Euterpe y tauro
Juan Gallardo, una noche,en el Olimpia de París, asiste al espectáculo de una cantante rusa, Yelena Gaenva... Y el joven español queda prendado, casi a primera vista, de la escultural diva rusa
EUTERPE Y TAURO
EUTERPE, EN LA MITOLOGÍA GRIEGA, ERA LA MUSA DE LA MÚSICA Y EL CANTO. TAURO, DEL GRIGO “TAURÓS”, TORO, MITOLÓGICAMENTE ERA UN SEMIDIOS, ENCARNACIÓN DE LA FUERZA, LA FERTILIDAD, EL MASCULINO DESSEO SEXUAL Y LA AGRESIVIDAD DENTRO DE LA NOBLEZA; ESTO ES, EL VALOR MASCULINO UNIDO A LA TEMPLANZA, LA CABALLEROSIDAD. TAMBIÉN ERA REPRESENTACIÓN DE LA RIQUEZA EN EL “CUERNO DE LA ABUNDANCIA”.
Llegar a ser figura del toreo es casi un milagro; pero al que lo logra, un toro podrá quitarle la vida…pero nada ni nadie podrá ya nunca quitarle LA GLORIA (Miguel Hernández, poeta, en la obra “Los Toros”, de José María de Cossío, en cuya redacción colaboró entre 1934-35, siendo de su autoría las biografías de Manuel García, “El Espartero”; José Ulloa, “Tragabuches”; Antonio Reverte y Rafael Molina, “Lagartijo”)
Juan Gallardo, era un joven madrileño de 24 años; alto, 1,76 más o menos, atlético y atractivamente varonil. Pertenecía a la clase alta de la sociedad madrileña y española, de padre catedrático de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid, abogado del Estado y titular de uno de los despachos de abogados más prestigiosos tanto de España como a nivel internacional, y madre inglesa, dama de lo más selecto de la sociedad londinense
Una noche de fines de Octubre de hacia fines de la primera década del siglo XXI, digamos el 27 de Octubre de 2006, estaba en el Olimpia de París, viendo el espectáculo de una cantante rusa, Yelena Gaenva… La cosa fue iniciativa de monsieur Perrín, abogado francés y buen amigo de su padre, el cual le había llamado, previamente a que su retoño iniciara viaje a la Ciudad de la Luz, para que fuera “cicerone” y “hayo” de su “ninio” durante su estancia en el París de la France… La verdad que meterse en un teatro, por selecto que fuera y las variedades que presentaba fueran de lo mejor que podía verse, no le ilusionaba en absoluto… Vamos, que él mucho mejor se hubiera metido en el Folies Bergere o en el Moulin Rouge… O se hubiera sumergido en la “Nuit Pigalle”
Pero tal opinión dio en quiebra tan pronto vio a aquél “piazo” de mujer que era la rusa de marras. Alta, más de 1,70, casi mediada la treintena de años, bella…pero que muy, muy bella… De pelo más azabache que negro, cayéndole en lisa melena hasta más allá de la cintura… Aunque no pocas veces salía al escenario con el cabello recogido ya en una trenza, ya en moño sobre la nuca…. Cuerpo de infarto, con muy, pero que muy generosas carnes aunque tan exquisitamente repartidas que sólo un sublimado atractivo sexual aportaban a tal cuerpo de hembra humana… Así, todo en ella resultaba espléndido, soberano… Senos, caderas, culo… Vamos, un “piazo” hembra humana que hasta a un cadáver encendería en loco deseo… Aunque muslos y piernas, sólo fueran incógnitas prometedoras, al lucir en escena vestidos largos hasta los pies. Aunque había algo que permitía, con algún fundamento, suponer la magnificencia de sus inferiores gracias: Los pies, blanquísimos, como su cutis, pequeñitos, perfectamente modelados, preciosos por demás…con unos deditos que eran todo un primor de podológica belleza… Lo de poder apreciar tales piececitos se debía a la marcada tendencia de la artista a descalzarse en el escenario, con lo que buena parte de su actuación la hacía a pies desnudos…
Otra particularidad de la artista del “País del Hielo” era su gran facilidad para conectar con el público, aunque aquí debe decirse que la inmensa mayoría de las personas que esa noche abarrotaban el teatro eran rusos, de nacimiento o estirpe, por lo que entendían perfectamente cuanto la estrella cantaba y decía, que esa era otra, los no pocas veces extensos parlamentos que precedían a muchas de sus canciones… A todas luces, en tales peroratas bromeaba con el público, pues era de verse la hilaridad que entre el auditorio provocaba en tales ocasiones
Pero no era esto sólo, sino que el despiporren era cuando la estrella rusa bajaba del escenario, zambulléndose, más empírica que ilusoriamente, entre el público… Y era de verse cómo, entonces, las gentes se levantaban de sus asientos y acudían a ella y cómo la artista recibía a todo el mundo con total liberalidad, sin mediar escoltas ni Cristo que lo fundó entre la estrella y sus admiradores; la gente iba a ella con flores, ora en ramos, ora sencillamente una sola flor engarzada en su tallo… La rusa dejaba que ese público la tocara, la besara, la abrazara, rindiéndole así su homenaje de admiración y cariño, lo que ella agradecía con un “Spasiva”… “Spasiva Balshoe”, “Gracias… Muchas gracias”
Y a Juan Gallardo todo eso le impresionaba hasta lo más profundo de su ser… Como allende Despeñaperros suele decirse, por estos hispánicos pagos, esa mujer, en un Santiamén, le tenía “acharaíto der to”… Así, en una de esas veces que la estrella de la tundra y la estepa bajó del escenario, mezclándose abiertamente con el público, Juan Gallardo tuvo una ocurrencia para llamar la atención de la fémina que le traía loco sobre sí mismo; en dos de sus canciones, la Gaenva había intercalado sendas frases en castellano, vulgo español: “Hasta mañana” y “Dentro de mí”; de modo que, valiéndose de ambas, hizo una nueva… Esperó a que la artista pasara junto a la fila de asientos que ocupaba y, cuando la tuvo bien cerca, se levantó y, a voz en grito le dijo. Y con ambas frases hizo un todo
- ¡¡¡”HASTA MAÑANA”, bella entre las bellas!!!...¡¡¡Siempre te llevaré “DENTRO DE MÍ”!!!...
La rusa se paró en seco; se dio la vuelta y volvió hacia donde él estaba
- Pardon Monsieur; ¿comment dit?... ( Perdón señor; ¿cómo dijo ?)
Juan se sonrió; se puso en pie y, en un perfecto francés, le tradujo el requiebro que acababa de dedicarle…
La bella rusa, a su vez, le sonrió, complacida a tal galantería… El muchacho no ocupaba, precisamente, un asiento de pasillo, sino que se sentaba a cinco o seis butacas más allá; pues bien, la Gaenva hizo intención de pasar hasta allá, a través de los espectadores que mediaban entre ellos, pero él se levantó rápido, saliendo a su encuentro, entre la curiosidad, por no decir asombro, de la próxima concurrencia. La mujer quedó en el pasillo, esperándole, y cuando por fin el joven estuvo a su lado, le pasó un brazo por el cuello para besarle en la mejilla, diciéndole, en francés, claro
- Muy amable caballero… Muy gentil usted, señor caballero… ¿Español?…
Gallardo afirmó con la cabeza y la Gaenva se separó de él, tornando al escenario… Pero aquello fue lo que a Juan Gallardo le faltaba para quedar más que fascinado por tan bella mujer, amén de tan tremendamente simpática… Y, en un arranque de pasión, “soltó” a monsieur Perrín
- Monsieur Perrín, necesito una joya digna de una reina… De una diosa… Y la necesito ya… Cueste lo que cueste, pero la preciso ahora mismo… Esta misma noche…
- ¡Oh, mon Dieu!... ¡Mon Dieu!... ¡ C'est trés difficile! ¡Es muy “difisíl” lo que usted “quiegue”, monsieur Gallagdó!... ¡Tout est fermé!... ¡Todo cerrado, monsieur Gallagdó!...
