Etiquetas 1: ¿seré gay?

Llevo años definiéndome como bisexual, pero es que en verdad no sé qué soy. Esta es mi historia.

Cuando la gente habla sobre el día de su boda, suelen recordarlo como un momento feliz, siempre cargado de alguna anécdota que lo hiciera aún más especial para bien o para mal. Mi boda también la tuvo, pero aún hoy no puedo definirla como positiva o negativa. El acontecimiento en sí no estuvo mal, pero reconozco que no lo disfruté como debía por todo lo que había estado pasando los meses de antes en cuanto a dudas que desembocaban en nervios, ansiedades y pánicos. La cosa iba mejor cuando me convencía a mí mismo de que eso era lo que tenía que ser y que ya tendría tiempo de decidir cómo llevaría mi otra vida.

Raquel y yo habíamos estado juntos casis seis años, tiempo en el cual tuve relaciones con varios hombres, siempre en la más absoluta discreción. Parecía que, siendo novios, la infidelidad no era tan grave, y la cosa cambió cuando nos prometimos y pusimos fecha para unirnos formalmente. Aquel día también estuvo enturbiado por una marea de pensamientos que me alejaban de la ilusión que el evento suponía, tratando de analizar qué iba a suceder con esa parte de mi vida oscura y desconocida para los demás. Determiné que se acabaría, y aunque fue relativamente fácil al principio, en unos meses mi cuerpo me pedía tener contacto con otros hombres.

Las primeras dudas me entraron en la universidad. Hasta entonces me había considerado un tío de lo más normal. Ojo, que no digo que los gays no sean normales, sino que en mi vida no habían tenido cabida aspectos que no fueran lo común a un adolescente heterosexual. Claro que tampoco sé si los demás heteros han sentido alguna vez algún tipo de atracción por los tíos, así que igual es más habitual de lo que yo me creo. El caso es que cuando llevaba un par de años estudiando en la universidad, rompí con la novia que había tenido desde el instituto. Quiero creer que el principal motivo fue la distancia, pues yo soy de Albacete y me fui a estudiar a Navarra y no podía permitirme ni por tiempo ni económicamente viajar hasta el pueblo con frecuencia. Recuerdo a un compañero mío diciendo que esa etapa de tu vida no estaba hecha para tener pareja, sino para disfrutar y “follarte a todo lo que se te pusiera por delante”.

No es que yo fuera un mojigato o algo así, pero tampoco me había planteado esos años como si de una fiesta continua se tratase. Es cierto que había tiempo para todo, y los fines de semana solía salir a tomar unas cervezas y luego a alguna discoteca. En definitiva, lo mismo que hacía en Albacete, con la única diferencia de que ahora no tenía novia. Ligué en varias ocasiones con tías a las que me follé en el coche, en un descampado, en su casa, en la mía… Con alguna repetí, bien por coincidir de nuevo en el bar de turno o por habernos dado los teléfonos. Con mi novia del pueblo no follaba mucho: cuando nos quedábamos solos en casa básicamente, no siendo consciente de si esa frecuencia era lo normal o no, pero cuando uno se acostumbra a salir cuatro sábados seguidos y acabar todos ellos con un orgasmo, pues la cosa cambia.

En época de exámenes no había tanto ambiente; de hecho, mis intenciones eran siempre las de quedarme en casa estudiando incluso los fines de semana. Uno de mis compañeros de piso llamó mi atención al contar durante una cena que había conocido a una tía en la biblioteca y que se la había mamado en el cuarto de baño. “Hasta a las tías les viene bien relajarse”, matizó. Despertó mi curiosidad y comencé a estudiar en la biblioteca, pero me di cuenta de que estaba más pendiente de captar las señales de alguna guarrilla que de los libros. Uno de los días que me sentí especialmente cachondo probé a llamar a alguna con la que había tenido relación. Una me mandó a la mierda, otra ni se acordaba de mí y por fin una me invitó a su casa. Pero tras follar, le propuse quedar de vez en cuando para desahogarnos, cosa que no le sentó bien, así que otra menos con la que contar.

