarra –me dijo, y se escucharon algunas risitas-. Coja una tiza y haga el favor de escribir la fórmula del Acido Acetilsalicílico.

-No sé -balbuceé.

-¿No sabe la fórmula? –Me preguntó, haciéndose el sorprendido- ¿O no sabe escribir?

-No sé la fórmula -precisé.

-Se lo voy a explicar de una forma más fácil –prosiguió, aparentemente comprensivo-. De un modo elemental, tan sencillo que hasta usted lo entenderá. ¿Qué hace cuando tiene la regla?

-M-me pongo una compresa –murmuré avergonzada.

-Y además de eso, ¿no toma algo, por ejemplo… una aspirina? Pues el ácido acetilsalicílico es precisamente eso: la aspirina –sentenció-. Y puesto que ya veo que no se le puede pedir demasiado a su delicado intelecto, mejor tome asiento y arréglese las uñas.

Me dirigí hacia mi sitio, con el rostro abrasándome por la vergüenza, aunque levemente aliviada. Pero justo antes de tomar asiento, mi profesor añadió algo más:

-Pero no se preocupe: aunque nunca llegue a ser médico, siempre podrá trabajar como dependienta de Zara.

A partir de aquel día, los comentarios como aquel se sucedieron a lo largo del primer trimestre, una y otra vez. Al profesor Acosta le encantaba hacerme salir a la pizarra para degradarme en público, haciendo gala de una lacerante crueldad. Mis protestas al resto de profesores no sirvieron de nada, pues parecían las de una mala estudiante en busca de una excusa para justificarse.

Un par de meses después, comencé a salir con Rubén, un chico tres años mayor que yo que estudiaba en la facultad de derecho. Alto, delgado y de aspecto refinado, tenía un Volkswagen Golf de color negro y era miembro de una buena familia: sin lugar a dudas constituía un buen partido. Desde el primer momento, mis padres se mostraron encantados con él, especialmente mi madre, pues la agasajaba frecuentemente con algún ramo de flores. Rubén siempre era cariñoso y comprensivo ante mis problemas: cuando le relaté el trato que padecía de aquel desagradable profesor, me recomendó una academia privada donde podría recibir clases particulares. Tras dudarlo durante un par de días, finalmente expuse la idea a mis padres y a éstos no les importó afrontar aquel gasto adicional

Aunque en la facultad siempre me veía rodeada de una pequeña corte de aduladoras, Marta era mi mejor y única amiga. Era fea, y la conciencia aquel estado había condicionado toda su forma de ser: sabía que el encontrarse a mi lado era el único modo de estar acompañada de chicos, aunque sólo fuera para tratar de hacerse con las sobras. Por mi parte, yo confiaba en ella sabiendo que su absoluta falta de atractivo era la mejor garantía de su lealtad hacia mí. Esta extraña relación de mutua dependencia había edificado una amistad sólida y duradera, en la que ambas respetábamos nuestros ámbitos de actuación. Una tarde, mientras tomábamos un café en la terraza de un bar, me expuso el problema con su habitual crudeza: "Este tío os la tiene jurada".

-¿A quién? –Quise saber.

-A las rubias –aseguró-. Me han comentado que hace unos años se enamoró perdidamente de una alumna. Ella se aprovechó de la situación, le dio falsas expectativas, y al final, si te he visto no me acuerdo. Desde entonces, dicen se ha vuelto misógino, especialmente con las que estáis buenas.

En un principio, no hice mucho caso a esos chismorreros, pero al salir las notas del primer examen descubrí que tenía visos de ser cierto. Había suspendido con una nota absurdamente ínfima, pese a haberle dedicado muchísimo tiempo de estudio. Al solicitar ver el examen, descubrí que el profesor Acosta había echado por tierra todas mis contestaciones, corrigiéndolas muy a la baja. No tuve más remedio que abordarle en un pasillo para exponerle abiertamente el asunto:

-Profesor, creo que la forma en que ha corregido mi examen no es justa -protesté.

-¿Ah si? –Aquello pareció divertirlo- Pues si quieres que te suba la nota, deberás aportar algo a la clase.

-¿A qué se refiere? –Ingenuamente pensé en prácticas de laboratorio, pero al parecer iba muy desencaminada.