- Y para qué están los amigos, monsieur Perrín… Seguro que tendrá usted algún amigo… Algún buen amigo joyero que, seguro, atenderá su ruego… Mueva sus amistades, monsieur Perrín… Sus influencias… Le quedaría muy… Pero que muy agradecido… Y por el precio, no se preocupe… Usted lógreme ese favor, que yo sabré agradecérselo cual merece
Y el franchute, ante el brillo del vil metal, se puso manos a la obra, aunque rezongando por las extravagancias de “monsieur Gallagdó”… Tomó su móvil, marcó un número y estuvo hablando un rato, para, finalmente, colgar y decirle al joven que, por unos días, era su pupilo
- Ya está, monsieur Gallagdó… Mon ami, monsieur Dunant, joyegó, le traegá lo que quiegue… Pego, segá muy, muy “cago”… Mucho, mucho dinegó…
- Perfecto, monsieur Perrín… No se preocupe; mañana se le reembolsará lo que sea… No se preocupe por eso
Pasaron como cuarenta minuto…puede que más, y “monsieur Perrín” recibió un llamada a su teléfono móvil
- Ya está aquí mon ami, monsieur Dunant, con lo suyo… Nos espera fuera…
Tiempo faltó a Juan Gallardo para salir volando hacia la entrada del teatro. Desde luego, la joya era una maravilla, tanto en belleza como en elegancia. Un conjunto de collar y pendientes a juego en perlas negras, naturales, con los pendientes largos, en colgante, y la perla trabajada en lágrima… Pero tampoco era baladí el precio que le sacaron… Iba a decir que un ojo de la cara le costó, pero mejor sería decir que le dejaron tuerto de los dos óculos… Pero ya se sabe, quién algo quiere, algo le cuesta… Amén, de que “sarna, con gusto, no pica”, y ya lo quiero que Juan Gallardo quería esa joya como nunca deseó antes nada, pues en ella cifraba todas sus esperanzas de pasar esa noche con tan bella mujer entre sus brazos, refocilándose, bien refocilado, con semejante hembra humana
Esperó al final del espectáculo y salió escopeteado hacia el camerino de la estrella, bien pertrechado de la joya, en su estuche, y un monumental ramo de flores; allá le cortó el paso una especie de cancerbero en cuerpo de mujer entre asaz cincuentona y escasamente sesentona, que le dijo, en un francés más que macarrónico, que la señorita Gaenva no recibía a admiradores desconocidos… Gallardo porfió y porfió, pero el “cancerbero” no desalentaba en su terminante negativa a hacerle accesible a su “jefa”… Hasta que Juan usó la llave que abre todas las cerraduras por más seguras que éstas sean, el famoso “vil metal”… En fin, que a la vista de un par de billetes de cien euros, la guardiana de la intimidad de la bella rusa, se avino a pasar adentro y entregarle a su ama el ramo de flores, el estuche con la joya y un billetito, un tarjetón más bien, donde el hombre invitaba a cenar con él a la despampanante mujer, aunque previniendo la matrona al joven enamorado con lo de
- “Va a perder el tiempo, señor… La señorita Gaenva no aceptará nada de usted… Pero allá usted, con su tiempo… Y su dinero…
Ello, como es natural, dicho en su más que deplorable francés… Pero la “fiera corrupea” resultó ser profética, pues escasos minutos después reaparecía ante Juan con la joya y el tarjetón devueltos al joven galán… Vamos, que la bella decía que “nones” al “revolcón” tan bien planeado, y a pies juntillas esperado, por el bueno de Juan Gallardo… Y allí quedó Juanito Gallardo, como el “Gallo de Morón”, “cacareando y sin plumas”, obligado pues a abandonar el Olimpia con el rabo entre las piernas ( y sin coñas con lo del “rabo”, mis queridas/os, lectoras/es… ¡Que conste, leñe! )… Encorajinado, jurando para sus adentros eso tan bonito del “¡Qué se creerá esa…! Y me ahorro a lo que equivalen los puntos suspensivos por evidente… Hasta se decía que qué narices se le había perdido a él en ese París tan esquivo, con el tremendo éxito de que disfrutaba entre las féminas de los lares de habla hispana… Vamos, que de pocas no se largó al aeropuerto a enganchar el primer avión rumbo a España
Pero, a pesar de todos los pesares, a la noche siguiente volvió a sentarse en una butaca del Olimpia y, como la primera noche, gritó a pleno pulmón lo de “Hasta mañana, bella entre la bellas; siempre te llevaré dentro de mí”, cuando la adorable rusa pasó cerca de donde él se sentaba, atrayendo así, de nuevo, la atención de tal mujer hacia él… Y eso mismo se repitió a la noche siguiente…y a la otra, cuarta y última que Elena Gaenva actuó entonces en el Olimpia parisino…
Pero no la última noche que la cantante surgida del frío cantó esos días en París, pues dos noches después estaba en una sala de juventud, un tanto cutre ella, como todo este tipo de locales, acompañando a la actriz y cantante, que ambas cosas era Elena Gaenva en su natal Federación Rusa, cantante y actriz de cine de indudable éxito, música “enlatada” en vez de la “banda” que la arropó en el Olimpia, tres trompetas, dos saxos, dos trombones de varas, dos oboes un piano de cola, una guitarra española… Y claro, otras dos o tres eléctricas amén de la típica batería… Y, cómo no, un acordeón, algo así como el instrumento músico nacional de Rusia… Pero la voz de la cantante, también aquí, de enlatada, nada de nada, que bien se hacía notar cuando, como en el Olimpia, se bajaba del escenario hasta donde los jóvenes, y no tan jóvenes, estaban, mezclándose entre ellos sin orden ni concierto, como aquél que dice… Como de igual a igual… Como entre amigos de toda la vida…
La diva, aquella noche, estaba imponente; no vestía los vestidos que luciera en el Olimpia, hasta los pies, rebuscados, recargados hasta resultar casi, casi, que barrocos… Aquí, en esta sala más informal, aparecía bastante más natural… Podría decirse que, en cierto modo, hasta pacata… El pelo recogido en un moño tras la nuca; vestido negro, de una sola pieza, de seda o símil seda, que los conocimientos textiles de Juan no alcanzaban a discernir lo uno de lo otro; ceñido, muy ceñido, adaptándosele al cuerpo como una segunda piel, con lo que sus femeninos atributos quedaban tan remarcados que hasta podría dar sensación de desnudez… Manga corta y escote rectangular, en vertical, largo hasta claramente mostrar la parte alta de sus senos, a todas luces sin sujetador, pues saltaban, bailoteando, según ella se movía, bailando, por el escenario, y estrecho de lado a lado; la falda, claramente corta, por encima de medio muslo, y zapatos de tacón altísimo, abiertos por detrás a modo de sandalias
Sí; esa noche la bella rusita mostraba en todo su esplendor la rutilante belleza de sus muslos, de sus piernas, más esculturales, incluso, de cuánto Juan Gallardo antes imaginara… La sala constaba de filas de asientos para el público asistente, en general, sillas más que butacas, pero su constancia resultaba más bien ociosa, pues el personal, independientemente de su edad, más prefería estar de pie, y cuanto más cerca del escenario mejor, que sentados en tales sitiales, aunque de todo había en la viña del Señor, pues tampoco faltaban espectadores que preferían mantenerse sentados; aunque, eso sí, protestando de la gente que estaba de pie, interceptando la vista del escenario
Juan Gallardo era de los que preferían mantenerse cómodamente sentados pese a los inconvenientes que la problemática visión entrañaba… Como acostumbraba, apenas empezó con la primera canción, se descalzó y a poco de entrar en la segunda ya estaba confundida entre un público que, para variar, la adoraba como si fuera una diosa del Olimpo… Y diosa del Olimpo artístico era, sin duda alguna… Y la Diosa por excelencia para el joven Juan Gallardo… Tal diosa evolucionó entre el gentío que abarrotaba la sala, recibiendo y dando besos y abrazos por doquier, aceptando ramos de flores y simples flores únicas, repartiendo a diestro y siniestro su sonrisa, sazonada con los consabidos “Spasiva”… “Spasiva Balshoe”… La Gaenva se llegó hasta la fila que Gallardo ocupaba que, por sobrar sitios vacíos, esa noche se sentaba justo junto al pasillo, con lo que pudo, con toda su voz y a su mejor gusto, soltar lo de “Hasta mañana, bella entre las bellas… Siempre te llevaré dentro de mí”… Entonces, la artista le miró casi con más detenimiento que otras veces… Le sonrió de manera tan deliciosa que el muchacho creyó morir de pura satisfacción, para de inmediato decirle, en francés, claro… Ese francés tan perfecto que ella hablaba
- ¡Vaya!... Conque es usted, el caballero español… Con que también ha venido a verme aquí… ¡Qué amable es usted, señor!... ¡Qué amable!... ¡Qué amable!...