Tras comprobar todas las notas y ver que había aprobado, me fui para Albacete a planear el resto de las vacaciones. Normalmente me iba con mis amigos a la playa una semana y después con mis padres, también de forma dividida, pues intercalábamos la libertad de viajar con una caravana con unos días alojados en un cómodo hotel de algún rincón de la península. Sin embargo, el viaje a Murcia con mis colegas no me resultó tan apetecible como otros años porque al final íbamos nada más que tres. Lo típico que la gente hace otros planes, viajan en pareja, etc. Pero bueno, el programa sería el mismo: fiesta por la noche, dormir por la mañana y playa por la tarde. Todo trascurría con normalidad hasta que sucedió algo inesperado. Estábamos en la playa y no pude evitar fijarme en un chaval que se metía en el agua llevando un bañador tipo slip de un color vivo. Le miraba de reojo mientras estaba dentro del mar deseando que saliese para fijarme en su cuerpo de nuevo. Nunca antes me había ocurrido algo parecido. De hecho, a última hora de la tarde cuando ya estábamos más espabilados de la resaca, parecía un ritual entre nosotros buscar a tías buenas que pudieran acabar en ligues nocturnos.

Decreté que mi repentina obsesión fue más bien por lo llamativo del bañador del chaval, ya que la mayoría de gente de nuestra edad llevábamos los típicos surferos hasta la rodilla. Cuando salió se detuvo en la orilla, y captó incluso la atención de mis colegas, pero desde luego no con el mismo matiz que la mía. “Fíjate en el maricón”, decían. “¿Dónde irá con ese bañador?”. Pero más allá de la minúscula prenda, ahora me fijé en su cuerpo: tenía unos abdominales muy marcados y un pectoral prominente decorado con un tatuaje cuyo diseño no se apreciaba desde la distancia a la que nos encontrábamos. En aquella época ir al gimnasio no estaba tan de moda, así que encontrarse cuerpos como ese no era algo habitual. El chico se movía y muy disimuladamente observaba su culo, su espalda… y hasta su paquete, provocándome un escalofrío difícil de explicar. Menos mal que se marchó tras secarse un poco, porque al final mis colegas me hubieran pillado mirándole. Durante el resto del día, así como los sucesivos, ese chico me venía a la cabeza, pero intentaba echarle ignorando cualquier idea que me pudiese suscitar. Con el tiempo, acudía a mi mente con menos frecuencia, y pasé el resto del verano con total normalidad.

Instalado de nuevo en Pamplona en el mismo piso que el año anterior, uno de mis compañeros que supuestamente llegaba la semana siguiente nos avisó de que se iba a vivir a otro lado, dejándonos colgados con el tema del alquiler, pues a la propietaria le teníamos que pagar por los tres dormitorios. Se lo contamos, y la buena mujer nos entendió y nos dio algo de margen para encontrar un nuevo inquilino, consolándonos incluso con la idea de que ella misma nos ayudaría a buscarlo. Colgamos carteles por la facultad, pero no hubo suerte al principio, creyendo que todos los estudiantes tendrían ya alojamiento. Nos planteamos incluso cambiarnos a uno de dos dormitorios, pero la búsqueda fue complicada también. Al final la dueña nos envió al hijo de no sé quién y el problema se resolvió.

Su nombre era Gustavo, pero desde el primer momento nos pidió que le llamásemos Gus. Mi otro compañero se burló en cuanto tuvimos ocasión de quedarnos solos: “¿Gus?, ja ja”. Y se reía. Tampoco tardó demasiado en contarnos que era gay: “para que no os asustéis si veis a un tío cachas desnudo por aquí”, nos avisaba bromeando. A Juanjo no le gustó nada, y me pidió que hablásemos con él para replantearnos eso de traernos los ligues a casa. Yo me pasé de líos, y aunque reconozco que tampoco me hizo mucha gracia, quise tratar el tema con toda naturalidad acosado por la imagen del chico de la playa que reavivaba una curiosidad que bloqueé con toda la contundencia que pude. Al principio seguí con mi vida tal como era el año anterior, pero llegó un momento en el que había noches de sábado que prefería quedarme en casa. Y el motivo no era otro que Gus. Es cierto que durante las primeras semanas no tuvimos mucho trato, pero algún día que cenamos a solas descubrí que era un tipo interesante. Al menos diferente a lo que había conocido hasta la fecha. Algo estrafalario tanto en su forma de hablar como de vestir, con bastante pluma, pero no se refería a sí mismo en femenino ni nada por el estilo. Esas cosas son cuestión de genética, y mejor llevarlas de la mejor forma posible.

