Eva y los CV. Marta, final

Esta vez un ejemplar castigo será el final de la relación

Empecé a comprobar en Marta una inclinación maligna, degenerada, de un sadismo sutil que sabía causar el mal con profundidad. Bajo su aspecto dulce, se escondía una personalidad compleja que solo a través de la humillación y el dolor de los demás alcanzaba el más profundo y enfermizo de los éxtasis.

Durante casi dos meses estuve obligada a llevar a un buen número de mujeres a la habitación del espejo. No fue difícil comprobar que Marta siempre señalaba los mismos patrones, chicas jóvenes que no alcanzaban los treinta años, o mujeres maduras que superaban los cincuenta. Las practicas iban cambiando, lo que solo fue sexo , iba transformándose en ciertas y sutiles prácticas de dominación. Con cada una debía conseguir que aceptara aquellos actos que en un principio no eran de su agrado. Si no alcanzaba el objetivo, era cruelmente castigada. Si alguna de las presas se me escapaba viva, como ella decía, yo debería pagar. En las primeras ocasiones mi objetivo no se cumplía. Me ablandaba, decía desdeñosamente. Mis castigos empezaban a ser retorcidos y cargados de humillación. Así me vi durmiendo desnuda sobre el suelo de la cocina, atada y untada con la famosa pomada de ajo, encerrada en un armario, permanecer de pie como una columna, hacer de reposa pies, obligada a comer en el suelo como una perra, frotada con hielo, eran castigos profundos que acababan moldeando el espíritu.

Me convertí en su instrumento. Recuerdo sus nombres y sus rostros. Tenía siempre preferencia por muchachas rubias que rondasen entre los 25 y los 30 años, un poco rellenitas. Si con las mujeres maduras se mostraba más flexible, con estas muchachas, era radical en su maldad. Las he azotado, sodomizado con toda clase de dildos, humillado, maltratado, casi forzado en algunas ocasiones y he disfrutado con ello. Me imaginaba a Marta en su voyerismo, excitada ante cada uno de mis actos, entonces me aplicaba más a fondo, no importaba que las muchachas protestasen o se resistiesen, yo seguía actuando. Después de cada encuentro, unos días, encontraba a Marta dormida, agotada, después de masturbarse, otros la encontraba desesperaba, histérica, envuelta en un doloroso llanto en la búsqueda de alcanzar el máximo placer, algo ya casi imposible.

Pasado un tiempo cesamos en esta actividad. Marta había adelgazado y empezaba a lucir unas ojeras enfermizas.

Durante una temporada estuvimos tranquilas, casi como una pareja de amantes convencional. Volvíamos a salir de compras, ir al cine, incluso nos fuimos de vacaciones. Era cierto que el sexo convencional no nos satisfacía. Pero en lo demás éramos una respetable pareja de mujeres.

La vida volvía a la normalidad. Marta empezó nuevamente a ir al gimnasio, a reunirse con su grupo de conocidas del barrio. Yo seguía con mi vida. Incluso entre semana tenía algún encuentro con algunas de las mujeres que había conocido. Los fines de semana me seguía instalando en casa de Marta.

El tiempo hizo que poco a poco fuese dependiendo menos de Marta. Los fines de semana eran suyos, pero el resto de los días comencé a tener relaciones con otras mujeres. Incluso tenía contacto con chicas que habían pasado por la habitación del espejo. Disfrutar de esa libertad, ser la dueña de mi destino empezaba a satisfacerme.

Aunque intentaba mantener la discreción, era cuestión de tiempo que Marta se enterase. Sin embargo, lejos de preocuparme empezaba darme igual. Algo me decía que habiamos llegado al final. Que en un momento esta relación llegaría a su final, un final seguramente doloroso.

El sábado estab histérica, sus gritos de reproche se mezclaban con el llanto del dolor y de la indiganción. La infidelidad era en lo peor que una sumisa podía caer. La mayor afrenta. Durante un rato largo siguió gritando y desquiciada. Luego se tomó una pastilla y se acostó. Durmió toda la noche. A la mañana siguiente estaba tranquila y con una serenidad que me asustaba. Se sentó en el sofá. Me hizo un gesto para que acercara y me pusiese de rodillas.

  • Tengo que castigarte, lo haría yo misma pero temo que estoy demasiado implicada emocionalmente. Tu castigo necesita la frialdad de la confesión y de la penitencia.

Me citó para el siguiente sábado a las cinco de la tarde en su casa.