E, inclinándose hacia él, al tiempo que Juan se levantaba, por pura casualidad, sus labios se rozaron un instante, para de inmediato reparar ese más que fugaz beso, pasando a posarse ambos labios en las mejillas del otro… La Gaenva volvió a sonreír al joven español para, seguidamente, seguir su rumbo entre el público y, finalmente, regresar al escenario…
Luego, cuando acabó el espectáculo, equipado con un ramo de flores en una mano, una botella de Dom Perignon en la otra, dos copas, una en cada bolsillo de la americana y el estuche con el collar y los pendientes de perlas en un bolsillo del pantalón, Juan Gallardo volvió a buscar el camerino de la mujer que, en no más de unas cuantas horas, le había sorbido el seso hasta niveles que ni él mismo entonces podía saber. De nuevo, como el primer día, se encontró con el infranqueable “cancerbero” en forma de mujer más que arisca… La “fiera” le cortó el paso apenas le “guipó”, con el consabido, “La señorita Gaenva no recibe a extraños”, como si él fuera un marciano o similar… Pero ya Juan sabía de qué “pie cojeaba” la adusta fémina, con lo que, enseñándole el consabido par de cientos de euros, le dijo
- ¿Querría la señorita salir aquí, al pasillo, ante la puerta de su camerino, a tomarse una copa de champán conmigo?... Sólo pretendo eso… Tomar una copa de champán con ella…a su lado… Sin siquiera despegarnos de aquí… De la puerta de su camerino…
La “fiera corrupea” torció el gesto, pero tomó los euros y el ramo y se metió por la puerta del camerino tan celosamente guardado y, minutos después, quien salía por tal puerta era la propia Elena Gaenva… Se ataviaba con una bata, a ciencia cierta de seda natural, manufacturada en la antigua República Socialista Soviética de Uzbekistán, hoy República de Uzbekistán. Se acercó a él, tendiéndole la mano que Gallardo estrechó; luego, intercambiaron un beso en las mejillas y el joven, tras alargarle una, escanció el champán en las dos copas…
- Esto es muy, muy irregular… Es la primera vez que acepto la invitación de un desconocido…
- Pues eso tiene fácil arreglo… Permítame que me presente: Juan Gallardo, de Madrid, para servirle en cuanto haya menester…como su más rendido adorador, ¡oh, suprema diosa del Olimpo de Euterpe y Talía!
La diva se rio con ganas
- ¡Pero qué adulador que es usted!... Y, como todos los aduladores, seguro que es un mentiroso de marca mayor… Pero bueno… ¿Brindamos?
- Desde luego… ¿Por qué quiere usted que brindemos?
- Pues… No sé… ¿Por la vida?...
- Tengo una propuesta mejor… Por usted, bella entre las bellas… Divina hurí del Edén de Allah…. Gran Diosa del Olimpo de Euterpe y Talía…
- Lo dicho; es usted un mentiroso adulador
- ¡Líbreme Dios de tal cosa!... En absoluto, señorita Gaenva; le digo, sólo y exclusivamente, lo que siento… Lo que usted es ya para mí… Y desde el primer instante en que la vi, hace… ¡Dios, y cómo es la mente humana!... Cinco días… Cinco días tan solo han pasado desde que la viera en el Olimpia, y me parece conocerla de toda la vida… Eso, que se me haya metido tan adentro y en nada de tiempo sí que es irregular… Eso sí que es cierto que nunca jamás me había pasado… Por cierto; ¿sabe usted lo que significan esos nombres, Euterpe, la Musa de la Música y Talía, la del Teatro?
- Mi embustero y adulador caballero español; en absoluto me avergüenza reconocer que, hasta ahí, mi sapiencia sobre la Mitología Griega Clásica no alcanza
- Pues Euterpe es “La Muy Placentera”, y Talía, “La Festiva”… Como anillo al dedo le sientan esos dos nombres griegos a su belleza… A su simpatía
Yelena Gaenva volvió a reír, alegre, festiva
- Lo dicho: Un zalamero adulador y mentiroso es usted… Pero, ¿sabe?... ¡Ay!... ¡Me gusta lo que dice!... ¿Cómo dicen ustedes, allá en España, de las personas como usted, aduladoras, mentirosas pero embaucadoras y simpáticas?... ¡Vamos, el personaje de Arlequín de la “Commedia dell'Arte”…
- ¿Gitano?
- ¡Eso! ¡Tsigan!...
La cantante no había usado el francés para decir “gitano”, sino que lo había dicho en su materna lengua rusa, (“Tsigan” es la transcripción a caracteres latinos, del ruso cirílico “цыган” )
- ¡Sí; usted es un “Tsigan”, embustero, simpático y embaucador!… No hay más que verle: Tez morena, delgado y flexible como un junco, pelo rizado y negro…muy negro…como sus ojos… ¡”Tsigan”!... ¡”Bapiie tsigan”!…
La rusa volvió a reír, alegre, desenfadada, y Juan la imitó, riendo también a mandíbula batiente
- Esto no vale, ¡oh Diosa!... Juega usted con ventaja… ¿Olvida que no sé ruso?... Vamos, que como no traduzca… ¡Hasta podría pensar mal de usted, creyendo que me pone de hoja de perejil “p’arriba”!…
La Gaenva casi deja de reír; pero sólo eso… Casi…
- ¡Pero qué quisquilloso es usted!... Sólo le decía “Gitano; más que gitano”… Como verá no es nada ofensivo para usted… La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad…
Rieron los dos de nuevo, pero al rato quedaron en silencio, mirándose a los ojos… Entonces, en un pasional arranque, dijo el joven español
- ¡Me gusta usted, Yelena!… Me gusta mucho… Muchísimo... Hasta creo que me he “colado” por usted… Que me he enamorado de usted… Que la quiero, Yelena…que la quiero… Yelena o Elena, ¿verdad?... Creo que es lo que ese nombre ruso significa en castellano…
Y, sacando el estuche con el conjunto de collar y pendientes, se lo tendió a la bella, que lo tomó en sus manos y lo abrió
- Sí; así es; Elena es mi nombre en su idioma… Es bonito su obsequio… Muy, muy bonito… Muy elegante… La verdad, me gusta; me gusta mucho…
La artista, diciendo esto, cerró el estuche y se lo alargó a Juan Gallardo
- Sí; muy bonito, muy fino y, claro está, que me gusta mucho… Peo no lo quiero… No lo acepto… Quédeselo, por favor… Y no insista, se lo ruego, señor caballero… ¿Cree que no sé que le gusto?... ¿Qué no sé lo que hay tras de todo esto?… Su invitación a cenar…su palabrería... ¿Cree que no sé lo que realmente pretende con todo eso?... Llevarme a la cama…que hagamos el sexo… Y, ¿sabe otra cosa…lo grande de todo esto? Que también usted me gusta a mí... Que no me costaría nada cenar con usted… Y pasar con usted la noche… Pero, ¿sabe otra cosa más?... Que tengo un marido… Y una hija… Y no estaría bien que cediera a…a… A nuestros deseos… Me comprende, ¿verdad?...