O eso pensé, porque un día me di cuenta de que realmente no creía eso y en el fondo sentía vergüenza ajena. Fue una noche que estábamos en casa y surgió la idea de salir a tomar una copa. Acepté sin pensarlo, pero me arrepentí nada más salir de casa al ver cómo Gus iba vestido. Llevaba un fular, algo ahora muy de moda, pero entonces nos poníamos bufandas que abrigan como Dios manda. Recuerdo que llevaba unas botas por fuera del pantalón y un abrigo que le llegaba por debajo de las rodillas. Además, hacía pocos días se había teñido el pelo de rubio, aunque lo ocultó con un gorro que me resultó completamente fuera de lugar. Pude haberle pedido que se cambiara, pero yo no era quién para hacerlo. Sin embargo, al llegar al primer bar noté que la gente nos miraba y no me gustó. Gus percibió que me pasaba algo y me preguntó un par de veces: “¿Esperas a alguien? Porque no paras de mirar a todos lados”. No esperaba a nadie, sino todo lo contrario: deseaba que no hubiese ningún conocido de la uni por allí.

Nos marchamos y Gus propuso ir a otro garito, pero le rechacé.

-Pues si no te importa yo sí me voy.

Llegué a casa muy confuso, con una suerte de pensamientos que me llegaron a atormentar. Por un lado, no me gustaba el avergonzarme de él, pero por otro no quería que se me asociase con “uno de los suyos”. Gustavo me caía bien, pero descubrí que sólo dentro de la intimidad de nuestra casa, incluso si era a solas mejor, pues reconocí que cuando Juanjo estaba yo no le trataba de la misma manera. Todo aquello aparecía más o menos claro; lo que se me escapaba es el porqué de esas reflexiones y la necesidad de complicar así las cosas. Estaba aún despierto cuando escuché la puerta de entrada cerrarse. A los pocos segundos golpearon la mía.

-He visto que había luz -dijo Gustavo-. ¿Puedo pasar?

-Sí, pero no… no cierres.

Me salió sin pensar que dejase la puerta abierta por si Juanjo volvía y nos pillaba a los dos en mi cuarto. Pedirle que fuéramos al salón le parecería raro y hasta violento.

-Es que he ido al bar ese y… bueno, es que estaba allí mi ex.

No me sentí preparado para tener una conversación de ese tipo. De hecho, no supe qué decirle ni por qué me lo tenía que contar a mí. Tampoco éramos tan amigos, ¿o sí?

-¿Y qué ha pasado? -le pregunté al fin.

-Pues nada, que me ha dado vergüenza entrar solo y creí que me encontraría a alguien conocido, y no ha sido así, por lo que tras echar un vistazo me he ido.

-¿Y?

-Pues eso, que se habrá pensado que soy patético por ir solo o por largarme cuando me he dado cuenta de que estaba.

-¿Y él con quién estaba?

-Con otro tío, pero no sé quién es.

-Pues que piense lo que quiera, ¿no?

-¡No! -dijo seco-. No quiero que piense que voy solo por la vida.

-¿Y qué más te da?

-Pues no me da lo mismo.

-Pues no lo entiendo -insistía yo.

-¿A ti no te importa lo que piense la gente?

-No.

-¡Mentira! Y si no, ¿por qué has estado todo el rato en el bar mirando a ver si te conocía alguien?

-Por saludar o algo, no sé.

-Pues no; lo hacías porque no querías que te viesen conmigo, ¿a que sí?

-Anda ya -mentí.

-Si me da igual, eh.

-Es que no es verdad.

-Bueno, lo que tú digas. Me voy a dormir. Gracias por escucharme. ¿Ya si puedo cerrar? -preguntó sarcástico.