-Me refiero a lo único que eres capaz de hacer, preciosidad: alegrarme la vista –repuso, haciendo gala de todo su sarcasmo- Si quieres que sea más generoso contigo, deberás vestirte de una forma algo más femenina y sentarte en primera fila.

A partir de entonces comencé a cuidar aún más mi aspecto al acudir a sus clases. Desde siempre, a la hora de vestir me había regido por el principio de destacar sólo uno de mis atributos: si llevaba una falda corta, invariablemente ésta iba acompañada de un cuello alto, y si, por el contrario, recurría a un amplio escote para dejar al descubierto el sugerente canal que forman mis senos, normalmente la falda llegaba hasta debajo de las rodillas. Pero al día siguiente decidí acudir a la clase del señor Acosta con unos pantalones vaqueros muy ajustados, botas altas de tacón y un suéter que exhibía mis grandes pechos, aprisionados en su parte baja por un Wonderbra. Desde luego, había salido de casa a primera hora de la mañana, vestida de una forma mucho más modosa para no ser descubierta por mis padres, cambiándome de ropa después en el cuarto de baño de una cafetería. Frente al espejo, maquillé mi rostro con toda la pericia que pude, destacando mis labios carnosos con un rojo incandescente y mis ojos color avellana con una sombra oscura. Al abandonar los servicios, empecé a sentir la mirada de los parroquianos recorriendo toda mi anatomía, perfectamente definida por la ajustada indumentaria, y estilizada aún más por aquellos tacones. El colgante de plata que reposaba entre mis pechos vibraba cuando éstos se agitaban a cada paso que daba.

La línea que separa a la femme fatal de la furcia es muy delgada, y yo creía haber alcanzado un aceptable compromiso entre ambas, pero cuando comencé a escuchar los comentarios que mis compañeros de clase hacían sobre mí al cruzar el pasillo, comprendí que tal vez no había logrado mi objetivo. Fui una de las primeras en entrar en clase, sujetando mi carpeta con ambos brazos sobre el pecho, en un gesto que bien pudiera parecer modoso, pero que aplastaba aquellas dos grandes esferas de carne hasta que amenazaban con salirse del escote. Al sentarme en primera fila, cruzando sensualmente mis piernas enfundadas en tela vaquera, el profesor Acosta esbozó una sonrisa triunfal: la de un zorro que ha logrado colarse en un gallinero.

Me encantaría decir que a partir de entonces terminaron todas mis vejaciones en clase, pero lo cierto es que lo peor no había hecho más que comenzar. Cada vez que teníamos bioquímica, me levantaba temprano para cambiarme de ropa en el cuarto de baño de cualquier bar, pero el trato del señor Acosta pasó de ser cortante a desagradablemente cariñoso, empapado en una empalagosa dulzura que sólo aguijoneaba el desprecio que me profesaban mis compañeros de clase, especialmente las chicas, para las me había convertido en una buscona. Cualquier excusa era buena para aproximarse a mi sitio con el fin de contemplar descaradamente mi escote, pasarme el brazo sobre los hombros o reposar su mano descuidadamente en uno de mis muslos.

Pero lo peor de todo fue el día en el que salieron las notas del segundo trimestre: tan sólo había sacado un cuatro sobre diez. Además de mis continuos desvelos por agradar a aquel pervertido, me había pasado horas y horas preparando la evaluación en una academia. Cuando solicité ver el examen corregido, apenas pude contener las lágrimas de frustración: la puntuación había sido miserable, claramente a la baja. Cuando protesté de nuevo al señor Acosta, su actitud volvió a ser la del principio.

-Mira, monada –me dijo refunfuñando-. Si quieres, podemos revisar tu examen, pero para ello deberás pasarte por mi despacho al final de clase.

Al principio, no quise seguirle el juego, pero del segundo trimestre pasé al tercero, con idénticos resultados. Había aprobado todas las asignaturas excepto bioquímica, la cual me estaba haciendo polvo el expediente académico y lo peor de todo era que, siendo una asignatura llave, no podría examinarme de otras en el segundo curso. Mis padres me presionaban cada vez más para que "me aplicara" hasta que finalmente decidí hacerles caso, aunque tal vez no del modo que ellos pensaban.