Juan Gallardo no respondió; simplemente, bajó la cabeza, visiblemente apesadumbrad… Hasta triste, podría decirse
- Adiós, mi gentil caballero… Le deseo lo mejor en la vida… Y gracias por fijarse en mí… Me siento halagada…
Yelena-Elena, Gaenva, volvió a besar a Juan Gallardo, pero ahora lo hizo rozándole quedamente y por un cortísimo instante, los labios… Luego, desapareció tras la puerta de su camerino…
Ha pasado año y pico desde aquella noche en la sala de juventud de París y estamos en Febrero de, pongamos, 2008… Elena Gaenva o, Yelena Gaenva, que “tanto monta, monta tanto”, está, ni más ni menos, que en Ciudad México. ¿Por qué está allí? Pues esas cosas que, a veces, tiene la vida; acabando una gira por los USA que la llevó desde la Costa Este, Nueva York, por ejemplo, a la Costa Oeste, San Francisco y Los Ángeles, por ejemplo, pasando antes por algún predio del interior de los USA, como, por ejemplo, Chicago, conoció a un impetuoso empresario teatral del país de los Aztecas que, impresionado al verla actuar en Los Ángeles primero y luego en San Francisco, la propuso un contrato con dos actuaciones en la capital federal mexicana… Y allá se fue la estrella del país de la tundra, la estepa, las grandes inmensidades…
Dio los dos recitales, aunque aquí fue con más pena que gloria, pues la colonia rusa de México es bastante escasa, con lo que la afluencia de público fue mermada; pero, de todas formas, el personal que acudió a la cita se divirtió de lo lindo, ganándose la est6rellla, una vez más, las simpatías de todo el mundo, rusos y no rusos que, por cierto, eran los más, aplaudiendo todos ellos a rabiar a la Gaenva
Pero la Diosa Fortuna se empeñó en jugar su cuarto a espadas cuando a tal empresario se le ocurrió invitar a la artista a presenciar su primera corrida de toros. Y, la verdad, la estrella del país del hielo tuvo curiosidad por conocer ese espectáculo del que tanto oyera hablar, hasta allí, en su natal Rusia. En fin, que un día se sentó en una barrera de la plaza Monumental de la gran urbe mexicana. Nada más sentarse echando la vista a su alrededor, llamó su atención el bullicio que la rodeaba… Luego, el agudo clamor de clarines junto al redoblar de timbales, la sorprendió, casi la asustó, pero enseguida los cerrados aplausos del público la intrigaron; iba a inquirir, mediante el intérprete de que el empresario mejicano la proveyera tan pronto pisó esa tierra lo que pasaba, cuando centró su atención la salida al ruedo de los toreros. Y ese colorido, ese destello de las lentejuelas de los trajes de torero al ser heridos por los cegadores rayos del sol, esos “trajes de luces” tan barrocamente recargados, recamados en hilos de oro en el caso de los “espadas”, la encantó, prendiendo por entero su atención e interés… Y luego, cuando las “cuadrillas” hacían el “paseíllo”, con esos hombres, tan barrocamente engalanados, “galleando”, braceando con garbo y, a simple vista, orgullosos de lo que eran, de los entusiasmos que despertaban entre quienes llenaban los graderíos, aquello casi, casi, que la embrujó
La comitiva de toreros, a pie y a caballo, “monosabios”, areneros y mulilleros, con sus troncos de mulas que luego arrastrarían al desolladero los cuerpos, ya sin vida, de los toros, alcanzó el círculo de tablas de la barrera, bajo el palco presidencial, no tantos metros a la derecha de donde la diva se sentaba, y allí se deshizo… Pero lo que para Elena Gaenva fue ya el delirio de lo incomprensible, pasó cuando un tipejo la mar de peculiar, por su menuda humanidad, esa gorrilla chulescamente ladeada sobre la cabeza, le ofreció uno de esos mantos tan vistosos en que los toreros se envolvían al hacer aquella especie de procesión casi ritual que acababa de presenciar… A ella, que la ahorcaran si entendía algo de todo eso… Fue el empresario, mediante el traductor, claro está, quien le explicó que uno de los toreros la distinguía entregándole ese manto para que lo colgara de la barandilla que tenía delante hasta que el festejo terminara… Y Elena, mujer al fin, se sintió íntimamente halagada por aquella deferencia para con ella
Por el albero, el redondel cubierto de arena que era el ruedo, con la mirada buscó a quién así la homenajeaba, hasta que sus ojos se posaron en uno de aquellos hombres de vestiduras tan engalanadas; al punto quedó más intrigada, pues esa persona le era sumamente familiar… Pero también era incapaz de reconocerla… Sabía, estaba segura de haberla visto antes, mas no podía determinar cómo, dónde ni cuándo la vio o conoció…
El clamor de los clarines volvió a hendir el aire al tiempo que los timbales repetían su sordo batir y el primer toro pisó la arena… Entonces, Elena Gaenva cesó en su interés por aquél ser misterioso para centrarlo en lo que sobre el redondel ocurría… En varas, cuando el picador le “pegó” lo suyo al animal, la estremeció… Su sensibilidad de persona cuya cultura es ajena a lo que está viendo, se rebelaba a la visión de la sangre manando, chorreando, pata delantera abajo hasta enrojecer la arena del redondel, rechazándolo… Pero su sangre ardiente, de eslava de pura cepa, vibraba ante la majeza de los lidiadores, al tiempo que su sentido artístico veía una belleza etérea, indefinida e indefinible, en los airosos vuelos de los capotes al torear de capa los “maestros” en el “tercio de quites”
Llegaron las banderillas y otra vez Elena sintió hasta nauseas al ver cómo los banderilleros clavaban los palitroques en lo alto del animal… Pasó lo de las banderillas y el espada en turno, el que abría cartel, brindó a la presidencia y comenzó su faena de muleta observada, absorta, por la bella rusa… Pero, al poco, el sonido de una voz, hablándole en francés, con retazos en castellano, vulgo “español”, la hizo temblar, subiéndosele al instante el corazón a la garganta
- Buenas tardes, bella entre las bellas… Siempre te llevaré dentro de mí…
- ¡Dios mío!... ¡Usted!...
Sí; era Juan Gallardo… Y era torero… Torero a pesar de todos los pesares… A pesar su entorno, familiar y social… Su padre, sin ser un antitaurino, tampoco sentía simpatía alguna por la fiesta, que lo cierto es que le aburría, pero su madre, inglesa a carta cabal, sentía una aversión visceral hacia algo que consideraba propia de gentes bárbaras, incultas y toda esa pesca… Y lo grande era que Juan participaba más de las fobias de su madre que de la paterna indiferencia…
Ni que decir tiene que en toda su vida había visto una sola corrida, “faltabe” más, no ya en una plaza de toros, que ni “harto vino” se le ocurriría pisar, sino tampoco por la “tele”, que hasta ahí podían llegar las cosas en casa de Dª Anne… Pero el hombre propone y Dios dispone, y Dios quiso que Juanito un día, con diecisiete años sin cumplir, tuviera que asistir, muy a su pesar, eso sí, a su primera corrida de toros en directo… Y sucedió que esa tarde se obró en él una auténtica revolución que cambiaría su vida “per in sécula”, pues cuando salía de la plaza tenía más claro que el agua que lo que quería era ser torero, y nada más que torero… A todo trance, a pesar de lo que fuera… Sus padres incluidos, desde luego…
Desde el siguiente fin de semana comenzó a frecuentar, en la Casa de Campo, espacios específicos donde los novilleros que empiezan iban a entrenar, toreando de salón con carretones; se acercó a ellos que en poco tiempo acabaron aceptándole, y de tales “toreros” comenzó a aprender a dar pases, de capa y de muleta, a poner banderillas, a entrar a matar… Los “palotes” del arte de Cúchares…
Pero le quedaba lo peor, vérselas ante un astado; mas eso, estando en casa, era punto menos que imposible, pues la primera vez que llegara a casa con la ropa destrozada… Ni pensar quería en la que se armaría… Así que un buen día, casi un año después, en la primavera del siguiente y a medio camino entre los diecisiete y lo dieciocho años, el pájaro voló del nido tras la gloria torera… Se dice que la suerte es de quien la busca, y Juan supo buscarla, a trancas y barrancas, eso sí, pasándolas canutas por esos caminos y pueblos de Dios, por esas capeas, aguantando palizas de muerte, pues lo que muchas veces por allá se “suelta” no son toros, menos novillos, sino marrajos con más mala uva que quién la inventó… Y comiendo y durmiendo como Dios le daba a entender, que lo normal era de milagro
Así, en tan dura escuela, acabó de pulir la técnica de dominar a los bureles, pero el arte, el duende para andarles toreramente, para “estirarse” con estilo, eso no se aprende, se lleva dentro o no hay ti tía, mas, hete aquí, que Juan llevaba dentro ese embrujo que pone toda una laza boca abajo… Y claro, triunfó
Pero volvamos a donde estábamos; desde que Elena Gaenva vio a Juan se acabó su tranquilidad y el gusto por ver el espectáculo, pues desde entonces todo fue un continuo tener el alma en vilo… Cuando Juan toreaba, por eso, porque estaba ante las astas del toro y cuando no porque la atormentaba pensar que en breve volvería a estar “su Juan” en peligro… Hasta terror llegó a sentir cuando, en el quinto toro, segundo de Juan, el astado lo enganchó por la taleguilla, ( el pantalón ), echándoselo a los lomos para luego lanzarlo a tierra y buscarle allí sañudamente
Ella, entonces, sintió hielo en el alma y, sin poderlo remediar, lazó un desgarrado grito de horror… “Dios mío, Virgencita de Kazán, guardadlo, protegedlo”, se dijo en su interior… O lo soltó libremente al aire, en su lengua vernácula, claro está, pues ni ella misma era consciente de lo que hacía… Sólo lo era de esa tremenda angustia, ese horrendo miedo por él que la anonadaba