No le hizo falta respuesta, aunque yo sí las necesitaba ante tanto interrogante que acudió a mi cerebro, intentando resolverlos sin ningún éxito, pues tenía la sensación de que todo se escapaba a la lógica. Y desde entonces, esas incógnitas pasaron a formar parte de mi vida y las iría descifrando paso a paso. Mi relación con Gus no cambió mucho a pesar de todo. Ambos parecíamos disfrutar de nuestras noches juntos agradeciendo que Juanjo se dedicara tanto a su grupo de música, cuyos largos ensayos le mantenían alejado de casa bastante tiempo. Gustavo no volvió a plantear la idea de salir a tomar una copa, y yo nunca sabré si de haberlo hecho hubiera aceptado o no. Sin embargo, un domingo me dijo que se iba al cine a ver Brokeback Mountain. Me picó la curiosidad, ya que nunca antes había visto una película de temática gay y me desilusioné mucho cuando le pregunté que con quién iba esperando que me dijera que solo y contestó que con unos amigos. Tampoco entonces me invitó, y de alguna manera me cabreé.

Cuando se marchó quise saber más sobre la peli y busqué en Google. Sin quererlo, me vi metido en una página en la que salían montones de fotos de escenas porno gay. Mi curiosidad fue en aumento y traté de buscar algún vídeo, pero por aquel entonces los únicos que había eran trailers que te captaban para luego pagar a través de sms. Emule se estaba poniendo de moda, así que me lo descargué en ese momento de calentón y busqué películas, pero la decepción fue mayúscula cuando vi que tardarían días en descargarse. Merodeé casi como un obseso por diferentes webs y únicamente por las fotos de hombres chupándose pollas me empalmé. Al principio rechacé masturbarme observando eso, pero mi excitación era evidente y con Juanjo y Gus lejos no tendría interrupciones. Me hice finalmente una paja y después de correrme, casi repudié esas imágenes. Es más, eliminé las descargas que ya tenía en marcha en Emule, pareciéndome una idea nefasta y con el temor de que cualquiera de mis compañeros de piso me pillara.

Pero en los días sucesivos, cada vez que me encontraba solo en el piso retomaba el plan de ver fotos de tíos, no sin cierta preocupación de lo que me estaba ocurriendo. Me consolaba pensar que sería una etapa que todo hombre pasaría en algún momento de su vida y que no se convertiría en una obsesión. Mas de alguna forma sí que lo fue, pues al final me animé a descargar una película y esperé con ganas a estar a solas en casa para poder verla sin interrupciones. Aún recuerdo la primera escena que vi: un tío estaba cascándosela en la cama y otro se asomaba a la puerta y comenzaba a toquetearse también. El otro le pillaba y le invitó a entrar para comenzar a chupársela. También me acuerdo de lo excitado que estaba, queriéndome masturbar, pero tratando de aguantar para ver más, porque en aquella escena no hubo penetración, se la chuparon el uno al otro y acabaron corriéndose mientras se pajeaba cada uno su propia verga. La segunda ocurría en una ducha con los mismos preámbulos, pero el momento de follarse llegó: de repente cambió la imagen de estar chupando a aparecer un tío cachas comiéndole el ojete al otro para penetrarle poco después.

En ese instante yo estaba tan caliente que hasta dolía. Comencé pues a sobarme mientras veía cómo un tío se follaba a otro tío y escuchaba levemente sus gemidos, pues preferí no tener el volumen muy alto. Cambiaron de postura y ahora me excitó aún más ver que mientras le follaba, el tío se cogía la polla y se la machacaba. Me preocupó pensar que me sentía tan encendido por estar viendo otra polla, y recuerdo que después, cuando los dos protagonistas se las cascaban para correrse no me moló tanto, pues prefería verles mamando o follando. No obstante, me corrí casi con ellos, con una eyaculación especialmente intensa que me pilló casi desprevenido, ya que no me imaginaba que mi leche saldría con tanta furia, creyendo que podría controlarla para que fuera a parar a mi vientre o el pecho a lo sumo, pero acompañando a un sonoro gemido salió disparada por encima de mi hombro e incluso uno de los trallazos me llegó a la cara. Me incorporé rápido por temor a manchar o algo así, cogí un pañuelo y fui en busca del pringue, e ignorante de mí, cuando me agaché, empezaron a chorretear las gotas que tenía en el abdomen por lo que al final puse la alfombra perdida al tiempo que gritaba “¡joder, joder, joder!”.