Concerté una cita con el señor Acosta, y acudí a ella tras haber prestado especial atención a mi aspecto: una elegante blusa blanca entallada, con tres botones desabrochados, acompañada de una falda oscura bien ceñida, que se ajustaba a mis caderas como una segunda piel, bajo la que me había puesto dos medias negras y unos zapatos de tacón. Llamé a la puerta con timidez e inmediatamente escuché un "adelante" que acabó confundiéndose con una tos seca. Al abrir la puerta me adentré en una destartalada oficina recargada de humo de pipa, con una mesa de nogal frente a la entrada, las paredes completamente recubiertas de estanterías y el acceso a un pequeño cuarto de baño a un lado. El señor Acosta se encontraba recostado en una silla, con su pipa en la mano, tras aquel escritorio repleto de papeles amontonados, mientras me observaba de pies a cabeza con una mirada de perversa satisfacción.

-Cierra la puerta –me ordenó. Obedecí de inmediato y al girarme para hacerlo pude ver la elocuente expresión de mis dos compañeros que aguardaban su turno en el pasillo: al parecer, todos sabían lo que iba a suceder a continuación allí dentro, excepto tal vez yo misma. Cuando hice el gesto de tomar una silla, la voz autoritaria del profesor Acosta me detuvo bruscamente:

-No he dicho que te sientes -al verme allí, frente a él, petrificada y visiblemente asustada, mi profesor esbozó una nueva sonrisa.

-¿A qué has venido a mi despacho, Beatriz?

-Quiero revisar mi examen -murmuré.

-Tu examen… Si, aquí lo tengo: creo puedo subirte la nota para que apruebes, pero antes deberás hacer algo para complacerme –aquello se estaba saliendo completamente del guión mental que me había preparado, materializándose todos mis temores.

-¿Es que quiere… follarme? –Gemí a modo de protesta.

-Follar es propio de proletarios, Beatriz. Es algo extremadamente vulgar y cansado -aseguró- ¿Alguna vez le has chupado la polla a un hombre?

-N-no –Dios, pensé, por favor, que no pida eso.

-Excelente –respondió implacablemente satisfecho-. Hoy va a ser tu primera vez.

Permanecí de pie en silencio durante unos momentos, sin saber muy bien qué hacer ni cómo empezar con aquello. Por un instante, estuve tentada a irme, pero inmediatamente cambié de opinión: si quería aprobar, no me quedaba otra salida. El profesor Acosta se impacientaba, así que sin más dilación me arrodillé dócilmente entre sus piernas apoyando ambas manos sobre su regazo. Inmediatamente él aferró el cuello de mi blusa y dio un fuerte tirón hacia abajo: aprisionados por el sujetador negro, mis grandes pechos salieron a causa de la violencia del gesto, algo que él aprovechó para introducir sus dedos y hacerse con ellos. Amasándolos voluptuosamente, pellizcó con fuerza mis pezones hasta arrancarme un leve quejido de dolor. Al escucharlo, Acosta me abofeteó en la mejilla, tal vez no con demasiada fuerza, pero aquello tan sólo era una advertencia.

-Nada de quejidos, ¿está claro? –Gruño, reprobador- Compórtate como una mujer adulta.

-Si, señor. Perdóneme –le dije, bajando la vista avergonzada, y aquel gesto modoso pareció complacerle de inmediato, pues ensanchó groseramente su perenne sonrisa.

Acosta desabrochó la hebilla de su cinturón, mientras yo le desabotonaba la bragueta para liberar aquel prominente bulto que amenazaba con desgarrar la prenda. Cuando bajé los calzoncillos, inmediatamente surgió el miembro como activado por un mecanismo escondido. Un falo de proporciones respetables, envuelto en una piel oscura y arrugada surcada por un millar de venas que lo recorrían desde casi la misma punta hasta perderse en su base, entre una maraña de pelo rizado. Retorcido como una rama de olivo, se hinchaba ante mis ojos a cada pálpito de sangre que recibía, echando hacia atrás el prepucio para dejar orgullosamente al descubierto un glande enrojecido. Mi profesor debía sentir sobre su miembro el cálido aliento de mis jadeos, que se escapaba entre mis labios entreabiertos, a pocos centímetros.