Por su parte, Juan había recibido un palizón de aúpa, volteado por el aire y un golpe horrísono al caer al suelo, con lo que quedó medio inconsciente y, por ende, inerme, indefenso literalmente ante el morlaco que no perdonó, sabedor de que en tales momentos él era el más fuerte… Así, que se empleó con toda su innata furia en su feroz deseo de destruir aquél ser extraño que sabía le amenazaba… Sabía que en él estaba la propia muerte de él mismo, el toro… Pero Gallardo tuvo suerte, una vez más, y los fieros derrotes que el animal le lanzaba, a Dios gracias, no alcanzaron su objetivo… Los toreros dicen que Dios o su Madre Santísima, cada tarde está con ellos, en el ruedo, listos, Él. Ella, a hacerles el “quite” en los momentos más oportunos, y algo así debió sucederle esa tarde a Juan…
Seguramente fue el instinto de conservación lo que hizo que esa semi inconsciencia de Juan durara lo que las “coplas de la zarabanda”, es decir, nada, pues al momento se dio cuenta de su comprometida situación… No lo pensó, sino que fue reacción absolutamente instintiva la que le llevó a agarrarse firmemente de ambas astas, manteniéndose enteramente por debajo del burel, bajo su panza, que, realmente, es el punto más seguro para protegerse de sus tarascadas, pues allí imposible cornear a nadie
Las asistencias, los peones o banderilleros de su cuadrilla, los otros dos espadas y sus propios peones más unos cuantos monosabios y hasta areneros salieron como flechas en ayuda del compañero en apuros, formando una melé entorno al conjunto toro y torero, que logró llevarse al toro a otros terrenos del candente anillo, momento que Gallardo aprovechó para soltarse quedando a salvo del animal
Se levantó del suelo corajudo, rabioso, ansioso por hacer pagar al morlaco el amargo rato a que le había sometido… Pero también desencajado y no ya con el rostro pálido, blanco, sin terroso a efectos de tal rato, de tales ratos mortales… Y así, loco de furia, se fue hacia el astado, reclamando que lo dejaran solo en el ruedo, que todo el mundo volviera a la seguridad de burladeros y barrera… Citó al toro, con la muleta toda ella desplegada, armada entre estaquillador y estoque; éste reculó, rehusando el encuentro, pero Gallardo, decidido, imperdonable, le acosó y le acosó y le acosó hasta lograr romper su embestida; el marrajo embistió pero como ese tipo de toros lo hace, en oleadas, con la cabeza hecha un “molinillo”, pegando “tonillazos”, cornadas, a diestro y siniestro
Pero Gallardo no se amilanó ante aquella marea de malas intenciones, sino que también él sacó toda su mala uva, empleándose a más y mejor con el animal; manejando la muleta como un látigo, empezó a “recetarle” mandones doblones por bajo, hincando la rodilla en tierra en cada pase, obligando al marrajo a tragar tierra en cada envite, castigando, despiadado, sus riñones, haciendo que casi junte pitones y cuartos trasero en cada pase que le pegaba… Y, poco a poco, los “tornillazos” fueron acabándose y la cabeza asentándose según el burel se iba rindiendo a su dominador…
A cada momento que pasaba, la figura de Gallardo se agigantaba merced al subidón de testosterona que le dominaba… Parecía decirle al burel: “Atrévete ahora, valiente, a ver si me puedes como antes”, pero el toro ya no podía con él, y minuto a minuto eso lo iba comprobando, que el hombre, ese ser raro, del que sabía que le iba a llegar la muerte, le estaba venciendo sin remedio de manera que no le quedaba más opción que rendirse a él sin condiciones, entregándose a lo que él le mandara… Y lo que son las cosas, entonces, cuando el astado aceptó su derrota, surgió cuanto de bueno, en verdad, llevaba dentro
Porque ese toro, que hasta momentos antes se había comportado como un manso “pregonao”, desde entonces cambió por entero, pasando a comportarse como un verdadero toro bravo… Un veraz toro de lidia, embistiendo a la muleta de Gallardo una y otra vez, incansable… Y sin un extraño, sin un mal gesto, recto, derecho, sin cabecear, fijo en la muleta, pero sin perder un ápice de su natural bravura, su natural fiereza… Es lo que sucede cuando uno de estos toros cae en manos de un torero de verdad, un torero que lo entiende, que le puede, que le domina… Se dice que un buen toro, bravo, codicioso, descubre a un buen torero, pues a uno que de verdad no lo sea lo trae todo el tiempo por la “calle de la amargura”, pues se lo “traga”…es él, el toro, el que manda en el ruedo, el que acosa al torero, y no al revés… Pero es que, un buen torero también descubre a un buen toro, pues esa clase de toreros saben sacar lo mejor que cada toro lleva dentro.
Desde entonces, desde que el “pregonao” comenzó a embestir por derecho, fijo en la muleta, sin ningún mal modo, Gallardo comenzó a torearle con ese arte, ese “duende” que caracterizaba su toreo de artista… Entonces sí que fueron de ver los muletazos medidos, hondos, auténticos, en series de derechazos en redondos, naturales cargando la suerte, con la mano izquierda, la que sostiene la muleta, bien baja, llevando al toro humillado, arrastrando el belfo por la arena, series que remataba el pase de pecho como debe darse, engarzando el pasea al último de la serie de pases que se acaba de dar, en redondo o al natural, sin permitirle al astado recuperarse, tirando de él desde la propia espalda hasta sacárselo por el hombro contrario, dejando pues que los pitones contorneen el pecho hasta rozarlo incluso; de ahí el nombre del pase, “de pecho”… Y todo ello intercalándole los adornos del toreo con la muleta, molinetes, giraldillas, afarolados, trincherazos…
Pero si de verse eran esos pases, esa faena que, por finales, Gallardo le estaba sacando al morlaco, de verse era también el estruendoso entusiasmo de que el gentío que llenaba la plaza hacía gala, absolutamente rendido al fugaz héroe del momento y la tarde que, por cierto, más bien iba soporífera, pues el “ganao” se prestaba menos que poco al lucimiento de los maestros… Así, puesta toda la plaza en pie, jaleaba cada muletazo en un coro rítmico del más visceral
- ¡Ooolééé!... ¡Ooolééé!… ¡Ooolééé!... ¡Ooolééé!
Sí; indudablemente, Juan Gallardo estaba armando el “taco” aquella tarde en la Y no era, precisamente, Elena la que menos vibraba de emoción… Estaba orgullosa de él… De “su Juan”… Su particular héroe… Las aversiones primeras a lo que entendía tortura innecesaria de un animal, o los tremendos miedos que antes la llenaran de pavor por él, estaban desaparecidos…borrados al verle triunfador… Y de qué manera lo de triunfador… Entonces no solo se sentía transida por él, rendida a él, sino como su más rendida admiradora…
Pero llegó la hora de la verdad, la de cuadrar y entrarle a matar al toro, para pasmo de espectadores, Juan Gallardo, entonces, plegó la muleta en su mano izquierda, sosteniendo la derecha el estoque, y dejó de torear al toro…como si se desentendiera de él, encarándose, en cambio, al palco del presidente de la corrida, la autoridad gubernativa mexicana que debe velar por la exacta observancia del Reglamento Taurino… Pero es que, al instante, no fueron pocos los espectadores que comprendieron, al vuelo, las pretensiones del torero: Ni más ni menos, estaba suplicando por la vida del toro… Estaba pidiendo su indulto…
Y, salvado el primer momento de estupor, pues aquello nadie se lo esperaba, ya que el burel había dado suficientes muestras de mansedumbre como para no merecer tal gracia, comenzaron a tener en cuenta que ese toro, por finales, había sido consecuente con su bravía estirpe… Y, como por ensalmo los tendidos comenzaron a poblarse de pañuelos bancos y las voces de “Indulto, Indulto” empezaron a menudear hasta acabar siendo clamor y los tendidos y graderíos un enjambre de pañuelos blancos pidiendo, a voz en grito, que la vida del animal fuera respetada
El presidente se resistía a conceder tal indulto, y razón no le faltaba, pues el toro, aunque por finales estaba resultando como debía, comenzó dejando no mucho, sino muchísimo que desear, pero por finales no tuvo más remedio que someterse a la voluntad popular, perdonando por finales la vida al toro al sacar el pañuelo que significaba el pasaporte de vuelta a los pastos que le vieron nacer, y donde llevaría desde entonces una vida más que regalada, como único sultán del harén de entre veinte y treinta hembras de su especie que allá le esperaban para que, como nuevo semental de la ganadería, gracias a su bien probada bravura en ellas, generara nuevas camadas de bravos toros de lidia
Juan, entonces, simuló la suerte de matar, entrando, sin estoque, hasta tocar sus dedos los pelos del morrillo del toro… Sí; para el toro ese final fue simulado, pero para el espada no, pues la suerte la realizó enteramente a ley, entrando “en corto y por derecho”, como está mandado… El toro, volvió a los corrales y los “costaleros” poblaron la arena, apoderándose del héroe de la tarde para, subiéndoselo a hombros, sacarlo así por la puerta grande de la plaza
Aquella noche, la última que Elena Gaenva actuaba en Ciudad México, al final del espectáculo Juan Gallardo llegaba a su camerino con un gran ramo de flores y un estuche con una bellísima sortija de brillantes que, junto con un billete manuscrito, entregó a la mujer que salió a recibirle al reclamo de su llamada a la puerta, para que hiciera llegar todo a la diva; pero no fue necesario que la camarera pasara al cuarto, pues por esa puerta apareció ella misma, Elena
- Hola Juan; te esperaba… Sabía que esta noche vendrías… ¿Viniste ayer? A verme actuar, digo…
- Hola Elena… Pues no; no sabía que estabas aquí… No me enterado hasta que esta tarde te he visto en la plaza… Cuando acabamos el paseíllo, al pasearla vista por los tendidos( los graderíos donde se sienta el público. La primera fila, la que da directamente al redondel, se llama “Barrera”, como el círculo de tablones que limita el ruedo, el anillo donde se torea )…
- ¿Sabes? Llevo toda la tarde, desde que te sacaron de la plaza y yo misma la abandoné, esperando… Y temiendo este momento… No te habrás dado cuenta, casi nadie lo ha notado, pero apenas si daba pie con bola ( dicho español; equivale a que casi nada le salía bien )… No podía concentrarme en la actuación, pensando en qué hacer cuando vinieras… La otra vez te dije que tenía un marido y una hija… Pero no te dije la edad de mi hija… ¿Qué edad tienes tú, Juan?