Esa fue mi segunda experiencia gay. Un experimento que traté de dejar de lado porque llegué a agobiarme mucho. Comencé a fijarme en los tíos de la universidad más que en las tías, con las que me había seguido acostando con la intención de mantener una forzada naturalidad. Aunque el sexo con ellas me gustaba, se me antojaba que no lo disfrutaba tanto como antes. De hecho, la sola idea de comerme un coño casi me causaba repulsión, así que el sexo se volvió más aburrido, pues prefería que me la mamasen y ya. Si se daba el caso de que la tía quería más, me la follaba, pero pocas veces salía de mí.

Extrañé mucho a Gus el siguiente verano cuando me volví a Albacete. Nuestra relación seguía siendo buena, así que nos llamábamos o nos enviábamos mensajes de vez en cuando. Ambos queríamos seguir viviendo juntos, e incluso se me pasó por la cabeza que lo hiciéramos en un piso para los dos solos, pero no hubiese podido inventarme una escusa con Juanjo. Sin embargo, la suerte jugó de mi lado, y el músico me llamó un día para decirme que prefería vivir en una zona que le pillase más cerca del local de ensayo. Me propuso que buscáramos piso por allí, rechazando la idea porque lo primero que me vino a la cabeza fue Gus. Me convencí creyendo que Juanjo sólo lo sugirió para quedar bien no siendo muy insistente, y nos despedimos sin nada en concreto, pero casi convencido de que cada uno tiraría por un lado. Llamé veloz a Gustavo para contarle. Su primer comentario fue que no me preocupara porque encontraríamos a alguien.

-Y si no podemos buscar algo de dos dormitorios -insinué.

-No hará falta, ya verás.

Volví a sentirme molesto porque las cosas no iban como yo quería y también por la absurda idea de querer vivir a solas con Gus. ¿Cuál era la intención? No la tenía muy clara, pero fue lo que me apetecía en aquel momento, sin pensar que tarde o temprano la gente se enteraría de que iba a compartir un piso únicamente con un gay, y en ese momento recobraba la sensatez reafirmando que tener a un tercer tío me frenaría de cualquier impulso que pudiera surgir. Como Gus tenía que examinarse en septiembre, colgó un anuncio y, efectivamente, no tardaron en interesarse. Nuestro nuevo compañero se llamaba Guillermo (“nada de Guiile”, nos pidió). Prefería irse a mediados de septiembre, así que hablamos con la dueña y nos dejó entrar antes de lo previsto. Yo ya había vuelto de la playa, en la que no ocurrió nada interesante salvo que noté que miraba a los tíos en bañador más de la cuenta, y del tour en la caravana con mis padres y mi hermana que presentí sería ya el último. Así pues, el día quince vería por fin a Gus y conocería a Guillermo.

Éste había estudiado ya Magisterio de Educación Física y ahora quería sacarse Enfermería. Su aspecto denotaba que era deportista, pues cuando le vi la primera vez aprecié un cuerpo bien proporcionado con unos brazos que asustaban por su tamaño y unos muslos propios de un jugador de fútbol. Creo que sentí envidia más que otra cosa, pero me di cuenta que ya era capaz de reconocer el atractivo del cuerpo de otro hombre, lo cual asustaba. Llamé a Gus para avisarle de que ya estaba en Pamplona, anunciándome que le había surgido algo y que llegaría un par de días después. “Tu nuevo compañero te va a gustar”, le dije sin pensar arrepintiéndome después por haberme descubierto.

-Gus vendrá en un par de días -le transmití al nuevo.

-¿Gus? -repitió-. Será Gustavo, ¿no?

-Bueno, a él le gusta que le llamen Gus.

-Pues a mí Guillermo, no Guille. Eso de los diminutivos no va conmigo.

Lo dijo en un tono un poco borde, apreciación que confirmé durante el tiempo que estuve con él, pues no paró de quejarse o de imponer lo que le venía en gana.