Confesión y penitencia

Cuando llegué Marta estaba preparada, vestía de negro, un vestido que cubría su cuello y sus brazos y llegaba hasta sus pies enfundados en unas botas negras.

  • Desnúdate

Me quité toda la ropa, y la dejé sobre una silla. Me miró con desprecio. Me colocó unas muqñequeras, unas tobilleras y un collar especiales para atarme. Después me lanzó una gabardina negra.

  • Ponte esto. No llevarás nada más

La gabardina me llegaba hasta las rodillas y era de un tejido que quedaba muy holgado. Salimos a la calle, me sentía desnuda y miré a todas partes pensando que los transeuntes estaban en el secreto de mi desnudez. Tomamos un taxi, no tardamos mucho en llegar, era un piso en un edificio antiguo. Nada indicaba que allí hubiese un gabinete o algo parecido. Marta llamó a la puerta. Nos abrió una chica joven de pelo muy largo y moreno, no era guapa pero resultaba atractiva.

Nos hizo pasar a una pequeña salita. Marta me ordenó quitarme la gabardina y permanecer en posición. Después de esperar unos minutos se abrió la puerta. Una mujer algo rellenita que ya había superado los cincuenta y una chica joven que parecía su ayudante entraron. Las dos me miraron,

  • ¿ Es esta ?

Marta asintió.

  • Llévala a la número tres

Seguí por el pasillo a la ayudante mientras la mujer se quedaba hablando con Marta.

  • De rodillas con las manos a la espalda

Me coloqué como me había ordenado. Era una habitación cuadrada, de techos altos que cruzaban algunas vigas. Estaba cubierta con tela roja y al fondo sobre una de las paredes había un gran espejo en el que me podía ver reflejada. En la pared había algunos artilugios como cruces, ganchos, un bastidor grande, y un armario negro que llegaba hasta el techo.

Primero entró la ayudante y colocó un taburete ancho de madera en uno de los extremos. Al rato entró la señora, puede verla mejor que al entrar. Era alta, grandona, de pechos abultados Vestía de negro. Se sentó en el taburete.

  • Ven aquí

Hice intención de ponerme de pie

  • No te mereces caminar como la spersonas, camina como la perra que eres .

Caminé a cuatro patas hasta el lugar de la Señora.

  • De rodillas.

Obedecí. Cerca aún me impresionó más. Tenía las manos grandes, anchas, fuertes.

  • Ahora te toca confesarte

Me dijo cogiéndome fuerte del pelo y caheteándome la cara con fuerza. Comprendí en ese momento que allí no habría morbo ni placer en el dolor. Que el castigo sería duro y solo el dolor estaría presente. Me quedé callada, no sabía que decir. Hubo otro par de bofetadas .

  • ¿Quién fue la primera?

Dije el nombre, y me quedé callada.

  • Veo, dijo enfadda, que hay que enseñarte a contar tus pecados.

Me tomó y me colocó sobre sus rodillas, una serie de azotes fuertes continuados me hicieron sentir mis gritos. Paró un momento

  • Vamos empieza a confesarte como es debido, con todos los detalles de tus culpas.

Allí sobre sus rodillas, con la cabeza casi colgando comencé el relato de mis aventuras. Cada detalle, cada acto, cada rincón que mi lengua, que mis dedos, habían recorrido sobre el cuerpo de mis amantes. Entre el final de una historia y el comienzo de otra recibía una tanda de azotes, cada vez más fuertes. Sentía el culo ardiendo, y un dolor que cada vez se hacía más intenso. Un dolor que poséia los sonidos de sus grandes manos estrellándose violentamente sobre mis nalgas y mis gritos suplicando misericordia. Por fin llegué a la última. Al terminar la narración, descargó una tanda de azotes que me hicieron llorar, gritar, suplicar. Cuando terminó, me dejó caer al suelo. Me empujó con el pie.