Juan le sonrió
- Veinticinco, veintiséis en este año, dentro de unos meses…
Ahora quien sonrió, un tanto marchitamente, fue ella, la mujer
- Yo, treintaiséis, treintaisiete haré en este año… Mi hija, veintiuno a punto de los veintidós… No es de mi marido… La tuve siendo muy joven, con quince años… Un amorío de adolescente… O, mejor, un “calentón” de jovencita medio loca… Nada serio… Mi marido, que lo tengo, no lo es desde hace ya años… Ahora sólo somos buenos amigos… Ni sexo siquiera mantenemos; al menos normalmente... Así que con gusto pasaría la noche contigo… Esta noche y todas cuantas quisieras… Toda la vida la pasaría contigo, a tu lado… Pero, ¿sabes?... Esta tarde, para mí, ha sido horrenda…la peor de toda mi vida… Sentí horror cuando te vi ante esas fieras, y creí morirme, con el alma partida de dolor, cuando te vi por los aires, entre las patas de ese animal odioso… Sí, Juan; creí morirme… Y no… No quiero volver a pasar por eso… No podría Juan, vida mía… Porque, ¿sabes?... Te amo Juan…te amo…te quiero con toda mi alma… Y me moriría o me volvería loca… Me comprendes, ¿verdad?... Sí; sé que me entiendes, porque también sé que me quieres… Casi como yo a ti… Y no podría, cariño mío… No podría vivir así… Sí, mi amor; prefiero vivir sin ti… Olvidarte… Arrancarte de mi alma… De mi ser…
Elena le echó los brazos al cuello y se apretó contra él; buscó sus labios su boca, abriéndole la suya propia cuando los labios se unieron… Se besaron los dos… Con todo el amor, el cariño, que les dominaba, pero también con toda la pasión que su sangre caliente, hispana una, eslava la otra, demandaba… Y con desesperación… La desesperación del adiós, de la frustración de sus más íntimos sentimientos, sus más ardientes deseos… Luego, se separó de él
- Que seas feliz Juan… De todo corazón…con toda mi alma te lo deseo
Y se dio la vuelta, dándole la espalda para desaparecer tras la puerta por la que salió. Entonces, la camarera que primero le atendiera, con ese deje tan peculiar que tiene los nacidos en la antigua patria de los Mexicas al hablar, dijo
- Buenas noches, señor
Y desapareció también ella tras la misma puerta que su señorita… Y allí quedó Juan, compuesto y sin plan, con las flores en una mano y el estuche con la sortija en la otra… Se giró hacia la salida y empezó a andar, desalentado… Muy, muy tocado… Llegando al final del pasillo al que se abrían los camerinos, soltó el ramo en una papelera y, en minutos, salió del teatro
Han pasado más de tres años, años en los que, para Elena Gaenva, han cambiado varias cosas; su marido, a poco de regresar de América, formalmente, le pidió el divorcio pues quería formar un nuevo hogar con la mujer junto a la que, en un sí es, no es, digamos que convivía… También, a primeros de aquél tercer año tras aquél Febrero de Ciudad México, habíase casado su hija, con lo que Yelena, o Elena, Gaenva se quedó sola… Sola pero tranquila… Casi feliz… Juan Gallardo, tras años de tortura, recordándole… Ansiándole, había pasado a ser un muy bello, muy dulce, recuerdo, que, acordado a veces, ya no daba dolor, en contra de lo que Jorge Manrique dice en sus “Coplas a la muerte de su padre”: “Cuan presto, se va el placer; cómo después, de acordado, da dolor… Cómo, a nuestro “parescer”, cualquier tiempo pasado fue mejor”… No; para Yelena Gaenva el tiempo pasado, por bello y feliz que hubiera sido, no lo entendía mejor… Simplemente, fueron otros tiempos… Distintos, diferentes… Pero pasados y, ya se sabe, agua pasada, no mueve molino…
Pero en ese mismo día en que ahora nos encontramos, entre mediados y fines de Agosto del 2011, esa especie de Arcadia Feliz en que instalara su vida año y pico atrás, se estaba tambaleando un tanto… La culpa fue de esa puñetera película cuyo contrato un mal día firmó, otra versión de “Carmen”, que la llevó a rodar a España, serranía de Ronda, en Málaga… Y eso, estar en España, reavivó el recuerdo de Juan, con lo que la herida, en cierto modo, volvió a abrirse. Anduvieron rodando por allí, por la sierra, unas tres semanas, al cabo de las cuales todo el equipo, actores y técnicos, regresaron a la ciudad de Málaga…
Elena había estado pasándolo bastante mal, por ese pensar y pensar en su Juan, añorándolo, con los que llegó decidida a marcharse a la mañana siguiente, en el primer avión que llevara a Madrid y de allí a San Petersburgo… Pero de nuevo, la Diosa Fortuna tenía otros planes para ella, unos planes que dieron por tierra con las intenciones con que la actriz rusa llegó a la ciudad, porque al entrar en el hotel, y recoger en recepción las llaves de su habitación, casualmente su vista cayó en un cartel de toros, el de las corridas de la feria malagueña… Y a la vista le saltó, hiriéndola, la foto de su amado… Quedó sin habla ni sangre en las venas y el corazón le dio un no pequeño vuelco en el pecho para, enseguida, ponérsele en la garganta, atragantándola… Por unos instantes, quedó clavada, anclada al suelo, con los ojos casi desorbitados mirando aquél rostro tan terriblemente amado… Hasta que, corriendo alocada, se metió en el ascensor subiendo a su habitación
Ya allí, se lanzó a la cama tal y como estaba, vestida y con los zapatos puestos, llorando amargamente, con infinito desconsuelo… “¿Por qué, Señor, por qué?... ¿Por qué Has permitido que le vea?”, se decía, con todo el dolor del mundo… Aquella noche apenas si durmió… Lloró hasta que ya no pudo llorar más, agotadas cuantas lágrimas podía generar y luego, transida de dolor, quedó pensativa, sumida en un piélago de incertidumbres… Indecisiones… Su mente le decía que debía salir de allí, y de España, lo antes posible… Que lo que debía hacer, era levantarse e irse al aeropuerto y tomar el primer avión que la sacara de allí, rumbo a donde fuera, pero fuera de España… Sin demora…
Pero su alma, su corazón, todo su ser, decían algo bien distinto… Sí, que se levantara y se lanzara a la calle, pero para ir con él esa misma noche… Para verle… Para abrazarle, para besarle… Para entregarse a él en cuerpo y alma… Para ser suya hasta el fin de sus días… O, cuando menos, hasta que él quisiera… Hasta que él la alejara de su lado… Pues tampoco se hacía tantas ilusiones respecto a la constancia de “su Juan” respecto a ella en mor de los once años en que su edad aventajaba a la de él… Y así, desojando margaritas, una tras otra, llegó a una especie de armisticio con ella misma… Se quedaría el tiempo suficiente para verle, al menos, una vez más… Para verle ella, pero no él a ella… Le vería de lejos, desde un asiento en la plaza, alejado del ruedo para que él no la divisara… Y luego se marcharía definitivamente de Málaga… Y de España, desde Madrid, para nunca más volver… Nunca más volverle a ver a él…
“Acordado” el “armisticio”, Elena fue tranquilizándose, hasta quedar dormida, pero tal y como estaba, sin desvestirse y sin descalzarse… Despertó muy tarde, bastante más allá de las doce del mediodía… Y más rota que otra cosa, tras la tormentosa noche pasada y, además, con la ropa y los zapatos puestos… Se levantó, desvistiéndose, comenzando por descalzarse, y se fue al baño. No se duchó, sino que llenó la bañera-hidromasaje, y no sólo de agua sino también con relajantes sales de baño, amén de perfumadas; se metió dentro y se relajó a modo, entregándose a esa cierta molicie de los chorros de agua masajeándole todo el cuerpo… Hasta se adormiló un poco, arrullada por la bendición de los chorros del agua macerándole el cuerpo todo
Salió por fin del baño, se acicaló y vistió y, más hambrienta que otra cosa, bajó al vestíbulo del hotel. Pero no obstante la “gazuza” que su estómago padecía, se fue directa a ese cartel de toros que tanto la emocionara la noche anterior; no sabía ni “papa” de español, pero a leer el nombre “Juan Gallardo” en tal cartel sí llegaba y los números significan lo mismo en todos los idiomas, por lo que le fue fácil saber qué días toreaba “su Juan”, resultando que lo hacía al mismísimo día siguiente y otros dos días después de nuevo. Se fue seguidamente a recepción, inquiriendo
- Por favor, ¿dónde puedo comprar ticket para la corrida de mañana?