-¿Y por qué me tengo que quedar yo esa habitación?

-Pues porque las otras son las nuestras del curso pasado.

-Ya, pero el piso lo pagamos los tres por lo que deberíamos distribuirlas de nuevo -me hinchó un poco las narices.

-No te confundas -me armé de valor, pensando que sería mejor dejarlo todo claro desde el principio sin darle pie a que se creyera que nos iba a ningunear, porque quizá Gus es más sugestionable, pero yo no estaba dispuesto a soportar un curso entero con disputas y situaciones incómodas, porque bastante incómodo iba a ser tener que ver su cuerpo escultural casi a diario.

-¿Que no me confunda de qué? -alzó la voz.

-A ti te alquilamos una habitación, ESA habitación -le apunté-, que es la que se ha quedado libre te guste o no.

-Ya, pero no os habéis instalado e insisto en que deberíamos…

-Deberíamos nada. Cuando venga Gus le preguntas si quiere cambiártela, pero la mía no es negociable. Y hasta entonces te quedas en esa.

-Pues sí, lo hablaré con él porque precisamente esa es la que más me gusta -mentiría, porque de lejos la mía era la mejor por espacio, luz, ruidos…

-Como quieras -zanjé.

Salí de casa cabreado con Guillermo taladrándome la cabeza. Debido a su carácter, su cuerpo pasó más desapercibido entre mis pensamientos, si bien le rememoraba luciendo una camiseta de tirantes que dejaban al aire la totalidad de sus musculados brazos y según el movimiento el pezón se asomaba por la sisa luciendo un pecho firme y depilado. Conduje hasta el centro comercial más lejano que conocía para estar el mayor tiempo posible fuera de casa. Al fijarme en el nombre creí que me sonaba de algo, y pronto recordé que Gus me había hablado de él porque en los baños se practicaba eso que llaman cruising. Aunque fui con la intención de comprar cosas para la casa, la curiosidad se apoderó de mí otra vez y con bastantes nervios me dirigí a los aseos. Sin embargo, no ocurrió nada. En un alarde de juicioso razonamiento pensé que no había tantos gays como para llenar todos los baños, así que podía ser que esto del cruising sucediera en sólo uno de ellos. Me di una vuelta oteando el lugar tratando de desentrañar cuáles serían los ideales desde el punto de vista de la discreción. No llegué a ninguna conclusión porque todos me parecían igual de malos o igual de buenos, según se mire. Al menos me consolé creyendo que no pensaba como uno de ellos, por lo que muy gay no era. Vaya soberana gilipollez. Como eso de ir en aseo en aseo resultaba extraño, decidí ir a tomarme una cerveza para ver si me soltaba la vejiga. Cayeron dos y tuve que ir a mear. Noté que un señor que salía justo cuando me acercaba se me quedó mirando por lo que quizá hube acertado. Me abrí la bragueta y debido a los nervios me costó soltar el chorro. Tanto que podría resultar sospechoso, pero no había nadie a la vista. Escuché un ruido en una de las cabinas que utilicé para convencerme de que sí era allí, pero la puerta se abrió y a través de ella salió un solo tío. Desistí.

Me metí en el supermercado y compré lo que necesitaba. Me dirigía ya hacia las escaleras de bajada al parking y vi otros aseos, pero las bolsas me molestarían si algo surgiera, pero por otro lado resultaba menos sospechoso. Sin embargo, veía entrar y salir a demasiados padres con niños, por lo que de nuevo abandoné el plan. Pero una última oportunidad apareció mientras me deslizaba por la cinta hacia el parking y vi el letrero “Aseos”. No había caído en que en el aparcamiento también había, y se me figuraron los mejores para hacer ese tipo de actividades, no sé muy bien por qué. Barajé el dejar las bolsas primero, pero de nuevo resultaría menos raro. Claro que si algún tío me echaba el ojo quizá me desechara por ellas… Qué complicado era todo. Cerré el maletero y me planté a pensar en decidir si me atrevía o no. Y lo hice. De nuevo con nervios, pero excitado después de tanto intento, me colé en los urinarios y traté de mear. Un chaval se hacía el remolón con el grifo, le ojeé con disimulo y él me mantuvo la mirada. Me entró un escalofrío y volví a lo mío descubriendo en ese punto que me había empalmado. Traté de ocultar mis nervios y repetí el movimiento hacia el chico. Éste señaló con la cabeza una cabina y se metió en ella dejando la puerta entreabierta. Me entró verdadero pánico y me dirigí a la salida.

