Eternamente breve
Porque, a veces, la historia es muy puta. Y contra ella y sus quereres, muy poco podemos hacer...
ETERNAMENTE BREVE
La cueva que formaba tu melena sobre mi cara, cuando inclinabas la tuya sobre la mía en la almohada, era oscura, tremendamente oscura. Y en aquella noche recién estrenada, me impedía ver tus ojos. Pero no me hacía falta: sabía dónde estaban, y dónde estaban tus labios. Me encantaba besarte así, en esa oscuridad tan tuya. Tan nuestra.
Era la primera vez que compartíamos una cama, pagada únicamente para compartirla. Porque necesitábamos ese momento. Porque las almas eran una desde hacía ya tiempo pero la historia, que es muy puta a veces, decidió que no podían ser uno los cuerpos. Y le dijimos que no a la historia, aunque fuera por una vez.
No íbamos a follar. No me dijiste: "ven, necesito follar contigo". Me hubieras defraudado, me hubieras hundido. Te hubiera retirado el saludo. Me dijiste: "vamos... necesito hacer el amor contigo". Y eso es enteramente distinto. Está a años luz. Y yo te dije que tenía la misma necesidad, porque era verdad. Porque, ya te lo he dicho, éramos una sola alma y necesitaba ser un solo cuerpo. Porque quería ser enteramente tú.
No había nervios al desnudarte. No los había mientras me desnudabas. No conocía tu cuerpo, ni tú el mío, pero los dos sabíamos que ninguno iba a decir nada parecido a "qué polla tan buena tienes" o a "me encantan tus tetas". No sé tú, pero yo, aunque me hubiera encontrado bajo tu blusa con dos albaricoques o me hubiera encontrado con dos bombonas de butano siliconadas, jamás habría comentado nada. Me daba igual, realmente. Porque eras tú, no unas tetas. Era tu pecho y bajo él estaba tu corazón.
Y lo besé en cuanto lo tuve a tiro de piel. Lo besé hundiendo mis labios en tu pecho, con una ligera presión que arrancó tu primer suspiro. Tampoco había miedo ni vergüenza ni nervios por suspirar, por gemir, por gritar. Arranqué tu suspiro, pero ese suspiro era mío desde muchos años antes, desde que supe que te amaba aunque la historia quisiera impedírmelo.
Besé tu pecho y lo recorrí con mis labios, endureciendo tus pezones con mi lengua. Y eran perfectos, preciosos... porque eras tú. Tus dedos se hundían en mi cabello mientras mi boca se volvía loca chupando, lamiendo, degustando tu piel. Mis manos te acariciaban los senos, estaba centrado en ellos, porque necesitaba besar cada centímetro de ese cuerpo que, de repente, se me desvelaba en toda su plenitud. Eras tú... plenamente desnuda a mi lado. Era yo, desnudo, piel con piel. Éramos dos. Pero queríamos ser uno.
Abriste tus piernas para ofrecerme tu sexo. No hacía falta nada más, sino unirnos en un beso y un abrazo en el que cada centímetro de mí encontraba otro tuyo con el que unirse. Mi sexo buscó tu humedad y la encontró. Pero no pude penetrarte. No pude. Sé que te diste cuenta, pero no dijimos nada sobre ello. Dije: "mi vida". Dijiste: "te amo".
Volví a intentar hundirme en tu cuerpo, pero tampoco. Y no había ningún problema, porque no era sexo: era unión. Y estábamos unidos.
No sabía por qué no podía entrar en ti. Algo pasaba, aunque sentía en mi miembro erecto tu calor, tu humedad. Estabas preparada y, sin embargo, no podía acceder a ti.
Bajé con mi mano por tu cuello, deshaciendo el abrazo, por tu pecho, por tu vientre, por tu pubis. Encontré tu sexo y lo acaricié. Mis ojos estaban en los tuyos, mi boca en la tuya, mi mano entre tus piernas.
Acaricié con mis dedos, bajando por tu sexo, jugando con su vello recortado pero no depilado totalmente. Sentí cómo se humedecían mis dedos y cómo respondían tus caderas a mi mano. Casi sin esfuerzo, se hundió uno de mis dedos en ti. Con el dedo en tu interior, busqué tu lengua con la mía mientras palpaba tu sexo de la forma más íntima posible. Con la palma de mi mano controlaba tu clítoris, que sentía hinchado.