El recepcionista, sin inmutarse, sacó del interior del mostrador que mediaba entre él y la clienta todo un fajo de billetes de toros
- Barrera de sombra, ¿verdad señorita?
- Oh, no… Más lejos… Me dan miedo los toros…
Imperturbable, el empleado del hotel siguió
- ¿Tendido bajo…filas 3, 4?
- No, no… Por favor, más alto… Más lejos del ruedo… Es que me dan mucho miedo…
En fin, que cuando al día siguiente se sentaba en el coso de “La Malagueta”, lo hacía, más o menos, en el “gallinero”, es decir, en lo más alto y, por ende, más barato de las localidades del coso taurino… Eso sí; a la sombra, que tampoco era cosa de pasarse sudando toda la tarde… Esa tarde, para Elena Gaenva, fue de temores, de miedos tremendos… Pero también hubo sus alegrías… Había llegado a la plaza provista de unos prismáticos, no para ver la corrida en sí, sino para verle a él… Así, le enfocó a placer mientras hacía el paseíllo, el momento del espectáculo que más le gustaba, tan lleno de colorido pero, también, tan huérfano de violencia… De sangre… De peligro… Se decía entonces, mientras se recreaba viendo ese rostro… Esa figura tan varonilmente bella “¡Pero qué guapo que es el condenado!”, suspirando por él
Y luego, cuando acabó ese despeje de plaza y los toreros, “maestros” y subalternos, trocaron las sedas de los capotes de paseo por el percal de los de brega, los de verdad, los de torear, un puntillo de celos la invadió cuando vio que el mozo de espadas de “su Juan” le entregaba el capote del “maestro” a una mujer de la barrera… Y tremendamente bella, por cierto… Entonces, una idea nunca antes abrigada, la asaltó… “¡Dios mío!... “¿Y si me ha olvidado?”... “¿Y si ya quiere a otra?”... Quiso mentirse, decirse que a ella qué podía importarle ya eso… Pues, ¿no se iba a ir esa misma tarde, para nunca más volver a verle?... ¿Es que no tenía ya el billete del avión en el bolsillo?... Sí; todo eso era cierto, pero…
Después, desde que el primer animal pisó el ruedo, sintió miedo, mucho, muchísimo miedo viéndole a él frente a las dos… Bueno, las seis fieras, las dos suyas, de Juan, y las otras cuatro, las de los otros dos toreros, en los “quites”, cuando Juan Gallardo se abrió de capote ante cada una de ellas… Peo también vibró de emoción…y, por qué no decirlo, de orgullo, cuando la plaza se tornaba estruendoso clamor de “¡Ooolééé!”… “¡Ooolééé!”… “¡Ooolééé!”… “¡Ooolééé!”… Aquello, ver a todo ese gentío, casi diez mil personas, rendidas, devota, visceralmente entregadas a “su Juan”, la emocionó hasta lo más íntimo de su ser… La imagen de su amado, ante ese público delirante, se agrandaba, pero es que, para ella, se agigantaba…
La tarde salió redonda, a efectos taurinos y del público aficionado, pues el encierro resultó “de durse”, seis “murubes” que, fieles a su larga historia de reses bien encastadas en bravo, embistieron sin descanso a una terna de tres toreros que estuvieron a su gran altura, disfrutando, pues, del final homenaje de la vuelta al ruedo en el arrastre, y acabando la corrida con los cuatro protagonistas, los tres espadas y el mayoral de la ganadería, saliendo a hombros por la puerta grande de “La Malagueta”
Entonces, cuando los cuatro hombres eran sacados, a hombros, del redondel, Elena marcó en su “móvil” el número del hotel que la alojaba
- ¿Oiga?... Soy Elena Gaenva… ¿Podrían localizarme el hotel donde se aloja el torero Juan Gallardo?
Tardaron algún minuto en responderle que lo intentarían, y doce o quince minutos después recibía una llamada indicándole el nombre de un hotel y el número de una de sus habitaciones… Sin perder tiempo, Elena tomó un taxi, a la puerta de la plaza, que la dejó a la puerta del hotel requerido… Allí se dirigió, directa, a Recepción
- Por favor, ¿podrían decir al torero Juan Gallardo que Elena Gaenva le espera en el “hall” del hotel?
El recepcionista así lo hozo y, apenas algún minuto después salió del ascensor un Juan Gallardo todavía pálido, casi demacrado, más terroso que otra cosa, pero tremendamente risueño, en bata larga de seda… Se precipitó raudo hacia ella, que le tendió los brazos al acercársele él… Se cogieron de las manos y se miraron, arrullándose con la mirada
- ¡Estás aquí, Elena!... En España…en Málaga… ¡Dios mío!... ¡Me…me parece un sueño!... Un sueño mágico, del que temo despertar…
- Pues créetelo, mi amor… Tienes mis manos entre las tuyas… Siéntelas, amor mío, para que te convenzas
Y ya lo creo que Juan Gallardo se convenció de que aquellas manos no eran etéreas, sino que muy, muy reales, a juzgar por el pellizco que ella le endilgó, sin comerlo ni beberlo… Pero, “son las cosas de la vida, son las cosas del querer, pues ese pellizco, algo así como a lo que antes se llamaba “pellizco de monja”, pues dejaban señaladas a las niñas de los colegios de monjas para una semana, a Juan Gallardo no le dolió en absoluto, aunque se enteró por completo de él
- Sí… Estás aquí… No sueño, ciertamente… Pero, ¿cómo ha sido eso?
- Cosas del cine… Llevo más de tres semanas por aquí… Por la sierra de Ronda… Rodando una película… Vine aquí, a Málaga, antes de ayer…a última hora… Y vi que toreabas hoy…
- ¿Me has visto torear?
- Sí; sí que te he visto…
- Y, ¿cómo es que no te he visto?... Te hubiera dado el capote de paseo, como hice en México… Te hubiera brindado los dos toros, como también hice entonces…
- Por una tontería, Juan… Por una tontería… No quería que me vieras y tomé una localidad de las de arriba… Lejos del ruedo… Lejos de ti… De tu mirada… Por cierto… ¿Quién es esa mujer tan guapa a la que le ofreciste el capote?... ¿Tu mujer?... ¿Tu novia?... ¿Tu…tu lo que sea?...
Juan se rio con ganas
- Mi nada Elena… Mi nada… No hay nada de eso… Sigo célibe… Tan célibe como cuando te vi en París… Tan célibe como estaba en México… Ya sabes que me enamoré de una mujer… Que, para mi desgracia, tiene un marido y una hija… Y, qué quieres… Sigo enamorado de ella… Mi corazón sigue, pues, ocupado… Nadie puede ocuparlo, pues nadie, ninguna mujer puede competir con esa… En nada, Elena… En nada…
Elena Gaenva sonrió feliz ante sus palabras
- ¿Sabes Juan?... Venía con intención de que cenáramos juntos esta noche, pero no sabía si sería posible… Ya sabes… Las mujeres solemos ser celosas… Las rusas, por lo menos, lo somos… Y supongo que las españolas también…
Él la miró entre extrañado y anhelante
- ¿Y…y aquél miedo que tenías al verme torear? ¿Aquél terror que te impedía estar conmigo?