  • Nueve en total. Ahora deberás cumplir las penitencias

Permenací sobre el suelo un rato, hasta que la ayudante me tomó por la cintura primero y luego comenzó a frotar mis pezones, tenía los dedos húmedos y fríos como si llevase alguna crema en ellos. Mis pezones se pusieron duros, muy duros. Los pellizco con ambos dedos comprobando su dureza. Tomó una pequeña cuerda y con un nudo corredizo la ató a cada uno de ellos. Al ser una cuerda fina se clavaban en ellos, produciendo una leve pero molesta presión. Estiró de las cuerdas hasta que me puse de pie. Me llevó hasta un bastidor de madera en forma de caballo. Me coloqué a horcajada, las piernas colgaban y notaba como la madera se clavaba en mi sexo. La ayudante me ató los pies al suelo y los estiró hasta lograr tensar mis piernas. El dolor en mi sexo se agudizó. Intenté gritar, pero solo me salía un llanto compungido. Ató mis manos en un anilla del collar de cuero. Después tomó las cuerdas y las ató a unos ganchitos que iban unidos a una cuerda más gruesa que a través de unas poleas finalizaba en un cilindro con una manivela. Comenzó a girar la manivela. Las cuerdas se tensaron y empujaron mis pezones hacia arriba. El dolor se agudizó, Grité. Alcé el tronco intentando paliar el estiramiento de mis pezones. De esta forma noté que mi cuerpo quedaba totamente tensado e inmóvil.

La señora tomó un látigo de colas. Y golpeó mi espalda.

  • ¿ Te arrepientes de tus pecados?

Gritó mientras volvía a azotarme. A cada azote debía proclamar mi arrepentiemino. Decía el nombre de mi amante y mi arrepentimiento. En esa posición el dolor era total, mis piernas, mi sexo, los pezones que a cada azote la ayudante giraba la manivela, los golpes en la espalda en los muslos. Oía mi voz gritando el nombre de mis amante y mi arrepentimiento, en medio de los gritos, y de los llantos incontenibles. Al finaizar la ayudante primero me desató los pezones que masajeo suavemente. Después fue soltándome, ayudándome a bajar del bastidor. Noté que las piernas me fallaban hasta caer al suelo. Sentía un gran dolor en todo el cuerpo. Me tumbé sobre el suelo que estaba agradablemente frío. La ayudante , me tomó por la cabeza y me dio a beber de una botella de agua.

  • Vamos con calma, no te atragantes,

La miré a al cara. Antes no me había fijado. Era una chica muy joven. Su estatura y el exceso de maquillaje la hacían parecer mayor, pero era muy joven.

  • Para nadie es esto agradable. Pero debes ser castigada.

Me retiró la botella y me dejó tumbada.

  • Descansa un rato. Aquí te dejo el agua por si quieres más, eso sí nada de tocar el plato con las manos.

Vertió el resto del contenido en un plato metálico para perros. Tenía la boca seca y notaba un cierto sabor salado seguramente de mis propias lágrimas. Bebí como una perra . Oí como la yudante y la señora se reían. Por primera vez sentí vergüenza, por primera vez la humillación a la que me veía sometida me hacía llorar.

  • Vamos ya es mucho descansar, y no tenemos toda la noche.

Me levanté, las piernas me temblaban. Miré a las dos mujeres que desde hacía ya un buen rato me estaban castigando. Así juntas daban miedo. Apenas si mostraban emoción en lo que hacían. Eran profesionales, nada personal, solo realizar un trabajo. Eso me dio aún más miedo. La friladad solo lleva a la destrucción.

La ayudante me llevó hasta una especie de camilla pero estrecha solo cabía mi cuerpo, me senté al borde. La ayudante empujó el cuerpo hacia atrás y me ató las manos por encima de la cabeza. Luego tomó las piernas y las ató a dos cuerdas que por efecto de una polea mecánica fueron subiendo y abriéndose. Quedaba en una posición que ofrecía todo mi cuerpo. Las piernas abiertas y atadas hacia arriba.

  • Esto es lo que os pierde

Dijo la señora acariciando mi sexo.

  • Habría que coseroslo para que no cometieséis barabaridades.

La vi colocarse unos guantes de latex. Ahora sí podía contemplar esas manos que me parecieron aún más grande.Comenzó a hurgar en mi sexo. Enseguida supe que pretendía. Con esas manazas me reventaría. No tardé en empezar a sentir como sus dedos penetraban en mi sexo con virulencia. Grité. La supliqué, pero nada podría hacer que se apiadase. La ayudante me sujetó la cabeza. Me acaricio el pelo y la cara. El dolor se hacía más intenso, parecía que el coño fuese a reventar, a romperse. La mano entera estaba dentro, notaba sus nudillos, sus dedos, su mano follándome. Me tembalaba el cuerpo y un escalofrío se iba apoderando de él. Comencé a llorar en silencio. No, no era tanto el dolor como la humillación de verme forzada a aquel castigo inspoportable.