-Fíjate bien, Bea, porque a partir de ahora vas a tener que hacer esto muchas veces –aseguró, mientras lo exhibía impúdicamente ante mis ojos.

Incliné ligeramente la cabeza para comenzar lamerlo tímidamente, mientras me sujetaba la melena con la mano izquierda para evitar que me estorbase. Asiendo con ambas manos los pantalones, tiré de la prenda hacia abajo, hasta que se encontró en los tobillos. Las robustas piernas de mi profesor eran de un color lechoso y se encontraban completamente cubiertas de un vello oscuro de aspecto maliciento. Hundí mi boca en el rizado vello que cubría sus testículos, aspirando el intenso y rancio olor que desprendían, para explorar con mi lengua todos los resquicios de aquella rugosa piel mientras que con mi mano izquierda friccionaba el grueso tallo. Al sentir aquello, el profesor Acosta abrió aún más sus piernas y gracias a ello pude acceder a su perineo, que chupé con delicadeza hasta arrancarle un gruñido de satisfacción. A continuación, me ordenó que bajara con mi lengua hasta el estriado orificio del ano, rodeado de un vello áspero y espeso, a lo que obedecí de inmediato. Empapé en saliva el esfínter y comencé a succionarlo con desagrado, al sentir el olor que emanaba: mi lengua se abrió paso en el interior con dificultad, humedeciéndolo, y prolongué aquel beso negro todo el tiempo que pude, antes de sentir varias arcadas.

Una vez hecho esto, me dirigí de nuevo hacia el glande y me lo introduje resueltamente en la boca para succionarlo con fuerza, a la vez que frotaba la base con mis dedos: A continuación imprimí a mis acometidas un rítmico movimiento ascendente y descendente. Mi profesor apoyó una mano sobre mi cabeza y hundió sus ásperos dedos en mi cabello rubio, para acariciármelo distraídamente, mientras sentía la suave humedad de mi boca recorriendo su miembro. Súbitamente, aferró mi cabeza con ambas manos y, poniéndose de pie, comenzó horadar mi garganta desenfrenadamente, con furiosos movimientos de pelvis mientras mi nuca reposaba sobre el borde de su mesa.

Decidí poner en práctica todo lo que había aprendido gracias a los artículos del Cosmopolitan: introduje tímidamente mi dedo índice en el esfínter humedecido y dilatado gracias a mi propia saliva. Los gruñidos del señor Acosta se hicieron más guturales y por un momento soltó su presa, por lo que me aventuré a explorar el interior de su recto hasta encontrar el abultamiento de la próstata. Cuando creí dar con ella, la friccioné al mismo tiempo que mamaba su verga, imprimiendo cada vez mayor velocidad a mis acometidas. Durante un par de segundos experimenté unas fuertes arcadas, pero a continuación comenzó a manar un líquido espeso que se derramó por el interior de mi garganta a borbotones. Eché la cabeza hacia atrás, atragantándome con aquel torrente de esperma, mientras mi profesor, con súbitos movimientos de cadera, se vaciaba en mi interior. Apenas logré sacarlo de mi boca cuando un chorro de semen grumoso y amarillento impactó en mi mejilla, derramándose por ella hasta llegar al cuello. Entonces el profesor Acosta, aprisionando mi pelo, echó hacia atrás mi rostro y, apuntando mejor, salpicó mi frente con su viscosa simiente.

El pene de mi irascible profesor se había convertido en un tremendo surtidor de un líquido de sabor desagradable, extrañamente amargo, como un grumoso yogurt pasado de fecha mezclado con orín. Por un momento contemplé extasiada aquellas inagotables descargas cayendo sobre mí cara a través del cristal de mis gafas, y entonces aprisioné su miembro entre mis tetas. Sujetándolas con ambas manos, comencé a moverlas con un acompasado movimiento que hizo salir los últimos chorros de líquido ambarino de aquel falo. Acosta había tomado con los dedos la base de su miembro y comenzó a golpearme la cara con él, mientras yo sonreía con timidez, aguardando a que me dijera algo. Por último, apoyó su mano en mi nuca para recostar tiernamente mi rostro sobre el miembro aún palpitante, del que aún manaban los últimos vestigios de semen.