- Sigo teniéndolo, cariño mío… Esta tarde también lo he pasado fatal… Pero vivir sin ti, es peor… Así, sí que me volvería loca… Prefiero aguantarme el miedo por ti, viviendo contigo, que estar sin ti el resto de mi vida… Te quiero, cariño mío… Te adoro… No puedo ya vivir sin ti… Eso, sería una tortura mayor que saberte ante esas horribles fieras… Aunque eso sí… Nunca más volveré a verte torear… Eso no… No puedo, mi amor… No puedo…
- Pero… ¿Y tu carrera?... ¡Cómo vamos a vivir juntos si tú estás, mayormente, en tu Rusia!
- Viviremos aquí, en España… En Madrid, ¿no es eso?... Y mi carrera la amoldaré a cuando no torees… Porque imagino que no lo harás todo el año seguido… Viniste a París, luego…
- Sí; me tomo un descanso cada año… Suelo acabar la temporada española hacia mediados, fines, de Octubre, tras las Ferias del Pilar, de Zaragoza… Y la americana suelo empezarla a primeros del siguiente año…
- Pues a esos meses limitaré mis actuaciones… Y tú vendrás conmigo donde yo vaya… Pero también iré yo, contigo, donde tú vayas… No iré a verte torear, pero te esperaré en el hotel…rezando por ti, a Dios, a Jesús… Y a la Virgencita de Kazán… Y Ellos te protegerán… Estoy segura… Así, dormiremos juntos todos los días… Me tendrás todas las noches… Siempre que me desees, mi amor… Y siempre que yo te desee Dejaré el cine, ¿sabes?... No quiero volver a besar a ningún otro hombre más que a ti… Aunque sea en la ficción… Ni tampoco que nadie, más que tú, me vuelva a ver desnuda...
Y ahora fue él, Juan Gallardo, el que si no rio, sí que se le iluminó el rostro en una sonrisa de oreja a oreja… Soltó las manos de ella para abarcarla entre sus brazos, abrazándola, al tiempo que ella le echaba los brazos al cuello, estrechándole, estrechándose ella misma contra el cuerpo de él… Y los labios, las bocas de ambos se acercaron, la una a la otra, fundiéndose en idílico beso… Ella, Elena, le había entreabierto sus labios y su lengua salió al encuentro de la de él, uniéndose ambas en suave, cariñosa, dulce caricia… Sus bocas se separaron, pero prosiguieron enlazados por el prieto abrazo que les unía… Entonces, él preguntó
- ¿Y has pensado dónde quieres que cenemos?
- Pues… Se me ocurre una idea… Que cenemos en la cama…después de que hayamos hecho el amor, lo menos, dos o tres veces… ¿Te parece bien mi idea?
- Me parece formidable… Eres divina, mi amor… Divina… Divina… Me encanta que seas así, tan…tan… Tan ardiente
- Soy rusa, eslava, cariño mío… Y de las de verdad… ( Su voz se hizo aún más susurrante, pero también mucho más insinuante, cuando prosiguió ) Te lo voy a sacar todo… Todito, mi vida… Ya verás… Te voy a dejar seco… Sequito del todo… ¿Te parece bien que lo haga?...
- ( También la voz de él, ahora, se hizo un susurro, para decirle ) Me parece fenómeno… Eso es, justo, lo que quiero… Que no me dejes ni gota en…en…
- En los “guevos” decís, ¿no es así?...
Y los dos rieron a mandíbula batiente con la salida de Elena
- Pues sí; así suele decirse por aquí
- Y… Y, ¿dónde quieres que “cenemos”?... ¿En tu habitación o en la mía?...
Por los ojos de Juan Gallardo bailoteó un diablillo saltarín y juguetón cuando respondió a su amada
- Y por qué no en nuestra habitación… La tuya y la mía…
Elena Gaenva abrió mucho los ojos, enteramente sorprendida por la salida de su amado, y en esos ojos apareció una muda pregunta, a la que él respondió sin hablarle a ella, sino al recepcionista del hotel, aunque sin dejar de mirarse en los ojos de ella
- Por favor, ¿podrían darnos, a mi novia y a mí, una habitación?… Con una sola cama, por favor… Una cama de… Sí; de MATRIMONIO… Porque… ¡Te casarás conmigo!... Digo yo, vamos…
Elena volvió a lanzar, a los cuatro vientos, alegre, desenfadada, el cascabel de su risa
- ¿Te casarías con una abuelita?... Porque, carriño mío…vidita mía, mi hija se casó a primeros de año y ahora está de entre cinco y seis meses… Luego, ya ves… En nada seré abuelita
- Y la abuelita más joven, más guapa… Y más tremendamente rica de este mundo… ¡Pero si pareces una chiquilla!... Seguro que tu hija no está tan joven como tú estás… Ni es tan guapa como tú eres… Ni, muchísimo menos, está tan rica…tan “buenorra”, como tú estás… Que me traes loco de deseo, mi amor, mi vida, mi bien, mi…mi…mi… Bueno; mi TOODOOO…
Elena seguía riendo, escuchándole, aunque también diciéndole
- A ver, a ver… Traduce eso último, que no lo he entendido…
Y Juan le explicó que era algo así como un superlativo de mujer carnalmente “buena”, usando el término francés que exprese tal idea, del cual, un servidor de ustedes, queridas/os lectoras/es, ni zarrapastrosa idea, vamos… Porque el bueno de Juan Gallardo, que mantenía todo este diálogo en francés, lengua vehicular entre la diva y él, habíalo dicho en castellano, vulgo español, un tanto, o bastante, desgarrado, refrendando la “faena” con otro término en castellano igual de desgarrado: “Buenaza”, que acabó por hacer decir a la bella
- No; si ya veo que voy a tener que ponerme a estudiar, y muy en serio, el español, porque cualquier día, a saber lo que se te ocurre llamarme…
- Sí, mi amor… Vas a ser una abuelita la mar de rica y “buenaza”… Pero también una mamá más que joven, más guapa… Más que “buenorra” y más que “buenaza”… Porque, no irás a decirme que no quieres que tengamos hijitos…
La mirada de Elena, entonces, cuando escuchó esto del que ya, sea como sea, fuera como fuera, seria, indudablemente, su hombre, se tornó embriagadoramente dulce, sensual como pocas veces lo sería
- Si tú los quieres, yo también los quiero… Entre nosotros, todo, todo, me entiendes, todo, será como tú digas y dispongas… Seré tu mujer, te cases o no te cases conmigo, y seré tuya… Enteramente tuya, mi amor… Mi vida… Mi cielo… ¡Aayy!... ¡Recepcionista; denos rápido esa habitación!… O… O…o no respondo de mí y a saber qué acabará pasando aquí… ¡Lo mismo, un subido espectáculo porno!...
De pocas, el empleado tras del mostrador no suela la carcajada pues, a lo bajinis, bien que se venía riendo con el espectáculo que estaban montando aquellos dos clientes; y como el movimiento se demuestra andando, dijo con toda autoridad
- ¡Botones! Acompañe a los señores a la “suite Nupcial”
Y los dos, Juan y Elena se lanzaron a la más descarada de las carreras hacia el ascensor, junto al que ya estaba, como aquél que dice, el susodicho botones. Mientras tanto, el dicho recepcionista cruzó una mirada de entendimiento con un caballero, ataviado de elegante smoking, que hacia el final del mostrador había estado siguiendo toda la escena que ante él se desarrollaba con un interés no exento de silenciosa hilaridad, el cual asintió con la cabeza a la muda pregunta que el recepcionista le hacía, con lo que éste dijo en voz ya un tanto alta
- ¡Señor Gallardo! La estancia de esta noche en la “Suite Nupcial” no le será cargada en cuenta. Acéptelo como un obsequio del hotel a usted y a la bella señora
- Muchas gracias a ustedes… La señora, mi futura esposa, y yo les quedamos muy agradecidos… Son ustedes muy amables
Juan y Elena, tras del botones, llegaron a la puerta de la famosa “suite” cuya puerta el empleado del hotel abrió, entregó a la llave a Juan y, discreto, “hizo mutis por el foro”. Entonces, al quedar, al fin, los dos solos, Juan, ese Romeo del siglo XXI, tomó en brazos a su Julieta y, de tal guisa, cual recién casados en su Noche Nupcial, en su “Noche de Bodas”, traspasó el dintel de la habitación
FIN DEL RELATO