Cuando terminó se quitó el guante y lo arrojó a la papelera. Se apartó un poco y se encendió un cigarrillo. La habitación estaba en silencio. No sé si fue el dolor, si esa extraña sensación de mi sexo extremadamente abierto y dolorido, si el silencio de ese momento, que empecé a llorar desconsoladamente. Podía oir como un fondo sonoro cargado de patetismo mi propio llanto. La ayudante se colocó al lado de la señora. La soledad y el silencio agudizaban la sensación de humillación y desamparo.

Un chasquido seguido de fuerte dolor rompió el silencio. La aydante golpeaba la parte interna de mis muslos con un látigo de colas. El dolor y la quemazón eran intensos. Abrí la boca e intenté gritar, pero apenas si salió algo más que un gemido. Me sentía agotada. Los golpes se sucedían casi sin intervalos. Los muslos me ardían y notaba como me temblaban en un espasmo incontrolable.

Oí a la señora que hablaba con la ayudante. Cuchicehaban en un tono apenas imperceptible. La señora se acercó y frotó mi coño. Lo abrió y estimuló el clitorix hasta dejarlo al descubierto. Lo frotó con los dedos. Lo hacía tan directamente y con tanta brusquedad que solo sentía incomodidad y dolor.

  • Está lista, puedes empezar

Oí que decía. Apenas unos segundos despues un golpe seco , doloroso se estrellaba en mi sexo. Grité. hasta que mi voz se apagaba con nuevos golpes y más dolor.

  • Dale más templado pero más continuo, así será más potente el dolor.

Creí que me iba a desmayar. Por un momento apenas si lograba saber donde estaba, solo notaba la intensidad de mi cuerpo, de mi coño golpeado y humillado. Apenas tenía ya conciencia de lo que estaba ocurriendo. Los golpes pararon y la ayudante me desató, me ayudó a bajarme. Me temblaba todo el cuerpo, caí al suelo como una muñeca desinflada.

  • Si quieres beber agua , ahí la tienes

,

Me dijo la ayudante, señalándome el plato, caminé a cuatro patas hasta él y bebí. Giré la cabeza. Hablaban la dos. La Señora se mostraba enfadada con la ayudante. Ambas salieron. Me tumbé en el suelo, con los ojos cerrados, acurrucada,deseando no pensar en nada.

Oí abrirse la puerta, entró solo la ayudante. Colocó un puf moruno en medio de la habitación.

  • Ven aquí

Acudí a cuatro patas. Me colocó boca abajo, apoyando el culo en el puf.

  • Esto es una petición especial de Marta

Me dijo. Noté que se preparaba para sodomizarme. Enseguida supe que tenía colocado un dildo grueso y que aquello me dolería. Empujó con ganas, abriéndome el culo. Grité. Lloré. Ella me follaba sin pausa, sabiendo que así el dolor sería más intenso. Después de un rato paró. El dolor en el culo y en el vientre eran fuertes.

  • No te muevas hasta que te lo diga.

Permanecí así un rato hasta que entró la señora. Me separó las nalgas y observó el agujero del culo. Se sentó en el taburete de madera.

  • Ven aquí

Avancé a cuatro patas. Cuando llegué hasta ella me incorporó y me puso de rodillas.

  • ¿Estás arrepentida?

Afirmé con la cabeza.

  • Ponte de pie, acompañame

La seguí por el pasillo hasta una pequeña sala. Marta estaba

esperando.

  • Ahí la tienes. Arrepentida. Ha sido un buen castigo, como nos pediste.

Marta sonrió. Me dio la gabardina. Me la puse, y la seguí. Ninguna de las dos hablamos, ni nos miramos. Tal vez no había nada que decir, el exceso de crueldad siempre conduce a la incomunicación. Cuando llegamos a casa, Marta me ordenó permanecer desnuda, de pie, frente a ella.

  • Puedes irte a dormir.

Me dijo condescendiente después de un rato.

Despedida

Durante algunas semanas casi ni nos vimos. Marta utilizaba evasivas, apenas si teniamos nada que decirnos. Las dos sabiamos que era el final. Una tarde Marta me llamó. Se iba, había conseguido una plaza fuera de Madrid, era lo mejor. Frente a los callejones sin salida las fugas a ninguna parte se presentaban como única solución. Me entregó su cuaderno. Un cuaderno de tapas verdes y papel cuadriculado. Era nuestra historia me dijo. Aquella tarde solo fuimos dos amantes.

No hubo ni lágrimas, ni penas. La marcha de Marta me liberaba. Ahora me correspondía ir descubriendo mis otras facetas.