-Lo has hecho muy bien, pequeña –señaló con aprobación-. Te has esforzado mucho.

Al oír aquello, sintiéndome súbitamente satisfecha, me levanté para limpiarme las mejillas en el cuarto de baño y regresé con un paquete de toallitas con las que limpié con esmero el flácido miembro de mi profesor de bioquímica. Cuando entré de nuevo y observé la imagen que me mostraba el espejo, descubrí mi cabello rubio alborotado, el maquillaje corrido y la blusa abierta, repleta de manchas de esperma, dejando al descubierto mis pechos, brillantes a causa de los fluidos que habían caído sobre ellos. Súbitamente, sin dejar de mirarme, introduje mis dedos bajo la falda y comencé a friccionar desenfrenadamente mi clítoris hasta alcanzar el orgasmo más intenso que he experimentado en toda mi vida, viéndome obligada a apoyarme en el lavabo para no caerme pues me temblaban las piernas.

Tras ello, me despedí tímidamente del profesor y salí del despacho tratando de recomponer mi peinado. Al cruzarme con los dos compañeros que aún aguardaban en la puerta, pude ver sus duras miradas fijas sobre mí: había una acusación, pero también un indisimulado deseo. Por un momento, experimenté un indescriptible sentimiento de culpa, pero inmediatamente me encaminé hacia la salida contoneando mis caderas, sintiendo su vista fija en mí trasero mientras les abofeteaba con todo mi juvenil atractivo.

Al día siguiente, cuando acudí a la facultad, resultaba obvio que todos lo sabían: nada más entrar a bioquímica, para ocupar mi puesto en primera fila, me ví rodeada por un fuego cruzado de miradas indiscretas y maliciosos cuchicheos, a los que yo decidí ignorar. Me senté frente a mi profesor, junto antes de dar comienzo la clase. Tras una larga disertación, el señor Acosta comenzó a hablar de los altos niveles de glucosa hallados en el semen, y en un momento dado decidí alzar la mano para formular una pregunta:

-Si le he entendido bien, está usted diciendo que hay un montón de azúcar en el semen masculino –comenté.

-Si, así es –repuso él, con su habitual sonrisa. -Entonces, ¿por qué no sabe dulce? –Nada más decir aquello, descubrí a la clase al completo estallando en carcajadas; no obstante, el profesor Acosta respondió pacientemente a mi pregunta:

-No le sabe dulce porque las papilas gustativas para el dulzor están en la punta de la lengua y no al fondo de la garganta –su voz parecía educada, pero había un fuerte sarcasmo en ella. Mis compañeros de clase comenzaron a murmurar de nuevo, algo que sólo aumentaba mi turbación. Tratando de acallar los cuchicheos, el profesor alzó la voz una vez más:

-Por cierto, la señorita Alonso ha realizado un examen oral en mi despacho, tras el cual he decidido subirle la nota, a tenor de los buenos resultados –señaló cruelmente.

Las risas masculinas dieron paso a gritos y jaleos, mientras que las chicas me dirigían furibundas miradas de odio.

-Beatriz es una alumna muy aplicada. Y cuanto más lo sea, mejores notas sacará –sentenció, a modo de conclusión.

Cuando Rubén vino a buscarme al salir de clase, todos los chicos nos saludaron con aparente cordialidad, dándole amistosas palmadas en la espalda acompañadas de maliciosos comentarios repletos de sarcasmo, que él no supo interpretar. Desde aquel día, decidí practicar con él el sexo oral en cualquier oportunidad que se nos presentara, atesorando una experiencia que luego ponía en práctica en el despacho de mi profesor. Al principio, mi novio se mostró extrañado ante aquella repentina fijación oral , pero más tarde, al enterarse de todo, aunque parecía celoso, finalmente no le dio mayor importancia. Cada vez que se publicaban las notas de bioquímica, mis compañeros podían hacerse una idea de cómo iban mejorando mis habilidades como mamadora. Para mí, al principio todo ello resultaba un tanto humillante, pero con el tiempo acabé aceptando con orgullo mi mote de "Beatriz la felatriz".