-¿Es tu primera vez verdad? -me dijo el chaval.

-No sé de qué me hablas -disimulé fatal.

-No te preocupes, todos hemos pasado por esto. ¿Qué te va?

-No lo sé. Es mi primera vez en todo -confesé.

-Te la puedo chupar si quieres -bajó la voz.

-Da igual, déjalo -me giré.

-Venga va, si te va a gustar. Sólo eso.

-¿Y si viene alguien?

-Alguien tendrá que mear supongo.

-Un segurata o algo.

-Por aquí no pasan; nos suelen dejar tranquilos. Pero venga, decídete que si no va a ser peor.

Intranquilo, pero excitado al mismo tiempo me encontré metido en aquella sucia cabina con un chaval normalito arrodillado sobre un montón de papel higiénico. Ya sin hablar, comenzó a desabrocharme el pantalón y a bajarme los calzoncillos hasta por encima de la rodilla. Mi verga estaba medio tiesa y sin pensárselo dos veces la engulló. Sentí un tremendo escalofrío, pero me dejé llevar por el placer. El tío se relajó también un poco y en vez de tragársela nada más jugó con su lengua lamiéndome el tronco deslizándola hasta los huevos, aunque pasó de ellos. La subía otra vez, se la tragaba… vamos, lo normal, así que en nada difería de una mamada hecha por una tía. Bueno, en ese caso porque el chaval no tenía barba… En fin, ya la cosa cambió cuando se sacó su propia polla para pajearse. Noté que el vello se me erizaba al verla y sólo aparté la mirada de su trozo de carne cuando él me miraba a mí, haciéndome el pudoroso evitando encontrarme con sus ojos. Pero cuando ya notaba que no lo hacía, bajaba la cabeza y le veía restregarse. Por muy exaltado que estuviese, así como curioso por tocar otra polla, determiné que para esa primera vez sólo dejaría que me hiciera una felación, y él me lo había puesto sumamente fácil advirtiéndome antes que me la mamaría y ya.

-¿No te corres? -me preguntó imagino que ya cansado de chupar.

-¿Por? ¿Sigo yo?

-Es que yo sí me voy a correr -susurró.

No dependía de mí totalmente, porque aunque el chaval lo hacía bien, puede que los nervios por la situación o el temor a ser pillados me impidieran que le costase ponerse dura o que no decayera. Paró de tocarse la suya imagino que porque si no se correría y aceleró al ritmo de sus succiones. Tuve que controlar el no emitir ningún sonido, porque el nuevo compás me animaba a gemir para anunciarle que el final se acercaba.

-¿Ya? -me preguntó.

Y entonces le aparté y el volvió a tocarse la suya. Me la quedé mirando ya sin tanto disimulo porque quería correrme y poco me importaba que el chaval me observara a mí. A pesar de todo se corrió antes y pensé que se marcharía y me dejaría allí, pero en un acto de solidaridad comenzó a tocarme los huevos para ayudarme. Por fin eyaculé sobre el váter al ritmo de un par de espasmos que le resultarían patéticos, pero ni me lo hizo saber ni hablamos mucho más. Me limpié, me subí el pantalón y salí haciendo caso a sus instrucciones que le dejaban a él allí unos segundos más. La verdad es que ahora lo pienso y tuve suerte porque el chico se portó bastante bien ante mi falta de experiencia. Me fui hacia el coche y dudé si debía esperarle o algo, pero mi cabeza no estaba para nada y arranqué y me marché rápido poniendo la radio a todo volumen como si aquello me evitara escuchar a mis propios pensamientos, difusos en ese trance, pero con un trasfondo que evocaba al placer físico más allá de replantearme por una mamada mi condición sexual.