Sin romper el beso, retiré mi mano y busqué con mi sexo el tuyo, de nuevo. Y de nuevo no pudo ser: no encontraba la forma de entrar en ti y, sin embargo, sabía que estabas ahí, empapada, receptiva. Pero no podía.
Decidí besar tu barbilla, tu cuello, tus pezones. Decidí besar tu vientre, tu pubis y su vello. Decidí besar tu sexo. Hundí mi lengua en él y su sabor me hizo desearlo más aún. Volví a besarlo y subí con mi lengua por su pared vertical, hasta tu clítoris. Lo estimulé a puro besos, a puro lametones, a puro chupetones. Uno de mis dedos volvía a poseer tu sexo y los diez tuyos mi cabello. Busqué entrar con un segundo dedo, y me costó un poco. Era estrecho, era eso. No pasaba nada.
Besé, te besé. Te di besos, todos los del mundo, por todo tu cuerpo. Te besé los muslos, te besé el costado, sin dejar de amar con mi mano tu cuerpo. Mi otra mano apretaba tu pecho, jugaba en tus pezones, amaba tu boca. Te besé de nuevo el sexo, mis dos dedos ya dentro de él.
Jugaba dentro de ti, y lo sentías. Comenzaste a jadear, a suspirar más fuerte. Y a moverte. Empujabas tu cadera hacia mi boca, anhelando esos besos tan íntimos que tanto deseaba darte. Mis dos dedos se abrían en tu sexo, expandiéndolo, dilatándolo. Cada vez me era más fácil moverlos dentro de ti. Incluso un tercero consiguió hacerte el amor en aquel juego.
Lamí con fuerza tu sexo. Empapé mi lengua en él y a él lo empapé con mi lengua. Y recorrí tu piel hasta tu boca, sintiendo el sabor salado de las pequeñas perlas de sudor que en ella habían aparecido. Cuando la hundí entre tus labios, buscando tu lengua, gustaste de tu propio sabor. Nos mirábamos, y supe en tus ojos cómo te agradaba conocerte así. Te penetré. Y aún tus ojos se abrieron más, antes de que echases la cabeza hacia atrás y los entornases.
Besando tu cuello me abracé a ti y me quedé quieto, pegado a ti, dentro de ti: éramos uno.
Seguimos así, sencillamente unidos, besándonos en el abrazo durante una eternidad que fue eternamente breve, porque lo que realmente deseábamos con la vida entera era quedar unidos, así como estábamos, para siempre.
Comenzaste a mover la cadera, y comencé a moverme a tu ritmo. Te recorría por dentro, cada uno de los centímetros de mi sexo buscando fundirse con cada uno de los centímetros del tuyo. Carne dura contra carne húmeda, ambas cálidas. Me empapabas y me encantaba. Me movía hacia afuera y rápidamente buscabas con tus caderas volver a hacerme entrar.
Hicimos el amor así, lento, despacio, sin cambiar de postura ni llegar yo a hundirme con dureza en ti: sólo nuestros cuerpos, uno sólo ya, bailando una danza tranquila, abrazados, los ojos perdidos en el mirar del otro, los labios buscándose y encontrándose mil veces cada segundo. Hicimos el amor así, y al sentir las contracciones de tu orgasmo y el desbordarse de tu placer, me vacié dentro de ti. Con mi esperma entró en ti, aún más dentro, todo mi yo. Salía a borbotones, y cada uno era un nuevo beso profundo, un nuevo buscarse de nuestras lenguas, una nueva mirada.
Quedamos cansados y abrazados, unidos. Nos pusimos de lado, sin separarnos. Estuvimos así, quietos, jadeando, sintiendo tu piel sudada junto a la mía, durante una eternidad que fue eternamente breve, porque lo que realmente deseábamos con la vida entera era quedar unidos, así como estábamos, para siempre.
Te dije:
Te amo.
Te amo -me respondiste.
Quiero que mi vida sea un poema hecho con los versos de tu amor.
Te amo -me respondiste.
Quiero poder amarte así, siempre.
Te amo -me respondiste.
Quiero que seas mi amada, mi amor, mi amante.
Te amo -me respondiste.
Nunca te he dicho lo vivo que me sentí en tu cuerpo. Nunca te he dicho la vida que me diste con tu cuerpo entero. Nunca te he dicho que nada antes de aquello tuvo sentido ni nada lo ha tenido desde entonces. Sé que si te lo hubiera contado alguna vez me habrías dicho:
- Te amo.
Ya no puedes decírmelo, ni yo decírtelo a ti. La historia, a veces, es muy puta.